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UCAYALI ABAJO

CON NUESTROS BULTOS a cuestas y nuestra facha de exploradores, llegamos al barquito un rato antes de la partida. Cumpliendo lo pactado, el capitán nos hizo subir a primera y enseguida trabamos relación con todos los pasajeros de la clase privilegiada. Tras de unas pitadas de aviso, el barco se separó de la orilla y se inició nuestra segunda etapa en el viaje hacia San Pablo. Cuando las casas de Pucallpa se perdieron de vista y empezó a desarrollarse ininterrumpidamente el panorama arbolado de la selva, la gente se separó de las barandillas y se formaron las mesas de juego, a las que nos arrimamos con mucho miedo, pero Alberto tuvo un momento de inspiración y consiguió 90 soles a un juego llamado el 21, bastante parecido al 7 y 1/2. Esta victoria nos trajo aparejado el aborrecimiento de toda la parte timbera de la población flotante, ya que la conquista había empezado con un sol de capital.

No tuvimos muchas ocasiones de estrechar vínculos de amistad con los pasajeros ese primer día de viaje y nos manteníamos un poco aparte, sin mezclarnos en la conversación general. La comida era mala y escasa. Por la noche, debido a la bajante del río, el barco no navegó; casi no había mosquitos y, aunque nos dijeron que eso era excepcional, no lo creímos mucho, habituados ya a las exageraciones de todo calibre que la gente lanza en cuanto se trata de pintar una situación un poco dificultosa. A la mañana siguiente temprano, zarpamos; el día transcurrió sin novedades, salvo la de hacer amistad con una chica que parecía bastante liviana y que a lo mejor creyó que pudiéramos tener algunos pesos, a pesar de las lágrimas que soltábamos diligentemente cada vez que se hablaba de dinero. Al atardecer el barco atracó a la orilla para pasar la noche y los zancudos nos demostraron la palpable verdad de su existencia: en nutridos enjambres nos acosaron toda la noche. Alberto con un tul en la cara y envuelto en su bolsa, pudo dormir algo, yo empecé a sentir los síntomas de un ataque de asma, y entre ella y los mosquitos no me dejaron pegar los ojos hasta la mañana siguiente. Esa noche se ha esfumado un poco en mi recuerdo, pero todavía me parece palpar la piel de mis nalgas, que, por efecto de la cantidad de picaduras, había adquirido un tamaño paquidérmico.

Todo el día siguiente lo pasé soñoliento, tirado en un rincón o en otro y pechando poquitos de sueños en hamacas prestadas. El asma no daba señales de disminuir de modo que tuve que tomar una drástica determinación y conseguir un antiasmático por el método tan prosaico de la compra. Algo me calmé. Mirábamos con ojos soñadores la tentadora orilla de la selva, incitante en su verdor misterioso. El asma y los mosquitos quitaban plumas a mis alas, pero de todas maneras la atracción que el bosque virgen ejerce sobre personalidades como las nuestras hacía que todas las taras físicas y las fuerzas desatadas de la naturaleza no me sirvieran más que como incitantes de mi abulia.

Los días se suceden con una monotonía grande. La única diversión conocida es el juego, del que nosotros tampoco podemos gozar plenamente por nuestra situación económica. Así pasan dos más sin ninguna novedad. Normalmente se hace ese servicio en cuatro días pero la bajante del río nos obliga a parar de noche, y amén de retardar el viaje nos convierte en víctimas propiciatorias de los zancudos. Aunque la comida es mejor y los mosquitos mucho menos en primera quién sabe si ganamos con el cambio. Nuestro carácter se aviene mucho más con el de los sencillos marineros que con los de esa pequeña clase media que, rica o no, tiene demasiado cerca el recuerdo de lo que fue para permitirse el lujo de admirar a dos viajeros indigentes. Tienen la misma crasa ignorancia que los otros, pero el pequeño triunfo que obtuvieron en la vida se les ha subido a la cabeza, y las sencillas opiniones que emiten van respaldadas por la enorme garantía que supone el ser lanzadas por ellos. Mi asma siguió en crescendo a pesar de que el régimen de comidas lo estaba haciendo perfectamente.

