Erotismo incesante
—¿Qué quiere decir este erotismo incesante? —pregunta el cura—. ¿Qué tiene que ver el erotismo con la muerte? ¿Por qué estas amenazas? ¿Qué absurdo camino estamos tomando, usted y yo, para que nos disparen por poseer un documento de hace casi cuatro siglos? Y al mismo tiempo, ¿qué otra defensa tenemos que tratar de entenderlo?
Laura ha intentado huir de una pesadilla en la que el fantasma de don Juan Tenorio la viola en una biblioteca («Y, sin embargo, me hubiera gustado», se dice Laura), pero en la pesadilla siguiente unos encapuchados la fusilan en algún remoto país sudamericano. La puerta del cura ya ha recibido media docena de balazos y alguien depositó una carta del Tarot —la número XIII, la Muerte— en la alcancía de limosnas: un esqueleto de cartón, con una guadaña en la mano, que corta cabezas campesinas y coronadas.
—Quieren decir que matarán a quien sea —dice el cura.
—Pero lo que me enloquece de esta situación es que no nos dan instrucciones: «Quemen el legajo», o «Depositen el dinero debajo de un puente». No. Simplemente la Muerte, ni una palabra más —dice Laura.
—Supongo que hablarán cuando nos hayan asustado lo suficiente —dice el cura.
—Pues a mí ya me sobrestiman —dice Laura—. Creo que tengo bastante, pero no me dicen qué esperan de mí. ¿Seguimos suponiendo que se debe al legajo?
—¿A qué otra cosa? —pregunta el cura.
—En tal caso, sigamos con lo nuestro —dice Laura—. A estas alturas, me parece claro que estamos ante el verdadero don Juan Tenorio. Lo que empezó medio en broma va tomándose en serio: si hubo un personaje histórico que diera origen al mito, es éste.
—¿Y las fechas? —pregunta el cura—. ¿Acaso coinciden las fechas?
—Los mitos no tienen fechas —dice Laura— ocurren siempre en tiempo presente. En este preciso instante, Moisés está cruzando el mar Rojo y Edipo se acuesta con su mamá; y ahora mismo don Juan Tenorio está procurando hacerme el amor mientras nos disparan por la ventana. La cronología no importa. El proceso y el expediente que poseemos son de 1612. Zorrilla ambienta su obra entre 1545 y 1550. Los demás no suelen dar fechas, pero eso importa poco. ¿Acaso nos dice algo el año real en que Ulises regresó a Itaca?
—No coinciden, por supuesto —dice el cura—, pero no hay ninguna duda de que es el mismo hombre. Entonces, ellos saben que su famoso antepasado dio origen al mito y quieren proteger su memoria de hombre de bien. ¿Para qué seguir leyendo? Comprenda usted mi estado de ánimo: estamos amenazados de muerte, las autoridades no hacen caso de mis denuncias, ¡y nosotros hablando de literatura!
—Sin embargo —dice Laura—, ¿qué otra cosa podríamos hacer sino tratar de entender este legajo?
—¿Sabe usted? —dice el cura—, cuando yo era adolescente le tenía terror a los exámenes de literatura. Lope, Cervantes, el Cid, están asociados siempre a un sudor frío, a una amenaza de diarrea incontenible. ¿De quién es La Galatea? ¿Qué diantres será un endecasílabo? Dígame, alumno: ¿qué es un gerundio: un tiempo verbal o un cortesano de Felipe II?
»Era desesperante tener que pasar el examen, pues en eso me iba la vida. ¿Quién iba a pensar que ahora nos va de veras la vida si no aprendemos bien el Don Juan Tenorio? Volvamos, pues, al mago del erotismo continuo, al hombre del pene de oro.
—No —dice Laura—. Don Juan no es un personaje tan erótico como parece.
Y ante los ojos atónitos del cura, que piensa que bastaron apenas tres balazos y un par de amenazas de muerte para volverla loca, Laura despliega sus libros y comienza a explicar.
—Por una vez —dice Laura—, el que entendió esto es Molière. Sí, sí, Molière, como hombre de teatro, sabía algo sobre la seducción y, por lo menos en esto, acertó. Escuche usted, padre, que es el Tenorio de Molière quien habla: «Los amores que empiezan tienen un encanto inexplicable», y agrega que «no hay mayor delicia que vencer la resistencia de una mujer hermosa».
—Hasta aquí, el prototipo del seductor —dice el cura.
—Sí —dice Laura—, pero escuche usted el resto: «Después de haber sido dueño de tal tesoro, nada se pide ni nada se desea: lo más bello de la pasión ha concluido».
—Seducir y abandonar —dice el cura.
—Sí —dice Laura—, pero, por favor, aclaremos por qué. Don Juan no es un personaje ligero. Es una figura trágica: es Eurípides, no Aristófanes.
—Para mí, son todos lo mismo —dice el cura—. Don Juan, Casanova, esos tíos que embarazan a las muchachas y luego se largan.
