Amor en el Toboso

Amor en el Toboso

Aldonza, lee Laura, hija de maese Lorenzo, soltera, de veintiséis años de edad, de oficio labradora, vecina natural de la villa del Toboso, se presenta ante este tribunal inquisitorial y viene a decir que denuncia a un maldito hideputa llamado Saavedra, con perdón de vuestras mercedes, que son hombres de pro, no como ese infame señor Miguel Saavedra, vecino, según cree, de Argamasilla de Alba, o de donde lo pudieran encontrar para prender y mantener encerrado y darle tortura, que ella recomienda pasarle un fierro al rojo por los cojones, que otra cosa no se merece por tanta maldad.

Y es que Saavedra, lee Laura que dice Aldonza, no tuvo mejor idea que ponerse a escribir imbecilidades sobre la gente buena y de trabajo. Que quede en claro que ella nunca le hizo nada a ese señor Saavedra, y pone por testigos a la mesonera del pueblo, llamada Lucía, a su señor padre y, por supuesto, al señor cura, este último para que diga bajo juramento si alguna vez ella le confesó haber hecho algún mal al señor Saavedra. Y por eso no entiende la bajeza que ese señor cometió contra su honra, como si por ser campesina ella no la tuviese, y declara que sí la tiene, como la que más, que para eso no hace falta noble cuna, sino que hay que tener las cosas de mujer bien puestas.

Aquí se agita diciendo que, coño, qué vergüenza tener que estar aquí en vez de cuidar a mi pobre vaca, que enfermará de tristeza si no me encuentra, que con ella somos tan unidas que, si le llega a pasar algo a mi vaca, la culpa la tiene ese maldito Saavedra. Y con el enojo le pone las manos encima al notario, le vuelca el tintero al pobre Tirso, y es necesario comenzar de nuevo su declaración, en la que se deshace en imprecaciones contra el dicho Saavedra.

Y también contra la autoridad que no tuvo mejor idea que encarcelar a ese miserable so bellaco de Saavedra por desfalcar alcabalas, y una vez que estuvo a la sombra se le dio por ponerse a escribir.

Y ya su santa madre —la de ella, hace acotar en el acta el inquisidor, ya que en su declaración había dicho lo contrario de la de Saavedra— le había dicho que no aprendiese nunca a leer y escribir, en atención al mucho daño que se sigue de tomar en serio lo que dicen los libros, siempre llenos de palabras mentirosas. Pero aún son peores, pide ella que se aclare, los libros de caballerías, porque no sólo mienten sino que, además, son capaces de enloquecer a la gente.

Y ella no sabría decir si el dicho Saavedra estaba más cerca del bando de los enloquecedores o de los enloquecidos, que le da lo mismo, y que quizá no puedan distinguirse. Que ella piensa que la literatura es un mal vicio, como el vino o el juego, que es de esos vicios que agarran a los hombres cuando pasan largo tiempo sin poder fornicar con una mujer, y entonces empiezan a desvariar, a creerse primero todo lo que leen, y después les agarran las ganas de escribir nuevas mentiras por sí mismos.

Joder, dice, que las mujeres son en eso mucho más machas que los hombres. Que son capaces de aguantarse el tiempo que sea, mientras ellos se echan a la mar y después se van de putas por todos los puertos, mientras nosotras ordeñamos las vacas y las guardamos en el establo, a la espera de los hombres que se fueron con las ovejas a la sierra, que cuando los sorprende la nevada a la intemperie, duermen abrazados a sus ovejas para darse calor. En el entresueño del amanecer, lee Laura que dice Aldonza, cuando aún no están tan despiertos como para saber quiénes son, ni tan dormidos como para ignorarlo del todo, a esa hora, señor inquisidor, acarician la lana de sus ovejas, que en la penumbra se les antoja igual a la que las mujeres tenemos entre las piernas. Y notan el calor del animal, mientras ven el campo todo nevado desde la cueva en la que han pasado la noche, y la oveja se aprieta fuerte contra él, y el pastor que no, que hombre, pues es una oveja. Pero el animal también tiene frío y se acerca, lo husmea y acaricia, y lo hace por donde más huele, que allá en la sierra es casi un suicidio bañarse en invierno.

De manera que la sangre se le agolpa en ese lugar, que le crece y le crece hasta que le duele, mientras la oveja vuelve a husmearlo para ver qué ha cambiado en él, siente que son otros su sudor y su respiración, y se aprieta más a él, y más y más lo empuja, huele y acaricia, y así hasta que el pastor se baja las bragas y le clava su hombría a la oveja en un movimiento brusco, que es así como siempre se mueven los pastores. ¿Que cómo lo sé yo, señor notario? Pues es la misma forma en que nos clavan a nosotras, como aprendieron con sus ovejas, que ellos son recios y bruscos y lo hacen por primera vez con sus animales. No, señor alguacil, no me parece mal que lo hagan, que así hacen los pastores desde el principio del tiempo, y así hizo Abel con sus ovejas cuando todavía no había suficientes mujeres sobre la Tierra, que peor habría sido acostarse con su madre Eva.

Algunos dicen que lo hacen porque las ovejas son en todo iguales a las mujeres en ese lugar, lee Laura, pero yo, dice Aldonza, las he mirado con mucho cuidado para ver si era cierto y no les he encontrado tal parecido, aunque sólo conozco mi propia natura de mujer y no la de otras, que no creo sean tan distintas de la mía.

