EN CHILE NO HAY (creo que sin excepción), cuerpos de bomberos que no sean voluntarios y no por eso se resiente el servicio ya que ocupar una capitanía de alguno de dichos cuerpos es un honor disputado por los más capaces del pueblo o barrios donde prestan servicios. Y no se crea que es una tarea absolutamente teórica; por lo menos en el sur del país los incendios se suceden con una frecuencia notable. No sé si influirá en esto en forma preponderante, las construcciones de madera que son mayoría, el bajo nivel cultural y material del pueblo o algún factor agregado; o todos a la vez. Lo cierto es que en los tres días que estuvimos alojados en el cuartel se declararon dos incendios grandes y uno pequeño (no pretendo hacer creer que este sea el promedio, pero es un dato exacto).
Me falta aclarar que luego de pernoctar en la casa del tal alférez, resolvimos cambiar de habitación conmovidos por los ruegos de las tres hijas del encargado del edificio del cuartel de bomberos, exponentes de la gracia de la mujer chilena que, fea o linda, tiene un no e qué de espontáneo, de fresco, que cautiva inmediatamente. Pero me aparto del tema; nos dieron un cuarto donde armar nuestros catres y allí caímos en nuestro habitual sueño de plomo que nos impidió oír las sirenas. Los voluntarios de turno desconocían nuestra existencia de modo que partieron a escape con las autobombas y nosotros seguimos durmiendo hasta bien entrada la mañana siguiente, enterándonos entonces del acontecimiento. Exigimos la promesa de que seríamos de la partida en un próximo incendio y nos dieron seguridades en ese sentido. Ya habíamos conseguido un camión que nos llevaría a los dos días, a bajo precio, hasta Santiago, pero con la condición de que ayudáramos en la mudanza que efectuaba simultáneamente con el traslado de la moto.
Constituíamos una pareja muy popular y siempre teníamos abundante material de conversación con los voluntarios y las hijas del encargado, de modo que los días en Los Angeles volaron. Ante mis ojos que ordenan y anecdotizan el pasado, no aparece, sin embargo, en representación simbólica del pueblo, otra cosa que las furiosas llamas de un incendio: era el último día de permanencia entre nuestros amigos y después de copiosas libaciones demostrativas del bello estado de ánimo con que nos despedían, nos habíamos envuelto en las mantas para dormir, cuando el martilleo, anhelado por nosotros, de las sirenas llamando a los voluntarios de turno, rasgó la noche —y el catre de Alberto que se apuró demasiado en levantarse—. Pronto tomamos ubicación, con la seriedad requerida por el caso, en la bomba «Chile-España» que salió disparada sin alarmar a nadie con el largo quejido de su sirena, demasiado repetido para constituir novedad.