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TARATA, EL MUNDO NUEVO

APENAS UNOS METROS nos separaban del puesto de la Guardia Civil que marca el final del pueblo y ya las mochilas nos pesaban como si hubiéramos centuplicado la carga. El sol picaba, y, como siempre, estábamos demasiado abrigados para la hora, aunque después pasaríamos frío. El camino subía rápidamente y poco tiempo después llegábamos a la pirámide que veíamos desde el pueblo, construida en homenaje a los caídos en la guerra contra Chile. Allí decidimos hacer nuestro primer alto y tentar suerte con los camiones que pasaran. Los cerros pelados, casi sin una mata, era todo lo que se veía en la dirección de nuestro camino; el apacible Tacna quedaba achicado aún más por la distancia, con sus callecitas de tierra y sus tejados rojizos. El primer carro produjo en nosotros la gran conmoción: hicimos seña tímidamente y ante nuestra sorpresa el conductor paró frente a nosotros. Alberto, encargado de las operaciones, explicó Coii palabras archiconocidas para mí el significado ael viaje y pidió que nos llevara; el camionero hizo un gesto afirmativo y nos indicó que subiéramos atrás, eri compañía de una montonera de indios; con nuestro equipaje a cuestas y locos de gusto nos disponíamos a trepar, cuando nos volvió a llamar:

—¿Ya saben, no?, hasta Tarata cinco soles.

Alberto furioso le preguntó para qué nos decía que sí antes, si le habíamos pedido que nos llevara en forma gratuita. En forma gratuita él no sabía bien lo que era, pero hasta Tarata cinco soles…

«Y todos serán como éste», dijo Alberto, pero en esa sencilla frase estaba concentrada toda la rabia que tenía contra mí, que había sido el promotor de la idea de salir a pie para atajar a los camiones en el camino y no esperarlos en la ciudad como él quería. En ese momento la encrucijada era sencilla: o volvíamos atrás, que era declararse derrotados, o seguíamos adelante pasara lo que pasara. Nos decidimos por el último camino y seguimos la marcha. Que nuestro proceder no era del todo cuerdo lo hacían notar muy claramente el sol que se pondría dentro de poco y la ausencia total de señales de vida. Sin embargo, supusimos que tan cerca de la ciudad habría alguna que otra casita y ayudados por esta ilusión, seguimos viaje.

Ya era noche cerrada y no habíamos encontrado ningún signo de habitación, y lo peor era que no teníamos agua para hacer comida o un poco de mate. El frío arreciaba; el clima desértico de la zona y lo que habíamos trepado influían para apretar el «tornillo». Nuestro cansancio era muy grande. Resolvimos tirar las mantas en el suelo y dormir hasta la madrugada. A tientas colocamos nuestras mantas, ya que la noche sin luna era muy oscura, y nos arropamos lo mejor que pudimos.

A los cinco minutos Alberto me informaba que estaba yerto y yo le contestaba que más yerto estaba mi pobre cuerpo. Como no era eso un concurso de heladeras, resolvimos afrontar la situación y buscar algunas arnas con que prender un fueguito y pusimos manos a la obra. El resultado fue prácticamente nulo: entre los dos conseguimos un manojo de ramas que hicieron un fuego tímido, incapaz de calentar nada. El hambre nos tenía molestos, pero el frío mucho más, a tal punto que ya no podíamos estar recostados mirando las cuatro brasas de nuestro fogón. Hubo que levantar campamento y seguimos en la oscuridad. Al principio, para entrar en calor, iniciamos un paso ligero, pero nuestra respiración se hizo anhelosa al poco rato. Debajo de la campera sentía el sudor que me corría pero tenía los pies insensibles y el vientecito que daba en la cara cortaba como cuchillo. A las dos horas estábamos prácticamente rendidos; el reloj marcaba las 12.30 a.m. Calculando con mucho optimismo, nos quedaban cinco horas de noche. Nueva deliberación y nueva prueba a dormir con nuestras mantas. A los cinco minutos seguíamos viaje. Bien de noche era todavía cuando un faro se vio a lo lejos; no era cosa de entusiasmarse demasiado con las posibilidades de que nos alzara pero por lo menos podríamos ver el camino. Y así fue: un camión Pasó indiferente a nuestros histéricos reclamos y su estela de luz alumbró un campo yermo, sin una mata o una casa. Después es todo confuso, cada minuto era Olas lerdo que el precedente, y los últimos tenían magnitud de horas. Dos o tres veces el lejano ladrido de algún perro nos dio algo de esperanza, pero la noche cebada no mostraba nada y los perros se callaban o estaban en otra dirección.