Pero, además, piense usted, señor alguacil, que ellos se están los días y las semanas con el rebaño allá en la sierra, tocando sus ovejas todo el tiempo, y sólo ven o acarician mujer en días muy señalados. Y cuando nos buscan, nos tratan como a ovejas, señor, que ésa es su ternura, llevamos a hombros si lo necesitamos, o damos de palos si ellos lo necesitan.

Y he dicho todo esto, lee Laura que dice Aldonza, para dejar bien en claro que todo se origina en que los hombres no son capaces de aguantarse las ganas, señor inquisidor, sino que siempre tienen que estar haciendo eso, aunque fuera con las ovejas, mientras que las mujeres sí podemos esperar el tiempo que sea, aunque ellos se hayan ido a América a buscar oro o a Flandes a hacer la guerra, dejándonos un fierro entre las piernas. Porque una mujer resiste todo y un hombre no resiste nada.

Pruebe usted a ver lo que pasa, señor inquisidor, pruebe, si se atreve, a ponerle un cinturón de castidad a un hombre. O usted mismo, atrévase a ponerse unas bragas de fierro y cuénteme lo que le pasa. Sentirá primero que el hierro le raspa o le hiere, que no hay seda lo bastante suave para protegerle ese lugar, perpetuamente amenazado por la proximidad del metal. De nada le valdrá el pulido, o el forrado en seda o terciopelo; usted temerá siempre esa caja de metal en la que su miembro queda apresado, como dentro de una boca de dientes afilados.

Sentirá usted primero que el miembro le ha quedado en una posición incómoda, o muy alto o muy bajo, y que tiene usted que acomodárselo de inmediato, porque no soporta más esa sensación de no llevarlo en el lugar que tiene que estar. Se agachará usted, moverá las piernas, se sentará y se pondrá de pie infinidad de veces para tratar de ponerlo en su lugar, y al instante se le volverá a desacomodar otra vez, y así un tiempo que le parecerá eterno, hasta volverlo a ubicar en su sitio, si hubiera un lugar que le acomodara, que lo dudo, porque Dios se lo hizo para meterlo en una cavidad de carne húmeda y no en un hueco de metal.

Con eso puesto, señor alguacil, no piense usted en mujeres, ni se le ocurra hacerlo. Si las ve por la calle, espante la mirada hacia otro sitio; si le acosan en el pensamiento, rece el rosario. Si le llegan imágenes de mujeres en los sueños, cuente ovejas, pero hágame caso, señor inquisidor, cuéntelas siempre mirándolas de frente, no fuera que le pase en sueños lo mismo que a los pastores. Recuerde usted que un hombre con un cinturón de castidad puesto no puede excitarse jamás, porque si usted se excita, si se le pone recto como una vara, sentirá usted que lo agobia su prisión de fierro, que lo lastima y no puede moverse en ella, y que a cada instante teme que un movimiento brusco le quiebre en dos su hombría, como si fuera una rama seca.

Y aun cuando usted lograra atravesar el deseo, lee Laura y después le relatará al cura sólo una parte de lo que lee, en algún momento sentirá que lo hieren las arrugas de la seda o del terciopelo y que no tiene forma de reubicarlas, o quizá que hay un sitio en que la tela se ha movido y en cualquier momento comienza a rozarlo el fierro. Más tarde, sentirá usted una picazón que le invade sus partes, que se le extiende en semejante sitio, una picazón que comienza desde muy abajo y después sube en un camino recto por las venas más gruesas hacia la punta. Asciende la picazón por un camino de muchas varas, muchas cuadras, infinitas leguas hacia la punta de su miembro, como si usted tuviera hormigas caminándole por ese lugar, dice Aldonza.

Aquí usted se desespera, ya no tiene forma de tocarse esa hombría sobre la que puede haber algo que no es, precisamente, una mano de mujer. Ahora siente usted una comenzón que le invade por todos lados, le pica todo el cuerpo, como si lo afectaran viruelas, y cuanto más se rasca usted por todas partes, más le pica justamente ahí, bajo el cinturón de castidad.

Pero lo peor no ha llegado aún, señor alguacil, que cuando usted sienta como pasos pequeñísimos caminando por su miembro, habrá una cosquilla que se le antoja dolorosa en su parte más sensible.

«¿Y si tuviera verdaderamente hormigas?», piensa usted. «¿Y si se metieran por allí?».

Enloquece usted de confusión y de miedo, teme que se le metan hormigas por el pequeño orificio de sus partes pudendas y que aniden allí dentro, en el húmedo interior de su cuerpo, criando ahí sus larvas y alimentándose de su propia natura de varón. En ese momento, usted se tira al agua para ahogarlas, y después descubre que no hay ninguna forma de secar la tela que está debajo del fierro, que comienza a raspar lo más sensible de su piel.

No sigo más, señor inquisidor, dice Aldonza y lee Laura, quien ha decidido omitir completamente este párrafo en su relato al cura, no sigo más, que a las pocas horas de tener un cinturón de castidad puesto, usted, como cualquier otro hombre, tendrá tales llagas que le comenzarán a gotear sangre, como si fuese una mujer en luna llena.

¡Y una mujer soporta durante diez años un fierro entre las piernas! Un fierro artísticamente labrado, con filigranas de rosas y leones, pero con siete pinchos filosos hacia afuera, para que nadie intente nada a través de los orificios que es necesario dejar por razones naturales, que así es como se arruinan camisas y hasta se desgarran vestidos, que usted no se imagina lo que es disimular al mismo tiempo un flujo de sangre y un cinturón de castidad.

