A LAS TRES DE LA MADRUGADA las mantas de la policía peruana habían demostrado su idoneidad sumiéndonos en un calorcito reparador, cuando las sacudidas del agente de guardia nos pusieron en la triste necesidad de abandonarlas para salir en camión rumbo a llave. La noche era magnífica pero muy fría; a manera de privilegio, nos dieron ubicación sobre unas tablas, debajo de las cuales la grey hedionda y piojosa, de la que se nos quiso separar, nos lanzaba un tufo potente pero calentito. Cuando el vehículo inició su marcha ascendente nos dimos cuenta de la magnitud del favor concedido: del olor no llegaba nada; difícil era que algún piojo fuera lo suficientemente atlético como para llegar al refugio, pero en cambio el viento golpeaba libremente contra nuestros cuerpos y a los Pocos minutos estábamos literalmente helados. El cattuón trepaba continuamente de modo que el frío se hacia más intenso a cada momento; las manos tenían que salir del escondite más o menos abrigado de la manta para evitar la caída y era difícil hacer el menor movimiento porque nos íbamos de cabeza al intelor del vehículo. Cerca del amanecer el camión se paró por la dificultad en el carburador que aqueja a todos los motores a esa altura; estábamos cerca dei punto más alto del camino, es decir a casi 5.000 metros; el sol se anunciaba por alguna parte y una claridad borrosa reemplazaba la oscuridad total que nos había acompañado hasta ese momento. Es curioso el efecto psicológico del sol: todavía no aparecía en el horizonte y ya nos sentíamos reconfortados, sólo de pensar en el calor que recibiríamos.
A un costado de la carretera crecía un enorme hongo de forma semiesférica —único vegetal de la región— con el que prendimos un fueguito muy malo pero que sirvió para calentar el agua obtenida de un poco de nieve. El espectáculo ofrecido por nosotros dos tomando el extraño brebaje debía parecerles a los indios tan interesante como ellos a nosotros con sus típicas vestimentas, porque no dejaron un momento de acercarse a inquirir en su media lengua la razón que teníamos para echar el agua en ese raro artefacto. El camión se negaba redondamente a llevarnos de modo que tuvimos que hacer como tres kilómetros a pie entre la nieve. Era algo impresionante ver cómo las callosas plantas de los indios hollaban el suelo sin darle la menor importancia al hecho mientras nosotros sentíamos todos los dedos yertos por causa del intenso frío, a pesar de las botas y medias de lana. Con el paso cansino y parejo, trotaban como las llamas en un desfiladero, de uno en fondo.
Salvado el mal trance, el camión siguió con nuevos bríos y pronto franqueábamos la parte más alta. Allí había una curiosa pirámide hecha de piedras irregulares y coronada por una cruz; al pasar el camión casi todos escupieron y uno que otro se persig nó Intrigados, preguntamos el significado del extraño rito pero el más absoluto silencio fue la respuesta.
El sol calentaba algo y la temperatura era más agradable a medida que descendíamos, siempre siguiendo el recorrido de un río que habíamos visto nacer en la cumbre y ya estaba bastante crecido. Los cerros nevados nos miraban desde todos los puntos, y manadas de llamas y alpacas observaban indiferentes el paso del camión, mientras alguna incivilizada vicuña huía rápidamente de la presencia turbadora.
En un alto, de los tantos que hicimos en el camino, un indio se acercó todo tímido hasta nosotros, acompañado de su hijo, que hablaba bien el castellano y empezó a hacernos preguntas de la maravillosa tierra «del Perón». Con nuestra fantasía desbocada por el espectáculo imponente que recorríamos, nos era fácil pintar situaciones extraordinarias, acomodar a nuestro antojo las empresas «del capo» y llenarles los ojos de asombro con los relatos de edénica hermosura de la vida en nuestras tierras. El hombre nos hizo pedir por el hijo un ejemplar de la Constitución Argentina con la declaración de los derechos de ancianidad, lo que le prometimos con singular entusiasmo. Cuando seguimos el viaje, el indio viejo sacó de entre sus ropas un choclo muy apetitoso y nos lo ofreció. Rápidamente dimos cuenta de él con democrática división de granos para cada uno.
