Las palabras escalofriantes del barón resonaron por todo el comedor. En la oscuridad hubo cierto trajín cuando un sirviente se marchó para cumplir sus órdenes. Sherlock miró de reojo a Virginia. Tenía la cara pálida, pero su boca estaba cerrada con fuerza. Extendió el brazo para apretarle la mano y ella le sonrió ligeramente.
Su ánimo le dio a Sherlock el valor para continuar.
—Es un plan ambicioso —dijo hacia la oscuridad—, pero no funcionará.
Por un momento se hizo el silencio, solo roto por el extraño chirrido que Sherlock recordaba de la casa de Farnham, como el sonido de las jarcias de un barco humedecidas por el mar y tensadas por el viento, el cabeceo y las sacudidas del casco del barco.
—Para ser un niño pareces muy seguro de ti mismo —dijo de pronto la voz del barón.
—Piénsalo. Solo porque dos hombres hayan muerto como consecuencia de tus estratagemas, no hace que tu plan sea infalible. Toda clase de cosas podrían eliminar el químico de los uniformes, por ejemplo. Recuerda que en Inglaterra llueve. Llueve mucho. Algunos soldados tendrán sus uniformes lavados y planchados antes de que las abejas lleguen hasta ellos, especialmente los oficiales —le estaba empezando a coger el gusto a aquello, y en su mente no dejaban de aflorar ideas de por qué el monstruoso plan de Maupertuis estaba condenado al fracaso—. Puede que algunos soldados prefieran sus uniformes antiguos y los sigan usando, o soliciten al sastre de su regimiento que les haga uno nuevo en lugar de ponerse los que les habéis enviado. No sé en Francia, Alemania y Rusia, pero a la gente de Inglaterra no le gusta que le digan lo que tiene que hacer y lo que se tiene que poner. Saben lo que hay que hacer para saltarse órdenes de ese tipo.
—¿Qué hay de las propias abejas? —añadió Virginia de improviso—. ¿Cuántas de ellas llegarán en realidad al continente? ¿Cuántas abejas necesitas para cubrir todas las bases militares que tiene el Ejército? ¿Tienes suficientes? ¿Y qué pasa si hay una ola de frío y las abejas se mueren, o si hay algo en Inglaterra que se las coma, o si simplemente se adaptan, construyen una colmena y se vuelven parte de nuestro orden natural? Lo más probable es que acaben cruzándose con las abejas locales, las británicas, y pierdan toda esa agresividad de la que depende tu plan.
—Se han tenido en cuenta todos esos factores —respondió el barón con su voz terriblemente árida, pero a Sherlock por primera vez le pareció que vacilaba—. E incluso si algunos uniformes son lavados y planchados, y algunas abejas mueren, ¿qué más da? Muchos ataques tendrán éxito a pesar de todo. La muerte generalizada llegará. El Ejército británico estará paralizado por el miedo. Paralizado.
—Simplemente no entiendes la forma de pensar de los ingleses, ¿verdad? —se burló Sherlock. Repasó mentalmente las lecciones del colegio, lo que había leído en los periódicos, repantingado en una silla del despacho de su padre, u oído decir a su hermano Mycroft—. ¿Has oído hablar alguna vez de la Carga de la Brigada ligera?
El chirrido en la oscuridad paró de golpe. Sherlock tuvo el súbito presentimiento de que muchos oídos estaban escuchando atentamente lo que decía.
—Oh, claro —siseó el barón—. He oído hablar de la Carga de la Brigada ligera.
—En 1854 —continuó Sherlock haciendo oídos sordos—, durante la guerra de Crimea, se ordenó a los soldados de los regimientos 4.° y 13.° de los Dragones ligeros, el 17.° de los Lanceros y los 8.° y 11.° de los Húsares que cargaran contra las líneas rusas durante la Batalla de Balaclava. Estaban atacando en un valle que tenía cañones rusos a cada lado y frente a ellos, pero siguieron adelante. Obedecían órdenes, sin dejarse llevar por el pánico y sin amotinarse. No digo que la obediencia ciega a las órdenes sea lo mejor, pero la disciplina está incorporada al soldado británico como una vara de hierro en la espalda. Lo sé porque mi padre es oficial. No se dejan llevar por el pánico. Nunca. No, incluso si hay muertes lo considerarán un simple brote de viruela o de cólera. ¿No lo entiendes? Lo ignorarán. Eso es lo que los británicos hacen. Por eso el Imperio británico está tan extendido y es tan fuerte. Simplemente ignoramos lo que no nos gusta.