Forjados y colocados por manos masculinas, los hombres se desentienden de ellos en el momento en que los remachan, y al momento las mujeres tenemos que empezar a sentirlos como una parte de nuestro cuerpo. Los hay, señor inquisidor, dice Aldonza, de dorados artísticos o de fierro simple, según sean para duquesas o campesinas. El material ha de ser siempre metálico, que cualquier otro temen los maridos sea incapaz de resistir la presión del deseo. Olvidan los hombres, sin embargo, que los jugos femeninos son capaces de corroer el bronce, enmohecer el acero toledano y aun hacen cubrir el oro de una capa de verdín, que lo vuelve áspero y hace que se desprendan limaduras y astillas que nos raspan las partes. Dicen quienes saben, señor inquisidor, que las parteras reconocen si las mujeres que atienden han usado alguna vez un cinturón de castidad, por las manchas indelebles que les deja el óxido. Sus maridos, que sólo las acometen a oscuras, sin mirarlas a los ojos ni a las partes, no llegan a enterarse nunca, ni saben que las mujeres resisten lo que ningún hombre podría en ese lugar.

Porque, además, el deseo de los hombres es incontenible, y de no fornicar, enferman gravemente. Los soldados tienen que apretar un caballo entre las piernas y desahogarse sobre la montura, que no es sudor la humedad que les chorrea por la entrepierna al desmontar, que bien lo sabe el caballo, que percibe la excitación del jinete y relincha buscando yeguas.

Tampoco resisten los frailes la castidad, señor notario, dice Aldonza, pues se dan baños fríos procurando vanamente que la sangre les deje de hervir, lee Laura preguntándose qué eufemismos usará en su relato al cura. Es en pleno invierno, dice Aldonza al tribunal, cuando fuera nieva y ellos sueñan con la tibieza de una mujer. El fraile espanta el sueño, le muestra la Biblia sin que huya, trata de golpear las imágenes de sueño con el crucifijo y, finalmente, se prepara un baño helado. Se mete en la tina con la camisa puesta, para no descubrir ante sí mismo su propia desnudez, quizá por precepto de la orden, pero mucho más por no mirar de frente esa erección que le recuerda a cada instante que todo hombre necesita de una mujer. Apenas se sumerge en el agua helada, ya le duelen las piernas y le oprime el pecho, como si allí no pudiese respirar; apenas lo hace, digo, dice Aldonza, se entibia la que está en contacto con sus partes de fuego, y al instante el agua está templada y empieza a envolverlo una nube de vapor que lo calienta y acaricia como si fuese un abrazo de mujer. Entra el fraile en una modorra llena de sueños eróticos, de la que sale de un salto, lleno de vergüenza, se azota en la espalda con un látigo de puntas y otra vez su imaginación lo traiciona, al sentir las púas como uñas de mujer. Desesperado, empuña el cilicio y se lo ata en semejante sitio, para que el dolor le tape por un instante el deseo.

Si ése es el dolor de los frailes, señor inquisidor, lee Laura que dice Aldonza, aún más trágica es la situación de los presos, como le ocurrió a este Saavedra al que, acota el inquisidor, ella sigue maldiciendo y, sin embargo, se conduele de él. Porque estando encerrados y sin poder obrar con hembra alguna, humana o animal, lanzan rugidos como de leones en sus jaulas, y después danse a llorar a gritos, tal es su desconsuelo.

Algunos confunden la finalidad natural de los orificios y vuélvense maricones, que, con ser un pecado horrible, es el menor de los males, ya que, al menos, los deja en paz consigo mismos. En toda prisión, los hombres se dividen en masculinos y afeminados, y los que se afeminan hablan en falsete para simular una voz de mujer, se depilan las piernas, se cambian el nombre en otro de hembra y se ponen almohadoncitos bajo el jubón para simular unas buenas tetas.

Otros se dan a los más atroces desvaríos, entre ellos el desdichado Saavedra, que seguramente intentó prostituirse sin resultado alguno, quizá por tener un culo que no apeteciese a nadie (aunque ella no podría dar fe de esto, por no habérselo visto nunca), o tal vez Saavedra sufriera de almorranas por la comida de la cárcel, y el dolor no le permitiese ejercer tamaño vicio.

Así, Saavedra enloqueció tanto que se le dio por escribir novelas de caballerías en su celda, mintiendo más y más a medida que avanzaba su desdicha, que si Dios lo hubiera provisto de un hermoso culo, no estaría yo aquí para denunciarlo ante vuestras mercedes.

Que de tanto escribir y escribir para olvidar a las mujeres, le explicará después Laura al cura, a Saavedra se le fue sorbiendo el seso y creyó estar dentro mismo de lo que estaba inventando. Imagina Laura a Saavedra solo en su celda, rodeado de fantasmas. Por las noches, escucha voces de mujer. Le hablan quedo, muy quedo, de manera que nunca sabe si las ha oído de veras o sólo las quería escuchar. Cuando se acuesta, dice Aldonza, algo se mueve siempre en su jergón y agita la manta que lo cubre. A veces despierta sobresaltado escuchando cómo resuenan en el adoquinado del patio los pasos callados de las ratas.

Otras, cree percibir zapatos de mujer, el golpe más agudo, el paso más liviano que las botas de los carceleros, y esos pies de mujer pasan siempre por delante de su celda y lo llaman en voz baja: «Miguel, aquí están mis tetas», le dice una; «Miguel, quiero sentir tu mano en el vientre», le dice la siguiente; «Miguel, quiero que me beses el interior de los muslos», le dice la tercera, y cuando él se levanta de un salto, las manos crispadas sobre la reja, el patio ya está vacío, sólo queda un leve olor, parecido al que despide una hembra en celo, y en la penumbra lejana se mueven unas sombras, quizá las tres mujeres o quizá las ratas que, ellas sí, se acercan a su camastro.

