Sherlock se movió a un lado. El señor Surd se dio la vuelta y le siguió. La punta metálica del látigo se iba arrastrando por el suelo mientras él caminaba.
La cara de Surd aparentaba una cortés indiferencia, pero las cicatrices que se entrecruzaban en su cuero cabelludo eran rojas y ardían de ira.
—¿El barón te ha hecho pasar un mal rato? —se burló Sherlock—. Dejarnos escapar así no habrá ayudado mucho a tu reputación. Apostaría a que el barón se deshace de los sirvientes inútiles como cualquier otro hombre tira una cerilla usada.
El rostro de Surd permanecía impasible, pero su mano se movió con rapidez y le atacó con el látigo. Sherlock giró bruscamente la cabeza hacia un lado una fracción de segundo antes de que la punta metálica le cercenara la oreja.
—Ese es un truco de circo muy ingenioso, pero hay un sinfín de trucos mejores por ahí —continuó Sherlock, intentando que su voz no temblara y lo traicionara—. Quizá Maupertuis contrate a un lanzador de cuchillos la próxima vez.
El látigo volvió a vibrar y la punta pasó junto a la oreja izquierda de Sherlock con un chasquido que le dejó sordo un momento. Pensó que había fallado, pero una súbita mancha de sangre tibia en el cuello y un creciente dolor gélido a un lado de la cabeza indicaba que la punta metálica le había tocado. Se tambaleó, llevándose la mano a la oreja. El dolor todavía no era tan terrible, pero quería ponerse donde estaba él y aún le faltaba un poco.
—Cada insulto que me lances es otro trozo de piel que te arrancaré de la cara —dijo Surd con calma—. Me suplicarás que te mate y yo solo me reiré. Me reiré.
—Ríete mientras puedas —dijo Sherlock—. Tal vez pueda convencer al barón de que me contrate en tu lugar. Al menos he probado ser más competente que tú.
—Te mantendré con vida lo suficiente para que la chica vea en lo que te he convertido —continuó Surd como si Sherlock no hubiera dicho nada—. No querrá mirarte. Gritará cuando te vea. ¿Cómo te sentirás entonces, niño? ¿Cómo te sentirás?
—Hablas demasiado —dijo Sherlock. Dio otro paso a un lado. Surd también se movió.
Las cajas de madera que contenían las bandejas de polen estaban justo detrás de Sherlock. Alargó la mano derecha hacia atrás y tanteó con los dedos hasta agarrar el borde de una de las bandejas. Estaba fría por el hielo que tenía debajo.
—¿Qué estás haciendo, muchacho? —preguntó Surd—. ¿Crees que hay algo ahí que te salvará? Te equivocas. Y mucho.
—Lo único que me salvará es mi cerebro —dijo Sherlock mientras ponía la bandeja delante de él. Un poco de polen amarillo y pulverulento se derramó y le hizo toser.
Surd volvió a sacar el látigo y apuntó al ojo derecho de Sherlock, pero él sostuvo en alto la bandeja como si fuera un escudo y el látigo se enrolló a su alrededor, haciendo que la punta de metal se hundiera en la madera y se quedara ahí clavada. Sherlock tiró con fuerza, arrancó el mango del látigo de las garras del sorprendido Surd y lo lanzó hacia un lado.
Surd bramó como un toro y corrió hacia delante con los brazos extendidos. Sherlock cogió otra bandeja de la caja y se la estampó en la cabeza. El hombre se tambaleó hacia atrás, envuelto en el asfixiante polvo amarillo. Si Surd sobrevivía, tendría aún más cicatrices en su cuero cabelludo.
Y desde luego, si Surd lograba sobrevivir, Sherlock probablemente moriría.
Dio un paso adelante y agarró a Surd de las orejas. Levantó la rodilla y le golpeó la cabeza con ella. La nariz de Surd se rompió con un chasquido tan fuerte como el de su látigo. Se tambaleó hacia atrás, con la sangre cayéndole como una catarata por la boca y la barbilla.
