Capítulo 14

En el sueño, Sherlock luchaba con una serpiente enorme que tenía el cuerpo tan ancho como un barril de cerveza, todo músculo y costillas hasta donde él alcanzaba a ver. Su cabeza era un triángulo plano bordeado de dientes serrados. Luchaban en el agua, pero en el sueño el agua era tan espesa y oscura como la melaza. La serpiente se enroscaba lentamente alrededor de él y le apretaba, dispuesta a romperle las costillas, pero el agua le impedía moverse y Sherlock conseguía apartar los anillos de su cuerpo empujándolos fuertemente con los brazos y las piernas. Y entonces, cuando intentaba huir a nado, el agua le hacía reducir terriblemente la velocidad y la serpiente lograba una vez más deslizar su cuerpo alrededor de él y apretarle cada vez más fuerte. Y así todo el rato: él luchando eternamente por escapar y la serpiente luchando eternamente por aferrarse a él.

Cuando por fin se despertó, tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Tenía la boca y la garganta secas, y cuando se tocó el paladar con la lengua se le quedó pegada. También estaba muy hambriento.

Poco después se sintió con fuerzas para sentarse sin que le entraran náuseas. Y lo que vio le hizo olvidarse por un momento de la sed, el hambre y las náuseas.

Estaba tumbado en una cama con dosel que tenía un baldaquín bordado. Las almohadas eran blandas y estaban rellenas de plumas, y la habitación que tenía ante él estaba revestida de paneles de roble. Las tablas de madera del suelo estaban barnizadas y cubiertas de alfombras adornadas con un gusto exquisito.

Era la misma habitación en la que se había despertado después de que le hubieran dejado inconsciente tras el combate de boxeo de la feria, la que estaba a las afueras de Farnham.

¿Pero cómo era posible? El barón Maupertuis había abandonado aquella mansión dejándola vacía. No podría haber vuelto tan rápido, ¿verdad? ¿Por qué iba a hacerlo?

Sherlock rodó de la cama y se puso en pie. Se pasó la mano por la cara y le sorprendió encontrar algo seco alrededor de su nariz y su boca. Lo estuvo frotando hasta que se lo quitó de la piel y luego se miró los dedos. Estaban llenos de hilos de algo negro. Se restregó los dedos y descubrió sorprendido que los hilos eran ligeramente pegajosos.

Recordó el trapo que le habían sujetado con fuerza contra la boca. ¿Alguna clase de sustancia química? ¿Una droga para hacerle dormir? Parecía probable.

¡Y Virginia! Un arranque de ira eliminó los últimos restos de sueño y náuseas que le quedaban en la sangre. ¿Qué le había ocurrido a Virginia? Si alguien le había hecho daño, él…

¿Él, qué? ¿Le mataría? En ese momento no estaba precisamente en posición de hacer eso.

Tenía que reunir información. Averiguar lo que estaba pasando y por qué. Solo entonces podría hacer algo al respecto.

Sherlock fue hacia las cortinas y las descorrió. Esperaba ver la tierra rojiza y seca y los cientos de colmenas que había visto fuera la última vez que estuvo en esa habitación, pero lo que vio hizo que se tambaleara hacia atrás de la sorpresa.

A poca distancia de la casa, una playa de arena gris daba paso a fuertes olas espumosas que se extendían hasta un horizonte recto como una regla. El cielo era de un azul intenso. En algún punto a lo lejos, Sherlock pudo ver unas velas.

Cerró los ojos durante un momento y pensó. ¿Estaba alucinando? Era posible, se dijo, pero el sueño de la serpiente y el agua con aspecto de melaza había estado impregnado de una sensación ilógica y extraña, que, pensándolo bien, significaba que de algún modo él sabía que estaba soñando, mientras que esto sí era razonable y claro.