Saavedra, desesperado, roba una vela y la enciende para ahuyentar a las espectras. ¡Empeño inútil!, dice Aldonza, ya que las fantasmas hembras son mucho más resistentes a luces y exorcismos que los fantasmas machos. No las dominan cintas rojas ni ristras de ajos, se beben el agua bendita y son capaces de torcerle el dedo a quien quiera persignarse ante ellas. Aun así, Saavedra lo intenta todo, y no consigue alejarlas demasiado: se le quedan en el borde de la línea temblorosa que separa la zona que la vela insinúa de la oscuridad total. Desde allí, las mujeres y las ratas le cantan, y ya no sabe cuál es cuál.

Y así, porque no soporta a esas fantasmas, con paciencia de preso lava y pega con engrudo trocitos viejos de papel, se hace una pluma con un hueso de gallina y tinta con agua y carbón, y se aplica a escribir historias de caballerías que le hagan olvidar los coños de mujer.

Para poder escribirlas, necesita creer en ellas. Poco a poco, se le disuelve la prisión y se le antoja un palacio en el que reina. Olvida su oficio miserable de cobrador de impuestos, lee Laura, y cree ahora ser un caballero andante. Y si pudiera montarse a una mujer, o aun a otro recluso, aunque fuera el jorobado, no creería que está sobre un blanco caballo, atravesando la dura estepa castellana.

Una noche, señor inquisidor, dice Aldonza, los presos despiertan sobresaltados entre ruidos y voces. Al encender la vela, ven a Saavedra de pie sobre la mesa, apuñalando el aire y anunciando que acaba de matar a un gigante y de salvar así la vida de todos. Por el mismo motivo, la emprendió a golpes con el brocal del pozo que está en el patio de la cárcel, con tan mala fortuna que cayó al fondo y tuvieron que sacarlo aferrado al balde, chorreando agua helada.

Después Saavedra se empeñó en que un rufián que estaba preso por vivir de las putas lo armara caballero, y el otro finalmente lo hizo en ese mismo patio, rodeado de los otros presos y en medio de un escándalo tan desaforado que los carceleros temieron que fuese un motín.

Finalmente, dice Aldonza, entendieron que era inofensivo y lo dejaron en paz. Saavedra escribía en el fondo de la celda, a horcajadas sobre la silla, como si fuese el blanco corcel de su imaginación o la mujer desnuda de su necesidad, y sin posibilidad alguna de distinguir qué cosa fuese la realidad.

Loco como estaba, metió en el libro a sus vecinos como si fuesen personajes imaginarios, pues a medida que pasaban los meses en que Saavedra se estaba sin una mujer, la locura iba acumulándosele más y más en el cuerpo, porque el líquido que tienen los hombres en sus vergüenzas debe de ser venenoso, señor inquisidor, que de lo contrario no se entiende por qué enloquecen tanto cuando no lo pueden echar fuera.

En el pueblo corrió la noticia como un reguero de pólvora: que Miguel Saavedra estaba loco por preso o preso por loco, que había escrito un libro del que eran personajes todos los habitantes de Argamasilla de Alba, y que el libro le había gustado tanto a Alonso que decidió pagar su impresión.

De manera que hicieron una fiesta para leerlo, que el mejor lugar que encontraron fue el burdel, lee Laura, y fue la Mercedes, la puta más veterana, que sabía leer por haber ejercido en Salamanca, la que, desnuda sobre la mesa, iba leyéndolo, mientras todos la seguían, anhelantes de su voz. Mercedes estaba de pie, envuelta a veces en una capa, otras dejándola caer con movimientos de torera para que se viese que aún tenía las tetas firmes como si fuesen de roble, y el círculo de hombres con los candelabros levantados, y la voz estentórea de ella diciendo hechos nunca sucedidos, y los demás interrumpiendo al fin de cada capítulo para ir a refocilarse en las camas y beber a la salud del pobre loco de Miguel Saavedra, que todo lo pagaba el bueno de Alonso, que no salía en sí de su alegría al verse retratado en un libro.

Y el escándalo fue tal, dice Aldonza al tribunal, que hasta el señor cura fue a ver de qué se trataba, aunque todos dicen que se comportó con corrección y no impidió que nadie hiciera lo suyo.

Entretanto, pasaban los días, que el libraco de Saavedra es largo y no se terminaba nunca, y nadie quería salir del burdel por no perderse lo que seguía, que todos se reconocían con sus nombres propios y señas y lugares, y comentaban a gritos ese reconocimiento.

Las mujeres, entonces, tuvimos que pastorear las ovejas, uncir los bueyes y partir la leña, mientras los hombres seguían escuchando la historia de Saavedra, dice Aldonza, olvidados del mundo y de sus vidas.

Se agolparon las mujeres en la puerta del burdel, ellas fuera con sus vacas y ovejas, los hombres dentro escuchando a la mujer desnuda que leía el libro de Saavedra, hasta que pasaron los días y el frío hizo que se cubriera. Estaban las mujeres amontonándose por las rendijas, apretándose para poder ver y oír, pues las que estaban cerca les iban contando a las que estaban detrás, y llegó un momento en que el cuerpo ya no les daba a los hombres para hacer el amor y todos escuchaban el libro de caballerías.

