Capítulo 16

—Muchas gracias, barón Maupertuis —dijo Sherlock en voz baja y con toda sinceridad mientras cerraba de golpe la puerta del comedor tras ellos. No había pestillo, así que empujó con fuerza el armario de teca que estaba al lado. Al moverse, las patas del mueble chirriaron encima de las baldosas.

—¿Por qué? —espetó Virginia, ayudándole a empujar. El armario se deslizó frente a la puerta, impidiendo que se abriera—. ¿Qué ha hecho por nosotros?

Los sirvientes del barón Maupertuis debían de haber alcanzado la puerta, porque de repente se abrió un poco y golpeó con un ruido sordo el armario. La sacudieron unas cuantas veces, pero el armario no se movió.

—Le gusta que todos los sitios donde viva sean iguales. Por eso sé dónde pueden estar los establos. ¡Vamos! —guió a Virginia por la parte de atrás de la casa hasta llegar a una puerta y cuando se aseguró de que ninguno de los sirvientes de Maupertuis estaba fuera, los dos corrieron por el lateral del palacete francés y encontraron los establos. A juzgar por la posición del sol, era media mañana. Les habían mantenido drogados al menos una noche, posiblemente más.

Virginia, como siempre tan práctica, no tardó en ensillar dos caballos.

—¿Qué vamos a hacer, Sherlock? ¡Estamos en un país extranjero! ¡Ni siquiera hablamos el idioma!

—En realidad —se ruborizó—, yo sí.

—¿Tú sí, qué?

—Hablo el idioma. Un poco, al menos.

Ella se dio la vuelta y le miró extrañada.

—¿Y eso?

—Mi familia por parte de madre proviene de un linaje francés. Ella solía insistirnos en que aprendiéramos el idioma. Era nuestra herencia familiar, decía.

Virginia alargó el brazo y apoyó su mano en el hombro de Sherlock.

—Nunca hablas de ella —dijo—. Hablas de tu padre y de tu hermano, pero no de ella.

—No —dijo Sherlock, y sintió que se le cerraba la garganta. Apartó la vista para que ella no pudiera mirarle a los ojos—. No hablo de ella —Virginia ajustó la última correa de los caballos.

—Bueno, dado que tú sí que hablas el idioma, ¿a dónde vamos? ¿Pedimos ayuda?

—Nos dirigiremos a la costa —dijo Sherlock—. Maupertuis ha dado la orden de soltar a las abejas. Si no las detenemos, matarán a gente. Quizá no a tanta como él espera, pero aun así algunos soldados británicos morirán. Tenemos que impedir que las liberen.

—Pero…

—Cada cosa a su tiempo —dijo él—. Lleguemos a la costa. Desde allí podemos enviarle un telegrama a mi hermano o lo que sea. Cualquier cosa.

Virginia asintió con la cabeza.

—Móntate entonces, maestro espadachín.

Sherlock sonrió abiertamente.

—Tú también has estado magnífica ahí dentro.

Ella le devolvió la sonrisa.

—Sí, ¿verdad?

Montaron en sus caballos y comenzaron a cabalgar justo cuando se oyeron unos gritos y empezó a sonar una alarma en el palacete. Sherlock sabía que en pocos minutos estarían demasiado lejos para que les atraparan.

En el pueblo más cercano pararon a preguntar dónde se encontraban. Ambos estaban hambrientos, pero no tenían dinero francés y lo único que podían hacer era mirar con ansia las salchichas que colgaban en los escaparates y los bollos de pan, tan largos como el brazo de Sherlock, que se amontonaban en las bandejas. Un granjero le dijo a Sherlock que se encontraban a unos kilómetros de Cherburgo. Les señaló la carretera que debían tomar y siguieron adelante.

En un momento dado, Virginia le miró de arriba abajo.

—No está mal —dijo—. Montas como si fuera una bicicleta y no un ser vivo, pero aun así no está mal.

Media hora después volvieron a parar al borde de un huerto de perales y se llenaron los bolsillos de peras que comieron mientras cabalgaban, con el jugo chorreándoles por la barbilla. El paisaje pasó ante ellos como un rayo, familiar y sin embargo diferente a lo que Sherlock estaba acostumbrado a ver en Inglaterra. La cabeza le latía como el estruendo de los cascos de su caballo. Tenía que decidir lo que harían al llegar a Cherburgo.

