NO PRESENTA UN PARECIDO muy grande con Córdoba pero tiene siempre aspecto de ciudad colonial, o provinciana, mejor. Visitamos el consulado con sus cartas esperándonos y tras la lectura fuimos a ver qué pasaba con una recomendación para un cagatinta de la cancillería, el que, por supuesto, nos largó duros. Deambulamos de cuartel en cuartel, hasta que en uno comimos un poco de arroz y por la tarde visitamos al doctor Pesce, que nos recibió con una amabilidad realmente extraña en un capo de la lepra. Nos consiguió alojamiento en un hospital de leprosos y nos invitó a comer por la noche en su casa. Resultó un conversador notablemente ameno. Tarde fuimos a dormir.
Tarde también nos despertamos y tomamos el desayuno, nos comunicaron que no había orden para darnos comida, de modo que decidimos irnos al Callao a conocerlo. El viaje resultó lerdo porque era Io de mayo y no había transporte, de modo que tuvimos que hacer los 14 kilómetros a pie. El Callao no ofrece nada particular para ver. Ni siquiera había barcos argentinos. Para aumentar la dureza de nuestras caras nos presentamos a un cuartel a mendigar un poco de comida y emprendimos la retirada rumbo a Lima, comiendo nuevamente en casa del doctor Pesce, que nos contó sus aventuras en cuanto a clasificación de la lepra.
Por la mañana fuimos al museo arqueológico y antropológico. Magnífico, pero que no pudimos recorrer íntegramente por falta de tiempo.
La tarde la dedicamos a conocer el leprosario bajo la dirección del doctor Molina, quien además de ser un buen leprólogo parece ser un magnífico cirujano de tórax. Como de costumbre, fuimos a comer a lo del doctor Pesce.
Toda la mañana del sábado la perdimos en el centro tratando de cambiar 50 coronas suecas, cosa que conseguimos al final después de mucho trajín. Por la tarde nos dedicamos a conocer el laboratorio; que no tiene mucho que envidiarle y deja mucho que desear, pero en cambio tiene un fichero bibliográfico formidable por la claridad y método del ordenamiento y también la cantidad de fichas anotadas. Por supuesto que por la noche fuimos a comer a casa del doctor Pesce, que como siempre se mostró como un amenísimo conversador.
El domingo era un gran día para nosotros, por primera vez una corrida de toros y aunque era lo que se llama una novillada, es decir una corrida con toros y toreros de inferior calidad, la expectativa era grande, hasta el punto que yo casi no podía concentrarme en la lectura de un libro de Tello que leí por la mañana en la biblioteca. Llegamos sobre el filo de la corrida y cuando entramos, ya un novillero estaba matando al toro, pero por un método diferente al usual, llamado descabellamiento. El resultado fue que el toro se pasó diez minutos sufriendo, acostado contra los tablones mientras el torero no podía ultimarlo y el público chillaba. En el tercer toro hubo un cierto grado de emoción cuando enganchó aparatosamente al torero y lo voló por el aire, pero no hubo más que eso. La fiesta acabó con la muerte del sexto animal sin pena ni gloria. Arte no le veo; valor, en cierta manera; destreza, poca; emoción, relativa. En resumen, todo depende de lo que haya por hacer el domingo.
Nuevamente dedicamos la mañana del lunes a visitar el museo antropológico, por la noche fuimos, como de costumbre, a casa del doctor Pesce donde nos encontramos con un profesor de psiquiatría, el doctor Valenza, conversador muy ameno que contó varias anécdotas de guerra y otras por el estilo: «El otro día fui al cine del barrio a ver una película de Cantinflas. Todo el mundo se reía y yo no entendía nada. Pero no era un fenómeno, de modo que las demás gentes tampoco entendían nada. Pero, ¿de qué ríen entonces? Reían en realidad de su propio ser, era de una parte de sí mismos que se reía cada uno de los presentes. Somos un pueblo joven, sin tradición, sin cultura, investigado apenas. Y de todas las lacras que nuestra civilización en pañales no ha podido quitar, se reían… Ahora bien, ¿es que Norteamérica, a pesar de sus grandes monoblocks, sus autos y sus dichas ha podido superar nuestra época, ha dejado de ser joven? No, las diferencias son de forma, no de fondo, toda América se hermana en eso. Viendo a Cantinflas, ¡comprendí el panamericanismo!».
El día martes no marcó nada nuevo sobre el anterior en cuanto a museos se refiere, pero a las tres de la tarde fuimos a una cita con el doctor Pesce que nos dio a Alberto un traje blanco y a mí un saco del mismo color. Todos concuerdan en que casi parecíamos gente. Lo demás del día no tiene importancia.