—¡No! —dice Laura—. Casanova es sólo un aventurero alegre. Don Juan está rodeado de un aura oscura. Casanova es un estafador que usa el sexo para ganar dinero o poder. Nunca seduce a una jovencita inexperta. Se acuesta con duquesas que lo ubican cerca de maridos influyentes, con viejas adineradas que lo mantienen o con cortesanas que lo saben todo sobre el sexo, si ello fuera posible.
—¿Y acaso Don Juan no? —pregunta el cura.
—Hay una diferencia esencial —dice Laura—: las aventuras de Casanova terminan en uno o varios orgasmos. Las de Don Juan en una o varias muertes. Si el protagonista de este legajo fuera Giacomo Casanova, usted y yo estaríamos divirtiéndonos con sus andanzas y a nadie se le ocurriría asesinarnos.
—Tal vez porque Don Juan es español, y porque para nosotros el sexo y el amor fueron siempre asuntos trágicos —dice el cura.
—Quizá —dice Laura—, y por eso el personaje de Mozart no llega a ser italiano, a pesar de llamarse don Giovanni. Pero hay mucho más, y tiene que ver con lo que percibió Molière, que acabo de leerle. Don Juan no es el hombre del sexo continuo, sino del deseo continuo. ¿Comprende usted la diferencia? Don Juan está siempre deseando, siempre buscando desesperadamente una mujer nueva, porque las que seduce se le agotan al instante. Le basta con acostarse con una mujer para sentir que la ha deserotizado. Don Juan no puede hacer el amor dos veces con la misma mujer.
—¿Don Juan Tenorio impotente, dice usted? —pregunta el cura.
—No —dice Laura—, la cosa no es tan burda como la pinta Freud. Simplemente, a Don Juan no se le ocurre volver a buscar a una mujer que ya ha penetrado. Escuche usted lo que dice Zorrilla, que no entendió mucho de su personaje, pero aquí lo describe bien:
«DON LUIS: | ¡Por Dios que sois hombre extraño! |
¿Cuántos días empleáis en | |
cada mujer que amáis? | |
DON JUAN: | Partid los días del año |
entre las que allí encontráis. | |
Uno para enamorarlas, | |
otro para conseguirlas, | |
otro para abandonarlas, | |
dos para sustituirlas | |
y una hora para olvidarlas». |
—El retrato de un canalla —dice el cura.
—¡No sólo eso, padre! —dice Laura—. Imagine usted: ¿acaso don Juan Tenorio no ha encontrado nunca a una mujer lo suficientemente hermosa como para querer llevarla dos veces a la cama? ¿Por qué no gozarla más de una vez, si la muchacha vale la pena? Ésta es la clave: Don Juan desea a una mujer hasta que la lleva a la cama. Desde ese momento, para él ya no es una mujer, sino alguna otra cosa, que no sabemos qué es.
—¿Y entonces? —pregunta el cura.
—Entonces —dice Laura— tiene que ir a buscar otra, y otra más, creyendo que esta vez sí, que esta vez conseguirá mantener firme la llama del erotismo. Y no, cada vez la pasión se le deshace entre los dedos, como en esos mitos griegos en que la víctima sube eternamente una piedra arriba de la montaña para que después se le vuelva a caer.
—Me acuerdo —dice el cura— de una obra de Séneca, en la que manda al emperador Claudio al infierno y lo condena a jugar eternamente a los dados con un cubilete sin fondo.
—Eso era para decir que Claudio era un inútil —dice Laura— y que allá en el infierno no pudieron encontrarle otro trabajo que fuera capaz de hacer.
—Al menos, Tenorio sabe hacer otras cosas —dice el cura.
—Sí, padre —dice Laura—, las hace, pero su condena es, en el fondo, la misma. Porque cada mujer que toca se le agota en ese preciso momento. Por suerte, en ese instante pasa otra mujer, que es, ¡ay!, tan hermosa que con ella seguramente sí lo logrará. Y en el encuentro parece que en verdad es así, hasta que la desnuda y se mete dentro de ella, y entonces resulta que era una mujer como las demás y la pasión se agota, y así para siempre, que por lo visto aun después de muerto es capaz de perseguirme.
—¿Y la saciedad del cuerpo? —pregunta el cura—. No se puede hacer el amor indefinidamente. ¿No lo agotaban esos trances, como dicen que pasa con los drogadictos?
—No, padre —dice Laura—, salvo en ese instante. Porque Don Juan no alcanza nunca la saciedad del alma. Don Juan es un desesperado como lo fue el rey Midas, que murió de hambre al transformar en oro todo lo que tocaba. Don Juan deserotiza a las mujeres que toca. Se acuesta con ellas y luego deja de considerarlas mujeres. Esto quiere decir, además, que busca en las mujeres algo que las mujeres no podemos darle —dice Laura, mientras el cura abre un sobre sin remitente, en el que alguien le envía una reproducción de la Danza de la muerte, de Holbein.
Lentamente, el cura despliega sobre la mesa esa clásica colección de esqueletos. Laura piensa que hay algo obsceno en esos huesos desnudos de carne. Se queda mirando las grandes manos del cura, que levantan las láminas. Se pregunta cómo será la caricia de esas manos.