Cuando llegaron, aún no sabía muy bien qué hacer.

La ciudad estaba construida en la ladera de una colina que descendía hacia las aguas azules de un puerto. Los cascos de los caballos trapalearon en el empedrado y se vieron obligados a aminorar el paso para que la pareja pudiera abrirse camino entre la multitud que se apiñaba en torno a diferentes puestos y tiendas que bordeaban las calles serpenteantes. Era una escena que podría verse en cualquier sitio de la costa sur de Inglaterra, salvo por el estilo de ropa y la gran cantidad de quesos en los puestos.

Sherlock y Virginia desmontaron, y, de mala gana, dejaron sus caballos atados a una valla. Alguien cuidaría de ellos. Sherlock puso a prueba al máximo su habilidad para hablar idiomas cuando preguntó si había cerca una oficina de telégrafos, y se quedó hecho polvo cuando se enteró de que la más próxima estaba en París. ¿Cómo iban a comunicarse ahora con Mycroft?

Tenían que encontrar un barco y regresar a Inglaterra. Era su única esperanza.

Encontraron la oficina del capitán del puerto y le preguntaron sobre buques o barcos que zarparan para Inglaterra. Había varios, les dijo el capitán. Repasó uno a uno los nombres de todos ellos. Cuatro eran barcos de la localidad que llevaban mercancías para vender —quesos, carnes, cebollas— de un lado a otro. Él podría interceder por ellos ante los capitanes.

El quinto era un barco pesquero británico que había atracado de improviso aquella mañana.

Se llamaba Señora Eglantine.

Cuando oyó el nombre, Sherlock sintió como si le tiraran un jarro de agua fría en la cara. Por un momento se convenció de que la señora Eglantine, el ama de llaves de sus tíos, era el cerebro que estaba detrás de todo aquello, pero luego imperó el sentido común. Alguien estaba usando el nombre como una bandera para llamar su atención. Y lo había conseguido.

Señora Eglantine era un barco pequeño anclado en un embarcadero en la orilla del muelle. Algunas cañas de pescar colgaban a su alrededor como telarañas. Amyus Crowe y Matty Arnatt estaban esperándoles junto a su plancha de desembarco.

Virginia corrió a los brazos de su padre. Él la levantó en el aire y la abrazó con fuerza. Sherlock le dio a Matty un golpe cariñoso en la espalda.

—¿Cómo sabíais dónde encontrarnos? —preguntó él—. ¿Cómo sabíais siquiera en qué país buscar?

—Recuerda que soy un rastreador profesional —dijo Crowe—. Como no regresasteis al hotel y nos dimos cuenta de que Ginny había desaparecido, intentamos seguir vuestros pasos. Oí lo del incendio en el túnel de Rotherhithe, y después de hacer algunas preguntas a la gente averigüé que habían visto huir a un chico que encajaba con tu descripción. Entretanto, Matty siguió al taxi que llevó a Ginny al puerto. Cuando llegamos allí, el barco de Maupertuis había zarpado, pero encontramos a un jefe de muelle que recordaba haberos visto subir a bordo. «Arrastrados a bordo», dijo. El barco zarpó, pero el hombre recordaba haber oído decir a los marineros que era un viaje corto por el canal de la Mancha a Cherburgo. Así que nos alquilamos un barco pesquero y vinimos hasta aquí a buscaros. Llegamos poco después que el barco de Maupertuis. O bien iban despacio o pararon por el camino en algún sitio. No estoy seguro de qué hicieron —su voz era igual de recia y amable que siempre y sus palabras no revelaban nada sobre su estado mental, pero Sherlock pensó que de alguna manera parecía más mayor, más cansado. Mantuvo el brazo apoyado en los hombros de Virginia y la atrajo hacia sí. Ella no parecía querer apartarse—. Averigüé que el barón tenía una casa cerca y estaba a punto de contratar a algunos hombres de aquí para formar una patrulla, cuando aparecisteis. Una útil confluencia de caminos, diría yo.

—Tiene sentido —dijo Sherlock—. Nosotros nos dirigíamos al puerto más cercano al palacete del barón Maupertuis, donde evidentemente estaría atracado su barco, y vosotros estabais siguiendo el barco. Lo más probable era que acabáramos todos en Cherburgo tarde o temprano —sonrió—. Lo único realmente asombroso es que encontrarais un barco que lleva el nombre del ama de llaves de mi tío. ¿Cuáles son las probabilidades de que suceda algo así?