Al mediar la tarde, con todo el cielo nublado lanzándonos su peso gris sobre la cabeza, atravesamos un curioso lugar en que la erosión había transformado las enormes piedras del borde del camino en casillos feudales con torres almenadas, extrañas caras de mirar turbador y cantidad de monstruos fabulosos que parecían custodiar el sitio, cuidando de la tran quilidad de los míticos personajes que sin duda lo ha hitarían. La tenue llovizna que azotaba nuestras caras desde un rato antes empezó a tomar incremento v se convirtió a poco en un buen aguacero. El conductor del camión llamó a los «doctores argentinos», y nos hizo pasar a la «caseta», es decir la parte delantera del vehículo, el summum de la comodidad en esas regiones. Allí inmediatamente nos hicimos amigos de un maestro de Puno a quien el gobierno había dejado cesante por ser aprista. El hombre, que tenía sangre indígena, además de aprista, lo que para nosotros no representaba nada, era un indigenista versado y profundo que nos deleitó con mil anécdotas y recuerdos de su vida de maestro. Siguiendo la voz de su sangre había tomado parte por los aymarás en la discusión interminable que conmueve a los estudiosos de la civilización de la región, en contra de los coyas a quienes calificaba de ladinos y cobardes. El maestro nos dio la clave del extraño proceder de nuestros compañeros de viaje: el indio deja siempre a la Pachamama, la madre tierra, todas sus penas, al llegar a la parte más alta de la montaña, y el símbolo de ellas es una piedra que va formando las pirámides como la que habíamos visto. Ahora bien, al llegar los españoles como conquistadores a la región, trataron inmediatamente de extirpar esa creencia y destruir el rito, con resultados nulos; los frailes decidieron entonces «correrlos para el lado que disparan» y pusieron una cruz en la punta de la pirámide. Esto sucedió hace cuatro siglos (ya lo narra Garcilaso de la Vega), y a juzgar por el número de indios que se persignaron, no fue mucho lo que ganaron los religiosos. El adelanto de los medios de transporte ha hecho que los fieles reemplacen la piedra por el escllpitajo de coca, donde sus penas adheridas van a auedarse con la Pachamama.
La voz inspirada del maestro adquiría sonoridad extraña cuando hablaba de sus indios, de la otrora rebelde raza aymara que tuviera en jaque a los ejércitos del inca, y caía en profundos baches al referirse al estado actual del nativo, idiotizado por la civilización y por sus compañeros impuros —sus enemigos acérrimos— los mestizos, que descargan sobre ellos todo el encono de su existencia entre dos aguas. Hablaba de la necesidad de crear escuelas que orienten al individuo dentro de la sociedad de que forma parte y lo transforme en un ser útil, de la necesidad de cambiar todo el sistema actual de enseñanza que, en las pocas oportunidades en que educa completamente a un individuo (que lo educa según el criterio del hombre blanco), lo devuelve lleno de vergüenzas y rencores; inútil para servir a sus semejantes indios y con gran desventaja para luchar en una sociedad blanca que le es hostil y que no quiere recibirlo en su seno. El destino de esos infelices es vegetar en algún oscuro puesto de la burocracia y morir con la esperanza de que alguno de sus hijos, por milagrosa acción de «la gota» conquistadora que ahora llevan en su sangre, consiga llegar a los horizontes que él anheló y que llena hasta el último momento de su vida. En las extrañas flexiones de la mano convulsa se adivinaba toda una confesión del hombre atormentado por sus desdichas Y también el mismo afán que él atribuía al hipotético Personaje de su ejemplo. ¿Y acaso no era el típico producto de una «educación» que hiere a quien la recibe de favor, sólo por el afán de demostrar el mágico poder de aquella «gota», aunque ésta sea la que porta una mestiza indigna vendida a los dineros de un cacique o provenga de una violación que el señor borracho se dignó ejercer sobre su criada indígena?
Pero ya el camino acababa y el maestro dejó su charla. Tras una curva cruzamos el puente sobre el mismo anchuroso río que en la madrugada fuera un arroyito. llave estaba allí.