DESDE LA CATEDRAL se oiría por primera vez luego del terremoto la María Angola, famosa campana que se cuenta entre las más grandes del mundo y que tiene en su masa 27 kilogramos de oro, según cuenta la tradición. Parece que fue donada por una matrona llamada María Ángulo, pero el nombre resultaba demasiado eufónico y quedó el que ahora tiene.
Los campanarios de la catedral, derribados por el terremoto de 1950, habían sido reconstruidos por cuenta del gobierno del general Franco y en prueba de gratitud se ordenó a la banda ejecutar el himno español. Sonaron los primeros acordes y se vio el bonete rojo del obispo encarnarse más aún mientras sus brazos se movían como los de una marioneta: «Paren, paren, hay un error», decía, mientras se oía la indignada voz de un gaita: «Dos años trabajando, ¡para esto!». La banda —no sé si bien o mal intencionada, había iniciado la ejecución del himno republicano.
Por la tarde sale de su mansión en la Catedral el Señor de los Temblores, que no es más que una imagen de un Cristo retinto, la cual es paseada por toda la ciudad y llevada en peregrinaje a los principales templos. Una cantidad de gandules rivalizan en tirarle al paso puñados de una florecita que crece abundantemente en las laderas de los cerros cercanos a las que los naturales llaman nucchu. El rojo violento de las flores, el bronceado subido del Señor de los Temblores y el plateado del altar, dan a la procesión un aspecto de fiesta pagana, a la cual se suman los trajes multicolores de los indios que para la ocasión visten sus mejores galas tradicionales como expresión de una cultura o tipo de vida que aún cuenta con valores vivos. En contraste con aquéllos, hay una serie de indios con vestimentas europeas que, portando estandartes, marchan a la cabeza de la procesión. Los rostros cansados y melindrosos semejan una imagen de aquellos que desoyendo el llamado de Manco II se plegaron a Pizarro, ahogando en la degradación del vencido su orgullo de raza independiente.
Sobre la pequeña talla de los nativos agrupados al paso de la columna emerge, de vez en cuando, la rubia cabeza de un norteamericano que, con su máquina fotográfica y su camisa sport parece (y en realidad lo es) un corresponsal de otro mundo en este apartado de los incas.