¿Acaso era la imagen al otro lado de la ventana únicamente eso: un cuadro pintado con maestría que daba la impresión falsa de playa, mar y cielo azul, cuando en realidad eran solo pigmentos en un lienzo o una tabla? Volvió a abrir los ojos y miró atentamente. Lejos, volando en círculo sobre la cresta de las olas, había pequeñas uves blancas que se movían, aves marinas que se deslizaban por la corriente ascendente. Eso no se podía simular en un cuadro. Lo que estaba ahí afuera era real.

Y ya que no había ningún océano cerca de Farnham, la conclusión lógica era que él ya no estaba cerca de Farnham, y lo más seguro era que ni siquiera estuviera en Inglaterra. El jefe de muelle había dicho que el barco se dirigía a Francia. Eso explicaría lo de las montañas. ¿Y la habitación? Algo tan prosaico como el hecho de que el barón Maupertuis fuera un animal de costumbres y le gustara que su entorno fuera lo más familiar posible, dondequiera que estuviera. Suponiendo que la mansión a las afueras de Farnham no fuera su casa solariega, probablemente habría encargado que se la remodelaran y rediseñaran para que se pareciera a lo que él consideraba su hogar. Que bien podría ser su château francés. ¿Era así como se llamaba?

Se sentía tan satisfecho consigo mismo por resolver algo con lo que, sospechaba, habían pretendido confundirle y desestabilizarle, que ni siquiera se giró cuando oyó la cerradura en la puerta de la habitación y esta se abrió hacia dentro. Ya sabía lo que iba a ver: dos criados con bombachos negros, medias negras, chalecos negros y chaquetas cortas negras que llevaban unas máscaras de terciopelo negro con unos agujeros a la altura de los ojos. Igual que la última vez. Contó hasta diez en silencio y se dio la vuelta. Tenía razón en parte. Los dos sirvientes que estaban de pie en la puerta iban vestidos como él recordaba, pero había un tercer hombre en medio de la entrada. De hecho, casi la llenaba entera, porque era enorme. Tenía los brazos tan gordos como las piernas de un hombre normal y las piernas como troncos de árboles. Sus manos tenían el tamaño y la forma de unas palas, pero era su cabeza la que llamaba la atención sobre todo lo demás. Era calvo, pero su cuero cabelludo estaba tan lleno de sinuosas cicatrices marrones que a primera vista parecía que su cabeza estuviera totalmente recubierta de pelo. Llevaba un abrigo largo de cuero marrón encima de un traje gris holgado, y el corte del abrigo, unido a su corpulencia, lo hacía parecer aún más grande.

—El barón quiere verte —dijo con una voz que sonaba como si molieran dos piedras de molino.

—¿Qué pasa si yo no quiero ver al barón? —dijo Sherlock en un tono de voz similar. Los dos sirvientes se miraron, pero el hombre de las cicatrices se limitó a negar ligeramente con la cabeza.

—Lo que el barón quiere, el barón lo obtiene. No cuenta ninguna opinión aparte de la suya.

—¿Qué pasa si me niego a ir con vosotros?

—Que te levantamos y te llevamos a la fuerza.

Sherlock sabía que estaba siendo infantil, pero quería dejarles claro que no era un simple prisionero pasivo, que tenía opiniones propias.

—¿Qué pasa si me agarro al marco de la puerta y me niego a soltarme?

—Que te rompemos los dedos y te llevamos de todas formas —el hombre sonrió, pero en su expresión no había ni un atisbo de alegría. Solo mostró los dientes, como un tigre preparándose para atacar—. Lo único que el barón necesita de ti es que le respondas a unas preguntas. Eso implica tu cabeza, para que tu cerebro pueda pensar y tu boca moverse, y tu pecho para que tus pulmones puedan respirar y mantenerte con vida. Todo lo demás es opcional. Tú eliges.

Sherlock se resistió un poco, únicamente para probar que sabía que tenía elección y la estaba ejerciendo, y luego fue hacia la puerta. El hombre de las cicatrices no se movió hasta que Sherlock estuvo a punto de chocarse contra su pecho, luego se hizo a un lado, lo justo para que Sherlock pudiera pasar.

