Convite de piedra
—¡Acabo de entenderlo todo! —grita Laura, entrando en la habitación del cura y sacudiéndolo en la cama.
—¿Qué cosa? ¿Qué ocurre? —balbucea el cura, todavía medio dormido.
—Acabo de terminar el legajo —dice Laura—. Creo que he descubierto por qué quieren matamos.
—Eso ya lo sabemos —dice el cura, cubriéndose la cabeza con la almohada—. Es una familia mojigata que no quiere que su famoso antepasado se identifique con el mito. Ahora déjeme seguir durmiendo y vuelva cuando tenga algo nuevo que decirme.
—Lo tengo, padre —dice Laura—. Es exactamente al revés: no quieren eludir el mito. Lo están protegiendo.
El cura se sienta en la cama, súbitamente despierto.
—¡No puede ser! —dice el cura—. Pero ¿de qué lo están protegiendo y por qué?
—Salgamos rápido de aquí —dice Laura—. Ahora que lo entiendo, tengo miedo de veras.
Corren Laura y el cura, con el cartapacio como único equipaje, él con la sotana puesta encima del pijama, ella despeinada y en chinelas, por calles oscuras en las que se suben automóviles a la vereda para atropellarlos, y, en cierto momento, oyen disparos, Laura siente un golpe y cae al suelo, se levanta, sigue corriendo y más tarde descubre una bala alojada en el cartapacio que lleva sobre el pecho.
En la estación se sienten más protegidos. Allí, en medio de la gente, ellos no intentarán nada. Dentro de poco un tren los llevará hacia la frontera, y después ya se verá qué hacen. Laura suspira aliviada y deja que sus manos se sumerjan en las manos enormes del cura.
Suben al tren, se encierran con llave en un compartimento y, cuando el tren se pone en marcha, Laura comienza a hablar:
—No sé si lo sabemos todo, pero sabemos bastante —dice Laura—. Repasemos toda la historia. Tenemos un personaje mítico, don Juan Tenorio, y una figura histórica importante, fuerte, uno de los grandes de la historia de España, que, podemos decirlo ya con certeza, ha dado origen al mito.
—Y una familia que quiere matamos para que no se descubra que el prócer de los beatos era un maldito follador —dice el cura—. Pero esto ya lo sabíamos hace una semana. ¿Qué hay de nuevo hoy?
—Que la realidad no es tan lineal, padre —dice Laura—. Creo que están protegiendo otra cosa, y es la propia continuidad del mito.
—No me diga que usted y yo vamos a hacer caer el mito de don Juan Tenorio y que alguien se va a tomar el trabajo de matamos por eso —dice el cura, mientras un balazo salido de las sombras atraviesa la ventanilla, perfora la puerta del compartimento y vuelve a perderse en la noche y en el mido del tren que sigue, a toda máquina, hacia la frontera.
Se arrojan al suelo, Laura apaga la luz con el borde del cartapacio y se quedan en la oscuridad, el uno junto al otro, esperando que se les aquiete la respiración.
—Saben que estamos aquí —dice Laura—, y a lo largo del camino quizá nos disparen desde otros puntos.
—Quedémonos en el suelo, pues —dice el cura.
—Piense usted, padre —dice Laura—, que estamos ante una de las familias más poderosas de España. Para ellos, el mito no sólo es decisivo hacia fuera; también lo es hacia dentro.
—¿Usted dice que para ellos es importante la figura del Tenorio? —dice el cura.
—Digo mucho más —dice Laura—. Los seres humanos necesitan fabricarse antepasados míticos y creer en ellos. Las familias poderosas tienen antepasados verdaderos, documentados, distintos de los del resto de la gente y que justifican esa diferencia.
—¿Y entonces? —dice el cura, acomodándose en la oscuridad.
—La única explicación posible es que existe un culto familiar al prócer —dice Laura.
—¿En su versión oficial? —dice el cura.
—No —dice Laura—. Ésa es para fuera. El culto interno es, seguramente, en su versión Tenorio.
—¿Castos hacia fuera y disolutos hacia dentro? —pregunta el cura.
—¿Acaso serían los únicos? —dice Laura—. Ellos necesitan al antepasado mítico para unir a un clan familiar que tiene conflictos económicos y políticos fuertes. Hoy están juntos porque son, hacia fuera, los descendientes del prócer, y, hacia dentro, los de Tenorio. Pero ¿qué pasa si Tenorio cae? ¿Qué disputa interna se abriría? ¿Se mantendría el liderazgo actual del grupo? ¿Se imagina los millones de dólares que están en juego?
