SECAS LA PILAS de todos los timbres que apretamos, seguimos el consejo de Gardel y «viramos» rumbo al norte. Abancay fue la parada obligatoria porque de allí salen los camiones que van a Huancarama, la antesala del Leprosorio de Huambo. No difiere en nada el método utilizado para conseguir alojamiento y comida (Guardia Civil y Hospital) de los anteriores, y tampoco el empleado para transportarnos, sólo que para conseguir esto último debimos esperar dos días en el pueblo, debido a la escasez de camiones en esos días de Semana Santa. Vagabundeábamos por el pequeño pueblito sin encontrar, en realidad, nada demasiado interesante como para olvidar el hambre, ya que la comida del hospital era muy escasa. Tirados en el pasto al borde del arroyo, veíamos los cielos cambiantes del atardecer soñando con imágenes idas de pasados amoríos o tal vez, viendo en cada nube la tentadora versión de una comida cualquiera.
Al volver a la comisaría a dormir, tomando por un atajo que nos extravió completamente y tras andar entre sembrados y tapiales, fuimos a caer al recinto de una casa. Aparecimos los dos sobre la pared de piedra cuando vimos un perro y su dueño iluminados por la luna llena con una apariencia fantasmal; lo que no calculamos es que nuestras figuras, recostadas en contra de la luz, debían tener un aspecto mucho más atemorizador; lo cierto es que a mi muy educado «buenas noches», contestaron con un ruido poco inteligible en que me pareció oír la palabra Viracocha, y hombre y perro se encerraron en el interior de la casa sin responder a nuestras amistosas declaraciones y disculpas; salimos entonces tranquilamente por el portón delantero, que daba a una senda con apariencia de calle.
En uno de esos momentos de aburrimiento fuimos a la iglesia para mirar de cerca una ceremonia pueblerina. El pobre fraile estaba tentando salir adelante con el sermón de las tres horas, pero a esa altura —hora y media sería— había agotado toda la serie de lugares comunes. El sacerdote miraba con ojos suplicantes al público mientras señalaba con las manos crispadas cualquier lugar del templo. «Miradlo, miradlo allí, el Señor viene hacia nosotros, ya está el Señor con nosotros y su espíritu nos ilumina.» Tras la tregua, el cura se largaba cualquier retahila y cuando ya parecía que quedaría callado sin saber qué decir, en un impulso de hondo dramatismo, se mandaba otra frase parecida. A la quinta o sexta vez que el paciente Cristo fue introducido nos dio un ataque de risa y salimos rápido.
Qué fue lo que desencadenó el ataque no sé (pero adivino que alguna beata lo sabe), lo cierto es que al llegar a Huancarama casi no podía tenerme en pie. No tenía ni una ampolla de adrenalina y el asma aumentaba. Arropado en una manta del policía encargado del puesto, miraba llover mientras fumaba, uno tras otro, cigarros negros que aliviaban algo mi fatiga; recién de madrugada pegué los ojos recostado contra la columna de la galería. A la mañana ya estaba algo recuperado y una adrenalina conseguida por Alberto y varias aspirinas me dejaron como nuevo.
Nos apercibimos al teniente gobernador, una especie de intendente del poblado, para pedirle un par de caballos con que ir hasta el leprosorio; el hombre nos atendió con muchísima amabilidad y nos prometió que a los cinco minutos tendríamos el par de caballos en la comisaría. A la espera de los animales nos quedamos viendo los ejercicios que hacían una heterogénea serie de muchachones gobernados por la voz prepotente del soldado que nos había atendido con tanta amabilidad el día anterior. Al vernos llegar nos saludó también con gran deferencia mientras continuaba con el mismo tono mandando hacer ejercicios de todo tipo a los «osos» que le habían tocado. En Perú sólo cumple el servicio militar uno de cada cinco muchachos en edad de hacerlo, pero los restantes efectúan una serie de ejercicios todos los domingos y éstos eran las víctimas del milico. En realidad todos eran víctimas: los conscriptos de la iracundia de su instructor y éste de la pachorra de sus alumnos, que sin entender la mayoría castellano, y sin captar la necesidad de dar vueltas en uno u otro sentido y marchar y pararse de pronto por la simple ocurrencia del jefe, hacían todo a desgano y eran capaces de sacar de las casillas a cualquiera. Llegaron los caballos y el soldado nos adjudicó un guía que no hablaba sino quechua. Iniciamos así la ruta por un camino montañoso que un caballo de otro tipo no sería capaz de transitar, precedidos por el guía a pie que llevaba las cabalgaduras de la brida en los pasos difíciles. Habíamos recorrido dos tercios del camino cuando aparecieron una vieja y un muchacho que se prendieron de las riendas y largaron una letanía de la que sólo reconocíamos la palabra «caballata». Al principio creímos que eran vendedores de canastas de mimbre pues la vieja llevaba una buena cantidad. «Mi no querer comprar, mi no querer», le decía yo, y así por el estilo hubiera seguido hablando, si Alberto no me recuerda que nuestros interlocutores eran quechuas y no parientes de Tarzán de los monos. Por fin nos encontramos con una persona que venía en sentido contrario y hablaba castellano, nos explicó que los indios eran los dueños de los caballos y cuando pasaron enfrente de la casa del teniente gobernador, éste se los quitó y nos los entregó. Uno de los conscriptos, dueño del caballo mío, venía desde siete leguas para cumplir sus condiciones militares, y la pobre vieja vivía en un lugar en sentido opuesto al que llevábamos, de modo que, atendiendo a un deber de humanidad, debimos bajarnos y seguir el camino a pie, con el guía adelante llevando nuestro inseparable portafolios en sus espaldas. Así recorrimos la última legua de camino y llegamos al leprosorio donde le dimos de recompensa un sol que el muchacho agradeció enormemente sin considerar la miseria de pago.
