La verga del ángel

La verga del ángel

«Testimonio de doña Inés de Sepúlveda contra don…», corrige Laura el nombre, «contra don Juan Tenorio, a quien acusa de haber cometido una seducción y un crimen».

¿No es verdad, mi ángel de amor,

que en esta apartada orilla,

la Luna mucho más brilla

y se respira mejor?,

dice don Juan, narra Inés al tribunal, y ella hoy no recuerda cómo se encontró preguntándole por los ángeles, y si acaso ella se les parecía.

—Son altos y hermosos —dice don Juan—. Tienen el aspecto de hombres muy jóvenes, la tez blanca, los ojos azules. No usan barba ni bigote y su piel es suavísima.

—¿Cuántos son ellos? —pregunta Inés.

—Algunos dicen que dos: los arcángeles Miguel y Gabriel. Otros que cuatro, o que siete, o que infinitos.

Mensajeros del Bien, explica don Juan, portadores de la Buena Nueva del embarazo de María, salvadores de hombres o advertidores del peligro, a veces el aire se llena de estos alados voceros de Dios. Otras veces están allí, protegiendo a las niñas de los malos pensamientos, tratando de que no insistan en tocarse sus partes de mujer, y están allí sin que lo sepamos, apenas intuyendo su presencia.

—¿Son corpóreos? —pregunta Inés, y don Juan dice que hubo grandes debates entre los teólogos, y algunos aun discutieron sobré cuántos de ellos podrían ponerse sobre la cabeza de un alfiler. Cuestión imprecisa, si las hay, ya que no dijeron si se trataba de los delgados alfileres de Francia, o los de Verona, notoriamente más grandes.

Esto afirmaría su corporeidad, lee Laura, ya que tienen cierto volumen, aunque la cifra finalmente adoptada —tres mil ángeles, con independencia del tamaño del alfiler— habla de una materia extremadamente sutil.

—¿Son hombres o mujeres? —pregunta Inés, y Laura trata de discriminar por qué la Inquisición ha recogido este testimonio con tanta minuciosidad, y qué quiere decir esta mujer al delatar a un hombre por una conversación sobre el sexo de los ángeles.

Para los moros, explica don Juan, la cuestión no ofrece dudas. Cabalga Mahoma por el desierto, las piernas cruzadas sobre el lomo de su camello, yéndose a predicar de oasis en oasis los mandamientos de Alá.

«Hay un solo Dios», dice Mahoma, cuenta don Juan. «No hay más que uno y no admite que lo representen en pinturas ni en estatuas». Un solo Dios, es cierto, creador de todo lo que existe, asienten los resecos beduinos del desierto, que aceptan la voz del Profeta y destruyen sus ídolos. Un solo Dios, dicen todos, y sin embargo, al entrar Mahoma en las tiendas, las ve llenas de imágenes de diosas paganas, desnudas y aladas, pintadas en posiciones tan sensuales que, al verlas, los hombres olvidan sus oraciones y equivocan los sentimientos de la fe.

«¿Qué son estas figuras paganas?», ruge Mahoma. «¿Acaso no dijimos que hay un solo Dios?».

«Por supuesto», le contestan los beduinos. «Hay un solo Dios y nosotros lo veneramos. Pero éstos son sus ángeles».

Recorre Mahoma la Arabia entera, y encuentra en todas partes altares con ángelas desnudas, con las piernas abiertas y unos sexos tan desmesurados que podrían confundirse con sus alas. Predica en contra de los falsos dioses, y los beduinos responden: «Los ángeles son mujeres porque son las hijas de Dios».

Se enfurece Mahoma: «¡Dios no tiene hijos!», les dice.

No le creen. Ellos han visto las imágenes. Esas mujeres tan hermosas y sensuales sólo pueden tener un origen divino. Mahoma contraataca: les habla de las huríes del paraíso, almas de mujeres que nunca han pasado por el mundo, creadas para satisfacer los goces de los creyentes. Los beduinos aceptan a las huríes, pero insisten en considerar a las ángelas como hijas de Dios. Finalmente, Mahoma encuentra el argumento justo:

«Si Dios hubiera querido tener hijos», les dice, cuenta don Juan, «habría tenido hijos varones». Finalmente, asienten los beduinos, pudiendo elegir, ¿para qué habría Dios de cargar con tantas hijas mujeres?

Pero nosotros, sigue don Juan, no tenemos ese argumento. Por eso fue tan dura la discusión en Bizancio.