—Solía llamarse Rosie Lee —dijo Crowe, devolviéndole la sonrisa—. Creí que un nombre más familiar atraería tu interés en caso de que estuvieras por esta zona buscando la forma de volver a Inglaterra. Iba a llamarla Mycroft Holmes, pero su capitán me informó claramente que los barcos y barcas llevan nombres de mujer.

—¿Esperabas que escapáramos del barón?

Crowe asintió con la cabeza.

—Me habría decepcionado que no lo hicierais. Eres mi alumno y Ginny es mi familia. ¿Qué clase de profesor sería si los dos os hubierais quedado cruzados de brazos y hubierais permitido que os hicieran prisioneros? —sus palabras eran graciosas y tenía una sonrisa en la cara, pero Sherlock notaba en Crowe un profundo desasosiego, tal vez hasta miedo, que solo ahora, desde que habían aparecido, estaba empezando a desaparecer. Estiró el brazo y agarró a Sherlock del hombro con su enorme mano—. La has protegido —dijo en voz más baja—. Te lo agradezco.

—Sé que todo lo que habéis hecho para llegar aquí era lógico —dijo Sherlock, igual de bajo— y todo ha funcionado, ¿pero qué pasaría si no hubiera sido así? ¿Qué pasaría si nunca hubiéramos escapado, o si hubiéramos ido en otra dirección, o si hubierais estado en una punta del puerto y nosotros en la otra y nos hubiéramos subido a otro barco? ¿Qué habría pasado entonces?

—Entonces las cosas habrían salido de otra forma —dijo Crowe—. Estamos donde estamos porque las cosas pasaron de esta forma. La lógica puede reducir considerablemente las probabilidades a tu favor, pero siempre hay que enfrentarse al puro azar. Esta vez tuvimos suerte. La próxima, ¿quién sabe?

—Espero que no haya una «próxima vez» —dijo Sherlock—. Pero todavía tenemos que impedir los planes del barón.

—¿Cuáles son? —preguntó Crowe, desconcertado—. He atado algunos cabos, pero no todos.

Rápidamente, Sherlock y Virginia explicaron lo de las abejas, los uniformes contaminados y el plan para exterminar a una proporción considerable del Ejército británico mientras descansaba en sus barracones en Inglaterra. Crowe era tan escéptico como Sherlock acerca de la eficacia del plan, pero estuvo de acuerdo en que habría algunas muertes, y que incluso una muerte era demasiado. Tenían que frenar a las abejas.

—¿Pero cómo pueden las abejas orientarse en el mar para llegar al continente y luego encontrar los barracones? —preguntó Crowe.

—He estado leyendo sobre ellas en la biblioteca de mi tío —respondió Sherlock—. Las abejas son unas criaturas increíbles. Pueden distinguir entre cientos de olores diferentes, en concentraciones mucho más pequeñas de lo que requeriría un ser humano, y pueden viajar muchos kilómetros en busca del origen de esos olores. No me sorprendería que fuera posible —hizo una pausa para recordar algo—. Habló de un fuerte. Le dijo a su empleado, el señor Surd, que las abejas tenían que ser liberadas de un fuerte. ¿Hay alguna fortificación a lo largo de esta costa, o a lo largo de la costa de Inglaterra, que podría estar utilizando?

—No es esa clase de fuerte —le interrumpió Matty Arnatt.

—¿Qué quieres decir?

—Hay fuertes construidos en el canal de la Mancha, alrededor de Southampton y Portsmouth y la isla de Wight, una especie de islas —dijo—. Los situaron ahí por si nos invadía Napoleón. Ahora la mayoría están desiertos porque nunca hubo invasión.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Virginia.

Matty frunció el ceño.

—Mi padre fue destinado a uno cuando estaba en la Marina. Me contó todo acerca de los fuertes.

—¿Y qué te hace pensar que Maupertuis está utilizando uno de ellos? —preguntó Sherlock.

—Nos contaste cómo odiaba a los británicos por lo que le había pasado. ¿Acaso no tiene sentido que use contra nosotros precisamente uno de los fuertes que construimos para defendernos de los franceses?