Antes de que Surd pudiera atacar de nuevo, Sherlock recogió el látigo del suelo, sacó la punta metálica de la bandeja de madera y desenredó la correa de cuero. Cuando Surd, enrabietado y gritando como un loco, salió de repente de la nube de polen y se dirigió hacia Sherlock, este le golpeó con él. Nunca antes había utilizado uno, pero después de ver a Surd había aprendido a hacerlo. Restalló el látigo contra el esbirro calvo y la punta metálica le hizo una raja en la mejilla. Del impacto, Surd se fue hacia atrás.
Directo a una de las colmenas.
La caja se cayó y Surd cayó con ella, o más bien dentro de ella. Los listones de madera se rompieron en pedazos cuando chocaron contra el suelo de piedra y él quedó encerrado en el pegajoso y ceroso interior de la colmena.
Y abejas. Miles de abejas.
Le cubrieron la cara como una capucha viviente y se colaron en su nariz, boca y orejas, picándole por todas partes donde se posaban. Él gritó; un sonido aflautado y sibilante que sonaba cada vez más fuerte. Y rodó por el suelo intentando aplastar las abejas, aunque solo logró volcar otra colmena.
En pocos minutos, el señor Surd se había vuelto invisible debajo de una capa de insectos que picaban en cada centímetro cuadrado de piel que encontraban. Las abejas que le llenaron la boca ahogaron sus gritos.
Sherlock se alejó horrorizado. Nunca había visto nada igual. Había estado luchando por su vida, pero lo que le estaba ocurriendo a Surd era tan terrible que le dieron ganas de vomitar. Había matado a un hombre.
—No te puedo dejar solo un momento, ¿eh? —dijo Matty detrás de él.
—¿Crees que me gusta meterme en líos? —dijo Sherlock, consciente de que su voz estaba temblando y al borde de la histeria—. Parece que son ellos los que me buscan a mí.
—Bueno, da la sensación de que te defiendes bien —admitió Matty.
—Sé lo que hay que hacer —dijo Sherlock, intentando controlar su voz. Señaló las nubes de polen amarillo dispersas por el espacio cavernoso del interior del fuerte—. Hay bandejas de polen apiladas en esas cajas. Tenemos que extender el polen por todo este sitio.
—¿Por qué? —preguntó Matty.
—¿Recuerdas lo que me contaste de la panadería de Farnham? —preguntó Sherlock.
A Matty se le iluminaron los ojos al comprenderlo.
—Ya lo pillo —dijo. Y de pronto se le ensombreció el rostro—. ¿Pero qué pasa con nosotros?
—Tenemos que impedir esto ahora mismo. Somos menos importantes que esos cientos, quizá miles de personas que morirán si no lo hacemos.
—Aun así… —dijo Matty, y luego sonrió abiertamente a Sherlock, que estaba estupefacto—. Era una broma. Venga, manos a la obra.
Cogieron todas las bandejas que pudieron de polen amarillo y frío de las cajas de hielo y corrieron por los pasillos que había entre las colmenas, dejando que el polvo se derramara y formara nubes cada vez más grandes a su espalda. Diez minutos después, el aire estaba lleno de motas flotantes y apenas podían ver a tres metros de distancia. Era difícil respirar sin ahogarse. Sherlock agarró a Matty del hombro.
—Vámonos —dijo.
Cegados por nubes de polen, avanzaron a tientas hacia el pasillo que conducía a las escaleras y se abrieron paso a duras penas entre el polvo amarillo mientras procuraban no derribar ninguna colmena.
El pie de Sherlock chocó contra algo blando y casi tropieza. Miró hacia abajo y vio una masa hinchada de carne roja que le costó reconocer como la cara del señor Surd. Los ojos del criado parecían invisibles entre los inflados pliegues de su piel y su boca estaba llena de abejas muertas.
Pese a todo, Sherlock sintió fuertes deseos de ayudar al hombre que se estaba muriendo, pero era demasiado tarde. Siguió andando, helado de frío y con náuseas.
Tropezó con un muro de piedra. ¿Izquierda o derecha? Se decantó por la izquierda y guió a Matty tras él agarrándole de la camisa y tirando de él.
Cuando encontraron el pasillo parecía que habían pasado horas, aunque probablemente hubieran tardado menos de un minuto en llegar. Sherlock se giró y miró a su espalda. No había nada detrás de él salvo una pared turbia de polvo amarillo que flotaba en el aire.
Estiró el brazo y cogió una linterna de aceite de la pared de piedra del pasillo. Mientras la sostenía, pensó en las abejas, inocentes de cualquier cosa salvo de ser ellas mismas.