—Hablas bien —dijo el barón—, pero no te creo. Obviamente quieres creer que vuestro Imperio está construido sobre cimientos sólidos, pero te equivocas. Los cimientos están podridos y el edificio se desmoronará si se empuja lo bastante fuerte. Quieres creer que el futuro será igual que el pasado, pero no será así. El mundo cambiará y el equilibrio de poderes se inclinará a favor de mis socios de la Cámara Paradol.
¿La Cámara Paradol? ¿Qué era eso? Mientras Maupertuis hablaba, Sherlock memorizó lo que podría ser un lapsus importante del que a Mycroft le gustaría saber.
Suponiendo que le dieran la oportunidad de volver a ver a su hermano.
—Quieres creer que tu hermano seguirá siendo un hombre importante en el gobierno británico —continuó diciendo Maupertuis—, pero no será así. A él, igual que al resto de sus compañeros, se los llevará por delante la corriente de la historia. Cuando este país pequeño y presuntuoso vuestro sea una mera provincia de una superpotencia europea que pueda rivalizar con Estados Unidos en tamaño y poder, entonces Mycroft Holmes y los de su ralea ya no serán necesarios. Su clase no hará falta en el nuevo orden mundial. Se encontrarán a merced de la guillotina o el garrote. No sobrevivirán.
Maupertuis se había dejado llevar de tal forma por aquella venenosa diatriba dirigida contra un país y un pueblo que tan claramente odiaba que su voz se había transformado en un leve siseo. ¿Por qué odiaba tanto a Gran Bretaña? Sherlock se preguntó qué funcionaría mejor, si un argumento razonado o llevar al barón a un estado más emocional. De cualquier manera, el resultado era incierto. Lo más probable es que los dos fueran a morir.
—Está loco —dijo Virginia en voz baja, pero firme, a Sherlock—. Loco de atar. Su plan es una chaladura evidente y las consecuencias que cree que tendrá son imposibles. Le guste o no, Gran Bretaña es una potencia mundial. No puede cambiar eso.
—Me sorprende —siseó el barón— que defiendas este país tan firmemente, niña.
Virginia levantó la vista mientras él hablaba, desconcertada de verse de repente incluida en los pensamientos del barón.
—¿Sorprendido por qué? —preguntó—. No me gusta ver que matan a gente inocente. ¿Es eso raro?
—Tu país estuvo en deuda con este durante más de doscientos años —indicó el barón—. Todo en Estados Unidos era gobernado desde Londres. Erais solo un condado más, como Hampshire o Dorset, solo que un poco más grande y más lejano. Tuvisteis que rebelaros contra el dominio británico y libraros del yugo de Westminster.
—Y lo hicimos luchando limpiamente —señaló ella—. Sin trucos, estratagemas ni planes secretos. Si tiene que haber guerras, así es como deben ser: justas, abiertas y limpias. Debería haber reglas para la guerra, igual que las hay para el boxeo.
—Muy ingenuo —murmuró el barón—. Tan ingenuo y tan inútil… Tú y el chico moriréis antes siquiera de saber que vuestro querido orden mundial será derribado.
—Te gusta dirigir en la sombra, ¿no? —continuó Virginia, en un tono de voz tan contundente que hizo que Sherlock la mirara y se preguntara qué estaba tramando.
—El buen luchador ataca desde la sombra y luego se vuelve a ocultar en ella para que el enemigo más grande y más fuerte no sepa dónde golpear —susurró el barón—. Esa es la guerra del futuro. Así es como un rival más pequeño puede derrotar a uno mucho más grande. Sigilosamente.
—¿Prefieres la sombra? Entonces vamos a ver qué te parece la luz del sol —gritó—, y se levantó de un salto. Sherlock notó un frenesí de actividad en el fondo oscuro de la habitación mientras el señor Surd se preparaba para atacar con su látigo de punta metálica, pero Virginia se echó a un lado como una flecha y el látigo golpeó la parte de atrás de la silla que acababa de dejar libre. Agarró las cortinas negras de terciopelo que bordeaban la habitación y tiró de ellas con fuerza. Sherlock oyó el sonido de algo que se desgarraba cuando el terciopelo se soltó del riel, y luego, con un ruido como de tormenta lejana, una cortina entera se cayó al suelo en una lenta avalancha de tela suave, permitiendo que la radiante luz del día se derramara por la habitación.