La ciudad estaba, como siempre, sitiada por los turcos, y llovían sobre ella brea ardiente y piedras enormes. Grandes nubes de humo rodeaban la sala en la que, con los ojos llorosos y tosiendo, cien tratadistas convocados por el emperador discutían la cuestión.

San Nicolás dijo que, si eran tan hermosos como se los describía, sólo podían ser femeninos, ya que Dios había querido que la belleza extrema fuera atributo de mujer. Se los nombra como si fueran masculinos por la importancia de su misión, pero deberíamos devolverles sus nombres de hembras y llamarlos el ángel Micaela y el ángel Gabriela.

Los ojos de don Juan brillan en la penumbra, intuye Laura. Inés asiente:

—Sí, sí, los ángeles son femeninos, y las túnicas ocultan sus pechos rosados. He visto, en una iglesia —sigue Inés—, dos ángeles inclinados en el rezo, a los que se les marcaba perfectamente la redondez del busto.

A veces, cuenta don Juan, usan estatuas griegas y ponen como ángeles a esas diosas que siempre parecen a punto de hacer el amor. Por algo la Iglesia de Bizancio se niega a admitir esculturas sacras en los templos, pues dicen que cualquier representación del cuerpo humano invita a la sensualidad y al paganismo. Por eso, en los muros de las iglesias de Bizancio, desde imágenes hieráticas y absolutamente planas, sale la mirada de un Dios severo, que amenaza con el Juicio Final a aquellos que descubran lo que tienen de la cintura abajo.

Inés sonríe y se cubre los ojos con una mano, intuye Laura. Don Juan la mira.

—¿Cómo era la mirada de don Juan? —pregunta el inquisidor.

—Como la de un hombre que estuviese perdidamente enamorado de mí —dice Inés.

Y cuando el inquisidor, a quien quizá nunca hayan mirado con amor, quiere saber cómo era esa mirada, Inés le habla del estado de éxtasis de algunas imágenes de santos, con esa expresión inefable de haber visto el más allá.

Laura se pregunta si don Juan tendría alguna otra forma de mirar a una mujer, y, sin embargo, trata de imaginar esos ojos mirándola a ella, con esa expresión de deslumbramiento provocada por su presencia. Laura baja el legajo y cierra los ojos. Desde el fondo de sus párpados, don Juan la está mirando, se quita el sombrero con la pluma roja y le hace una reverencia mientras le habla de amor. Laura imagina a don Juan desnudo, penetrándola con una delicadeza infinita, mientras, muy quedo al oído, le dice versos.

«Yo quiero que me traten así», murmura, «aunque sea mentira».

Ahí hay una pista enorme, siente. Las mujeres saben que don Juan les está mintiendo.

«¡Se equivoca Tirso!», le dirá después al cura. «¡Se equivoca por completo al rodearlo de ingenuas damitas seducidas! Una promesa de matrimonio, y ¡paf, a la cama! Después, don Juan se levanta, se cierra la bragueta, saluda a la muchacha deshonrada y desaparece para siempre, mientras ella llora a gritos su vergüenza, en vez de ocultarla por si no le llegara a crecer la panza. ¡Eso no tiene sentido, padre!», le insistirá al cura. «¡Esas mujeres saben perfectamente ante quién se encuentran! Y ése es su atractivo. En todo caso, se acuestan con su fama de seductor, antes que con él mismo. ¿O es que Tirso se cree que las mujeres somos unas imbéciles?

»¿En qué consiste entonces», se pregunta Laura, «el misterio de esta seducción en la que nadie es engañado? Y si no hay mentiras, o si la mentira es tan visible que no engaña, ¿por qué desemboca en tragedia?».

Laura suspira y vuelve al legajo. Inés cuenta al tribunal que, al taparse los ojos en un gesto de pudor, don Juan apoyó su mano sobre la de ella, y ella sintió sobre sus ojos el latido de las dos manos juntas. Desde la oscuridad, Inés escucha a don Juan, que vuelve a hablar del concilio de Bizancio, en el que san Eleuterio defiende la masculinidad de los ángeles.