Así, entre los del lado de dentro y las del lado de afuera, se estaban todos los habitantes de Argamasilla de Alba, tan transidos por la historia que les leía la puta que en ocasiones un hombre salía desnudo a la calle a comentarle a su mujer cómo Alonso había volado por los aires en un caballo de madera o había llamado «gentil señora» a una de las putas, la misma que ahora se estaba riendo a carcajadas, abrazada a Alonso. Hasta que, en algún momento, la historia desborda el mismo pueblo y comienza a correrse por los pueblos vecinos, y una multitud se agolpa en tomo del burdel, gentes venidas, como yo, dice Aldonza, desde muchas leguas a la redonda. Me acerco a la casa de las putas, que nunca en mi vida lo había hecho, y en medio del gentío, la mesonera del pueblo, mi comadre Lucía, me toma del brazo y me dice: «Están hablando de ti».

Y yo me sentí, señor inquisidor, lee Laura, como si me hubieran desnudado en plena calle. ¡Qué va! Mucho peor, que no me avergonzaría de mi desnudez, no, no. Que no me daría vergüenza, que tengo un ombligo como una taza de té, y unas tetas lustrosas que son la envidia de todas las muchachas del Toboso, y una entrepierna más peluda que las cejas de un gallego. Buena hembra soy, y no me avergonzaría mostrarme.

Pero aquí es distinto, porque el hideputa de Saavedra habla de mí, y vuestras mercedes dirán que qué me importa eso, si los demás lo festejan y hasta lo festeja Alonso, que podría sentirse ofendido, pero no, él está tan contento que paga la fiesta y es el que más se ríe con ese libro. Pero conmigo es otra cosa, señor inquisidor. Porque ellos son hombres y letrados y yo soy mujer y analfabeta. Que ellos lanzan risotadas al verse en el libro y mostrarse a los demás, pero yo misma no puedo verme sino que me lo tienen que leer.

Dicen, señor notario, dice Aldonza, y Laura trata de imaginar la expresión con que el notario Tirso estaría mirando a Aldonza, sin saber lo que hoy sabemos de los dos, y usted que es hombre de letras debe de saberlo bien, sigue diciendo Aldonza, que cuando la gente lee un libro se le figura en la imaginación lo que está leyendo, a veces con colores intensos y tan vividos como si fuese un sueño, pero no el recuerdo lejano de un sueño al despertarse, sino en el instante mismo de estar siendo soñado. Dicen eso, y yo lo puedo entender, porque es lo que me pasa cuando alguien me cuenta una historia.

Pero, cada vez que me han leído en voz alta un texto escrito, encuentro tan enrevesadas las palabras, tan incomprensible su sentido, que me quedo boquiabierta sin saber qué están diciendo, hasta que oigo las carcajadas y veo que todos me señalan: «Habla de ti», me dicen. «Dice que eres una princesa».

Y me hablan del armiño de mi manto en vez de mis faldas raídas, y de los caballeros que caen a mis pies, cuando los únicos que se acercan a mis pies son los cerdos, que saben les llevo las sobras del almuerzo, cuando las hay.

Y no se crea usted, señor inquisidor, que no tengo carácter para las bromas, que soy campesina y usted sabe cómo somos allá en el campo, que somos tan pobres que lo único que tenemos realmente nuestro es la risa.

Pero esta vez y con estas risas es diferente: aquí yo no me puedo reír, dice Aldonza. Ellos ríen, señor inquisidor, porque están viéndome a un tiempo como princesa y como campesina, ven con los ojos mis harapos y ven con los oídos el manto de armiño que les trae la voz de la puta, repitiendo la del loco Saavedra.

Y yo cierro los ojos y pido que me la repitan una y otra vez, que me la vuelvan a decir, y no veo imagen alguna, y ellos ríen porque sí la ven y yo lloro por culpa de ese maldito hideputa de Saavedra, al que espero vuestras mercedes condenen a la hoguera y lo quemen con leña verde, para que el humo le irrite los ojos.

Que por esto y por lo que después me ocurrió estoy como loca, dice Aldonza. Cosa terrible son los libros, señor inquisidor, que parecen un objeto pequeño y frágil, que hay que proteger de la lluvia y de los ratones, que son feos y sin gracia alguna, salvo los libros ilustrados y coloreados de la iglesia, y que, sin embargo, son capaces de enloquecer a los hombres. Y los enloquecen hasta tal punto que yo creía que eso sólo podía provocarlo una mujer. Y es un misterio cómo un objeto tan feo, que no es capaz de abrazar y acariciar a un hombre, ni mirarlo a los ojos, ni mucho menos sostener su cuerpo desde abajo, como yo sí puedo hacerlo; es un misterio, pues, señor inquisidor, cómo un libro puede despertar las pasiones más intensas.

Extraña enfermedad la locura, señor inquisidor, lee Laura, que hace que unos hombres escriban libros y otros crean en lo que esos libros dicen. Porque ya había empezado a reponerme de figurar en ese libro, dice Aldonza, cuando veo llegar a mi casa un atildado caballero que, con la mayor corrección y compostura, y descubriéndose antes, me pregunta dónde podría encontrar a la altísima señora Dulcinea del Toboso.

—¡Váyase vuestra merced a la reputísima madre que lo parió! —le grito y le arrojo a la cara un balde de agua, pues en ese momento yo estaba fregando la entrada de mi casa.

El caballero se queda mirándome con ojos dulces, como si yo no le hubiera hecho eso, y le doy la espalda y me voy para atrás, al chiquero, a llevarles la comida a mis cerdos. Él me sigue chorreando agua, la peluca hecha un espantajo, a pasos lentos y solemnes, como si no estuviera empapado, como si no tuviera prisa alguna y como si se hubiera venido desde muy lejos sólo para verme a mí.

