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ESPERANZA FALLIDA

CON GRAN DISGUSTO, nos enteramos a la mañana siguiente de que el amigo residente en Argentina nos había dado mala información y allí no vivía su madre desde un tiempo bastante largo pero en cambio vivía un cuñado suyo, el que tuvo que cargar con el «muerto» de nosotros dos. El recibimiento fue magnífico y nos dieron de comer en forma pero se adivinaba que los huéspedes sólo eran admitidos por la tradicional cortesía peruana. Nosotros decidimos ignorar todo lo que no fuera una orden de desalojo, pues estábamos sin nada de dinero, con un hambre atrasada en varios días y comiendo todo el tiempo en casa de nuestros forzados amigos.

Así pasó un día para nosotros delicioso; baños en el río, alejamiento de todas las preocupaciones, comida buena y abundante, café delicioso. Lástima que todo se acaba y la noche del segundo día, el ingeniero —porque era ingeniero el «punto»— encontró la fórmula de salvación que fue, además de eficaz, sumamente barata; apareció un fulano empleado en vialidad que se ofrecía a llevarnos de un tirón hasta Lima. Pa~ ra nosotros eso era espléndido pues ya habíamos visto la falta de horizontes y queríamos llegar a la capital para tratar de mejorar nuestra suerte y tragamos el anzuelo con hilo y todo.

Esa noche nos embarcamos en la parte de atrás de una camioneta y tras de aguantar una lluvia violenta y empaparnos hasta los huesos nos dejó a las dos de la mañana en San Ramón, mucho menos de la mitad del camino; nos dijo que esperáramos que iba a cambiar de vehículo y para que no sospecháramos mucho nos dejó a su acompañante. Este a los diez minutos fue a comprar cigarrillos y este par de vivos argentinos a las cinco de la mañana se desayunó con la amarga realidad de que nos habían tomado para el churrete en toda la línea. Todo lo que deseo es que, si no es otra de sus mentiras, el chofer haya muerto en los cuernos de un toro […] torero (la barriga decía que no pero él nos parecía tan buena persona que le creímos todo… hasta lo del cambio de vehículo). Cuando faltaba poco para amanecer nos encontramos con un par de borrachos e iniciamos nuestro magnífico número del aniversario. La técnica es la siguiente:

1) Se dice fuerte una frase definitoria, por ejem plo: «Che, por qué no te apuras y te dejas de pavadas». El candidato cae e inmediatamente interroga sobre la procedencia; se inicia la conversación.

2) Se empiezan a contar las dificultades con sua vidad, con la vista perdida en la lejanía.

3) Intervengo yo y le pregunto la fecha, alguno la dice; Alberto suspira y dice: «Fijáte que casualidad, justo hoy hace un año». El candidato pregunta, un año de qué, se le responde que de haber iniciado el viaje.

4) Alberto, mucho más caradura que yo, lanza un suspiro terrible y dice: «Lástima estar en estas condi ciones, si no lo podríamos festejar» (esto me lo dice co mo confidencialmente a mí), el candidato se ofrece en seguida y nosotros nos hacemos los estrechos un rato diciéndole que no podemos corresponderle, etc., hasta que aceptamos.

5) Después de la primera copa yo me niego termi nantemente a aceptar más trago y Alberto me hace burla. El convidante se enoja e insiste, yo me niego sin dar razones. El hombre insiste y entonces yo, con mucha vergüenza, le confieso que en la Argentina la costumbre es tomar comiendo. La cantidad de comida ya depende de la cara del cliente, pero ésta es una técnica depurada.

Así hicimos en San Ramón y, como siempre, pudimos solidificar un poco la cantidad enorme de trago con algún alimento sólido. Por la mañana nos tiramos a la orilla del río, en un paraje muy bonito pero que escapaba a nuestra percepción estética para convertirse en estremecedoras formas de manjares de todo tipo. Ahí cerca, emergiendo de un cercado, aparecían las tentadoras redondeces de las naranjas; nuestra «tupitanga» fue feroz y triste, porque nos sentíamos hartos y ácidos un momento, para volver a experimentar el aguijoncito de un hambre «machaza» al siguiente.

Famélicos, decidimos arrojar la poca vergüenza que nos restaba en cualquier lugar apropiado y enderezamos para el hospital. Esta vez a Alberto le entró una timidez extraña y yo tuve que llevar la voz cantante en la siguiente diplomática alocución:

—Doctor —había un médico allí— yo soy estudiante de medicina, mi compañero es bioquímico; los dos somos argentinos y tenemos hambre. Queremos comer.

Atacado tan sorpresivamente de frente, el pobre médico no atinó sino a dar una orden para que nos dieran de comer en la fonda donde lo hacía él; fuimos inclementes.

Sin dar las gracias porque Alberto tenía vergüenza, nos dedicamos a pescar un camión y lo pescamos. Rumbo a Lima íbamos ahora, cómodamente instalados en la cabina del conductor que pagaba un cafecito de vez en cuando.

Veníamos trepando por el angostísimo camino de cornisa que provocara nuestras aprensiones a la ida y el chofer relataba animadamente la historia de cada cruz que aparecía al costado, cuando, inopinadamente, se tragó un enorme bache que había en el medio del camino, visible para cualquiera; nuestros temores de que el hombre no supiera nada de manejo empezaron a asaltarnos pero la más elemental de las razones nos decía que eso no podía ser, pues en ese sitio un hombre que no fuera un gran volante se desbarrancaba irremisiblemente. Con tacto y paciencia, Alberto le fue arrancando la verdad: el hombre había tenido un vuelco de resultas del cual, según él, había quedado mal de la vista y ésa era la razón de sus «tragadas» de baches. Tratamos de hacerle comprender lo peligroso que era para él y la gente que llevaba el que manejara en esas condiciones, pero el hombre era impermeable a las razones; ésa era su ocupación, estaba muy bien pagado por un patrón que no le preguntaba cómo llegaba sino si llegaba y el carnet de conductor le había salido muy caro, pues tuvo que pagar una buena coima para que se lo entregaran.

El dueño del camión subió más adelante y Se mostró dispuesto a llevarnos hasta Lima, pero yo, que debía ir en la parte de arriba, tenía que esconderme bien en los controles de la policía, pues les estaba prohibido llevar gente a los camiones cargados como ése. El dueño también resultó buena persona y nos dio alguna comida hasta llegar a la capital, pero antes pasamos por La Oroya, centro minero al que hubiéramos querido conocer pero no pudimos hacerlo, pues pasamos rápidamente. Está situado a unos cuatro mil metros de altura y se adivina en su aspecto general la dureza de la vida de la mina. Sus grandes chimeneas lanzaban un humo negro que ha impregnado todo de hollín y las caras de los mineros que andaban por las calles estaban también impregnadas de esa vetusta tristeza del humo que unifica todo en un grisáceo monótono; perfecto acoplamiento a los días grises de la montaña. Cuando todavía era de día, cruzamos el punto máximo del camino, situado a 4.853 metros sobre el nivel del mar. El frío era muy intenso a pesar de que todavía era de día. Envuelto en la manta de viaje, miraba al panorama que se extendía hacia todos los lados mientras vociferaba versos de toda categoría acunado por el rugir del camión.

Esa noche dormimos cerca y al día siguiente ya estábamos temprano en Lima.