Nos recibió el jefe de sanitarios, el señor Montejo, el que nos dijo que no podía ofrecernos alojamiento pero sí mandarnos a la casa de un hacendado de la región y efectivamente lo hizo. El estanciero nos dio un cuarto con camas y comida, justo lo que necesitábamos. A la mañana siguiente fuimos a dar una visita a los enfermos del hospitalito. La gente que está a cargo de él cumple una labor callada y benéfica; el estado general es desastroso, en un pequeño reducto de menos de media manzana del cual dos tercios corresponden a la parte enferma, transcurre la vida de estos condenados que en número de 31 ven pasar su vida, viendo llegar la muerte (por lo menos eso pienso) con indiferencia. Las condiciones sanitarias son terribles, y esto, que a los indios de la montaña no les produce ningún efecto, a personas venidas de otro medio, aunque sea levemente más culto, las desazona enormemente y de pensar que tendrán que pasar toda su vida entre esas cuatro paredes de adobe, rodeados de gente que habla otro idioma y cuatro sanitarios a quienes ven un rato en todo el día, se produce un colapso psíquico.
Entramos en una pieza con techo de paja brava, cielo raso de caña y piso de tierra, donde una chica de piel blanca lee El primo Basilio de Queirós. Apenas comenzamos a conversar y la chica se pone a llorar desconsoladamente calificando a la situación de calvario. La pobre, venida de las regiones amazónicas, fue a parar a Cuzco, donde le diagnosticaron el mal y le dijeron que la mandarían a un lugar mucho mejor para que se curara. El hospital de Cuzco, sin ser por supuesto una maravilla, tiene un cierto grado de confort. Creo que el calificativo de «calvario», en la situación de la muchacha, era muy justo: lo único que es aceptable en el establecimiento es el tratamiento medicamentoso, el resto sólo lo puede aguantar el espíritu sufrido y fatalista del indio de la montaña peruana. La imbecilidad de los vecinos del lugar agrava el aislamiento de enfermos y sanitarios. Nos contaba uno de ellos que el médico jefe, cirujano, debía realizar una operación más o menos importante, imposible de efectuar sobre una mesa de cocina y careciendo absolutamente de todo recurso quirúrgico; pidió entonces un lugar aunque fuera en la morgue del vecino hospital de Andahuaylas, la respuesta fue negativa y la enferma murió sin tratamiento.
Nos contaba el señor Montejo que cuando se fundó ese centro antileproso por iniciativa del doctor Pesce, eminente leprólogo, él fue el encargado, desde su iniciación, de organizar todo lo relativo al nuevo servicio. Cuando llegó al pueblo de Huancarama no se le permitió pernoctar en ninguna posada, uno o dos amigos que tenía le negaron habitación y en vista de la lluvia que se avecinaba, tuvo que refugiarse en un chiquero, donde pasó la noche. La enferma de que hablé anteriormente, ya después de años de fundado el leprosorio, debió llegar a pie pues no hubo quien facilitara dos caballos para ella y su acompañante.
Después de agasajarnos con la mayor buena voluntad nos llevaron a conocer el nuevo hospital que se está levantando en la zona a unos kilómetros del antiguo. Al requerir nuestra opinión les brillaban a los sanitarios los ojos de orgullo, como si fuera una creación hecha, adobe por adobe, con el propio sudor; nos pareció inhumano acrecentar nuestras críticas, pero el leprosorio nuevo tiene las mismas desventajas del viejo: falta laboratorio, falta un servicio quirúrgico y está, por agravante, en una zona infectada de mosquitos que constituyen una verdadera tortura para quien tiene que estar todo el día allí. Claro es que tiene capacidad para 250 enfermos, médico residente y algunos adelantos sanitarios pero todavía falta mucho por hacer.
Después de dos días de permanencia en la región, en los que mi asma fue en aumento, decidimos dejar el lugar para intentar un tratamiento más a fondo.
Con caballos facilitados por el hacendado que nos había dado albergue emprendimos el regreso, siempre guiados por un lacónico guía de habla quechua, el que portaba nuestro equipaje por imposición del patrón. Es que para la mentalidad de la gente rica de la zona es completamente natural que el sirviente, aun yendo a pie, cargue con todo el peso y la incomodidad en un viaje de esta naturaleza. Esperamos que la primera curva borrara nuestra silueta y le quitamos el portafolios a nuestro guía, cuya enigmática cara no demostró si era capaz de valorar o no el hecho.
De vuelta a Huancarama, nos alojamos nuevamente en la Guardia Civil hasta conseguir el camión que nos llevara siempre con rumbo norte, lo que conseguimos al día siguiente de nuestro arribo al pueblito. Tras un fatigoso día de viaje llegamos al fin al pueblo de Andahuaylas, donde yo fui a parar al hospital a reponerme un poco.