PASAMOS LA ADUANA sin ninguna dificultad y nos dirigimos valientemente a nuestro destino. El barquito elegido, el San Antonio, era el centro de la febril actividad del puerto, pero, dado su reducido tamaño, no necesitaba atracar directamente para que alcanzaran los guinches, de modo que había un espacio de varios metros entre el malecón y él. No había más remedio que esperar a que el barco se arrimara más para subir entonces, y filosóficamente esperábamos sentados sobre los bultos el momento propicio. A las doce de la noche se cambió el turno de obreros y en ese momento arrimaron el barco, pero el capitán del muelle, un sujeto con cara de pocos amigos, se paró en la planchada a vigilar la entrada y salida del personal. El guinchero, de quien nos habíamos hecho amigos en el ínterin, nos aconsejó que esperáramos otro momento porque el tipo era medio perro, y allí iniciamos una larga espera que duró toda la noche, calentándonos en el guinche, un antiguo aparato que funcionaba a vapor. El sol salió y nosotros siempre esperando con el bagayo en el muelle. Ya nuestras esperanzas de subir se habían disipado casi por completo cuando cayó el capitán y con él la planchada nueva que había estado en compostura, de modo que se estableció contacto permanente entre el San Antonio y tierra. En ese momento, bien aleccionados por el guinchero, entramos como Pedro por su casa y nos metimos con todos los bultos a la parte de la oficialidad, encerrándonos en un baño. De ahí en adelante nuestra tarea se limitó a decir con voz gangosa: «no se puede», o «está ocupado», en la media docena de oportunidades en que alguien se acercó.
Las doce eran ya y recién salía el barco, pero nuestra alegría había disminuido bastante, ya que la letrina tapada, al parecer desde hacía bastante tiempo, despedía un olor insoportable y el calor era muy intenso. Cerca de la una, Alberto había vomitado todo lo que tenía en el estómago, y a las cinco de la tarde, muertos de hambre y sin costa a la vista, nos presentamos ante el capitán para exponer nuestra situación de polizones. Este se sorprendió bastante al vernos de nuevo y en esas circunstancias, pero para disimular delante de los otros oficiales nos guiñó un ojo aparatosamente mientras nos preguntaba con voz de trueno:
—¿Ustedes creen que para ser viajeros lo único que hay que hacer es meterse en el primer barco que encuentran? ¿No han pensado las consecuencias que ks va a traer esto?
La verdad es que no habíamos pensado nada.
Llamó al mayordomo y le encargó que nos diera rabajo y algo de comida, muy contentos devoramos nüestra ración; cuando me enteré que era el encargado de limpiar la famosa letrina la comida se me atragantó en la garganta, y cuando bajaba protestando entre dientes, perseguido por la mirada cachadora de Alberto, encargado de pelar las papas, confieso qUe me sentí tentado a olvidar todo lo que se hubiera escrito sobre reglas de compañerismo y pedir cambio de oficio. ¡Es que no hay derecho! El añade su buena porción a la porquería acumulada allí, y la limpio yo.
Después de cumplir a conciencia nuestros menesteres, nos llamó nuevamente el capitán, esta vez para recomendarnos que no dijéramos nada sobre la entrevista anterior, que él se encargaría de que no pasara nada al llegar a Antofagasta, que era el destino del buque. Nos dio para dormir el camarote de un oficial franco de servicio y esa noche nos convidó a jugar a la canasta y tomarnos unas copitas de paso. Después de un sueño reparador nos levantamos con todo el consentimiento de que es exacto ese refrán que dice «escoba nueva barre bien», y trabajamos con gran ahínco dispuestos a pagar con creces el valor del pasaje. Sin embargo a las doce del día nos pareció que nos estaban apurando demasiado y a la tarde ya estábamos definitivamente convencidos de que somos un par de vagos de la más pura cepa concebible. Pensábamos dormir bien y trabajar algo al día siguiente, amén de lavar toda nuestra ropa sucia, pero el capitán nos invitó nuevamente a jugar a las barajas y se acabaron nuestros buenos proyectos.
Aproximadamente una hora invirtió el mayordomo, bastante antipático, por cierto, para conseguir que nos levantáramos a trabajar. A mí me encargo que limpiara los pisos con querosén, tarea en que invertí todo el día sin acabarla; el acomodado de Alberto, siempre en la cocina, comía a más y mejor, sin preocuparse mayormente por discriminar qué era lo que caía en su estómago.
Por la noche, luego de agotadores partidos de canasta, mirábamos el mar inmenso, lleno de reflejos verdiblancos, los dos juntos, apoyados en la borda, pero cada uno muy distante, volando en su propio avión hacia las estratosféricas regiones del ensueño. Allí comprendimos que nuestra vocación, nuestra verdadera vocación, era andar eternamente por los caminos y mares del mundo. Siempre curiosos; mirando todo lo que aparece ante nuestra vista. Olfateando todos los rincones, pero siempre tenues, sin clavar nuestras raíces en tierra alguna, ni quedarnos a averiguar el sustratum de algo; la periferia nos basta. Mientras todos los temas sentimentales que el mar inspira pasaban por nuestra conversación, las luces de Antofagasta empezaron a brillar en la lejanía, hacia el nordeste. Era el fin de nuestra aventura como polizones, o, por lo menos, el fin de esta aventura, ya que el barco volvía a Valparaíso.