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KILOMETRAJE ÁRIDO

YA SIN LA CARAMAÑOLA, el problema de internarse a pie en aquel desierto se agrava mucho, sin embargo, desaprensivamente nos internamos en él, dejando atrás la barrera que marca el límite de la ciudad de Chuquicamata. Nuestro paso fue muy atlético mientras estuvimos al alcance de la mirada de los pobladores del lugar, pero luego, la soledad enorme de los Andes pelados, el sol que caía a plomo sobre nuestras cabezas, el peso de las mochilas mal distribuido y peor sujeto, nos llamaron a la realidad. Hasta qué punto era heroica nuestra posición, como la calificara uno de los carabineros, se nos escapaba, pero empezábamos a sospechar, y creo que con fundamento, que la palabra definitoria debía rondar alrededor del adjetivo estúpido.

A las dos horas de camino, diez kilómetros a lo más, plantamos bandera a la sombra de un mojón que señalaba qué sé yo qué cosa, único objeto capaz de ofrecernos siquiera algún abrigo contra los rayos del sol. Y allí permanecimos todo el día, corriéndonos de manera de recibir el haz de sombra del palo en los ojos por lo menos.

El litro de agua que llevábamos fue rápidamente consumido y al atardecer, con la garganta seca, emprendimos el camino hacia la garita que custodia la barrera, completamente vencidos.

Pasamos la noche allí mismo, refugiados en el interior del cuartucho, donde un fuego bastante vivo mantenía la temperatura agradable a pesar del frío que hacía afuera. El sereno, con la proverbial amabilidad chilena, nos obsequió su comida, magro festín para un día entero de ayuno, pero superior a nada.

A la madrugada del día siguiente pasó la camioneta de una compañía cigarrera que nos acercó a nuestro punto de destino, pero mientras ellos debían seguir directamente hasta el puerto de Tocopilla nosotros pensábamos tomar rumbo norte para tratar de llegar a llave, de modo que nos dejaron en el cruce de ambos caminos. Echamos a andar con el ánimo de llegar a una casa que sabíamos ubicada a ocho kilómetros, pero justo a la mitad del camino nos cansamos y resolvimos dormir una siesta. Tendimos una de las mantas entre el poste del telégrafo y una piedra del camino y nos acostamos abajo tomando un verdadero baño turco nuestro cuerpo, mientras los pies se bañaban en sol.

A las dos o tres horas de siesta, cuando habíamos perdido como tres litros de agua cada uno, acertó a pasar un fordcito en el que iban tres nobles ciudadanos con una tranca de ordago cantando cuecas a pleno pulmón. Eran huelguistas de la mina de Magdalena que festejaban por adelantado el triunfo de la causa del pueblo, curándose de lo lindo. Los borrachos iban hasta una estación de las inmediaciones donde n°s dejaron. Allí nos encontramos con un grupo de camineros que estaban en una práctica de fútbol, ya que debían enfrentarse a una cuadrilla rival. Alberto sacó de la mochila un par de alpargatas y empezó a dictar su cátedra. El resultado fue espectacular: contratados para el partido del domingo siguiente; sueldo, casa, comida y transporte hasta Iquique.

Pasaron dos días hasta que llegó el domingo jalonado por una espléndida victoria de la cuadrilla en que jugábamos los dos y unos chivos asados que Alberto preparó de modo de maravillar a la concurrencia con el arte culinario argentino. En los dos días de espera nos dedicamos a visitar las instalaciones depuradoras de nitratos, de las que hay un montón en esa parte de Chile.

Realmente, no les cuesta mucho trabajo a sus explotadores extraer la riqueza mineral de esta parte del mundo. No hay más que sacar la capa superficial que es la que contiene el mineral y llevarlo a grandes tinas donde se lo somete a un no muy complicado proceso separador que da por resultado la extracción de los nitratos, nitritos y yodo que contiene la mezcla. Al parecer los primeros explotadores fueron los alemanes, pero luego les expropiaron las fábricas y el resultado es que ahora las tienen los ingleses, en gran parte. Las dos más grandes en cuanto a ritmo de producción y cantidad de obreros empleados estaban en ese momento en huelga y quedaban al sur de nuestro camino, de modo que resolvimos no visitarlas. En cambio visitamos un establecimiento bastante grande, La Victoria, que tiene en su entrada un monolito señalando el lugar donde murió Héctor Supicci Sedes, el magnífico corredor uruguayo, atropellado por otro corredor en el momento en que salía de abastecerse.

Una sucesión de camiones nos transportó por todas esas regiones hasta llegar finalmente a Iquique tibiamente envueltos en un manto de alfalfa que era la carga que llevaba el camión que hasta allí nos acercara. La llegada, con el sol saliendo por detrás nuestro reflejándose en el mar de un azul purísimo a esa hora, tenía apariencias de episodio de las mil y una noches. Como una alfombra mágica aparecía el camión en los acantilados que dominan el puerto y en un vuelo sesgado y gruñón, con la primera frenando la caída, veíamos cómo se acercaba el plano completo de la ciudad, totalmente abarcada desde nuestro observatorio.

En Iquique no había un solo barco, ni argentino ni de otra naturaleza, de modo que la permanencia en el puerto era totalmente inútil y resolvimos pechar el primer camión que rumbo a Arica saliera.