«Los ángeles nos vienen del Antiguo Testamento», dice san Eleuterio, narra don Juan a Inés, explica Inés al tribunal, lee Laura en el legajo, «y la ley judía habla de la impureza lunar de la mujer. Si ni un rabí, y ni siquiera un hombre piadoso, puede acercarse a una mujer cuando ella está con su costumbre mensual, ¿cómo pensar que es un mensajero de Dios? ¿Acaso Dios se acercaría a una mujer en estado impuro para darle sus órdenes? Y si así no fuera, ¿deberían esperar las órdenes de Dios varios días hasta que las ángelas cesaran su flujo de sangre? Y si a pesar de todo, Dios emplease ángelas en esos días, ¿habrían ellas de andar volando y salpicando la tierra y a las gentes desde el cielo con la sangre de su menstruo? Lo cual sería de una peligrosidad inaudita, porque es sabido que el contacto con esa sangre puede hacer secar los árboles, enrojecer los lagos y esterilizar el suelo. No, no», concluye san Eleuterio, «los ángeles sólo pueden ser varones. Y el concilio aprueba que no son mujeres». Pero, pregunta don Juan, ¿son hombres o acaso no son ninguna de las dos cosas? ¿Para qué alguien que es sólo un mensajero, que ha sido creado especialmente para ser un mensajero, necesita tener algo entre las piernas? ¿No será que los ángeles son, en ese lugar, tan lisos como las muñecas de juguete?

Inés mira fascinada a este hombre que le cuenta historias antiguas, donde lo erótico crece a un ritmo lentísimo, tanto que a veces ella misma quisiera apurarlo, pero no, que uno de los secretos de don Juan parece ser el tener un tiempo infinito para seducir a cada mujer.

Pero san Ildefonso, narra don Juan, argumenta que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Y si hablamos del dedo de Dios tocando a los elegidos, hemos de convenir que también Dios tiene un cuerpo y, por ende, tiene sus partes de varón, como las tenemos quienes hemos sido hechos semejantes en todo a Él.

«¿Acaso no festejamos el primero de año», dice san Ildefonso, «la circuncisión del Señor? ¿Y dónde se ha visto que un Hijo fuese distinto de su Padre? Por tanto, Dios es varón como nosotros, macho de la cintura abajo, y, si hemos de presumir coherencia en la Creación, también sus ángeles son varones, y no afeminados, como suelen pintarlos, sino fuertemente bragados y con sus cosas bien puestas».

Acepta el concilio la masculinidad de los ángeles, le había dicho don Juan, dice Inés al tribunal, pero resta aún una dura cuestión teológica: ¿la ejercen? Y si lo hicieran, ¿lo hacen por voluntad propia o por mandato divino, como parte de su oficio de mensajeros?

Y aquí hablaron dos obispos que se adherían a la herejía stefanita, los que sostenían que el ángel de la Anunciación había ido por orden del Señor a embarazar a María como lo habría hecho cualquier hombre con cualquier mujer, discutiéndose si ella lo recibió con un goce místico o carnal, o con qué mezcla de ambos.

El concilio, agrega don Juan, terminó condenando esta herejía por contradecir dogmas muy arraigados, y diecisiete monjes stefanitas, que se negaron a abjurar de ella, fueron colocados sobre las murallas y expuestos a las flechas de los turcos. Alineados sobre las almenas, todos ellos abrieron sus sotanas para morir mostrando al enemigo sus partes de varón, como si fuesen ángeles, en una magnífica erección que sostuvieron hasta caer acribillados uno tras otro, con el miembro levantado como una flecha más clavada en su cuerpo.

—Al menos, ellos lo exhibieron —dice Inés, en un tono que Laura intuye insinuante—, ya que, por lo visto, los ángeles ni lo muestran, ni hacen el amor.

Hay un episodio, sin embargo, cuenta don Juan, dice Inés al tribunal, muy curioso, que sugiere que lo lamentan.

«¿Por qué?», se pregunta Laura, y le relatará después al cura, «¿por qué este relato tan minucioso? ¿Qué quiere decirle Inés al tribunal, qué quieren decirle estas mujeres que van a la Inquisición y que narran detalladamente la historia, en vez de decir: “me sedujo con promesas de matrimonio”?».

Laura va entendiendo poco a poco, y cada comprensión le agrega matices nuevos. La seducción es un clima, cierto aire mágico que crean la voz y el relato. ¿Y si, como sugiere el cura, el relato no fuese para ellas, sino para él mismo? ¿Si necesitara del sonido de su voz para seducirse a sí mismo? ¿Si su cuerpo sólo respondiese ante sus propias palabras y no ante la desnudez de una mujer?