Han pasado varios días y ya estamos con un pie en el estribo pero sin saber a ciencia cierta el momento en que salimos. Hace dos días que debíamos haberlo hecho pero el camión que nos va a llevar nunca sale. En los diversos planos de vista que abarca nuestro viaje nos va bastante bien: en el científico en general visitamos museos y bibliotecas. Lo único que realmente vale es el museo arqueológico formado por el doctor Tello. Desde el científico particular, es decir lepra, sólo conocimos al doctor Pesce, los demás sólo son discípulos y les falta mucho para llegar a producir algo de peso. Como en el Perú no hay bioquímicos, el laboratorio lo hacen médicos especializados y Alberto habló con algunos de ellos para ponerlos en contacto con gente de Buenos Aires. Con dos le fue muy bien, pero con el tercero… Resulta que él se presentó como el doctor Granado, especialista en lepra, etc., y lo tomaron como médico, la cuestión es que en una de ésas le zampó el fulano interrogado: «No, acá no tenemos bioquímicos. Así como hay una disposición que prohibe a los médicos poner farmacias, nosotros no dejamos a los farmacéuticos que se metan en lo que no saben». La respuesta de Alberto prometía mucha violencia de modo que le apliqué un suave codazo en el riñon, lo que le quitó ánimo.
A pesar de su simplicidad una de las cosas que más nos impresionó fue la despedida de los enfermos. Juntaron entre todos 100,50 soles que nos entregaron con una cartita grandilocuente. Después algunos vinieron a despedirse personalmente y en más de uno se juntaron lágrimas cuando nos agradecían ese poco de vida que les habíamos dado, estrechándoles la mano, aceptando sus regalitos y sentándonos entre ellos a escuchar un partido de fútbol. Si hay algo que nos haga dedicarnos en serio, alguna vez, a la lepra, ha de ser ese cariño que nos demuestran los enfermos en todos lados. Como ciudad, Lima no cumple lo que promete su larga tradición de ciudad de los virreyes, pero en cambio sus barrios residenciales son muy bonitos y amplios y sus nuevas calles también amplias. Un dato interesante fue el despliegue policial que rodea la embajada de Colombia. No menos de 50 policías, uniformados o no, montan guardia permanente alrededor de toda la manzana.
El primer día de viaje no trajo nada nuevo, conocíamos el camino hasta La Oroya y lo demás lo hicimos de noche cerrada amaneciendo en Cerro de Pasco. Viajábamos en compañía de los hermanos Becerra, llamados Cambalache, y reduciendo Camba, que demostraron ser muy buenas gentes, sobre todo el mayor. Seguimos todo el día caminando, ya en bajada por parajes más cálidos y empezó a cederme un dolor de cabeza, con malestar general, que me seguía desde el Ticlio, el punto más alto a 4.853 metros sobre el nivel del mar. Pasando Huánuco y ya cerca de Tingo María se rompió la punta del eje de la rueda delantera izquierda pero con tanta buena suerte que la rueda quedó atascada en el guardabarros e impidió la volcada. Esa noche quedamos allí y me quise poner una inyección con tan mala pata que se rompió la jeringa.
El día siguiente pasó aburridoramente y asmáticamente, pero a la noche ocurrió un vuelco muy bueno para nosotros pues a Alberto se le ocurrió, con voz melancólica, referirse a que ese día 20 de mayo se cumplían los seis meses de nuestra salida; con ese pretexto, empezaron a menudear los vasos de pisco; a la tercera botella Alberto se levantó tambaleante y dejó un monito que tenía en los brazos, desapareciendo de la escena. El Camba chico siguió media botella más, para quedar hecho allí mismo.
A la mañana siguiente salíamos rápido, antes de que se despertara la dueña, porque no habíamos pagado la cuenta y los Cambas se habían quedado medio secos con el gasto de la punta del eje. Seguimos viajando durante todo el día para quedar finalmente trancados en una de las barreras que el ejército tiende para impedir el paso cuando llueve.
Nuevamente en marcha al siguiente día y nueva detención en la hilera. Recién al atardecer largan la caravana que es nuevamente detenida en un pueblo llamado Nescuilla, que era nuestro punto terminal.
Al siguiente día, como seguía la detención en la carretera, nos llegamos hasta el comando del ejército para conseguir morfi, y a la tarde salimos ya, con el agregado de un herido que nos permitiría pasar donde la barrera lo impidiera. En efecto, a los pocos kilómetros, ya se había efectuado la detención de todos los otros y el nuestro seguía libre a Pucallpa, a donde llegamos ya entrada la noche. El Camba chico pagó una comida y después a manera de despedida, nos tomamos cuatro botellas de vino lo que lo puso sentimental y nos juró amor eterno. Después pagó un hotel donde dormir (…).