—Soy el señor Surd —dijo mientras él y los lacayos seguían a Sherlock por el pasillo—. Soy el criado y factótum del barón. Cualquier cosa que quiere que se haga, la hago. Si quiere una copa de Madeira, es mi deber servírsela. Si quiere tu cabeza en un plato, es mi deber cortarla y entregársela. No es un placer, ni una tarea pesada. Es un mero trabajo. ¿Me entiendes?

—Entiendo —dijo Sherlock—. Eras tú el que sujetaba el látigo la última vez que estuve con el barón, ¿verdad? En la sombra.

—Solo un trabajo —repitió el hombre de las cicatrices—. Pero sí que encuentro placer en un trabajo bien hecho.

El salón de arriba era tal y como lo recordaba en la casa de Farnham, al igual que las escaleras que conducían al vestíbulo principal. Sherlock dejó finalmente de buscar huellas de cascos de cuando él y Matty se escaparon. No era esa casa. Era otra que, casualmente, se parecía.

Virginia estaba de pie en la entrada de la habitación en la que, según recordaba Sherlock, el barón Maupertuis estaría esperándoles. Dos sirvientes enmascarados estaban a su lado, junto a un gran armario de teca.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—He tenido sueños raros —dijo ella—. Estaba montando a Sandia, pero estaba furiosa y no podía controlarla. Cabalgábamos sin parar por un paisaje que desaparecía cada vez que lo miraba —se sacudió para quitarse de la mente aquel recuerdo—. ¿Y tú?

—Serpientes —dijo a secas.

—¿Qué fue lo que nos dieron para drogarnos? Aún estoy aturdida.

—Creo que era láudano, morfina disuelta en alcohol. Mis padres solían dárselo a mi hermana. Reconozco el olor. Está hecho con amapolas.

—¿Amapolas? —Virginia se rio—. Nunca me han gustado las amapolas. Es una flor muy macabra.

El señor Surd pasó entre ellos empujándoles y abrió la puerta de la sala donde esperaba el barón. Les hizo un gesto para que entraran.

El cuarto estaba en penumbra, igual que la vez anterior. Había dos sillas colocadas en un extremo de una mesa enorme cuyo extremo opuesto estaba envuelto en sombras. Unas pesadas cortinas negras colgaban de las ventanas, impidiendo que la luz del sol entrara en la habitación, y las pocas zonas de pared expuestas que Sherlock podía ver estaban llenas de espadas y escudos. Contra una pared, Sherlock vio una armadura completa con una espada que habían colocado como si hubiera un caballero dentro.

El señor Surd les indicó que se sentaran. Sherlock pensó en negarse, pero luego vio algo en los ojos del criado que le hizo deducir que esperaba, incluso quería, que lo hiciera, solo para provocarle un dolor terrible y asegurarse de que Sherlock obedecía. Así que se sentó, con Virginia a su lado. El señor Surd y los cuatro lacayos se marcharon a la oscuridad del otro extremo de la habitación.

El cuarto se quedó en silencio durante un rato, perturbado solo por el débil chirrido de las cuerdas y la madera tensada que Sherlock había oído la última vez.

Entonces una voz susurrante, como de hojas secas que volaran con el viento, dijo:

—Insistes en interferir en mis planes, pese a que eres solo un niño. Me vi obligado a abandonar una de mis casas por ti.

—Parece que te gusta tener tus casas diseñadas y decoradas de forma idéntica —dijo Sherlock—. ¿Por qué? ¿Prefieres que las cosas sean iguales?

Hubo un largo silencio y Sherlock esperó sentir en cualquier momento la punta de un látigo golpeándole desde la penumbra y arrancándole la piel, pero en lugar de eso la voz respondió:

—Una vez que encuentro algo que me gusta —dijo—, no veo la razón de permitir algo distinto. La distribución y mobiliario de una casa, un sistema de gobierno, cuando descubro algo que funciona quiero reproducirlo para que todo sea igual dondequiera que vaya. Lo encuentro… reconfortante.