—Don Juan no excita la sexualidad —le dirá después Laura al cura, asustado por nuevas amenazas—. Don Juan no toca a las mujeres, no las abraza, no les acaricia ninguna zona erógena. Sólo les habla, y esa palabra permite que aflore el erotismo de ellas. Estoy segura de que son ellas las que lo llevan a él a la cama, después de oírlo.

—¿Y la mentira? —le preguntará el cura—. ¿No se daban cuenta de que él les estaba mintiendo?

—Hace varios días —le dirá Laura— que me ronda el tema de la mentira. Sí, se daban cuenta. Creo que en esto está el secreto.

—¿Cómo puede uno dejarse engañar si sabe que lo engañan? —dirá el cura.

—¿Usted nunca ha visto la propaganda política? —dirá Laura—. ¿O se cree que los votantes no saben que los candidatos mienten, y que ellos tienen que elegir cuál es la más hermosa variante de la misma mentira? Eso es lo que no entendió Tirso de Molina. Tirso lo llama «el burlador de Sevilla», y pone el acento en las mujeres que confían en su palabra. Pero Tirso era, antes que nada, un moralista. Si hubiera intentado bucear en el alma humana, simplemente se habría mareado. Le debemos el mito del Tenorio, y está claro que quedó muy impresionado por lo que escuchó en el tribunal. Pero no va más allá de lo evidente. No, no, padre, Tirso no entendió a Don Juan. Lo pone riéndose a carcajadas como los peores villanos de Hollywood: «¡Ja, ja, ja! ¡Las burlé!». Se queda en la maldad por la maldad misma, sin entender el carácter trágico del personaje.

—¡Pero el mal existe! —gritará el cura—. ¡Este hombre tiene cola y cuernos! ¡Por algo me siguen amenazando de muerte! Y por algo —agrega en voz baja— me hace pensar en lo que mi voto de castidad me prohíbe.

—En la vida quizás exista el mal —dirá Laura— pero en la buena literatura no. Acuérdese de Shakespeare. Hasta un personaje horrible como Macbeth tiene sus razones, que podemos entender y que nos suenan entrañablemente humanas. Nada de eso pasa con el Don Juan de Tirso.

—¿Y Molière? —preguntará el cura—. ¿Acaso Molière puede damos una pista sobre esta carta amenazadora?

—Tirso —dirá Laura— cree de veras en la moral tradicional y en el castigo del cielo para los libertinos. No olvide usted que Tirso era cura, con perdón, y que creía en el carácter ejemplarizador del teatro. O quizá temiera que, si no lo llenaba de moralejas, no le habrían dejado seguir con ese oficio tan infamante. La cosa es que Tirso necesita decir que si uno anda follando por ahí con cualquiera, enseguida vienen los fantasmas y se lo llevan al infierno. Y, además, está la seducción del fantasma. Tirso necesita crear un clima particular para hacer aparecer el espectro justiciero en escena, y se fascina tanto con el buen muerto que se olvida de los vivos.

»Pero Molière es otra cosa —seguirá diciendo Laura—. Para Molière, el discurso moralista es solamente un recurso escénico, una forma de ir creando un crescendo en el que le digan al personaje que basta de acostarse con mujeres, que se le viene encima la cólera divina. Pero Molière ni siquiera piensa en la naturaleza de la seducción, ni se pregunta por qué las mujeres aceptan la mentira. Aquí hay algo mucho más sutil, que ninguno de los dos contempla.

—¿Cómo verlo? —preguntará el cura.

—Piense usted en el teatro —le dirá Laura—. Es curioso que dos hombres de teatro no hayan reflexionado sobre la naturaleza de la seducción. Porque lo que nos fascina del teatro es que sabemos que no es cierto. Cuando estamos en la sala, nos quedamos pendientes de esa ilusión, de los más mínimos gestos y susurros de los actores, cuando escuchar en otro lugar una conversación semejante sólo nos provocaría fastidio.

»Así pues —agregará Laura—, el secreto de Don Juan es el mismo del teatro: la fascinación que provoca la minuciosa construcción de la mentira. Piense usted en un prestidigitador: nosotros no creemos en la magia, sabemos que miente. ¿En qué consiste su encanto? ¿Por qué no podemos dejar de mirar el escenario, y de maravillamos con los conejos que salen del sombrero y fascinarnos con la resurrección de la mujer serrada en dos? Porque sabemos, precisamente, que la magia no existe; que no hay ninguna posibilidad de que exista, y eso nos resulta doloroso, pero por suerte ese hombre está construyendo una mentira para nosotros. Es el gesto teatral del que engaña a quien quiere ser engañado, que va al teatro e incluso paga una entrada para que lo engañen, que pide desesperadamente una falsedad hermosa, en medio de tanta realidad brutal. Las mujeres, padre, necesitamos de un hombre que nos diga: “Te quiero para siempre”, aunque sepamos que la única verdad posible es: “Te quiero por el tiempo que dure”.

