LA SALIDA DE TEMUCO SE CUMPLIÓ con toda normalidad hasta llegar a la vía de las afueras, allí notamos que la goma trasera estaba pinchada y tuvimos que parar a arreglar. Trabajamos con bastante ahínco pero apenas pusimos el repuesto notamos que perdía aire: se había pinchado también. Aparentemente tendríamos que pasar la noche al raso ya que no había ni que soñar en reparar a la hora en que estábamos, sin embargo, ya no éramos cualquier cosa, sino los expertos; pronto conseguimos un ferroviario que nos llevó a su casa donde nos atendieron a cuerpo de rey.
Temprano llevamos las cámaras y la cubierta a la gomería para que le sacaran unos fierros que estaban incrustados y las emparcharan, y de nuevo, cerca de la caída del sol, partimos; pero antes nos convidaron con una típica comida chilena consistente en guantas, otro plato similar, todo muy condimentado y un riquísimo vino pipeño, es decir, grosero, sin filtrar. CoMo siempre, la hospitalidad chilena nos largaba entre San Juan y Mendoza.
Por supuesto, no caminamos mucho, y a menos de 80 kilómetros paramos a dormir en la casa de un guardabosques que se esperaba una propina; corno ésta no vino, no nos dio desayuno al día siguiente, ¿e modo que iniciamos la ruta malhumorados y con la intención de pararnos a hacer un fueguito y tomar unos mates, en cuanto hiciéramos algunos kilómetros. Después de andar un trecho, cuando oteaba los costados para indicar el lugar de parar, y sin que nada nos lo anunciara, la moto dio un corcovo de costado y nos mandó al suelo. Alberto y yo, ilesos, examinamos la máquina y le encontramos roto uno de los sostenes de la dirección, pero lo más grave del caso, también se hizo pedazos la caja de velocidades; era imposible seguir y sólo nos restaba esperar pacientemente algún camión comedido que nos llevara hasta un centro poblado.
Pasó un automóvil en sentido contrario y sus ocupantes se bajaron para averiguar qué nos pasaba y ofrecer sus servicios. Nos dijeron que cualquier cosa que necesitaran dos científicos como nosotros la facilitaban con mucho gusto.
—¿Sabe?, lo conocí enseguida por la foto de la prensa —me dijo.
Pero no había nada que pedir, solamente un camión y que fuera para el otro lado. Agradecimos y nos tumbamos a tomar los mates de reglamento, pero enseguida el dueño de una chacrita cercana nos invitó a pasar a su casa y en la cocina nos cebaron dos litros. Allí conocimos el charango, un instrumento musical hecho con tres o cuatro alambres de unos dos metros de largo, colocados en tensión sobre dos latas vacías y todo clavado en un tablón. El músico toma una manopla de metal y con ella raspa los alambres que dan un sonido parecido al de las guitarras para chicos. Cerca las doce pasó una camioneta, cuyo conductor, a fuer-de ruegos, consintió en llevarnos hasta el próximo pueblo, Lautaro.
Allí conseguimos un lugar en el mejor taller de la na y también quien se animara a hacer el trabajo de soldadura en aluminio; el chico Luna, un petisito jnuy simpático que nos convidó a almorzar en su casa en una o dos oportunidades. Nuestro tiempo se dividía en trabajar sobre la moto y garronear algo de comida en casa de alguno de los muchos curiosos que iban a vernos al garaje. Precisamente al lado había una familia de alemanes, o descendientes de ellos, que nos agasajaban mucho; dormimos en el cuartel.
Ya la moto estaba más o menos arreglada y nos disponíamos a salir al día siguiente de modo que resolvimos tirar una cana al aire en compañía de unos ocasionales amigos que nos convidaron a tomar unas copas. El vino chileno es riquísimo y yo tomaba con una velocidad extraordinaria, de modo que al ir al baile del pueblo me sentía capaz de las más grandes hazañas.
La reunión se desarrolló dentro de un marco de agradable intimidad y nos siguieron llenando la barriga y el cerebro con vino. Uno de los mecánicos del taller, que era particularmente amable, me pidió que bailara con la mujer porque a él le había sentado mal «la mezcla», y la mujer estaba calentita y palpitante y tenía vino chileno y la tomé de la mano para llevarla afuera; me siguió mansamente pero se dio cuenta de que el marido la miraba y me dijo que ella se quedaba; yo ya no estaba en situación de entender razones 6 iniciamos en el medio del salón una puja que dio por resultado llevarla hasta una de las puertas, cuando ya toda la gente nos miraba, en ese momento intentó tirarme una patada y, como yo seguía arrastrándola le hice perder el equilibrio y cayó al suelo estrepitosamente. Mientras corríamos hasta el pueblo, perseguidos por un enjambre de bailarines enfurecidos, Alberto se lamentaba de todos los vinos que le hubiera hecho pagar al marido.