—Y por eso tus sirvientes llevan máscaras negras, porque así puedes creer que son los mismos dondequiera que estés.

—Muy perspicaz.

—¿Y ahora dónde estamos?, ¿en Francia?

—¿Has reconocido el paisaje? Sí, esta casa está en Francia. Os durmieron a ambos en el barco que os condujo aquí, y luego en el carruaje que os trajo a toda prisa a este lugar.

—¿Pero qué pasa con el señor Surd? —preguntó Sherlock—. Solo hay uno como él.

—El señor Surd es insustituible. Donde voy yo, va él.

—Eres el barón Maupertuis, ¿verdad?

—De nuevo vuelves a sorprenderme. No creía que mi nombre fuera tan conocido.

—Yo… lo he descifrado a partir de las pruebas.

—Muy inteligente. De verdad, muy inteligente. Te felicito por tus habilidades deductivas. ¿Y qué más has descifrado?

Virginia colocó su mano sobre la de Sherlock en señal de advertencia, pero él se sentía tremendamente orgulloso de las investigaciones que había llevado a cabo, los hechos que había descubierto y las piezas del complot que estaba empezando a encajar. Y se dijo a sí mismo que era importante que Maupertuis supiera que sus planes ya no eran secretos.

—Sé que has estado criando abejas, y también sé que son de una especie extranjera que es más agresiva que cualquier especie europea. Eso significa que no las estás criando para hacer miel, sino para atacar. Quieres que hieran o maten a la gente —los pensamientos se le agolpaban en la mente y su cerebro daba vueltas a los hechos para formar patrones que antes eran meras sospechas. Amyus Crowe quería enseñarle, entrenarle, pero el barón Maupertuis le estaba tomando en serio. El barón escuchaba las deducciones de Sherlock como si realmente significaran algo, en lugar de ser solo respuestas teóricas a problemas inventados sobre conejos y zorros—. También has estado dirigiendo una fábrica que producía ropa. Uniformes para el Ejército, creo —se quedó callado un instante. Había algo que estaba fuera de su alcance, un destino lógico de enorme importancia del que tenía todos los pasos salvo el último, que requería un salto intuitivo—. Tu empleado… Wint, creo que se llamaba, robó algunas prendas y las guardó en su casa. Fue atacado por las abejas. Otro hombre que trabajaba de jardinero en la finca de mi tío había estado previamente haciendo ropa en Farnham. Para ti, supongo. También fue asesinado por abejas. ¿Guardó algunas prendas para uso propio? ¿Te las robó? —la confusión mental que le impedía ver el destino lógico final empezaba a despejarse, y continuó en tono triunfal—: Así que hay algo en las prendas que provoca que las abejas las ataquen. En sus cajas o cajones están a salvo, pero cuando la gente se las pone… las abejas se sienten atraídas por ellas y pican a quien las lleve puestas.

En ese momento, la mano de Virginia sujetó fuertemente la suya, pero Sherlock no se inmutó.

—Aquellos hombres que estaban en el almacén de Rotherhithe hablaban de enviar las cajas a Ripon, Colchester y Aldershot. Todas ellas son bases militares. O sea que si toda la ropa es enviada a bases militares entonces probablemente se trate de uniformes. ¿Qué has hecho? ¿Conseguir algún tipo de contrato con el gobierno para suministrar uniformes al Ejército británico? Los soldados se ponen sus nuevos uniformes, seguramente mientras se preparan para irse a la India, y entonces… —sus pensamientos se le habían estado adelantando a Sherlock todo ese tiempo, pero de repente los dos se sincronizaron. Su padre. Aldershot. India. Uniformes—. Y entonces liberas a las abejas para que ataquen a todos y cada uno de los soldados rasos, subalternos y oficiales del Ejército británico —susurró, en shock por el lugar al que le había llevado la lógica.