Una desteñida caricia de la putita que se condolió de mi situación física, penetró como un pinchazo en los dormidos recuerdos de mi vida preaventurera. Por la noche, sin poder dormir por los mosquitos, pensaba en Chichina, ya convertida en un sueño lejano, un sueño que fue muy agradable y cuya terminación, rasgo impropio de este tipo de ideaciones, se acomoda a nuestro carácter y deja más miel derretida que hiél, en el recuerdo. Le mandé un suave y reposado beso para que lo tomara como de un viejo amigo que la conoce y comprende; y el recuerdo tomó el camino de Malagueño, en cuyo trasnochado hall debía estar pronunciando en esos momentos algunas de sus extrañas y compuestas frases a su nuevo galán. La bóveda inmensa que mis ojos dibujaban en el cielo estrellado, titilaba alegremente, como contestando en forma afirmativa a la interrogación que asomaba desde mis pulmones: ¿vale la pena esto?

Otros dos días: nada cambia. La confluencia del Ucayali y el Marañón que dan origen al río más caudaloso de la tierra no tiene nada de trascendental: simplemente, dos masas de agua barrosa que se unen para formar una sola, algo más ancha, quizá algo más honda, y no otra cosa. Ya no queda más adrenalina y mi asma sigue aumentando; apenas como un puñado de arroz y tomo unos mates. El último día, ya cerca de la meta, una tempestad violenta obliga a detenerse al barco y allí se abalanzan los zancudos sobre nosotros en verdaderas nubes, para desquitarse, ya que escaparíamos pronto a su esfera de acción. Parece una noche sin mañana, saturada de palmadas y exclamaciones de impaciencia, de juegos de naipes que se toman como narcóticos y de frases lanzadas al azar para mantener cualquier clase de conversación que haga más llevadero el tiempo. Por la mañana, en la fiebre de la llegada queda una hamaca vacía y me acuesto: como por arte de encantamiento, siento que un resorte tenso se distiende dentro de mí y me impulsa hacia la altura, o al abismo, qué sé yo… Un vigoroso sacudón de Alberto me despierta: «Pelao, llegamos». El río ensanchado mostraba enfrente nuestro una ciudad baja con algunos edificios algo más altos, rodeados por la selva y coloreados por la tierra roja del suelo.

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EL DÍA DE SAN GUEVARA

EL DÍA SÁBADO 14 de junio de 1952, yo, fulano exiguo, cumplí 24 años, vísperas del trascendental cuarto de siglo, bodas de plata con la vida, que no me ha tratado tan mal, después de todo. Tempranito me fui al río a repetir suerte con los pescados, pero este deporte es como el juego: el que empieza ganando va perdiendo. Por la tarde jugamos un partido de fútbol en el que ocupé mi habitual plaza de arquero con mejor resultado que las veces anteriores. Por la noche, después de pasar por la casa del doctor Bresciani que nos invitó con una rica y abundante comida, nos agasajaron en el comedor nuestro con el licor nacional, el pisco, del cual Alberto tiene precisa experiencia por sus efectos sobre el sistema nervioso central. Ya picaditos todos los ánimos, el director de la colonia brindó por nosotros en una manera muy simpática y yo, «pisqueado», elaboré más o menos lo que sigue:

Bueno, es una obligación para mí el agradecer con algo más que con un gesto convencional, el brindis que me ofrece el doctor Bresciani. En las precarias condiciones en que viajamos, sólo queda como recurso de la expresión afectiva la palabra, y es empleándola Que quiero expresar mi agradecimiento, y el de mi compañero de viaje, a todo el personal de la colonia que, casi sin conocernos, nos ha dado esta magnífica demostración de afecto que significa para nosotros la deferencia de festejar nuestro cumpleaños, como si fuera la fiesta íntima de alguno de ustedes. Pero hay algo más; dentro de pocos días dejaremos el territorio peruano, y por ello estas palabras toman la significación secundaria de una despedida, en la cual pongo todo mi empeño en expresar nuestro reconocimiento a todo el pueblo de este país, que en forma ininterrumpida nos ha colmado de agasajos, desde nuestra entrada por Tacna. Quiero recalcar algo más, un poco al margen del tema de este brindis: aunque lo exiguo de nuestras personalidades nos impide ser voceros de su causa, creemos, y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia. Constituimos una sola raza mestiza que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincialismo exiguo, brindo por Perú y por América Unida.

Grandes aplausos coronaron mi pieza oratoria. La fiesta, que en estas regiones consiste en tomar la mayor cantidad posible de alcohol, continuó hasta las tres de la mañana, hora en que plantamos bandera.