Yo estaba tan furiosa, dice Aldonza, que al principio no me di cuenta de que él también tendría que enojarse por lo que le había hecho. Pero él se quedaba ahí, mirándome como si estuviera deslumbrado por las cosas que yo le decía, que, comprenderá usted, señor inquisidor, no eran las mejores que se le pueden decir a un hombre ni a su madre.

Pues estaba yo puteándolo y carajeándole a gritos, lee Laura, y el caballero tan quieto, que yo me iba enojando más y más con mi propio enojo, hasta que finalmente empuñé un palo y me le fui encima, que no hay cosa que excite más la furia y las ganas de golpear que tener delante a alguien que no se defiende.

A esas alturas hasta los puercos habían huido asustados, cuando de repente él se arrodilla entre la mierda del chiquero y me besa la mano izquierda, en la que yo tenía el balde con las sobras de comida, ya que en la derecha tenía el palo.

Y yo le juro, señor inquisidor, dice Aldonza, que sentía tal furia que estuve a punto de golpearle la cabeza con el palo hasta matarlo, hasta tal punto estaba fuera de mí, yo que habitualmente soy mujer pacífica, pero con esto de Saavedra estaba enloquecida. Lo hubiera matado, como le digo, pero hubo algo que me detuvo, y fueron sus labios. Sí, sus labios: era la forma en que besaba mi mano. No era ese beso liviano que se deja al pasar en la mano de las grandes damas. Era un beso apasionado, de hombre que acaba de encontrar algo que hace muchos años está buscando.

Cierro los ojos para juntar fuerzas y matarlo de una vez y darle su cuerpo de comida a mis cerdos, que ésa era mi furia, cuando algo me detiene en el roce de ese bigote tan fino sobre el dorso de mi mano.

Está bien, señor inquisidor, lee Laura que dice Aldonza, lo digo con todas las letras: no lo maté y no sólo no lo hice, sino que ni siquiera volví a golpearlo. Aún más: le permití que se estuviera un rato muy largo besando mi mano, que no quería despegarse de ella, y finalmente me mira, todavía arrodillado sobre la mierda, y comienza a contarme la historia de Dulcinea del Toboso.

Yo no sé, señor alguacil, si la que me contó es o no es la misma historia que escribió el maldito Saavedra en medio de sus atroces desvaríos. Pero a este hombre le entendí todo lo que me decía, con lo cual me importan poco esas páginas incomprensibles de Saavedra, y me quedo con lo que me dijo este caballero, que dijo llamarse don Juan Tenorio.

Comenzó a hablar de rodillas, mirando de reojo, como evitando mi mirada, o como pidiéndome permiso para mirarme de frente. Habla don Juan Tenorio, y cuando don Juan habla el chiquero se transforma. Me describe un palacio moro, con torres altísimas de cristal; a mí, que no tengo vidrio sino un paño encerado en la ventana, y de esas torres cuelgan banderas que proclaman mi belleza y señorío. Las paredes están recubiertas de mosaicos con inscripciones cobrizas y doradas en árabe, que don Juan, aún de rodillas, dibuja sobre el barro.

—Esta quiere decir «Señora de las maravillas». La otra significa «Hermosa como la flor de azahar».

El palacio, me dice don Juan, sigue leyendo Laura, tiene infinidad de patios por los que vagan pavos reales entre una vegetación selvática, de la que salen vapores húmedos y un bosque de columnas de lapislázuli.

Y yo no sé, señor notario, dice Aldonza, si el palacio que me describe don Juan es el mismo del libro de Saavedra, o si él lo conoce de otro modo, que yo me barrunto que no es el mismo del que hablan los vecinos de Argamasilla de Alba. En ese palacio, los sirvientes se arrodillan a mi paso como él en este momento, me dice, y yo lo hago levantar: está hecho un estropicio de agua, fango y mierda, pero sus palabras son relucientes.

Me visten los sirvientes de seda, con mantos labrados y corona colada por el mejor orfebre del mundo. Y eso cuando quiero ir vestida, que en ocasiones me da la gana de pasearme desnuda por mi palacio, y allí sólo uso un inmenso brillante que me cubre apenas las vergüenzas, pero no las esconde sino que, por su tallado en forma de gota de agua, las aumenta y yo luzco con orgullo mis partes de mujer.

Le pido que no se quede fuera, que pase, le lleno de agua la tina, que por suerte tenía la olla grande al fuego, voy llevando los baldes mientras él se desnuda y se mete, yo siempre mirando hacia otro lado, que no había ninguna razón para mirar la desnudez de éste, que parecía ser un caballero muy principal.

Le lavé su ropa, dice Aldonza, la tendí a secar en el fondo, pues no quise que la vieran los vecinos, y me quedé cerca de él mientras se bañaba. Don Juan habla de las maravillas de Dulcinea del Toboso, yo escucho su relato, él en la tina hablando con voz pausada, yo de espaldas para no ver su desnudez. Y así pasamos los dos largo rato, espalda contra espalda, unidos solamente por la voz que me habla de palacios y princesas, historias que, dichas por él, casi parecen ciertas y no urdidas por la mente enferma del maldito Saavedra.

Mientras él habla, yo lo miro de reojo para ver cómo es, y no, don Juan Tenorio no tiene el cuerpo de un soldado ni el de un leñador, sino un cuerpo pequeñito que le sirve sólo para sostener su voz, y, más tarde lo supe, también su mirada.