El problema principal era trasladarse a Iquitos de manera que nos dedicamos a ese rubro. El primer golpeado fue el alcalde, un tal Cohén, de quien nos habían dicho que era judío pero buen tipo; que era judío no cabía duda, lo problemático es que fuera buen tipo. Lo cierto es que se desligó mandándonos a los agentes de las compañías, los que también se desligaron mandándonos a hablar con el capitán, el que nos recibió regularcito y nos prometió, como máxima concesión, cobrarnos pasaje de tercera clase y hacernos viajar de primera. No contentos con el resultado vimos al jefe de la guarnición que dijo que nada podía hacer por nosotros. Después el subjefe, quien tras un odioso interrogatorio en que demostró su estupidez, prometió ayudarnos.
A la tarde fuimos a bañarnos al río Ucayali, bastante parecido al aspecto del Alto Paraná y nos encontramos con el subprefecto que nos anunció que había conseguido algo importantísimo: el capitán del buque, en atención a él había consentido en cobrarnos pasaje de tercera y mandarnos en primera, formidable.
En el lugar donde nos bañamos había una pareja de un pescado de forma bastante rara llamado por los naturales bufeo que según la leyenda se come a los hombres, viola a las mujeres y hace mil tropelías por el estilo. Parece que es un delfín de río que tiene, entre otras extrañas características, un aparato genital femenino parecido al de la mujer que los indios usan a manera de sustituto pero deben matar al animal cuando acaban el coito, porque se produce una contracción de la zona genital que impide salir al pene. Por la noche nos dedicamos a la siempre penosa tarea de encararnos con nuestros colegas del hospital para pedir alojamiento. Por supuesto, la acogida fue fría y tendiente a largarnos duros, pero nuestra pasividad venció y conseguimos dos camas donde reposar nuestros molidos huesos.
* * *
Era día domingo, el de la llegada, y ya temprano atracábamos al malecón de Iquitos. Enseguida nos pusimos al habla con el jefe de Servicio de Cooperativa Internacional ya que no estaba en Iquitos el doctor Chávez Pastor a quien íbamos recomendados. De todas maneras nos trataron muy bien, nos alojamos en el servicio de fiebre amarilla y nos dieron de comer en el hospital; yo seguía con asma y sin poder dar en la clave de mi desventura fuellística, llegándome a poner cuatro adrenalinas en un día.
Poca diferencia asmática marcó el día siguiente que pasé tirado en la cama o «adrenalineándome».
Al siguiente día resolví hacer dieta absoluta por la mañana y relativa por la noche, eliminando el arroz, y mejoré algo, aunque no mucho. Por la noche, vimos Strómboli, de Ingrid Bergman y Rossellini como director: no se le puede dar otro calificativo que mala.
El miércoles marcó para nosotros una fecha diferente con el anuncio que al día siguiente partiríamos, cosa que nos alegró bastante, ya que mi asma me impedía moverme y pasábamos los días echados en la cama.
Al día siguiente desde temprano, empezaron los preparativos psíquicos para irnos. Sin embargo pasó todo el día y todavía estábamos anclados, anunciándose la parida para el otro día a la tarde.
Confiados en la pereza de los patrones que podrían salir más tarde pero nunca con anticipación, dormimos tranquilamente y después de dar una vuelta nos fuimos a la biblioteca, donde nos halló el ayudante, muy agitado porque El Cisne salía a las 11.30 a.m. y eran las 11.05 a.m. Arreglamos todas las cosas rápido y como yo estaba demasiado asmático todavía tomamos un auto que nos cobró media libra por andar ocho cuadras iquiteñas. Llegamos al barco y éste no salía hasta las tres pero había que estar necesariamente a la una embarcados. No nos animamos a desobedecer para ir a comer al hospital, y por otra parte, no nos convenía mucho porque así podíamos «olvidarnos» de la jeringa que nos habían prestado. Comimos mal y caro con un indio extrañamente ataviado con una pollerita hecha de paja rojiza y algunos collares de la misma paja; pertenecía a la tribu de los yaguas, se llamaba Benjamín pero no hablaba casi el castellano. Presentaba en la región supraescapular izquierda una cicatriz de bala, disparo hecho casi a quemarropa teniendo como móvil «vinganza», según decía él. La noche fue plena de zancudos que disputaron nuestras casi vírgenes carnes. Hubo una variante importante en la orientación psíquica del viaje, al enterarnos que desde Manaos se puede pasar a Venezuela por río.
