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HACIA EL OMBLIGO DEL MUNDO

EL PRIMER TRAMO no fue muy largo ya que el camionero nos dejó en Juliaca, donde debíamos tomar otro camión que nos llevara siempre en dirección norte. Por supuesto, fuimos a la comisaría donde estábamos recomendados por la Guardia Civil de Puno y donde nos encontramos con un sargento primero borracho hasta la médula que enseguida hizo buenas migas con nosotros y nos invitó a tomar una copa. Pidieron cerveza y se la mandaron todos de un trago; mi vaso quedó lleno sobre la mesa.

—Y, argentino, ¿no tomas?

—No, sabe, en mi tierra no se acostumbra a chupar así. No lo tome a mal no, pero allí se come al mismo tiempo.

—Pero cheeee —decía con voz gangosa acentuando nuestro patronímico onomatopéyico—, hubieras avisado.

Y con unas palmadas pidió unos buenos sandwiches de queso con lo que me di por satisfecho. Pero la euforia de sus hazañas de valor había ganado al milico y se puso a contar el miedo que le tenían en la región por su fabulosa puntería, al mismo tiempo que lo encañonaba a Alberto y le decía:

—Mira cheeee, te me pones a 20 metros con un cigarrillo y si no te lo prendo de un balazo te doy cincuenta soles. —Alberto le tiene poco apego al dinero de niod que por sólo 50 soles no se iba a mover de la silla, se gún él.— Te doy 100, cheee. —No había señales de interés.

Cuando iba por los 200 soles —puestos sobre la mesa— los ojos de Alberto echaban chispas, pero el instinto de conservación fue más fuerte y no se movió Sacó entonces la gorra el milico y, mirándola por un espejo, la tiró para atrás y le largó el balazo. Por supuesto quedó tan sana como antes pero la pared no y la dueña del boliche hecha una fiera fue a quejarse a la comisaría.

Cayó a los minutos un oficial para averiguar el porqué del escándalo y se llevó al sargento a un rincón, donde le dio una filípica; en seguida se arrimaron al grupo y el sargento le dijo a mi compañero de viaje, haciendo al mismo tiempo toda una serie de morisquetas para que entendiera: «Oiga, argentino, ¿dónde tiene un cohete como el que tiró?». Alberto «pescó la onda» y dijo con la cara más inocente del mundo que se le habían acabado; el oficial le dio un reto por tirar cohetes en lugares públicos y le dijo a la dueña que diera por terminado el incidente, que allí no habían disparado ningún balazo y que él no veía ninguna señal en la pared. La mujer estuvo por pedirle al sargento que se corriera unos centímetros del lugar donde estaba apoyado, ngido, contra el muro, pero después de un rápido cálculo mental entre pros y contras optó por callarse la boca en ese sentido y pegarle un reto extra a Alberto:

—Estos argentinos se creen que son los dueños de todo —decía agregando algunos insultos más que se dieron en la lejanía ante nuestra rápida fuga un po-o dolorosa el pensar uno en la cerveza y otro en los sandwiches perdidos.

Nos encontramos en el nuevo vehículo con un par de limeños que trataban en todo momento de demostrarnos su superioridad sobre la indiada callada que resistía sus pullas sin mostrar la menor incomodidad. Al principio miramos para otro lado y no le dimos importancia, pero después de unas horas, el tedio del camino monótono, en la estepa interminable, nos obligó a cambiar palabras con los únicos blancos, que eran, desde luego, los que nos darían algo de charla, pues la indiada escamada apenas se dignaba contestar con monosílabos a las preguntas que le hace un extranjero. En realidad los limeños eran dos muchachos normales que sólo hacían eso para dejar bien sentadas las diferencias que los separaban de los indígenas. Un aluvión de tangos cayó sobre los desprevenidos viajeros, mientras masticábamos con energía las hojas de coca que diligentemente nos conseguían nuestros nuevos amigos. Con las últimas luces llegamos a un pueblo llamado Ayaviry donde conseguimos alojamiento en un hotel que pagó el encargado de la Guardia Civil.

—¿Cómo, dos doctores argentinos van a dormir incómodos por no tener dinero?, no puede ser —fue la respuesta a nuestras tímidas protestas por el agasajo desperado.

Pero a pesar de la cama abrigada casi no pegamos ios ojos en la noche: la coca ingerida se vengaba de nuestras pretensiones con un aluvión de náuseas, cólicos y cefaleas.

A la mañana siguiente, bien temprano, seguimos en el mismo camión rumbo a Sicuani, a donde llegamos al promediar la tarde luego de soportar fríos, lluvia y hambre en abundancia. Como de costumbre pernoctamos en la Guardia Civil bien atendidos, como siempre. Allí en Sicuani corre un mísero arroyito llamado Vilcanota, cuyas aguas nos sería dado seguir tiempo después, aunque diluidas en el océano de barro que las acompaña.

Otro nuevo día de marcha con las mismas características de los anteriores y por fin, ¡el Cuzco!

En Sicuani estábamos en el mercado observando toda la gama de colores desparramada por los puestos, formando una malla estrecha con los gritos monótonos de los vendedores y el zumbido monocorde de la multitud, cuando se notó como una condensación de gente en una esquina y hacia allí nos dirigimos.

Rodeados por una densa multitud silenciosa avanzaba una procesión encabezada por una docena de frailes de colorida vestimenta, seguida por una serie de notables de traje negro y cara de circunstancias que portaban un ataúd, límite entre la seriedad formal y el desborde completo de la masa que lo seguía sin orden ni compás. Se detuvo el cortejo y emergió de un balcón uno de los individuos de traje negro con unos papeles en la mano: «Es nuestro deber, en el momento de la despedida del gran varón que fue fulano…», etc.

Siguió el cortejo una cuadra después de la interminable retahila y emergió de un balcón otro oscuro personaje: «Fulano ha muerto, pero el recuerdo de sus actos de bien, de su hombría intachable…», etc. Y así siguió su viaje a la sobada última morada el pobre fulano perseguido por el odio de sus semejantes que se descargaba en forma de diluvios declamatorios, en cada esquina del camino.