—No sé contar hasta esa cifra —dice el cura—. Pero dígame de qué forma nuestro legajo puede afectar al mito de Don Juan.
—De la peor de las maneras —dice Laura, mientras otro balazo cruza por encima de ellos y las luces de un poblado pasan velozmente ante la ventanilla perforada—. Debilitando el machismo. Véalo usted mismo. Llevo una linterna en el bolso y voy a enseñárselo aquí mismo, sin levantamos del suelo. Lo primero es el recibo en el cual un tal Gabriel Téllez, también llamado Tirso de Molina, reconoce haber recibido dinero a cambio de escribir una obra de teatro sobre un seductor al que llamó don Juan Tenorio.
Y Laura, apoyada sobre el pecho del cura, le muestra a la luz temblorosa de la linterna más y más papeles en los que la familia del prócer ha pagado incontables escrituras y reescrituras, composiciones y representaciones de convidados de piedra y Giovannis, Juanes y Tenorios, gastando fortunas para lograr que el mito se corporizara sobre todos los escenarios de Europa.
—Un recibo firmado por Da Ponte —dice el cura—, el libretista de Mozart. ¿Qué dice aquí abajo?
—Parece un contrato —dice Laura, mientras los dedos de ambos se rozan sobre el papel amarillo—. Aquí Da Ponte se compromete a escribir el argumento de un Tenorio. Le darán el dinero cuando lo termine, a condición de que incluya la escena del convidado de piedra. Lo autorizan a cambiar cualquier otro episodio menos ése.
—Estamos cerca —dice el cura—. Han construido un mito para que les sirva de ejemplo, de generación en generación. Esto explica por qué este grupo económico no se deshizo en conflictos internos, como tantos otros. Los une el culto al coraje de un hombre que busca lo imposible, aun al precio de enfrentarse con los cuernos del diablo.
—Siempre me llamó la atención —dice Laura— la velocidad con que el mito del Tenorio se expandió en tantos países, adaptándose siempre a las peculiaridades locales. Me llenaba de orgullo el que un mito español tuviera tal vitalidad y fuera incorporado por muchas otras culturas.
—Pero, por lo visto, esa gente pagó para que todo el mundo tuviera su Don Juan —dice el cura—. Tirso, Molière, Zorrilla, Goethe, Mozart, todos reciben apoyos para que Tenorio convide piedras a su cena.
—Aquí hay incluso —dice Laura— una nota en la que encargan una ópera sobre Tenorio a un artista italiano, y le exigen que el sirviente cante en el dialecto de Nápoles para tener mayor éxito en esa ciudad.
—En este sobre —dice el cura después de mirar unos papeles caídos— están los que rechazaron la oferta. Beethoven dice que no puede inspirarse en un canalla disoluto, sino sólo en grandes ideales.
—Y Wagner pide una suma exorbitante por hacerles un Von Johann bávaro, que cenará con la estatua de Wotan, y ellos lo rechazan —dice Laura.
—Resumamos entonces —dice el cura—: la familia del prócer no quiere que se identifique a su antepasado con Don Juan, pero hace tres siglos que gasta fortunas para que todos sepamos de su existencia.
—O para que tengamos una única versión del mito —dice Laura.
—¿Acaso podrían existir otras? —pregunta el cura.
—Nunca tuve tanta imaginación —dice Laura— pero para ellos la esencia del mito no son sólo las mujeres, sino también el convidado de piedra. Sin ese fantasma no hay Tenorio que pueda ser llamado tal.
—Y sin el culto a Don Juan —dice el cura— en cualquier momento pueden estallar los conflictos latentes en ese grupo económico-familiar.
—Esto hace que nuestros papeles sean peligrosos —dice Laura—. Porque cambian una parte esencial del mito. Escuche usted este testimonio.
Declara ante el tribunal de la Inquisición una moza que dice trabajar en casa de don Juan Tenorio, a quien sirve en todo lo que le es demandado, que lo hace honestamente y saca mucho placer de ello, pues su señor siempre le pagó puntualmente su salario y la trató con la mayor consideración en su oficio, como la única vez en que la recibió en su lecho, por lo cual ella no viene a denunciar ninguna cosa ni a quejarse de nada, sino solamente a cumplir con su deber de decir todo lo que ha visto.
Pero esta vez su señor don Juan estaba particularmente alterado, pues hacía días que seguía a una moza, enviándole cartas encendidas y regalos, sobornando a sus criadas para que le hablaran de su amor súbito y eterno, esperándola en la iglesia, durante la misa, para cruzar la mirada con la de ella, y, por primera vez en su vida, no lograba vencer la castidad de una mujer.