Laura retoma el legajo en el punto en que don Juan le habla a Inés del lamento de los ángeles por su castidad forzada, ya que también los ángeles fueron creados con la sangre ardiente y con esa pasión que los impulsa a meterse dentro de una mujer, y hubo un momento, un único momento, en que el cuerpo fue más fuerte y se dejaron llevar por ella.

—¿Cuál es ese episodio, don Juan? —pregunta Inés.

Y don Juan habla, claro, de Sodoma y Gomorra, las dos ciudades que vivían felices en orgía perpetua hasta que se levantaron las voces de la envidia, y tanto las envidiaron sus vecinos que este reclamo llegó hasta el cielo.

—Es que Dios aprueba la castidad —dice Inés.

—Porque Dios mismo es casto —dice don Juan, quien agrega que Dios es inmortal, y que no sufre esta angustia humana ante la finitud, que sólo puede paliarse cuando dos se unen tan estrechamente que se sienten uno solo, y el cuerpo de uno es la continuidad del cuerpo del otro.

«Aquí quizá se tomen de la mano», se dice Laura, mientras el legajo amarillento sigue mostrando la voz de Inés ante el tribunal, tratando de reproducir la otra, la de don Juan Tenorio, hablándole del erotismo como única defensa ante la muerte, como lo hacían en Gomorra y Sodoma, ciudades cuyos sabios habitantes entendían lo breve que es la vida y cómo lo mejor que podían hacer en ella es el amor.

Pero en las vecindades de Sodoma había un pastor de ovejas llamado Abraham que era un amargado, incapaz de gozar de la vida y de su mujer, que no le dio hijos durante tantísimos años porque él no iba a buscarla para hacerlos. Y este Abraham fue a delatarlos ante Dios y le pidió salvar a su amigo Lot a cambio de la delación, lo que le fue concedido. Lot era tan reseco y amargado como Abraham, por lo que se encerraba a quejarse y gruñir mientras los alegres habitantes de Sodoma se pasaban el día bailando desnudos por las calles, iluminados por antorchas al son de las flautas de Pan, haciendo el amor en los jardines bajo la luna llena, que para los antiguos era la diosa del sexo.

«Las manos están firmemente entrelazadas», intuye Laura. Don Juan habla, con la mirada ausente, e Inés comienza lentamente a acariciarlo.

En ese momento llegan los ángeles que Dios envía para avisarle a Lot a fin de que escape antes de que caiga fuego del cielo. Imagina la escena, narra don Juan: bajo la luz de la luna están los sodomitas desnudos y borrachos, y de pronto les caen del cielo los arcángeles Miguel y Gabriel, dos donceles hermosísimos, que intentan abrirse paso entre la multitud. Los sodomitas los abrazan, los besan, los retienen, los hacen girar con ellos en el baile. Protestan los ángeles, diciendo que ellos vienen de parte de Dios, pero los sodomitas son paganos y siempre han contado con sus dioses para las orgías.

Una mujer alta, cubierta solamente por su cabello rojizo, en la que resalta como una llamarada el vellón rojo del pubis, acaricia al ángel Miguel en las alas y lo besa en la boca. Y es un hombre, hirsuto como un sátiro, el que se acerca al ángel Gabriel, le abre la túnica y comienza a acariciarle sus partes de varón.

En ese momento, Lot ve la escena desde su ventana, se desespera porque sabe que los ángeles vienen a verlo a él y teme la venganza de Dios por no haber sabido ser hospitalario con ellos. Allí Lot comete una acción aún más abyecta que la delación de Abraham: les entrega a su mujer y sus hijas, para distraerlos y que abandonen a los ángeles.

—¿Y ellos? —pregunta Inés, que mordisquea suavemente las manos de don Juan, mientras lo mira a los ojos.