Crowe asintió con la cabeza.

—El chico tiene razón. Y aunque su barco dejara Londres antes de que Matty y yo pudiéramos alquilar uno, llegaron a Cherburgo solo un poco antes que nosotros. Debieron de parar en uno de esos fuertes para dejar las colmenas.

—Pero hay un montón —dijo Matty—. No tenemos tiempo de registrarlos todos.

—El barón no querría que las abejas tuvieran que volar demasiado lejos —señaló Sherlock—. Hay que buscar el fuerte que esté más cerca de la costa. Y querría que estuviera cerca de una base militar bastante grande. Necesitamos un mapa de Inglaterra y de la costa donde trazar líneas entre cada fuerte del litoral y cada base militar británica. Hay que buscar la línea más corta —echó un vistazo a las caras de asombro de Amyus Crowe y Virginia—. Simple geometría —dijo.

—¿Qué haremos cuando encontremos el fuerte? —preguntó Matty.

—Podríamos regresar a la costa británica y enviar un mensaje a Mycroft Holmes —murmuró Crowe—. Él podría enviar un barco de la Flota Real al fuerte.

—Eso nos retrasaría demasiado —dijo Sherlock, negando con la cabeza—. Tenemos que ir nosotros. Ahora.

Al final acabaron haciendo las dos cosas. El Señora Eglantine, que antiguamente era y pronto volvería a ser el Rosie Lee, partió de Cherburgo mientras Crowe y Sherlock trazaban líneas en mapas e identificaban el fuerte que buscaban. Unas horas más tarde, cuando se aproximaron, el sol se dirigía hacia el horizonte y la costa inglesa era una línea oscura sobre un fondo oscuro.

—Enseguida localizarán este barco pesquero —señaló Crowe—. Incluso con las velas bajadas, el mástil se verá. Suponiendo que estén vigilando, y si yo fuera ellos lo estaría.

—Hay un bote de remos amarrado a un lado —dijo Sherlock—. Lo reconocí cuando embarcamos. Matty y yo podemos remar hasta el fuerte. Vosotros continuad hacia Inglaterra. Dad la voz de alarma.

—¿Qué tal si remo yo hasta el fuerte y tú, Matthew y Ginnie os dirigís a la costa?

—No sabemos navegar —indicó Sherlock. El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho al pensar en lo que se estaba ofreciendo a hacer, pero no vio otra alternativa—. Y además, el Almirantazgo y el Ministerio de Guerra te creerán a ti antes que a mí.

—Lógico —reconoció Crowe de mala gana.

—Dondequiera que desembarques —continuó Sherlock—, si estás cerca del astillero de Portsmouth, Chatham, Deal, Sheerness, Great Yarmouth o Plymouth, hay semáforos de banderas. Si les das un mensaje, lo pueden transmitir rápidamente por el país a través de la cadena de semáforos hasta el Almirantazgo. Probablemente sea más rápido que un telegrama.

Crowe asintió con la cabeza, sonrió, sacó su enorme mano encallecida y estrechó la de Sherlock.

—Volveremos a vernos —dijo.

—Cuento con ello —contestó Sherlock.

Sherlock y Matty se deslizaron en un bote y remaron rápidamente y con fuerza hacia el fuerte. Un bote de remos podía acercarse sin ser visto, mientras que un barco pesquero, independientemente de lo discreto que fuera, se vería a la legua. Como habían acordado, Crowe y Virginia siguieron hacia la costa inglesa, donde podrían enviar un mensaje alertando al gobierno.

Virginia se quedó de pie en un lateral del Señora Eglantine mientras se alejaban del bote de remos y miró a Sherlock. Él le devolvió la mirada y se preguntó si la volvería a ver.

El mar donde los dos chicos remaban tenía un color verde grisáceo y estaba agitado. El fuerte era una mancha oscura en el horizonte que nunca parecía estar más cerca, por muy duro que remaran. Sherlock notó el sabor a sal en sus labios. Se preguntó cómo se las había arreglado para verse envuelto en aquella extraña aventura.

Al cabo de un rato levantó la vista y observó que el fuerte estaba solo a unos cuantos metros de distancia: una masa de piedra húmeda con algas incrustadas que parecía surgir de las aguas del canal de la Mancha. De algún modo habían conseguido llegar sin darse cuenta. Parecía deshabitado y desierto. Observó el borde almenado, donde solo unas décadas antes las fuerzas británicas habrían estado mirando hacia el mar para ver si se acercaban buques de guerra franceses. No vio a nadie. Absolutamente a nadie.