—Miles de muertes, todas ocurriendo misteriosa e inevitablemente —susurró el barón desde la oscuridad al fondo de la mesa—. Un golpe desmoralizador dirigido al corazón del Imperio británico y asestado por un abejorro, proveedor de miel para el té de mil domingos por la tarde. La ironía es… interesante.

—¿Pero por qué? —la mente de Sherlock se llenó de visiones de su padre con la cara hinchada y cubierta de pústulas, cayéndose y asfixiándose mientras las abejas le picaban una y otra vez.

—¿Por qué? —el barón no subió el tono, pero de pronto su voz se llenó de una malicia de la que antes carecía—. ¿Que por qué? Porque tu patético país de mierda tiene delirios de grandeza que le han llevado a conquistar medio mundo. Sería muy difícil encontrar un país más pequeño que Inglaterra. No sois más que un pinchazo en el mapa. En ningún globo terráqueo los cartógrafos pueden escribir la palabra «Inglaterra» dentro de los límites de la isla a causa de lo pequeño que es. Y aun así tenéis la arrogancia, la temeridad, el puro autoengaño de creer que el mundo estaba destinado a que lo dominarais con benevolencia. ¡Y el mundo se ha sometido sin más y os ha dejado que lo hicierais! Asombroso. Pero hay hombres en el mundo, militares de carrera, que no permitirán que vuestros instintos depredadores y descontrolados vayan más lejos. Las fronteras del Imperio británico tienen que reducirse, aunque solo sea para que otros países puedan tener un poco de espacio para respirar, algún sitio para vivir. Yo… represento… a un grupo de estos hombres. Alemanes, franceses, norteamericanos y rusos se han unido para frenar vuestras ambiciones territoriales. No descansaréis hasta que el rojo del Imperio británico se haya derramado por el mapa; y nosotros no descansaremos hasta que se haya borrado de vuestra isla diminuta —hizo una pausa—. Y tal vez de la Honduras Británica de Sudamérica. Podéis quedaros con la Honduras Británica.

—O sea que planeas destruir el Ejército británico de un solo golpe.

—No tanto un solo golpe como una enfermedad progresiva que ataca a los soldados pero a nadie más. Las abejas, como ya sabes, son extraordinariamente agresivas y territoriales. Han sido criadas para agredir, y ¡caray!, se reproducen rápido. El contaminante con el que hemos impregnado los uniformes será absorbido por los cuerpos de los soldados que lo eliminarán por la piel con el sudor. Las abejas, si lo huelen, atacarán inmediatamente. Una vez que las liberen de sus nuevas casas cruzarán toda Gran Bretaña durante varios meses, picando a todos los soldados que encuentren hasta matarles. Criaremos más en lugares secretos de toda Europa para la siguiente fase del ataque. El terror, el miedo y el puro pánico serán nuestros aliados más eficaces. Una plaga misteriosa que aqueja a los soldados. Y Gran Bretaña será relegada al lugar que merece: a ser una nación de poca monta.

—¿Pero qué hay de los dos hombres que murieron, tu empleado y el jardinero de mi tío? No eran parte de tu complot, ¿verdad?

Un crujido y un chirrido surgieron de la oscuridad, como si el barón Maupertuis se estuviera encogiendo de hombros. O alguien le hubiera hecho encogerse.

—Sabía que algunos trabajadores estaban robando parte de los uniformes, pero lo dejé pasar. Ese fue mi error. Una de las colmenas fue arrollada por un caballo y las abejas escaparon. Se volvieron salvajes, locas, y cuando olieron el contaminante de los uniformes robados, atacaron. El señor Surd tuvo que recuperar a la abeja reina y conseguir traer de vuelta a las supervivientes. Una misión muy valiente.

—Es mi trabajo, señor —dijo Surd desde el fondo de la habitación.

