SI FUERA BORRADO de la faz de la tierra todo lo que encierra el Cuzco, y en su lugar se hiciera un pueblito sin historia, habría siempre de qué hablar, pero nosotros mezclamos, como en una coctelera, todas las impresiones. La vida en esos quince días no perdió nunca el carácter «manguerístico» que mantuviera durante todo el viaje. La carta de recomendación para el doctor Hermosa nos resultó de bastante utilidad, aunque en realidad no era un tipo de hombre que necesitara esas presentaciones para hacer una gauchada; le bastaba la tarjeta de presentación de haber trabajado con el doctor Fernández, uno de los más eminentes leprólogos de América, tarjeta que Alberto esgrimió con acostumbrada eficacia. Charlas muy sustanciales con el mencionado médico nos dieron un panorama aproximado de la vida peruana y la oportunidad de hacer un viaje por todo el Valle del Inca en su automóvil. Siempre condescendiente con nosotros, nos consiguió también el pasaje en tren para ir a Machu Picchu.
El viaje en los trenes de la región se hace a un promedio de 10 a 20 kilómetros por hora, ya que suma a su esmirriada condición el hecho de tener que afrontar subidas y bajadas bastante considerables y, por otra parte, para vencer las dificultades del ascenso, a la salida de la ciudad, se ha debido construir la vía en tal forma que el tren marcha un rato hacia adelante, llega al final de la misma y retrocede hasta encontrar un ramal que se separa del camino anterior iniciando un nuevo ascenso, y estas idas y venidas se repiten varias veces hasta llegar a la cima e iniciar el descenso por el cauce de un arroyo que va a desembocar en el Vilcanota. En este viaje nos encontramos con un par de charlatanes chilenos que vendían yuyos y adivinaban la suerte, los que nos trataron con toda amabilidad y nos convidaron con la comida que ellos llevaban, para corresponder a nuestra invitación con mate. En las ruinas nos encontramos con un grupo que jugaba fútbol y enseguida conseguimos invitación y tuve oportunidad de lucirme en alguna que otra atajada por lo que manifesté con toda humildad que había jugado en un club de primera de Buenos Aires con Alberto, que lucía sus habilidades en el centro de la canchita, a la que los pobladores del lugar le llaman pampa. Nuestra relativamente estupenda habilidad nos granjeó la simpatía del dueño de la pelota y encargado del hotel que nos invitó a pasar dos días en él hasta que viniera la nueva carnada de americanos que traía un autovía especial. El señor Soto, además de un excelente individuo, era una persona ilustrada y pudimos, después de agotar los temas deportivos que lo apasionaban, hablar de toda la cultura incaica en que era bastante versado.
Llegado el momento de irnos, con mucha pena nuestra, tomamos por última vez el exquisito café que preparaba la señora del hotelero y subimos en el trencito para llegar a Cuzco luego de doce horas de viaje. En este tipo de trenes hay una tercera clase destinada a los indios de la región; el vagón de que se valen es uno simple de transportar ganado de la Argentina, sólo que es mucho más agradable el olor a excremento de vaca que el de su similar humano, y el concepto, un tanto animal, que del pudor y la higiene tienen los indígenas hace que éstos hagan sus necesidades (sin consideración de sexos o edades) al lado del camino, se limpien con las polleras las mujeres y con nada los hombres y sigan como si tal cosa. Las combinaciones de las indias con criaturitas son verdaderos almacenes de sustancia excrementicia, producto de la limpieza que sobre el chico ejercen cada vez que éste mueve el vientre. Naturalmente que de las condiciones de vida de estos indios los turistas que viajan en sus cómodos autovías no tendrán sino una vaga idea, producto de una rápida imagen captada al pasar a toda velocidad junto a nuestro tren detenido. El hecho de que fuera el arqueólogo americano Bingham el que descubriera las ruinas y expusiera luego sus conocimientos en relatos de considerable valor anecdótico fácilmente asequible al público medio, hace que este lugar tenga una enorme fama en el país del Norte, a tal punto que la mayoría de los americanos que están en el Perú lo conocen (en general vuelan directamente de Lima, recorren Cuzco, visitan las ruinas y se vuelven, sin dar importancia a nada más).
El museo arqueológico del Cuzco es bastante pobre: cuando las autoridades abrieron los ojos sobre el tontón de la riqueza que se escapaba hacia otros sitios ya era tarde; los buscadores de tesoros, los turistas, los arqueólogos extranjeros, en fin, cualquier persona con algún interés en el problema, habían saqueado sistemáticamente la región y lo que se podía agrupar en un museo era lo que allí está, casi, casi el desecho. Sin embargo, para personas como nosotros sin mayor cultura arqueológica, sin conocimientos sino muy recientes y embarullados de la civilización incaica, había allí bastante que ver, y lo vimos, durante varios días. El encargado era un mestizo de mucha ciencia y un entusiasmo arrebatador por la raza cuya sangre llevaba. El nos hablaba del esplendor pasado y de la miseria actual, de la necesidad imperiosa de educar al indígena, como primer paso hacia una rehabilitación total, de la necesidad de elevar rápidamente el nivel económico de su familia, única forma de mitigar el efecto soporífero de la coca y la bebida, de propiciar, en fin, un cabal conocimiento de los quechuas y propender a que los individuos a esta raza pertenecientes se muestren orgullosos, mirando su pasado, y no avergonzados, viendo el presente, de ser integrantes de la comunidad indígena o mestiza. Por esa época se debatía en la ONU el problema de la coca y nosotros le contamos nuestra experiencia con el alcaloide y su resultado, enseguida nos respondió que a él le había pasado lo mismo y estalló en improperios contra los que quieren mantener sus ganancias envenenando a una enorme cantidad de individuos. Las razas colla y quechua reunidas son mayoritarias en el Perú y únicas consumidoras del producto. Las facciones semiindígenas del encargado y sus ojos brillantes de entusiasmo y de fe en el porvenir es otra de las piezas del museo, pero de un museo vivo, mostrando una raza que aún lucha por su individualidad.