Tres mujeres en la multitud, cuenta don Juan, son apenas una gota en el mar. Las rodean, las desnudan en un instante y, como no pueden esperar a turnarse, las penetran de dos en dos, por delante y por detrás, mientras un tercero las acaricia donde puede, y otros las tocan o los penetran a ellos, en una confusión tal que los ángeles quedan paralizados, ya que ellos estaban acostumbrados a sitios demasiado ordenados.

Laura escucha el jadeo de la mujer a través del papel amarillento. Los ojos de Inés se pierden en alguna parte, mientras le crece el deseo y sus manos se apoyan en las piernas de don Juan.

—¡Esto es herejía! —grita el alguacil, tal como consigna puntualmente el expediente firmado por ese oscuro Tirso de Molina.

—Que yo recuerde —dice el inquisidor—, no hay dictamen pontificio sobre la carnalidad de los ángeles. Por ese lado, es difícilmente incriminable. Por supuesto, usar la historia sagrada para excitar la lascivia debería ser un delito, pero no está tipificado como tal, quizá porque a nadie se le ocurrió hacerlo hasta ahora.

—¿Qué pasa con los ángeles? —pregunta Inés con la voz enronquecida.

Los ángeles son poderosos, cuenta don Juan. Al día siguiente serán capaces de destruir las dos ciudades ellos solos, y lo harán con una rabia especial, que les surge por haberse dejado arrastrar por la orgía. Porque en ese momento los lleva el deseo, y Lot, inmóvil desde su ventana, es el único hombre que está sobrio en toda Sodoma, y mira y comprende lo que está viendo: las caricias de tantos hombres y mujeres despiertan la carne dormida de los ángeles. Miguel y Gabriel arrojan sus túnicas al suelo y hay algo deslumbrante en los dos hombres alados en plena erección, los miembros gigantescos y sobrehumanos penetrando a hombres y mujeres sin cansarse, dejándolos rendidos y satisfechos, a ellos que parecían insaciables, caídos como después de una borrachera, mientras los miembros ardientes de los ángeles abren una ancha fila entre sodomitas y gomorranos, cuenta don Juan, en tanto las manos de Inés lo aprisionan firmemente por los cojones.

Desata Inés los pantalones y las bragas de don Juan, y lo hace con lentitud, acariciándolo a él mientras manipula cordones y cintas, y después le besa minuciosamente sus partes de varón, de abajo arriba, sintiéndolo latir y crecer más y más, hasta que lo empuña con las dos manos y empieza a chuparlo, mientras don Juan habla de esos ángeles desaforados tras mil años de castidad, que se meten en todos los hombres y mujeres de Sodoma bajo la espantada mirada de Lot, el único que no se atreve y que desde su ventana ve cómo el arcángel Gabriel llega hasta su mujer violada rutinariamente un par de veces, narra la voz de don Juan, ya con la respiración entrecortada, mientras Inés chupa con más y más fuerza, apoyada sobre las piernas de don Juan, el ángel voltea a la mujer de Lot y la hace gozar por única vez en su vida, hasta tal punto que el día de la tragedia, cuando bajaba el fuego sobre Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot volverá la cabeza para mirar una vez más al ángel que la hizo feliz, mientras cae del cielo esa lluvia de fuego que sale de las entrañas de don Juan, y doña Inés separa la boca del miembro para recibir el chorro de esperma en pleno rostro.

«Y todo este relato tan minucioso», piensa Laura, «para después decir que don Juan se vistió muy lentamente, besó y acarició a Inés muchas veces y, embozado en su capa, se dirigió a la calle. Al pie de la escalera se topó con el padre de Inés, quien, sorprendido, comenzó a dar voces. Y ése fue el comienzo de la catástrofe», le dirá después Laura al cura, «y tendremos que estudiar por qué este personaje está marcado por la tragedia, ya que don Juan, sin vacilar, disparó al padre de Inés un pistoletazo en la cara, matándolo de inmediato».

Anota el inquisidor que, si bien la voz de Inés es lúcida y coherente, ella muestra signos de desvarío en la mirada y el arreglo de su persona, en la forma de llevar ese luto que parece una fiesta, o en el confundir la risa y el llanto al declarar ante el tribunal. Una nota al pie da cuenta de la muerte de Inés días más tarde, de una dolencia imprecisa que, «en atención a su pertenencia a familia muy principal», dice el notario, «se evitó investigar si había sido enfermedad o suicidio».

Laura aparta los ojos del legajo, y en ese instante un balazo hace estallar el cristal de la ventana y se estrella en la lámpara, dejándola a oscuras.