El bote de remos avanzó sin esfuerzo los últimos metros hacia la mole negra del fuerte y se detuvo al pie de unos escalones de piedra resbaladizos que conducían hacia arriba.

Matty ató rápidamente la cuerda a una barra de hierro oxidada que había sido fijada con cemento en un hueco entre las piedras. Los dos chicos subieron gateando los escalones. Sherlock casi pierde pie y Matty tuvo que sostenerlo para impedir que se cayera al agua.

—¿Cómo sabemos que no es demasiado tarde? —preguntó Matty.

—Es de noche. Las abejas permanecen inactivas de noche. El sirviente del barón no ha tenido mucho más tiempo que nosotros para llegar hasta aquí. Liberarán a las abejas por la mañana.

Cuando llegaron a lo alto, se arrodillaron detrás de un muro bajo de madera que rodeaba el borde exterior del fuerte. Los huecos entre las piedras estaban plagados de musgo.

Sherlock echó un vistazo a la parte superior. Supuso que técnicamente tenía que ser la cubierta, aunque ese particular «navío» no se dirigía a ningún sitio, pero en las baldosas no había nada salvo rollos de cuerda, matas de plantas marinas y algún cajón astillado de vez en cuando.

Al otro lado del fuerte vio el súbito destello de una cerilla iluminando una cara barbuda con una cicatriz que la atravesaba. Quienquiera que gobernara aquel fuerte, había apostado guardias. Matty y él debían tener cuidado.

El guardia se alejó de ellos y Sherlock lo vio pasar por una abertura de la cubierta de piedra que tenía una barandilla de madera en tres de sus lados. Probablemente sería una escalera hacia las profundidades del fuerte. El hombre continuó y Sherlock tiró de la camisa de Matty para que se detuviera.

Tenía razón. Unos escalones de piedra bajaban hacia la oscuridad. El olor a humedad, frío y descomposición subió a recibirles.

—Venga —siseó Sherlock—. Vamos.

Bajaron a toda prisa las escaleras y se adentraron en las profundidades del fuerte. Al principio aquello estaba tan oscuro que parecía el infierno, pero al cabo de un rato los ojos de Sherlock se acostumbraron y pudo distinguir varias lámparas de aceite fijadas a la pared a la misma distancia unas de otras. Estaban en un pasillo corto que parecía desembocar en una habitación más grande y oscura que la capa naranja de luz de las lámparas apenas iluminaba.

Sherlock y Matty fueron muy despacio por el pasillo hasta donde las paredes se abrían de pronto. El espacio circular que había ante ellos seguramente ocupaba la mayor parte del espacio en el que estaban. Cada pocos metros unos pilares de piedra soportaban el techo encima de sus cabezas, pero lo que hizo que a Sherlock se le acelerara el pulso fueron las colmenas, que estaban alineadas siguiendo un patrón regular a lo largo de las baldosas. Había cientos de ellas. Con decenas de miles de abejas en cada una, lo que significaba que algo así como un millón de abejas agresivas estaban situadas a escasos metros de él. Notó que le picaba la piel como respuesta inconsciente a su proximidad, casi como si estuvieran andando por sus hombros y bajando por su columna. Funcionara o no el ambicioso plan de Maupertuis en Gran Bretaña, la presencia de todas aquellas abejas en ese sitio era indudablemente peligrosa para cualquiera que estuviera en la zona.

—Dime que no vamos a subirlas por las escaleras y lanzarlas por la borda —susurró Matty.

—No vamos a subirlas por las escaleras y lanzarlas por la borda —le confirmó Sherlock.

—¿Entonces qué vamos a hacer?

—No estoy seguro.

—¿Qué quieres decir con que no estás seguro?

—Quiero decir que todavía no lo he pensado bien. Todo ha ido demasiado rápido.

Matty resopló.

—Has tenido mucho tiempo en el barco pesquero.

—Estaba pensando en otra cosa.

—Claro —dijo Matty—, ya me he dado cuenta —se quedó callado un momento—. Podríamos prenderles fuego —señaló.

Sherlock negó con la cabeza.