Las figuras enmascaradas vestidas de negro de la sala se protegieron los ojos, pero la mirada de Sherlock se sintió atraída por la figura del barón, sentado en una silla enorme en el otro extremo de la mesa. Era, en efecto, el mismo hombre de pelo blanco y ojos rosas que había visto en el carruaje de Farnham. Entrecerró los ojos por la luz y se tapó la cara con una mano mientras la otra sacaba unas gafas con los cristales oscuros y se las colocaba sobre sus ojos sensibles. Tenía los brazos delgados y retorcidos como las ramas de un roble viejo y la cabeza le colgaba encima de los hombros. Llevaba algo que parecía un uniforme militar negro con vistosos galones de oro adornando el pecho y los puños. Había algo alrededor de su frente, una especie de bastidor. De pronto enderezó la cabeza y sus ojos le lanzaron a Sherlock una mirada de odio tan intensa detrás de las lentes oscuras que él casi pudo sentir su calor. El joven vio que había cuerdas que subían del bastidor y que se habían tensado en el momento exacto en que la cabeza de Maupertuis se enderezaba.
El señor Surd estaba de pie junto al barón, con las cicatrices de su cabeza amoratadas bajo la luz de la ventana, como un nido de gusanos que atravesara un cráneo desnudo. Miró fijamente a Sherlock y Virginia con una mirada asesina y blandió el látigo.
—¡No! —siseó el barón—. ¡Son míos!
La mirada de Sherlock volvió a fijarse inexorablemente en el cuerpo retorcido del barón Maupertuis. Había otras cuerdas sujetas a bastidores más pequeños en sus muñecas y codos, y un armazón de madera más grande revistiendo su pecho. Unas cuerdas más gruesas subían del bastidor del pecho, y cuando Sherlock las siguió con los ojos hacia el techo de la habitación se dio cuenta de que todas las cuerdas estaban conectadas a una viga de madera maciza como una horca que colgara encima del barón. El extremo de la viga más cercano a Sherlock estaba unido a una viga transversal más pequeña cubierta de ganchos y ruedas metálicas en ejes diminutos. Las cuerdas pasaban a través de esos ganchos y ruedas, y Sherlock las siguió de vuelta hasta donde los sirvientes enmascarados vestidos de negro sujetaban los extremos. Debía de haber veinte, quizá treinta cuerdas, todas conectadas a partes del cuerpo del barón. Y mientras Sherlock observaba, incrédulo, algunos sirvientes tiraban de sus cuerdas ejerciendo toda su fuerza mientras otros aflojaban las suyas o simplemente tensaban la cuerda sin tirar de ella. Y mientras hacían aquello, el barón se irguió de golpe.
Era un títere: un títere humano, manejado enteramente por otros.
—Grotesco, ¿verdad? —siseó el barón. Daba la sensación de que las únicas partes de su cuerpo que se podían mover solas eran la boca y los ojos. Su mano derecha se levantó y se señaló el cuerpo, pero el movimiento era causado por una serie de cuerdas que tenía atadas a la muñeca, el codo y el hombro, y otras más pequeñas fijas a unos anillos en sus nudillos, y todas se movían no porque el barón quisiera que lo hicieran sino porque sus sirvientes vestidos de negro preveían lo que él haría si pudiera—. Este es el legado que me dejó el Imperio británico. Antes has mencionado la Carga de la Brigada ligera, muchacho. Un combate tedioso y sin sentido basado en órdenes malinterpretadas en una guerra que nunca debería haberse luchado. Yo estuve allí aquel día nublado, con el conde de Lucan. Era su intermediario con la caballería francesa, que estaba en su flanco izquierdo. Vi las órdenes cuando llegaron de lord Raglan. Sabía que estaban mal formuladas y que Lucan las había malinterpretado.
—¿Qué pasó? —preguntó Sherlock.
—Mi caballo fue alcanzado en la carga y el cañonazo le espantó. Me tiró de la silla y caí al suelo delante de cientos de caballos británicos. Galoparon justo encima de mí. Dudo que me vieran. Sentí que mis huesos se rompían cuando los cascos se me echaban encima. Mis piernas, mis brazos, mis costillas, mis caderas y mi cráneo. Cada hueso grande de mi cuerpo se fracturó, y casi todos los más pequeños. Era como un rompecabezas por dentro.