Sereno pasó el día, en que dormitamos lo más posible para recuperar el sueño perdido con la carga de zancudos: por la noche, a eso de la una, me despertaron en momentos en que tiraba un sueñito para avisarme que estábamos en San Pablo. Enseguida avisaron al médico director de la colonia, el doctor Bresciani, que nos atendió muy amablemente y nos facilitó un cuarto para pasar la noche.
El día siguiente, domingo, nos encontró de pie, dispuestos a pasar revista a la colonia pero hay que trasladarse a ella por río de modo que no se pudo ir, ya que no era día de trabajo. Visitamos a la monja administradora, madre Sor Alberto, de aspecto viril, y nos fuimos a jugar un partido de fútbol en que los dos actuamos muy mal. Mi asma empezó a ceder.
El día lunes entregamos parte de nuestra ropa para que la lavaran, por la mañana fuimos al asilo e iniciamos la recorrida. Hay 600 enfermos que viven en sus típicas casitas de la selva, independientes, haciendo lo que se les da la gana y ejerciendo sus profesiones libremente, en una organización que ha tomado sola su ritmo y características propias. Hay un delegado, juez, policía, etc. El respeto que le tienen al doctor Bresciani es notable y se ve que es el coordinador de la colonia, parapeto y traite d'unión entre los grupos que peleen entre sí.
Nuevamente el día martes visitamos la colonia; acompañamos al doctor Bresciani en sus exámenes de sistema nervioso a los enfermos. Está preparando un detenido estudio de las formas nerviosas de la lepra basado en 400 casos. Realmente puede ser un trabajo muy interesante por la abundancia del ataque al sistema nervioso en las formas de lepra de esta zona. Hasta el punto de que no he visto un solo enfermo carente de alteraciones de este tipo. Ya, según anunció Bresciani, el doctor Souza Lima se interesó por las precoces manifestaciones nerviosas en los niños de la colonia.
Visitamos la parte sana del asilo que tiene una población de unas 70 personas. Se carece de comodidades fundamentales que recién serán instaladas en el correr de este año, como luz eléctrica todo el día, refrigerador, en fin, un laboratorio; haría falta un buen microscopio, micrótono, un laboratorista, ya que ese puesto está ocupado por la madre Margarita, muy simpática pero no muy versada y se necesitaría un cirujano que liberara nervios, clausurara ojos, etc. Cosa curiosa, a pesar del enorme compromiso nervioso, hay pocos ciegos, lo que tal vez contribuyera a demostrar que el […] tiene algo que ver en esto, ya que la mayoría son vírgenes de tratamiento.
Repetimos las visitas el día miércoles, alternando con pesca y baño pasamos el día, en general; por la noche juego de ajedrez con el doctor Bresciani o charlamos. El dentista, doctor Alfaro, es una persona de maravillosa simpleza y cordialidad.
El día jueves es el descanso en la colonia de modo que interrumpimos la visita al asilo. Por la tarde jugamos un partido en que estuve algo menos malo al arco. Por la mañana habíamos tratado infructuosamente de pescar.
El día viernes volví al asilo pero Alberto se quedó haciendo baciloscopía en compañía de una monja churro, la madre Margarita; pesqué dos especies de sumbi, llamados mota, uno de los cuales regalé al doctor Montoya para su triguillo.
* * *
El domingo por la mañana fuimos a visitar una tribu de yaguas, indios de la pajita colorada. Después de treinta minutos de caminar por un sendero que desmiente los rumores sobre lo tenebroso de la selva llegamos a un caserío de una familia. Interesante era su manera de vivir bajo tabladillos y la hermética cabana de hojas de palma donde se guarecían por la noche de los zancudos que atacan en formación cerrada. Las mujeres han dejado su tradicional vestido para reemplazarlo por uno común, de modo que no se puede admirar el juego de té. Los chicos son barrigones y algo esqueléticos pero los viejos no presentan ningún signo de avitaminosis, al contrario de lo que sucede entre la gente algo más civilizada que vive en el monte. La base de su alimentación la constituyen las yucas, plátanos, el fruto de una palmera, mezclado con animales que cazan con escopeta. Sus dientes están totalmente cariados. Hablan su dialecto propio, pero entienden castellano, algunos. Por la tarde jugamos un partido de fútbol en donde mejoré algo, pero me hicieron un gol asqueroso. Por la noche me despertó Alberto con un violento dolor de estómago que se localizó luego en la fosa ilíaca derecha; tenía demasiado sueño para preocuparme por dolencias foráneas de modo que aconsejé resignación y me dormí hasta el otro día.