—Mira la separación que hay entre ellas. Podríamos prenderle fuego a una o dos, pero las llamas no se propagarían y las abejas probablemente nos alcanzarían.

Matty miró a su alrededor.

—¿Qué comen? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Estamos en el canal de la Mancha. Aquí fuera no hay flores, y no creo que las algas cuenten. ¿Qué están comiendo las abejas?

Sherlock se quedó pensando un momento.

—Buena pregunta. Pues no lo sé —echó un vistazo a su alrededor—. Vamos a echar una ojeada por aquí a ver si encontramos algo. Nos separaremos y nos encontraremos en el otro lado. Que no te pillen.

Matty fue hacia la izquierda y Sherlock hacia la derecha. Al mirar atrás, Sherlock vio que la penumbra ya había envuelto a Matty.

Las apretadas filas de colmenas por las que pasaba formaban un patrón casi hipnótico. No podía ver a ninguna abeja —tal vez la oscuridad las mantuviera confinadas en su interior—, pero le pareció oír un zumbido sordo y soporífero casi en el borde de su conciencia. Se dio cuenta de que había bastidores colocados en varios puntos de aquel espacio cavernoso. Algunos contenían bandejas de madera y otros estaban vacíos. Sherlock se preguntó dónde había visto antes bandejas parecidas. Había algo en ellas que le resultaba familiar.

Una figura grotesca salió de la penumbra: era un hombre vestido con un mono de lona y tenía la cabeza tapada por una capucha de muselina apartada de su cara con unos aros de bambú. Estaba inclinado sobre una caja grande, una de las muchas que Sherlock pudo ver alineadas a lo largo de aquella parte de la pared curva que limitaba el espacio. Se enderezó, sujetando una bandeja como las que estaban encajadas en los bastidores con pinta de caballetes esparcidos por todas partes, y caminó hacia las colmenas. Cuando se alejó, a Sherlock le pareció ver una fina niebla saliendo de la bandeja.

Se acordó justo cuando el hombre con el traje de apicultor alcanzaba un armazón y metía dentro la bandeja. Había visto apicultores con la misma indumentaria en la mansión del barón Maupertuis a las afueras de Farnham sacando bandejas muy parecidas de la parte inferior de las colmenas. Y de pronto todo encajó: las bandejas, la neblina de polvo que salía de ellas, el hielo que había visto descargar del tren al matón de Denny en Farnham y la pregunta de Matty sobre qué comían las abejas cuando no había flores. ¡Todo era totalmente lógico! Las abejas recolectaban el polen de las flores y lo guardaban en los pelitos de sus patas hasta que llegaban a la colmena y lo usaban como comida. Coloca una bandeja debajo de una colmena creando una especie de «puerta» que los insectos tengan que atravesar para entrar, y al hacerlo sacude un poco del polen de sus patas que se va a acumular en esas bandejas situadas ahí a propósito. Pon las bandejas encima de hielo y guarda el polen para cuando lo necesites; por ejemplo, cuando las abejas estén siendo criadas en algún lugar donde no haya flores. Coloca las bandejas desperdigadas por todas partes y las abejas podrán recolectar el polen de ellas, sin percatarse de que es la segunda vez que lo hacen.

Al acordarse de Farnham y la estación, otro recuerdo llamó su atención: algo que Matty le había comentado. Algo sobre polvo. Sobre panaderías. Rebuscó en el trastero de su memoria intentando rememorar aquellas palabras.

Sí. Polvo. Harina. Matty había mencionado un incendio que tuvo lugar en una panadería donde trabajó una vez. Había dicho que un polvo como el de la harina era altamente inflamable cuando flotaba en el aire. Si se prendía fuego a una mota de harina se propagaría al resto más rápido de lo que podría correr un hombre.

Y si funcionaba con la harina, funcionaría igual con el polen.

—¡En qué estarás pensando! —dijo una voz detrás de él. Sherlock se giró, sabiendo lo que se encontraría.

El señor Surd, el siervo leal del barón Maupertuis, estaba de pie en la sombra. La correa de cuero de su látigo le caía de la mano y se enroscaba cerca de sus pies.

—No importa —dijo Surd mientras avanzaba hacia Sherlock—. Si el barón quiere saber lo que hay en tu cabeza, simplemente le daré tu cabeza y él mismo lo podrá ver.