Día tras día, don Juan Tenorio escala muros, fuerza puertas y ventanas, soborna o amenaza a quienes la guardan, intenta tramitar su matrimonio, como tantas veces lo hiciera, mientras la muchacha ni siquiera parece haberse enterado de su existencia.
Rodeado de mujeres que lo acosan, perseguido por padres y maridos, excomulgado y maldecido en innumerables ocasiones, retado a duelo por los nobles o atacado por los campesinos, lo único que don Juan no puede soportar es la indiferencia de una mujer. A medida que avanzan las horas, la figura de Dolores se le hace cada vez más luminosa, porque la mujer más bella es siempre la más lejana.
Recorre don Juan su casa a grandes pasos, lanzando suspiros de despecho y rugidos de amor, como si ese amor fuera de toda la vida y no de apenas un mes atrás, da puñetazos contra las paredes y arroja una silla al suelo. Se ahoga en su casa, se ahoga, dice la moza al tribunal, le lee Laura al cura a la luz de la linterna sobre el suelo de ese vagón que marcha hacia la frontera en medio de la noche, periódicamente tiroteado por los familiares de ese hombre que se desprende el cuello, arroja al suelo la gorguera porque dice que le falta el aire, que alguien ha robado todo el aire de Sevilla, y sale a la calle para respirarlo.
Corre don Juan por las callejuelas de la judería, resiste la fuerte atracción de subir a un campanario y arrojarse desde allí, pues todas las iglesias lo atraen fatalmente, pero mucho más la altísima torre de la Giralda, y toda esa desesperación es por una sola mujer, él, que ha tenido a todas las demás de Sevilla y a casi todas las del mundo entero.
Pero hoy tiene que ser ésa. Don Juan se muere por Dolores, y Dolores sigue sin saber de su existencia, como si él no estuviera en el mundo, como si nunca hubiera nacido un don Juan Tenorio.
—Me condena a muerte —murmura don Juan, porque la muerte es no existir para esa mujer. Y quizá don Juan recordara que otra había sido su amor verdadero de ayer y distinta la de anteayer, pero la imagen distante de Dolores es más fuerte que él.
Vaga don Juan por las calles de Sevilla, la mirada perdida en su desvarío, sin percibir a las mujeres que le envían sonrisas y besos, sin escuchar los insultos de maridos y padres, siguiendo la sola imagen de Dolores, que ya ha cambiado en su memoria: ahora es más alta, el cabello y los ojos más oscuros, la voz menos aguda; y así, en su desesperación, lee Laura, don Juan va construyendo una mujer que se aleja cada vez más de Dolores. El rostro se le esfuma, los rasgos van diluyéndose, y quizá fuese y no fuese la nariz, la boca de Dolores, a quien sólo ha visto vestida y a quien, sin embargo, ahora imagina desnuda, con una piel que es la mezcla y la suma de la piel de tantas y tantas otras mujeres, y que va cambiando mientras don Juan atraviesa las calles que no ve, llevado por una mano que le oprime el pecho.
En cierto momento se detiene. La imagen interior de Dolores ya no se parece en nada a Dolores, sino que es, rasgo a rasgo, en los ojos y la nariz, en el ombligo y el vello del pubis, la imagen de Inés de Sepúlveda, ante cuya tumba y estatua se encuentra, sin saber cómo ha llegado.
Don Juan se acerca a la estatua, le acaricia una mano y comienza a hablarle de amor. Y yo, dice la moza al tribunal, lee Laura a gritos, porque el tren está cruzando sobre un puente de hierro y resuena toda su estructura, yo le escuché palabras encendidas, en las que la llamaba «mi gacela», y «paloma mía», le hablaba a la estatua de las flores del campo y del canto del ruiseñor, le decía que la extrañaba tanto que no podía vivir ni morir sin ella, y que la invitaba a pasar la noche con él.
—¿Esto es blasfemia o locura? —pregunta el notario Tirso.
—Quizá sea las dos cosas —dice el inquisidor.
Laura aparta el legajo y se queda pensando. El cura puede entrever sus ojos en la penumbra, fuera del cono de luz de la linterna.
—¿Usted cree que amaba de veras a Inés? —dice el cura—. ¿O que estaba arrepentido de haber provocado su muerte?
—Yo creo —dice Laura— que don Juan se pasó la vida buscando a una mujer que no encontró nunca.
—¿Hubiera podido encontrarla? —dice el cura.
—Pienso que no —dice Laura—. Estaba buscando algo que las mujeres ofrecemos, pero que no podemos dar. Algo que tiene que ver con el sentido de la vida más que con el erotismo.