Don Juan habla y habla de Dulcinea del Toboso, yo lo escucho un poco más y después me doy vuelta y lo miro de frente:

—Decidme, señor mío —lee Laura que Aldonza le cuenta al tribunal haberle dicho a don Juan Tenorio—: si yo vengo de esos castillos, ¿qué carajo estoy haciendo aquí, fregando suelos y cuidando cerdos, en vez de pasearme por mi palacio, luciendo esmeraldas en el coño?

Don Juan me toma la mano, la suya está tibia y húmeda. Me mira con tanto respeto que casi olvido que está desnudo.

—Señora —me dice—, ha habido un rapto.

Porque un día mi palacio había sido invadido por una multitud de esos genios del mal que llegaron a España con la invasión de los moros y que los árabes llaman djinns. Envidioso de mi belleza y celebridad, el rey de los genios quiso casar conmigo. Le dije que me reservaba para el hombre que algún día me amara, me cuenta don Juan. El genio me ofrece riquezas. Por arte de encantamiento, aparece delante de mí una montaña de oro tan alta, pero tan alta, que tiene la cima cubierta de nieve. Yo me echo a reír: era enormemente rica, ¿para qué quería el oro de los genios?

Me lleva el genio a lo alto de una colina para mostrarme las ciudades más inmensas, los castillos más inexpugnables. Me ofrece ser inmensamente poderosa. Volví a reír, me dice don Juan: me bastaba con descubrir un hombro, insinuar un pecho para obtener de un hombre lo que quisiera, por encumbrado que fuese. Reyes y príncipes se inclinaban ante mí y hacían mis caprichos, ¿qué más podía darme el rey de los genios?

Yo soy magnífica y orgullosa. Le expreso mi desprecio: ¿qué podía pretender él de mí, un simple genio del aire, criatura de encantamiento, cuando yo era una mujer de veras, de carne sólida y palpitante?

El genio se enfurece, se lanza sobre mí y va desgarrándome la ropa. Mi manto cae al suelo hecho jirones, yo lo miro a los ojos en silencio. En ese momento él empuña su daga y comienza a cortarme la ropa sobre el cuerpo, sin herirme y sin lograr de mí una expresión de temor. El arma corta el vestido y la camisa, corta el corpiño y siento el frío del metal rozándome los pezones, y sigo mirándolo, severa, a los ojos, me dice don Juan, pues yo no recuerdo nada, y la daga del genio me corta las bragas, y está tan cerca de herirme que la hoja sale húmeda de la entrepierna.

Y cuando quedo completamente desnuda, señor inquisidor, lee Laura, el genio comienza también a desnudarse. El genio tiene el miembro tan grande como el de un mulo, con perdón de vuestras mercedes, que la forma en que le abulta bajo la ropa es impresionante. Al terminar de desnudarse, lo tenía de un tamaño tal que yo quedé aterrorizada, que de meterme eso dentro, él me mataría.

Pero yo me mostré serena, me dice don Juan Tenorio, altiva en mi deslumbrante belleza, dice Aldonza, hasta el punto de que el genio se desconcertó tanto que se le volvió blando otra vez, y parecía tener una larga cuerda colgando de la cintura. El genio retrocede unos pasos, vuelve a levantársele su virilidad monstruosa, y, cada vez que se acerca a mí, se le baja de nuevo volviéndose completamente inútil para esa faena.

Cuanto más lo intentaba sin lograrlo, más se enfurecía el genio, hasta que finalmente juntó los poderes mágicos de todos sus genios, que llegaron volando hasta mi palacio desde el África y la Arabia, ya que con los poderes suyos no le era suficiente, y entre todos, inmensa reunión de seres sobrenaturales, transformaron en choza mi palacio morisco.

—¿Y por qué no recuerdo nada de esto? —le pregunto sin saber si estar o no estar convencida, dice Aldonza.

—Porque la grande, la verdadera crueldad del genio, no fue quitaros el palacio, sino robaros la memoria.

Eso me dice don Juan, que se levanta de la tina desnudo y chorreando agua para decirme que sí, que él es capaz de percibir dónde quedan algunos restos del viejo palacio. Y mientras yo corro detrás de él con un paño para que se seque, él da vueltas por toda la casa y me va diciendo:

—Aquí estaba un rosal. ¿No siente usted el aroma? Ahí había una columna de mármol. No, no, era aquí, que ha quedado algo de ese frío tan particular que deja el mármol cuando alguna vez ha estado en un sitio.

Don Juan recorre la casa, señor inquisidor, dice Aldonza, se apoya en las paredes: aquí hubo una muralla, ¿no veis la sombra de las almenas, marcada sobre el ladrillo del suelo? Don Juan levanta la tela encerada que cubre la ventana y me indica las caballerizas y los jardines con ciervos y pavos reales más allá del chiquero, y, detrás de ellas, las torres de cristal y ámbar recortándose contra el cielo.

Yo lo sigo, señor alguacil, miro donde me indica y casi veo lo que me dice; la imagen se pierde y regenera otra vez. ¿Acaso una torre ausente deja marcas sobre el aire?

Don Juan cierra la ventana y construye un interior con sus manos que abarcan el aire: aquí estaba mi trono de plata, allá las columnas de lapislázuli, ¿y ahí? Veamos detrás de esta puerta, y así entramos en el dormitorio, donde la que hoy es mi cama había tenido doseles de terciopelo rojo y de seda de la China, y espejos de oro en el techo, para mejor realce de mi belleza.

Miro al techo, señor inquisidor, lee Laura, y es de la misma paja que ha sido siempre, y sin embargo hoy tiene un brillo distinto, como si contuviera algo capaz de reflejar la luz, pareciera que un poco de esa naturaleza especular se le hubiera pegado y casi devuelve mi imagen, pero no ésta, la de la campesina Aldonza Lorenzo, sino la de esa magnífica princesa llamada Dulcinea del Toboso.

