DOS O TRES MOSQUITOS no iban a poder contra mis ansias de dormir y en pocos minutos los había derrotado, pero mi triunfo fue estéril ante la decidida actitud de Alberto cuya voz me sacó del delicioso limbo en que cursaba. Las tenues luces de un pueblito, que por las características que presentaba debía ser Leticia, asomaban sobre la margen izquierda del río. Inicia enseguida, con gran ardor, la tarea de acercar la balsa a las luces y aquí el desastre: el armatoste se negaba en forma intransigente a arrimarse a la orilla, empeñado en seguir su camino por el medio de la corriente. Remábamos con toda fuerza y cuando parecía que estábamos definitivamente encaminados, dábamos una vuelta en redondo y quedábamos de nuevo orientados hacia el medio. Con creciente desesperación veíamos cómo se alejaban de nosotros las luces anheladas, mientras, exhaustos, decidíamos ganarle, por lo menos, la batalla a los mosquitos y dormir tranquilamente hasta el amanecer, para decidir entonces qué haríamos. Nuestra situación no era tan halagüeña ya que de seguir río abajo lo tendríamos que hacer hasta Manaos, distante, según datos más o menos fidedignos, unos diez días de navegación, y ya carecíamos de anzuelos, luego del accidente del día anterior, no teníamos gran cantidad de vituallas y carecíamos de la seguridad que da el saber que se puede uno arrimar a la orilla el momento que se le dé la gana; sin contar con que entrábamos al Brasil sin documentación en regla y desconociendo el idioma. Pero todas estas reflexiones no nos ocuparon mucho tiempo ya que muy pronto dormíamos a pata ancha. Con el sol naciendo me desperté y salí fuera del amparo del mosquitero para dar un vistazo a las posiciones que ocupábamos. Con toda la mala intención del mundo, la Kontikita había ido a depositar su humanidad en la orilla derecha y allí permanecía tranquilamente en una especie de embarcadero pequeño que correspondería a alguna casa de la cercanía. Decidí dejar la inspección ocular para más tarde porque todavía los zancudos se consideraban dentro del radio alimenticio de sus vidas y picaban de lo lindo. Alberto dormía a pierna suelta y yo decidí emularlo. Una pereza morbosa y una especie de desconfiada modorra que rehusaba interrogar el porvenir, se había apoderado de mí. Me sentía incapaz de tomar una decisión y me limitaba a calcular que por malo que fuera lo que viniese no había razón para suponerlo inaguantable.