Pese a que lo había averiguado casi todo, la total desfachatez de aquella conspiración dejó a Sherlock sin habla. Y por muy terrible que fuera, no pudo encontrarle ningún fallo evidente. Si las abejas eran tan agresivas como Maupertuis decía, y si los uniformes eran distribuidos con tanta eficacia como él pensaba, entonces funcionaría. Funcionaría de verdad.

—Mi hermano te detendrá —dijo Sherlock con calma. Era su última esperanza.

—¿Tu hermano?

—Sí, mi hermano.

Sherlock oyó un murmullo en la oscuridad. Sonaba una vez más al áspero tono de voz del señor Surd.

—Ah —dijo Maupertuis con su voz fina como una hoja—. Te llamas Sherlock Holmes. Tu hermano debe ser entonces Mycroft Holmes. Un hombre listo. Ya lo hemos identificado como alguien de interés para nuestro grupo. Parece que has salido a él.

—Ya le he enviado un telegrama contándole lo que estaba pasando —dijo Sherlock de la forma más calmada posible.

—No —le corrigió el barón—, no se lo has enviado. Si lo hubieras hecho, no te habría hecho falta investigar mi barco. Mycroft Holmes habría enviado a sus propios agentes para hacer el trabajo.

«¿Sus propios agentes?» De repente Sherlock se percató del poder que tenía su hermano, y aquello le dio que pensar.

Se oyeron más murmullos al fondo de la habitación.

—En cualquier caso puede que tengamos que ocuparnos de tu hermano —susurró el barón Maupertuis—. Si tu inteligencia es un indicio de la suya, no le será difícil averiguar nuestros planes y tratar de impedirlos. Tú y él moriréis durante la misma semana, tal vez incluso el mismo día. A la misma hora, si puedo organizarlo, pues soy un hombre que aprecia el orden. Y ahorrará a vuestros padres el costo de organizar dos funerales.

Todo el esfuerzo de Sherlock por parecer arrogante de pronto se volvió en su contra. Por averiguar con orgullo todo el terrible complot y demostrar su inteligencia al barón Maupertuis y, lo que era peor, por presumir de su influyente hermano, Sherlock había condenado a los dos a muerte.

—Creo que me has contado todo lo que sabes —continuó Maupertuis—, y me sorprende la cantidad de cosas que has comprobado. Es evidente que debemos ser aún más cuidadosos en el futuro. Gracias por eso, al menos.

—¿Por qué Londres? —preguntó rápidamente Sherlock, sintiendo que todo se acababa y que pronto su vida y la de Virginia llegarían a su fin—. ¿Por qué llevasteis las colmenas a Londres para enviarlas aquí en lugar de, por ejemplo, a Portsmouth o Southampton?

—Tu huida nos obligó a mudarnos antes de lo previsto —susurró Maupertuis—. No había ningún amarradero disponible en Portsmouth o Southampton y el barco estaba en Londres esperando nuestra orden para moverse. Fue ineficiente llevar las colmenas a Londres, pero era inevitable. Y dicho esto, tu utilidad para mí ha terminado. La tuya y la de la chica que está sentada a tu lado. Tenía la intención de amenazar con matarla para obligarte a hablar, pero no ha sido necesario aplicar la fuerza. En todo caso, el problema ha sido hacerte callar a ti.

Sherlock se volvió hacia Virginia y sintió que se ponía rojo de vergüenza, pero ella le estaba sonriendo.

—Has impedido que me torturen —susurró—. Gracias.

—De nada —dijo Sherlock automáticamente, no del todo seguro de si debía llevarse el mérito o no.

—Señor Surd —dijo el barón Maupertuis desde la oscuridad. Aunque hablaba en susurros, su voz llegaba a todos los rincones de la habitación. Era una voz acostumbrada a dar órdenes—. Debemos acelerar nuestros planes. Da la orden. Libera a las abejas del fuerte. Para cuando logren llegar a tierra firme y atraviesen el país, los uniformes ya habrán sido distribuidos. ¡Y entonces reinará el caos!