—Deberías haber muerto —dijo Virginia en voz baja, y Sherlock no estaba seguro de si lo decía con pena o porque lamentaba que no hubiera sido así.
—Me encontraron mis compatriotas después de que los británicos fueran descuartizados por el cañón ruso —continuó Maupertuis—. Me sacaron del campo de batalla. Cuidaron de mí. Me volvieron a ensamblar lo mejor que pudieron y ayudaron a que mis huesos se curaran, pero mi cuello estaba roto y aunque mi corazón seguía latiendo no podía mover las piernas. No se atrevían a llevarme muy lejos, así que me quedé ahí tumbado en una tienda entre el calor apestoso y el frío helador de Crimea durante un año. Un año entero. Y cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada semana y cada mes que estuve allí maldije a los británicos y a su estupidez por obedecer órdenes independientemente de lo estúpidas que fueran.
—Decidiste estar ahí —señaló Sherlock—. Llevabas uniforme. Y sobreviviste mientras cientos de hombres buenos morían.
—Y cada día deseé haber muerto con ellos. Pero estoy vivo y tengo un objetivo: llevar al Imperio británico al borde del desastre. Empezando por ti, hijo.
Mientras soltaba aquellas palabras, Maupertuis pareció flotar en el aire y aterrizar suavemente en la mesa. Las cuerdas sobre él se tensaron, tironeadas por sus titiriteros vestidos de negro. Un chirrido llenó la sala cuando las cuerdas y la madera aguantaron el peso del barón. De alguna manera los sirvientes habían adivinado lo que quería que hicieran. Sherlock supuso que llevarían tanto tiempo trabajando para él que sabían instintivamente lo que estaba pensando y podían traducir sus pensamientos en acciones inmediatas. Cuando los pies de Maupertuis tocaron la mesa, Sherlock se levantó de un salto de la silla. Virginia hizo lo mismo a su lado.
—¡Barón! —gritó el señor Surd—. No tiene que hacerlo usted mismo. ¡Deje que mate yo a los niños por usted!
—No —siseó el barón—. ¡No soy un lisiado! ¡Mataré a estos mocosos entrometidos yo mismo! Todos aquellos meses, todo aquel tiempo paralizado y diseñando este arnés, no habrá sido en vano. ¡Yo mismo los mataré! ¿Entendido?
—Por lo menos déjeme matar a la chica —insistió Surd—. Por lo menos déjeme hacer eso por usted.
—De acuerdo —le concedió el barón—. Pero yo me ocuparé del chico.
Con aparente ligereza, Maupertuis se dejó llevar hacia Sherlock, moviendo los pies sin apenas tocar la superficie de la mesa. Extendió la mano hacia él y por un momento Sherlock pensó que el barón le estaba invitando a subir a la mesa, pero en lugar de eso unas cuerdas y alambres se tensaron de pronto dentro de la manga del uniforme del barón y una espada brillante salió deslizándose de una vaina escondida en su antebrazo. Sus dedos raquíticos asieron una empuñadura acolchada, que más que controlar la espada la guiaban un poco.
Sherlock retrocedió hacia la armadura que estaba colocada al lado de la puerta. Agarró la espada de su empuñadura de malla y la armadura cayó al suelo.
Sherlock apenas era consciente de que el señor Surd estaba saliendo de la oscuridad con su látigo de punta metálica colgando amenazadoramente de su mano, y entonces el barón saltó de la mesa hacia él, blandiendo su sable. La estructura parecida a un andamio que lo sujetaba estaba sobre unas ruedas y había más sirvientes detrás de ella, empujándola, arrastrándola y haciéndola girar. Maupertuis podía ir a cualquier sitio de la habitación en segundos y se podía mover más rápido que Sherlock.
El barón blandió el sable. Él lo esquivó torpemente y sintió que el golpe le desgarraba los músculos del hombro. Saltaron chispas del punto donde las espadas se chocaron. El barón dio un salto en el aire y dirigió su espada hacia la cabeza de Sherlock, pero él rodó hacia su izquierda y la espada del barón rasgó el respaldo de la silla donde el joven había estado sentado momentos antes, haciendo astillas la madera y mandando pedazos de la silla en todas las direcciones.
Sherlock miró desesperado a su derecha. Virginia se estaba alejando del señor Surd, que desenrolló el látigo y lo descargó contra ella como si fuera una serpiente a punto de atacar. Ella retrocedió. Demasiado tarde. Un corte profundo se le abrió en la mejilla y la sangre le salpicó la piel y dejó una mancha en forma de flor.