No tenía elección.
Lanzó lejos la linterna y esta trazó un arco en el aire, se sumergió en la nube de polen y desapareció. Instantes después, Sherlock oyó el estallido de cristales al golpear las baldosas.
Seguido de una enorme explosión cuando el polen se prendió.
Un puño invisible golpeó a Sherlock en el pecho, que salió volando hacia atrás por el pasillo. Todo el aire ante él parecía estar ardiendo y notó que se le chamuscaban las cejas y las pestañas. Cayó de golpe y rodó por el suelo. Matty aterrizó encima de él.
El pasillo que tenían detrás estaba envuelto en llamas. Sherlock se tapó la boca con la mano y subió a Matty por las escaleras hasta la parte superior del fuerte. El aire se precipitó sobre ellos, alimentando el fuego que había debajo.
Los guardias corrían de un lado a otro mientras gritaban y se dejaban llevar por el pánico. El cielo estaba oscuro, solo había una línea roja en el horizonte que mostraba dónde se había escondido el sol. No prestaron atención a los dos chicos que pasaban corriendo delante de ellos, bajaban las escaleras hacia el mar y subían a su bote de remos.
Mientras se alejaban remando, Sherlock se volvió a mirar. Todo el fuerte estaba ardiendo. Los secuaces de Maupertuis se lanzaban al agua desde lo alto del fuerte. Algunos de ellos estaban en llamas, como estrellas fugaces que atravesaran la oscuridad y cayeran al mar.
Fue una imagen que Sherlock nunca olvidaría.
El viaje a la costa inglesa transcurrió en una nebulosa de brazos doloridos, piel achicharrada y puro agotamiento. Más tarde, Sherlock se preguntaría cómo él y Matty habían conseguido llegar sin zozobrar ni perderse e ir a la deriva mar adentro.
Por alguna razón, Amyus Crowe había averiguado dónde iban a acabar. Tal vez lo hubiera calculado basándose en la marea y la dirección del viento, o quizá simplemente lo hubiera adivinado. Sherlock no lo sabía, y francamente le daba igual. Solo quería que le envolvieran en una manta y le ayudaran a meterse en una cama confortable, y por una vez lo que quería fue lo que pasó en realidad.
Se despertó a la mañana siguiente con las gaviotas graznando al otro lado de la ventana y el sol centelleando sobre el mar y formando ondas en el techo de su habitación. Estaba muerto de hambre. Se quitó las sábanas de encima y se vistió con una ropa que no era suya, pero era de su talla y la habían dejado para él en el respaldo de una silla. Bajó unas escaleras que no recordaba haber subido y vio que estaba en la entrada de una taberna que claramente alquilaba sus habitaciones a los viajeros y a los aventureros.
Frente a la fachada se extendía un campo que descendía bruscamente hacia el mar. Sherlock tuvo que entornar los ojos por el resplandor del sol. Matty Arnatt estaba fuera sentado a una mesa, engullendo un desayuno enorme. Amyus Crowe estaba a su lado, fumando una pipa.
—Buenos días —dijo Crowe amablemente—. ¿Tienes hambre?
—Me comería un caballo.
—Mejor que no te oiga Ginnie decir eso —Crowe le indicó una silla—. Siéntate. La comida estará lista pronto.
Sherlock le obedeció. Le dolían los músculos, los oídos aún le zumbaban de la explosión, tenía los ojos secos y le picaban. De alguna manera se sentía diferente. Más mayor. Había visto morir a gente, había provocado que muriera gente y le habían drogado con láudano y torturado con un látigo. ¿Cómo iba a volver ahora al internado masculino de Deepdene?
—¿Se ha solucionado todo? —preguntó por fin.
—Tu hermano recibió el mensaje que enviamos y se puso enseguida en acción. Tengo entendido que hay un navío que ha partido rumbo al fuerte napoleónico, pero por lo que murmurabas anoche me temo que no encontrarán mucho más que cenizas. E incluso si el gobierno británico puede convencer al francés de que le eche un vistazo al palacete de Maupertuis, creo que lo encontrarán vacío. Se habrá marchado con sus sirvientes. Pero su complot se ha desmoronado como un castillo de naipes soplado por una fuerte brisa, gracias a ti y a Matthew.
