Imágenes de Don Juan

Imágenes de Don Juan

—¿Ha descubierto usted algo que impida que nos maten a balazos? —pregunta el cura—. Porque siguen tratando de intimidarme. Cada vez que llego, me está esperando un automóvil verde, sin identificación y con cuatro tíos dentro que llevan gafas oscuras. Sólo esperarme y poner el auto en marcha. Nada más que eso, pero ellos están aquí, cerca, muy cerca, y son los mismos que disparan contra las ventanas y mandan estos anónimos.

El cura va dejando caer sobre la mesa, poco a poco, una colección de calaveras. La carta de la Muerte, del Tarot de Marsella; su equivalente del Taraceo Egiziano; la Danza de la muerte, de Holbein, con mercaderes y damas, caballeros y reyes que malgastan su vida en vanidades, mientras se acerca a ellos el unánime esqueleto. Diez jinetes de hueso, de Guadalupe Posada. Una imagen de la diosa azteca Coatlicue, con cabeza de serpiente y adornos de calaveras a la cintura; otra de Khali, de la India, también con un cinturón de cráneos. Un grabado de Durero, con un jinete que marcha, impertérrito o resignado, quién sabe, hacia su final. Varios de Goya, de Los desastres de la guerra, con cadáveres mutilados; imágenes del Guernica llorando la inevitabilidad de la destrucción total. Un detalle de las Escenas de la vida de san Juan Bautista, de Giovanni Di Paolo; el santo está asomado a una ventana, por el cuello cortado sale un chorro de sangre que se derrama sobre el mármol, y un centurión romano recoge con prolijidad municipal la cabeza del santo, que expresa furia y dolor. Más abajo, aparece un Sansón prisionero, al que los filisteos están cegando con un cuchillo curvo, en una penumbra sangrienta.

—¿De quién es éste? —pregunta Laura.

—Creo que de Rembrandt —dice el cura, quien muestra además una página de un libro de medicina, en la que se ve una fotografía de un pene y unos testículos cortados, puestos en formol.

—No se puede negar que son expresivos —dice Laura—. ¿Y ni una palabra?

—Nada —dice el cura—. Todavía no sé qué es lo que quieren. Mientras tanto, veamos qué ha descubierto usted en el legajo.

—Tengo la descripción física de don Juan Tenorio —dice Laura—. Vea usted.

—Por lo visto —dice el cura apenas hubo leído—, Don Juan no era un levantador de pesas. Yo me lo imaginaba como los forzudos del cine.

—La contrapartida de las muchachas de Playboy —dice Laura—. Nuestra cultura quiere damos una única imagen del erotismo.

—Muchachas tetonas de caras ingenuas —dice el cura—. Uno diría que esas revistas muestran infinitas imágenes de la misma mujer.

—Sin embargo —dice Laura—, una vez que uno aguza la mirada, comienzan a aparecer las diferencias. Cada uno de nosotros tiene dentro de la cabeza una imagen distinta del hombre o la mujer ideales.

—¿No hay universales, entonces? —pregunta el cura—. ¿No tenemos todavía metida dentro de la sangre la Venus hotentote? ¿Acaso los hombres no siguen buscando caderas y culos, y las mujeres músculos grandotes?

—Sospecho que es más variado —dice Laura—. Diverso en el físico y también en la mirada. ¿Cuál es la mujer ideal para las mujeres? ¿Es distinta de la que buscan los hombres? Mire usted las mujeres planas de los desfiles de modas: ¿se le ocurre que algún hombre pueda tener fantasías eróticas con ellas? No, padre, hay imágenes de mujer para las fantasías masculinas y otras distintas para las fantasías femeninas. Vea las revistas de modas, mire usted las muchachas de Playboy y analice las diferencias.

—¡No leo el Playboy! —dice el cura—. ¡No tiene nada que ver con mi trabajo ni con mi vida! Yo soy cura, he hecho voto de castidad, ¡qué me importa el erotismo! Y sin embargo, han sido muchos los santos tentados por mujeres desnudas o por espejismos de esas mismas mujeres. Caminos extraños los de la vida: quizás en Playboy esté mi pasaporte a los altares.

—O, por lo menos, la forma de no acelerarlo —dice Laura—. De manera que sigo hablando de las diferencias en la percepción del erotismo. Pensemos en un solo detalle: si viera usted las muchachas de Playboy, encontraría que todas tienen las tetas de la misma forma y tamaño. De la infinita diversidad de cuerpos de mujer, encontramos sólo un busto cónico, de cien centímetros de contorno, frente a los noventa de las antiguas Miss Universo. Pero si usted baja en la escala social, la pornografía popular hipertrofia las tetas: muchachas desbordantes, con ciento veinte o ciento treinta centímetros de tetas que tienen la forma de almohadones.

—¿Dónde ha aprendido usted tanto de pornografía? —pregunta el cura, mientras los ojos se le van suavemente hacia las piernas de Laura, ahora completamente descubiertas—. Yo creí que usted era profesora de historia.

—¡No pienso confesarme con usted, padre! —dice Laura—. Pero sí puedo contarle algo más: una encuesta en Estados Unidos reveló que la mayor parte de los lectores de Playboy creía que esas muchachas eran vírgenes, niñas de buena familia que se ganaban unos dólares posando desnudas para pagarse la casa y el vestido blanco de novia. En cambio, en las revistas populares, todas tienen una inequívoca expresión de putas, y en eso consiste su atractivo.

—¿Adónde nos lleva esto? —dice el cura.

—Al cuerpo de Don Juan —dice Laura—. Los que miran los músculos de esos forzudos son los demás hombres, no las mujeres, salvo algunas lesbianas para tratar de imitarlos, ¿sabe usted? Por suerte para ellos, los forzudos no despiertan demasiado el interés de las mujeres.

El cura la mira, esta vez a los ojos, con cara de no comprender.

—Pero claro, padre —dice Laura—. No se puede tomar hormonas impunemente. ¿Se acuerda de lo que dice Shakespeare, que el vino engaña al amor, porque estimula el deseo pero impide su consumación? Algo parecido pasa con los esteroides que toman: producen hombres muy vistosos, pero del todo impotentes.

—¿Y entonces? —pregunta el cura.

—La imagen social de belleza masculina, de cómo es el hombre ideal, va cambiando con el tiempo. Hemos imaginado a Don Juan como Rodolfo Valentino, a principios de siglo, después como John Wayne, pasamos por Mastroianni y por Schwarzenegger, y ahora, si vamos a creer en lo que dice Aldonza, don Juan Tenorio se parecía más a Woody Allen, al menos en el cuerpo.

—¿Qué más tenemos en el legajo? —pregunta el cura.

Y Laura le dice que el documento siguiente está incompleto, porque la humedad de las paredes penetró en los papeles, y si bien las primeras hojas se conservan en buen estado, las últimas son un desastre, con partes ilegibles y páginas enteras que no se sabe qué pueden decir. Con inferencias, una lupa y algo de imaginación, Laura ha logrado reconstruir otra de las declaraciones, en la que una mujer cuenta al tribunal una historia que Don Juan le dijera.

«Palabra de mujer», dice don Juan Tenorio, narra al inquisidor una mujer sin nombre, escribe el notario Tirso para que lea Laura y lo relate al cura. «Palabra de mujer que es capaz de rehacer el mundo».