Sherlock deseaba con todas sus fuerzas correr a ayudarla, pero en ese momento el barón aterrizó suavemente en el suelo delante de él. Sherlock se levantó de un salto y blandió su espada hacia un lado tratando de cortar una de las cuerdas que sujetaban al barón, pero los sirvientes vestidos de negro tiraron de su amo hacia atrás y lo dejaron fuera de su alcance. La cara pálida y cadavérica del barón se partió en una sonrisa burlona. Sus ojos rosas de rata parecían estar radiantes de júbilo. Deslizando el pie derecho en la alfombra y extendiendo el brazo derecho que sostenía el sable, saltó hacia delante en una estocada perfecta apoyándose en su pie izquierdo. Sherlock oyó los gruñidos de los sirvientes en la sombra mientras empujaban con todas sus fuerzas el mecanismo que soportaba al barón. La espada se precipitó hacia la garganta de Sherlock. Intentó esquivarla, pero los pies se le enredaron en los pliegues de la alfombra y cayó despatarrado hacia atrás, dándose con la cabeza en el suelo.
—¡Era el mejor maestro de esgrima de toda Francia! —presumió Maupertuis—. ¡Y sigo siéndolo!
Virginia gritó y Sherlock miró sin querer en su dirección. Surd la tenía inmovilizada contra la pared. Tenía otro corte atravesándole la frente.
El color rojo de la sangre parecía más apagado al lado de su pelo cobrizo, que relucía a la luz del sol que entraba a raudales por la ventana desprovista de cortinas. Sherlock intentó ir hacia ella pero el sable del barón apareció de la nada y rasgó el cuello de su camisa haciéndole una raja en el pecho. Él se puso en pie y retrocedió rápidamente, con la espada zigzagueando delante de él en un intento desesperado de bloquear las estocadas del barón.
Con un fuerte tirón del engranaje de madera y un chirrido de las cuerdas, el cuerpo del barón levitó y voló hacia delante de un modo que ningún espadachín humano podría igualar. Blandió su sable horizontalmente, como una guadaña. Pese a haber asegurado ser un maestro de la espada, parecía haber olvidado todo lo que sabía. Se limitaba a embestir a Sherlock sin ton ni son y los brazos del joven estaban cansados del esfuerzo de parar los golpes. Le ardían los músculos y tenía los tendones tan tensos como las cuerdas de un violín.
Algo pasó volando cerca de su cabeza y se giró para mirar. Era un guantelete de metal de la armadura que había tirado antes al suelo. Virginia lo había recogido y se lo había lanzado al señor Surd, que se estaba protegiendo la cara. Luego la chica levantó una bota metálica y se la tiró. La punta de metal le dio a Surd encima del ojo y él soltó una maldición.
Sherlock retrocedió cuando Maupertuis avanzó hacia él dando grandes zancadas. Las cuerdas que había encima del hombre roto chirriaron por la tensión. ¿Cómo conseguirían los titiriteros vestidos de negro coordinar tan bien sus movimientos? Maupertuis caminaba igual de bien que cualquiera sin aquellas terribles lesiones. Su paso tenía hasta cierto aire fanfarrón.
El barón levantó la espada por encima de su oreja izquierda y la descargó en diagonal en dirección a la cabeza de Sherlock, que paró el golpe. Las chispas que salieron del punto donde chocaron las espadas echaron a volar como diminutos insectos luminosos y picaron a Sherlock en el cuello y los hombros.
Era inútil. Aunque fuera discapacitado, Maupertuis era un maestro espadachín gracias a que todos sus movimientos eran efectuados por sirvientes anónimos. O cualquiera de ellos era un maestro de la espada, algo que a Sherlock no le costaba creer, o habían practicado con el barón durante tanto tiempo que actuaban instintivamente como un único organismo, sin necesidad de comunicarse ni pensar. ¿Cuántos miles de horas habría pasado Maupertuis entrenándoles hasta convertirlos prácticamente en extensiones de su voluntad?
Sherlock se fue yendo hacia atrás poco a poco, pero su codo y su hombro chocaron contra algo duro. ¡La pared! Había retrocedido lo máximo que podía.
El codo de Maupertuis dio un tirón brusco hacia atrás y su espada avanzó tan rápido como un rayo. Desesperado, Sherlock se deslizó hacia un lado y la hoja atravesó el cuello de su chaqueta y fue a clavarse dentro del hueco entre dos bloques de piedra. Sherlock intentó apartarse, pero estaba inmovilizado, pinchado como una mariposa en un corcho.