Día lunes, día de reparto de medicamentos en el asilo; Alberto bien atendido por su amada madre Margarita recibía penicilina cada tres horas, con toda religiosidad. El doctor Bresciani me anunció que se acercaba una balsa con animales de la que se podía tomar unos «topos» para hacernos una balsita chica, la idea nos entusiasmó y enseguida hicimos proyectos para ir a Manaos, etc. Yo tenía infección en el pie, así que paré el partido de la tarde; nos dedicamos a charlar con el doctor Bresciani sobre todos los temas que caían a nuestro alcance y me acosté tardón.
El martes por la mañana, ya repuesto Alberto, fuimos al asilo, donde el doctor Montoya se mandó una operación del cubital en una neuritis leprosa, de resultados brillantes al parecer, aunque en técnica dejó bastante que desear. Por la tarde fuimos a pescar en frente a una cocha, y por supuesto no sacamos nada, pero de vuelta me largué a cruzar el Amazonas, cosa que hice en cerca de dos horas con gran desesperación del doctor Montoya que no tenía ganas de esperar tanto. Por la noche hubo una fiesta familiar que trajo como consecuencia una seria pelea con el señor Lezama Beltrán, espíritu aniñado e introvertido que probablemente fuera invertido también. El pobre hombre estaba borracho y desesperado porque no lo invitaban a la fiesta, de modo que empezó a insultar y vociferar hasta que le hincharon un ojo y le dieron una paliza extra. El episodio nos dolía algo porque el pobre hombre, fuera de ser un pervertido sexual y un latero de primera, se portó bien con nosotros y nos regaló 10 soles a cada uno por lo que el campeonato quedó así: yo 479, Alberto 163,50.
El día miércoles amaneció lloviendo, de modo que no fuimos al asilo y el día quedó en general en blanco. Yo me dediqué a leer algo de García Lorca y después vimos la balsa que en horas de la noche se arrimó al puerto.
El jueves por la mañana, que es el día que en el asilo no se trabaja en la parte enferma, fuimos con el doctor Montoya a la otra banda a buscar algún comestible y recorrimos un brazo del río Amazonas, compramos a precios baratísimos papayas, yuca, maíz, pescado, caña de azúcar y pescamos algo también: Montoya un pescado regular, yo una mota. A la vuelta había un fuerte viento que encrespó el río y el conductor Roger Alvarez se cagó hasta la mierda, cuando vio que las olas llenaban de agua la canoa; yo le pedí el timón pero no me lo quiso dar y fuimos a la orilla a esperar que amainara. Recién a las tres de la tarde llegamos a la colonia e hicimos preparar los pescados lo que nos quitó sólo a medias el hambre. Roger nos regaló a cada uno una camiseta y a mí un pantalón de modo que aumenté mi acervo espiritual. La balsa quedó casi lista y sólo faltaban los remos. Por la noche, una comisión de enfermos de la colonia vino a darnos una serenata homenaje, en la que abundó la música autóctona cantada por un ciego; la orquesta la integraban un flautista, un guitarrero y un bandoneonista que no tenía casi dedos, del lado sano lo ayudaban con un saxofón, una guitarra y un chillador. Después vino la parte discursiva en donde cuatro enfermos por turno elaboraron como pudieron sus discursos, a los tropezones; uno de ellos desesperado porque no podía seguir adelante acabó con un: «Tres hurras por los doctores». Después Alberto agradeció en términos rojos la acogida, diciendo que frente a las bellezas naturales del Perú no había comparación con la belleza emocional de ese momento, que lo había tocado tan hondo que no podía hablar y sólo puedo, dijo abriendo los brazos con gesto y entonación peronia-na, «dar las gracias a todos ustedes».
Soltaron amarras los enfermos y el cargamento se fue alejando de la costa al compás de un valsesito y con la tenue luz de las linternas dando un aspecto fantasmagórico a la gente. Después fuimos a tomar unas copas a casa del doctor Bresciani y, luego de un rato de charla, a dormir.
El día viernes era el de nuestra partida de modo que fuimos por la mañana a dar una visita de despedida a los enfermos, y tras sacar unas fotografías volvimos con dos regias pinas, regalo del doctor Montoya; nos bañamos y a comer; cerca de las tres de las tarde iniciamos la despedida y a las tres y media, la balsa con el nombre de «Mambo» partía hacia abajo llevando de tripulantes a nosotros dos, y por un rato al doctor Bresciani, Alfaro y Chávez, el constructor de la balsa.
Nos llevaron hasta el medio del río y allí quedamos librados a nuestros propios medios.