A las seis de la mañana, alumbrados por la gris Caridad de la madrugada, avistamos dos ranchos juntos, a la orilla del camino. Los últimos metros los hicimos a paso de carga, como si no tuviéramos ningún peso en el lomo. Nunca nos pareció que nos atendieran con tanta amabilidad, ni el pan que nos vendieran junto con un pedazo de queso, tan bueno, ni el mate tan reconstituyente. Para esa gente sencilla, ante la que Alberto esgrimió su título de «doctor», éramos una especie de semidioses. Según ellos, venidos nada menos que de la Argentina, el maravilloso país donde vivía Perón y su mujer, Evita, donde todos los pobres tienen las mismas cosas que los ricos y no se explota al indio, ni se le trata con la dureza con que se lo hace en estas tierras. Tenemos que contestar miles de preguntas relativas a la patria y su modo de vida. Con el frío de la noche todavía instalado en nuestros huesos, la imagen de la Argentina se convierte en una visión halagadora de un pasado de rosas. Seguidos por la amabilidad retraída de los «cholos» nos vamos hacia el lecho seco de un río que pasa cerca, allí tendemos nuestras mantas y dormimos acariciados por el sol que sale.

A las doce reiniciamos la marcha, con la moral alta, olvidados de las penurias de la noche pasada, para seguir el consejo del viejo Vizcacha. El camino es largo, sin embargo, y pronto las interrupciones se suceden con notable frecuencia. A las cinco de la tarde nos paramos a descansar, mientras observamos indiferentemente la silueta de un camión que se va acercando; como siempre, se dedicará al transporte del ganado humano, que es el negocio que más da. De pronto, ante nuestra sorpresa, el camión para y vemos al guardia civil de Tacna que nos saluda amablemente y nos motiva a subir; por supuesto, la invitación no debió ser re petida muchas veces. Los aymarás nos miran con curiosidad pero no se atreven a preguntar nada; Alberto inicia conversación con varios de ellos que hablan muy mal el castellano. El camión sigue subiendo los cerros n jnedio de un panorama de absoluta desolación, donde apenas los churquis espinosos y raquíticos dan cierta apariencia de vida al ambiente. Pero, de pronto, el quejido con que el camión refunfuña por la trepada se troca en un suspiro de alivio y tomamos la horizontal. En ese momento entramos al pueblo de Estaque y el panorama es maravilloso; nuestros ojos extasiados quedan un rato fijos en el paisaje que se extiende ante nuestra vista y enseguida tratamos de averiguar el nombre y el porqué de todas las cosas, pero los aymarás apenas si entienden algo y nos dan alguna que otra indicación en su embarullado castellano, lo que presta más emotividad al ambiente. Allí estamos en un valle de leyenda, detenido en su evolución durante siglos y que hoy nos es dado ver a nosotros, felices mortales hasta allí saturados de la civilización siglo XX. Las acequias de la montaña —las mismas que hicieran construir los incas para bienestar de sus subditos— resbalan valle abajo formando mil cascaditas y entrecruzándose con el camino que desciende en espiral; al frente, las nubes bajas tapan las cimas de las montañas, pero en algunos claros se alcanza a ver la nieve que cae sobre los altos picos, blanqueándolos poco a poco. Los diferentes cultivos de los pobladores, cuidadosamente ordenados en los andenes, nos hacen penetrar en una nueva rama de nuestros conocimientos botánicos; la oca, la quinua, la canihua, el rocoto, el maíz, se suceden sin interrupción. Los personajes, atacados en la misma forma original que los del camión, stán ahora en su escenario natural; visten un ponchito de lana ordinaria, de colores tristes, un pantaló ajustado que sólo llega a media pierna y unas ojotas d cáñamo o cubierta vieja de automóvil. Absorbiendo todo con nuestra mirada ávida seguimos valle abajo hasta entrar a Tarata, que en aymara significa vértice, lugar de confluencia, y que tiene bien puesto el nombre porque allí acaba la gran V que forman las cadenas de montañas que lo custodian. Es un pueblito viejo, apacible, donde la vida sigue los mismos cauces que tuviera varios siglos atrás. Su iglesia colonial debe ser una joya arqueológica porque en ella, además de su vejez, se nota la conjunción del arte europeo importado con el espíritu del indio de estas tierras. En las callecitas estrechas del pueblo, con sus calles de empedrado indígena y de enormes desniveles, sus cholas con los chicos a cuestas… en fin, con tanta cosa típica, se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del inca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo. Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se pueden quitar de encima. El guardia nos lleva a la policía y allí nos dan alojamiento y unos agentes nos invitan a comer algo. Recorremos el pueblo y nos acostamos un rato, ya que a las tres de la mañana salimos rumbo a Puno en un camión de pasajeros, que nos lleva gratis por conducto de la Guardia Civil.