Laura retoma la lectura, la letra es difícil de descifrar, las pilas de la linterna están agotándose, y ella y el cura están en el suelo del vagón, tratando de leer juntos, letra a letra, casi rozándose las mejillas en la penumbra.
La voz de don Juan, dice la moza al tribunal, es capaz de conmover hasta las piedras, de manera que don Juan volvió a su casa a esperar que la estatua de Inés lo visitara. Había olvidado a Dolores y todo su deseo estaba encendido en tomo de esa mujer de mármol, a la que una vez había hecho el amor, cuando ella era de carne.
Y la moza esperaba que don Juan pasara la tarde con inquietud creciente, como la de quien convoca fantasmas, no para burlar un rato, sino porque cree realmente que vendrán. Pero no, don Juan estuvo con una serenidad inusitada, teniendo en cuenta que siempre había sido un hombre irascible, de humor cambiante, que pasaba con facilidad de la risa al llanto, del grito al silencio. Pero esa tarde se dedicó a cortar flores y adornar las ventanas, a cambiar de lugar adornos y cuadros, a ayudarla a ella y a los demás criados en todos los menesteres de la casa, eligiendo comidas que estimularan el deseo y cambiando los cortinajes y doseles de su cuarto.
Al atardecer tomó una vihuela y comenzó a entonar romances de amor, y al avanzar la noche envió afuera a los criados y esperó a solas. Cuando las campanas dieron la medianoche (mientras el cura se apoya sobre el hombro de Laura para ver mejor), don Juan fue a abrir la puerta antes de que nadie tocara el llamador.
La estatua de Inés ya está ante la casa, don Juan la mira a los ojos de mármol y la invita a pasar. El escultor la vistió con tocado de monja, las manos unidas en actitud de plegaria. Inés ha dejado su pedestal en el cementerio y avanza descalza y tan rígida que parece tener ruedas bajo los pies. Aclara la moza que sólo se explica lo que pasó después pensando que Inés murió en estado de locura y confusión y que quizás aún no hubiera recuperado en el otro mundo el juicio que perdió en éste. Don Juan la toma del brazo: el mármol está helado, como si hubiese estado bajo la nieve esa noche. Don Juan acaricia la estatua, la cubre con su capa para entibiarla, le habla con dulzura y acerca una copa de vino a sus labios entreabiertos, que los humedece apenas. Le habla largamente sin que Inés conteste, pero él, dice la moza, que espiaba tras una cortina, parece percibir indicios de que ella le responde.
Don Juan le dice cosas que la moza no oye, le canta a la estatua y finalmente la lleva del brazo a su habitación; Inés va con las manos en plegaria y flotando a unas pulgadas del suelo. Don Juan besa a la estatua y trata de quitarle el tocado de monja: la tela de mármol se deshace y cae una muy fina arena blanca mientras emergen los cabellos de mármol que antes estaban cubiertos.
Don Juan comienza a desnudar a la estatua, la besa en las manos, la boca, los ojos; le quita velo y mantilla, corpiño y falda, y, a medida que las separa del cuerpo de ella, las prendas se vuelven polvo. Inés queda desnuda, las manos unidas tapando los grandes pechos de mármol, que don Juan acaricia una y otra vez, mientras él mismo va desnudándose y lleva la estatua a su cama, le acaricia el pubis, le besa su vello de piedra y trata de abrirle las piernas para penetrarla.
A la mañana siguiente, dice la moza, encontré a don Juan desnudo y muerto, boca abajo en la cama desfondada como si hubiera soportado un peso enorme, y rodeado de gran cantidad de arena blanca. Por la expresión, creo que murió en paz.
Laura cierra el legajo a la luz vacilante de la linterna y mira a su alrededor. Todavía está en el suelo el compartimento, abrazada al cura, unidos en el esfuerzo de descifrar el legajo, percibiendo ahora su calor y su respiración. El cura huele a hombre, y Laura siente ese olor inequívoco de quienes acaban de levantarse de la cama sin haber tenido tiempo de lavarse para disimularlo. El cura cambia de posición un brazo acalambrado y roza un pecho de Laura, que no lleva sostén.
—Es cierto —dice el cura sin soltar el abrazo—. No soportarán que sepamos esto, ni que digamos que Tenorio, al igual que Atila, murió de manos de una mujer. Harán lo imposible por matamos y defender su versión del mito de Don Juan.
—Entonces —dice Laura— hemos cometido un error: pueden estar esperándonos del otro lado de la frontera.
—Puede ser —dice el cura—. En ese caso, nos quedan un par de horas sobre este tren y quizá sobre este mundo. La invito a aprovecharlas.
La sotana cae.