Veo mi imagen devuelta por el espejo, que casi no es de paja, sino de cristal de Venecia, me dice don Juan Tenorio, quien me toma de la mano y los dos nos quedamos viéndonos reflejados en el techo hasta que yo lo miro a los ojos y lo beso en los labios.

De manera que lo empujé sobre mi cama, señor inquisidor, dice Aldonza, corriendo a un costado el dosel de terciopelo, levantando la manta raída y abriendo las sábanas de seda que tengo sobre el colchón de paja, y me fui desnudando mientras lo besaba con fuerza, que él ni siquiera había llegado a vestirse. Arrojo mi cofia y mis calzas doradas, los zuecos de madera, el delantal de cocina y el jubón bordado en pedrería, me quito la pulsera de esmeraldas y el collar de semillas de roble y quiero comérmelo y bebérmelo todo, a ese hombre cuya voz me construye un palacio deslumbrante.

Lo beso, piel contra piel, el roce del vello de su pecho contra mis pezones, los dos juntos, vientre a vientre, yo siempre encima de él, y su mirada afiebrada tratándome como una princesa y mi gratitud por emprinciparme, y, al mismo tiempo, la pena enorme de ver a este caballero así, trastornado por haber leído el libro de aquel maldito Saavedra.

Quito tales pensamientos de mi cabeza, que no todos los días se mete en mi cama un caballero tan principal, lo sigo besando, sintiendo el calor de su piel, su respiración entrecortada, mis manos recorren su cuerpo hasta quedarse en semejante sitio, acariciándolo y modelándolo como si fuese arcilla, mientras crece entre mis dedos.

Don Juan es menudo y frágil, son pequeñas sus cosas de varón, y se mete dentro de mí con tal desesperación que ninguna mujer, ni Aldonza ni Dulcinea, podría calmarlo, que apenas se mete ya se mueve con fuerza hacia dentro y hacia fuera, con perdón de vuestras mercedes, que he jurado decirles todo, ¡y vaya si lo estoy diciendo!

Pues él entra y sale con tal rapidez que está a punto de volcarse en un instante, y casi lo dejo hacer, cuando recapacito y lo detengo, que soy sólida y fuerte como buena campesina, y además estoy yo encima, así que los tiempos los decido yo. Conque me abrazo a los bordes de la cama, que por suerte es estrecha, y presiono con todas mis fuerzas para que se esté quieto, y él se debate y yo lo trabo con las piernas y lo aprieto por debajo hasta que queda inmovilizado, y, ahí sí, lo suelto un poco para que se salga y vuelva a penetrarme, y lo trabo otra vez, y él se debate debajo de mí, pero yo lo tengo aprisionado mientras él trata de escabullirse por el costado para otra vez hacerlo muy rápido, que suspira de un dolor tan hondo, tan hondo que me da pena y casi lo suelto y lo dejo hacer, pero me sube de dentro un deseo feroz, y lo mantengo firme, muy firme, metiéndose dentro de mí y saliendo apenas, una vez, otra, y otra, y otra más, hasta que me viene el sofocón del alma, y entonces lo suelto y él lanza unos gritos cortitos a medida que se va moviendo y moviendo, entra y sale, entra y sale, los dos gritamos juntos, a mi me falta el aire y casi llego, y finalmente me dejo caer en un mundo de almohadones blandos, mientras oigo, lejanísimo, el alarido con que él termina y me riega por dentro.

Cierro los ojos, me abrazo a él entre sueños, y al despertar ya se ha ido, llevándose su ropa húmeda.

Sí, señor inquisidor, me acosté con don Juan Tenorio y no lo lamento, que no he venido aquí a denunciarlo a él, sino porque vuestras mercedes enviaron a un pregonero a vocear que todo aquel que pudiera decir algo sobre don Juan se presentara aquí. Digo entonces que él no me burló ni nada parecido, que no tengo cargos contra él, que le hice el amor porque vino a mi casa cuando yo estaba sola y los hombres del pueblo se habían ido a la sierra con los rebaños.

También lo hice por distraerlo y robarle el anillo, que es muy grande y supongo que es de oro, de lo que hoy me arrepiento, señores, y aquí está, lo devuelvo, no quiero tener nada de valor que sea suyo (y aquí Laura se salta una minuciosa descripción del anillo que Aldonza entrega al tribunal, y sigue leyendo que) al irse don Juan Tenorio, acaricié la manta de mi cama, y ya no le quedaba ni un resquicio de terciopelo. Miré el techo y la paja había vuelto a ser opaca, su espejo diluido en el atardecer, mientras yo me levantaba de un salto y buscaba inútilmente la sombra de las almenas sobre el ladrillo del suelo, el sudor frío de las columnas de lapislázuli, el aroma de los rosales y las ruinas de las caballerizas en el chiquero, esas maravillas que don Juan había visto en mi casa y me mostrara porque lo trastornó tanto leer ese libro infame.

Por eso, señor inquisidor, por haber enloquecido a tan digno caballero que se vino desde lejos a buscar a la que no soy, yo denuncio y vuelvo a denunciar a usted a ese loco furioso, vendedor de humo, al maldito Miguel de Cervantes Saavedra, que cuenta hechos nunca sucedidos para trastornar el juicio de las gentes honestas, para que lo persigan y capturen, para que lo azoten y lo castren y, muy especialmente, que le corten la mano, así ya no podrá seguir escribiendo.