Una casa de madera y adobe palpitaba con cada chorro de agua que caía sobre su esqueleto en llamas mientras el humo acre de la madera quemada desafiaba el estoico trabajo de los bomberos que entre carcajadas y carcajadas protegían las casas vecinas con chorros de agua u otra medida. De la única parte que las llamas no habían atacado aún salía el quejido de un gato que, atemorizado por el fuego, se limitaba a maullar sin atinar a salir por el pequeño espacio que éste dejaba libre a su paso. Alberto vio el peligro, lo midió de una ojeada y luego, de un ágil salto, salvó los veinte centímetros de llamas y recuperó para sus dueños la vida en peligro. Mientras recibía efusivas felicitaciones por su hazaña sin par, le brillaban los ojos de gusto tras el enorme casco que le habían prestado.
Pero todo tiene su fin y Los Angeles nos daba el último adiós. El Che Chico y el Che Grande (Alberto y yo), muy seriamente estrechaban las últimas manos amigas mientras el camión iniciaba su marcha hacia Santiago, llevando en su lomo poderoso el cadáver de la Poderosa II.
Un domingo era el día en que llegamos a la Capital. Como primera medida fuimos al garaje de la Austin, para cuyo dueño teníamos una carta de presentación y nos encontramos con la desagradable sorpresa de que estaba cerrado, pero al fin conseguimos que el encargado admitiera la moto y seguimos para pagar parte del viaje con el sudor de nuestra frente.
La mudanza presentó matices diferentes, el primero, muy interesante, fue ocupado por dos kilos de uva que cada uno ingirió en un santiamén, ayudado Por la ausencia de los dueños de la casa; el segundo, P°r la llegada de éstos y consecuentemente por un trabajo bastante pesado; el tercero, por el descubrimiento que hiciera Alberto de que el ayudante del camionero tenía un amor propio exagerado y algo fuera de tono, el pobre ganó todas las apuestas que le hicimos llevando él solo más muebles que nosotros y el patrón juntos (éste se hizo el «oso» con una clase bárbara).
Con cara de pocos amigos —se le perdona porque era domingo— cayó el cónsul, que habíamos localizado de casualidad, al local donde funcionan las oficinas y nos dio un lugar para dormir en el patio, previa una filípica muy acerba sobre nuestros deberes como ciudadanos, etc., llevó al colmo su generosidad ofreciéndonos doscientos pesos que nosotros con altiva indignación rechazamos. Si los hubiera ofrecido tres meses después, otro gallo le cantara, ¡se salvó!
Santiago tiene el aspecto de Córdoba más o menos. Es su ritmo mucho más rápido y la importancia de su tráfico considerablemente mayor, pero las construcciones, el tipo de calle, el clima y hasta la cara de la gente recuerda nuestra ciudad mediterránea. Fue una ciudad que no pudimos conocer bien pues estuvimos pocos días y muy apremiados por la cantidad de cosas que teníamos que resolver antes de emprender vuelo.
El cónsul peruano se negaba a darnos la visa sin una carta de presentación de su colega argentino y éste se negaba a darla porque decía que era muy difícil que llegáramos en moto y deberíamos pedir ayuda en el camino pasando sobre la embajada (el angelito ignoraba que la moto estaba finada ya), pero al fin se ablando y nos dieron la visa para entrar al Perú, previo pago ¿e 400 pesos chilenos que era plata para nosotros.
En esos días estaba de visita en Santiago el equipo de waterpolo del club Suquía de Córdoba, de muchos de cuyos muchachos éramos amigos, de modo que fuimos a hacerles una visita de cortesía mientras jugabán su partido y ligamos de paso una comida a la hilena de ésas de: «coma pancito, como quesito, tome otro poquito de vino, etc.», de las que uno se levanta —si puede—, con el auxilio de toda la musculatura auxiliar del tórax. Al día siguiente, estábamos sobre el cerro Santa Lucía, formación rocosa que se eleva en el centro de la ciudad y que tiene su historia aparte dedicados pacíficamente a la tarea de sacar unas fotos de la ciudad, cuando apareció una caravana de «suqueístas», comandados por algunas beldades del club invitante. Los pobres se mostraron bastante cortados porque dudaban entre presentarnos a las «distinguidas damas de la sociedad chilena», como al fin lo hicieron en este tono, o hacerse los burros (recuérdese nuestra patibularia idiosincrasia, que le dicen), salieron del brete lo más «cancheramente» posible y tan amigos. Tan amigos como pudieran ser personas de mundos tan diferentes como eran ellos y nosotros en ese momento especial de nuestra historia.
Al fin llegó el gran día en que dos lágrimas surcaron simbólicamente las mejillas de Alberto y, dando el postrer adiós a la Poderosa que quedaba en depósito, emprendíamos el viaje hacia Valparaíso, por un magnífico camino de montaña que es lo más bonito que la civilización puede ofrecer a cambio de los Verdaderos espectáculos naturales (léase no manchaos por la mano del hombre), en un camión que aguan-0 a pie firme nuestro pechazo.