Esperó a que Maupertuis sacara la espada de la pared y se preparara a asestar el último golpe para poder escurrirse y escapar, pero en lugar de eso el títere subió su mano izquierda. Alambres y cuerdas se retorcían como tendones y algo salió despacio de su manga izquierda. Por un momento Sherlock pensó que era un cuchillo, pero había algo raro en la punta. Parecía más bien un disco metálico con el borde dentado.
Algo zumbó en la oscuridad detrás de Maupertuis y la rueda empezó a dar vueltas, irradiando motas brillantes de luz en todas las direcciones. Sherlock podía sentir cómo el aire le rozaba la cara cuando el barón colocó la rueda dentada como una sierra cada vez más cerca de su ojo derecho.
Lo invadió la desesperación. Sherlock no estaba a su altura. No podía durar mucho con ese tipo de castigos.
Pero tenía que salvar a Virginia.
Aquella idea le animó a hacer un último esfuerzo. Se giró, sacó el brazo de la manga de la chaqueta y se tiró a las baldosas mientras el disco zumbante golpeaba en la pared, excavando un surco poco profundo y haciendo saltar chispas y trozos de piedra. El barón soltó una maldición e intentó sacar su espada de entre las piedras.
Si Sherlock no podía vencer a Maupertuis con su habilidad para la esgrima, lo vencería con su capacidad intelectual. Lo único que tenía que hacer era averiguar un punto débil, algo de lo que pudiera sacar partido. Y debía ser algo que tuviera que ver con la forma en que Maupertuis se movía o era movido. Esa era su debilidad. Sherlock intentó otra vez arremeter contra las cuerdas y sogas que sujetaban a Maupertuis, pero el barón estaba al tanto y desvió la espada de Sherlock sin ningún esfuerzo con la sierra giratoria de su mano izquierda, y con el brazo derecho se la quitó de golpe.
Sherlock retrocedió y estuvo a punto de tropezarse con los restos de la silla donde había estado sentado, que la espada del barón había hecho pedazos. La madera retumbó al darle con el pie y un plan incompleto se materializó en su mente. Sin detenerse a pensarlo demasiado, Sherlock se agachó y cogió el trozo más grande de la silla con la mano izquierda. Era una pieza que incluía casi un brazo entero, parte del asiento y una pata tallada. Cuando el barón asestó un golpe en la frente desprotegida de Sherlock, este levantó el trozo de silla. La espada del barón se empotró contra la madera. Antes de que pudiera sacarla, Sherlock la empujó hacia atrás, alzando la espada por encima de la cabeza del barón. El dorso de su mano chirrió contra una de las cuerdas que sostenían a Maupertuis. Retorció la madera, dobló la espada hasta que estuvo prácticamente fuera del alcance del barón y la metió detrás de otras cuerdas; luego dejó que se retorciera de nuevo. Atrapado entre las cuerdas, el pedazo de silla de madera colgaba suspendido en el aire. Sherlock lo soltó, cogió primero una y luego otra de las cuerdas que quedaban y las enredó detrás de la madera con todas sus fuerzas.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó el barón, pero ya era demasiado tarde. Las cuerdas que lo sostenían se habían convertido en una maraña y aquello, sujeto por la pata y el brazo de la silla de madera, parecía el juego infantil de la cuna. Maupertuis se quedó colgando sin poder hacer nada por evitarlo. Los sirvientes que estaban en la oscuridad al fondo de la habitación emplearon toda su fuerza, pero fue inútil. No pudieron arrancar los restos de la silla de las cuerdas.
Sherlock dio un paso atrás, atravesó las cuerdas con su espada y cortó cinco o seis. Liberadas de pronto de aquella tensión, saltaron por los aires y fueron a parar a todos los rincones de la habitación. Los brazos del barón se desplomaron y su cabeza colgó hacia un lado.
—Pagarás por esto —siseó.
—Mándame una factura —dijo Sherlock con calma. Se volvió a donde estaba Virginia, dispuesto a correr en su ayuda, y vio cómo lanzaba con fuerza el casco de hierro afilado de la armadura a la cabeza del señor Surd. El criado cayó al suelo, inconsciente y sangrando.
—Venía a ayudarte —dijo Sherlock.
—Qué raro —respondió Virginia—. Igual que yo.