—Nunca habría funcionado —dijo Sherlock mientras recordaba la confrontación entre él, Virginia y el barón—. No de la forma en que él quería.
—Tal vez. O tal vez no. Pero creo que algunas personas habrían muerto, y vosotros las habéis salvado. Puedes darte las gracias por eso. Y tu hermano también te lo agradecerá cuando llegue.
—¿Mycroft va a venir?
—Ya está en el tren.
Una mujer con un delantal salió de la taberna con un plato que parecía estar repleto de todas las cosas posibles que uno pudiera querer desayunar, más algunas que Sherlock ni siquiera conocía. Sonrió y puso el plato delante de él.
—¡A comer! —dijo Crowe—. Te lo mereces.
Sherlock se quedó callado un momento. Todo lo que le rodeaba parecía al mismo tiempo demasiado nítido y ligeramente distante.
—¿Estás bien? —dijo Crowe.
—No estoy seguro —contestó Sherlock.
—Has sufrido mucho. Te dejaron inconsciente y te drogaron con láudano, por no hablar de las múltiples peleas y un largo trecho remando. Todo eso tiene que afectar por fuerza a tu cuerpo.
Láudano. Al recordar los extraños sueños que había tenido después de que le drogaran mientras le llevaban a Francia, Sherlock sintió una punzada de… ¿qué? Melancolía, quizá. Nostalgia. No podía ser. ¿Añoranza? Cualquiera que fuera ese sentimiento, lo apartó. Había oído historias de gente que se había vuelto dependiente de los efectos del láudano y no tenía ganas de recorrer ese camino. Ninguna.
—¿Cómo está Virginia? —preguntó para cambiar de tema.
—Enfadada por perderse toda la diversión. Y echando de menos a su caballo, claro. Quiere echar un vistazo a la ciudad, pero le he dicho que no puede ir sola. Supongo que se alegrará de que estés despierto.
Sherlock miró fijamente el mar.
—No puedo creer que todo se haya terminado —dijo.
—No se ha terminado —dijo Crowe—. Ahora es parte de tu vida, y tu vida sigue. No puedes aislar estos acontecimientos como una historia con un principio y un final. Eres una persona distinta gracias a ellos y eso significa que la historia nunca se acabará realmente. Pero como tutor tuyo que soy, la pregunta que debo hacerte es: ¿qué has aprendido de todo esto?
Sherlock se quedó pensando un momento.
—He aprendido —dijo finalmente— que las abejas son unas criaturas fascinantes y profundamente menospreciadas. Creo que quiero saber más sobre ellas. Quizá hasta trate de cambiar la opinión que la gente tiene de ellas —hizo una mueca—. Probablemente se lo deba, después de haber matado a tantas —le echó una ojeada a Matty Arnatt—. ¿Y tú qué, Matty? ¿Qué has aprendido?
Matty levantó la vista de su desayuno.
—He aprendido —dijo— que necesitas que alguien cuide de ti, de lo contrario tus ideas lógicas van a conseguir que te maten.
—¿Te ofreces como voluntario para el puesto? —preguntó Amyus Crowe, y sus ojos se arrugaron por el buen humor.
—No sé —respondió Matty—. ¿Cuánto pagan?
Mientras Amyus se reía y Matty aseguraba que hablaba en serio, Sherlock miró fijamente hacia el mar infinito, preguntándose qué sería lo siguiente que pasaría en su vida. Sentía como si le hubieran desviado a una carretera que no sabía que existiera. ¿Qué encontraría al llegar al final?
Algo se movió en un lado de su campo de visión y atrajo su atención. Miró más allá de la taberna, donde la calle se bifurcaba. Un carruaje se estaba acercando; un carruaje negro arrastrado por dos caballos negros. Por un momento pensó que Mycroft había llegado y empezó a levantarse.
Sintió un escalofrío al ver una cara amarillenta y unos ojos rosas lanzándole una mirada de odio a través del cristal antes de que una mano enguantada bajara con fuerza la cortina mientras el carruaje pasaba por delante. Y supo que tenía razón: nada volvería a ser igual. El barón Maupertuis y la Cámara Paradol seguían ahí y no descansarían nunca.
Lo que significaba que él tampoco descansaría nunca.