Capítulo 13

Sherlock se quedó totalmente paralizado por el horror. No se podía creer lo que estaba viendo. Lo invadió una intensa rabia. Dio un paso al frente y le pegó un puñetazo a Denny en la ingle. El matón se retorció de dolor y empezó a respirar con dificultad. Cuando se desplomó en el suelo, Sherlock dio un paso atrás y le arreó una patada en la mandíbula. Algo crujió. El hombre gritó con una boca que parecía haberse quedado encajada en el sitio y que estaba retorcida hacia un lado.

La mujer que iba con Bill también chilló. Soltó un alarido ensordecedor que cortó el aire como un cuchillo.

Los otros cuatro hombres se miraron incrédulos y avanzaron extendiendo sus sucias manos para alcanzar a Sherlock. A él cada detalle se le quedó grabado en la mente: la mugre bajo sus uñas, los pelos en el dorso de sus manos, la sangre acumulándose en el suelo y el chillido de la mujer y el grito de Denny que se unieron en un silbido persistente de dolor. El mundo pareció detenerse, congelarse y estallar en pedazos alrededor de él. Se volvió hacia la mujer, con la boca seca.

—Lo siento mucho —dijo, y se echó a correr de nuevo.

Dos de los hombres le siguieron y dejaron a Denny atrás, desplomado en el suelo empedrado junto a Bill. La mujer se quedó ahí de pie, mirándolos a los dos, y su grito poco a poco se fue debilitando hasta convertirse en unos sollozos ahogados.

Al doblar una esquina, Sherlock vio ante él un enorme edificio abovedado. Parecía totalmente fuera de lugar en medio de un terreno vacío en el que habían plantado árboles y arbustos. Varias calles anchas, no como los callejones de antes, salían de allí, y había un ir y venir constante de gente y caballos pululando por el exterior. Más allá del edificio, Sherlock alcanzó a ver un muro de madera y, a lo lejos, la superficie revuelta y gris del Támesis.

Fue corriendo hacia él. Era más probable que estuviera a salvo donde había gente.

Esquivó a toda prisa a los hombres y mujeres bien vestidos con los que se cruzaba y se agachó debajo de las varas de un carruaje sin perder de vista el edificio. A medida que se acercaba pudo ver que estaba decorado con estatuas y suelos de mosaicos. Una gran entrada se cernía ante él y desvió un poco su rumbo para dirigirse directamente a ella. Detrás de él, las palabrotas y los gritos indicaban que sus perseguidores no se habían rendido.

La entrada conducía a un vestíbulo circular iluminado por el sol que brillaba a través de una miríada de vidrieras en el techo abovedado. La luz dotaba al lugar de un aire pintoresco como la ropa de un payaso o un arlequín. En el centro del edificio había un agujero rodeado por un balcón. La gente estaba colocada a su alrededor y miraba hacia abajo. Más allá, en un lateral, una amplia escalera de caracol bajaba por el borde del hoyo hasta adentrarse en las profundidades de la tierra.

Sherlock pasó como una flecha entre la multitud y llegó a lo alto de la escalera. Se dio la vuelta y vislumbró a los dos hombres que se abrían paso a empujones entre la gente. Uno de ellos era un hombre calvo con las orejas y la nariz deformes, lo que llevó a la pequeña parte del cerebro de Sherlock que no estaba atacada intentando idear formas de escapar, a pensar que podría ser un boxeador. El otro era tan delgado que daba pena y tenía los pómulos marcados y una barbilla puntiaguda. Estaban claramente decididos a cogerle como fuera. Tal vez se habrían rendido antes de que le rompiera la mandíbula a Denny, pero ahora tenían un motivo de verdad. Uno de ellos había sido humillado, así que Sherlock tendría que pagar las consecuencias.

Se dio la vuelta y empezó a bajar la escalera.

Los peldaños formaban una espiral alrededor de los laterales de un enorme pozo que de vez en cuando eran interrumpidos por un balcón y luego seguían bajando hacia el abismo. De aquel hueco subía un olor insoportable, un hedor donde se combinaban la humedad, la podredumbre y el moho en un único tufo apestoso que hacía que le escociera la nariz y le lloraran los ojos. Parecía que Sherlock no iba a acabar nunca de bajar pesadamente la escalera de aquel pozo cilíndrico. No tenía ni idea de lo que había al fondo, pero un solo vistazo al otro lado del hoyo le bastó para saber lo que le esperaría arriba del todo. Dos de los hombres del barón Maupertuis bajaban a toda velocidad los escalones e iban hacia él.

Aceleró. Cualquier cosa que hubiera en el fondo del pozo no sería tan mala como la muerte segura y probablemente lenta que le estaba persiguiendo.

Le daba la impresión de haber pasado la mayor parte de los últimos días corriendo o luchando, e incluso cuando sus pies retumbaban contra los escalones de piedra y le ardía la mano al rozar contra la barandilla, una parte de su cabeza no dejaba de preguntarse qué pensaría exactamente el barón Maupertuis que él sabía que era tan importante para merecer morir por ello. ¿Qué estaba planeando hacer el barón exactamente y por qué era Sherlock un obstáculo para conseguirlo?

Cuando se quiso dar cuenta ya había llegado al pie de la escalera y caminaba torpemente por el suelo. Estaba en un vestíbulo iluminado por lámparas de gas del que salían dos túneles abovedados, ambos en la misma dirección. Los arcos eran de ladrillo y por lo menos cuatro o cinco veces la estatura de un adulto, pero en todas partes donde miraba los ladrillos estaban mojados. Supo por qué al ver la dirección que tomaban los túneles. Iban a parar directamente debajo del Támesis y era de suponer que terminaran en un pozo similar en el norte.

Si conseguía llegar al otro lado, lograría sobrevivir.

Se tropezó con el túnel izquierdo. Había gente paseando tranquilamente, como si andar bajo la superficie de un río no fuera nada especial. Incluso había caballos que eran guiados con parsimonia por sus dueños. Obviamente no tenían ni idea de las innumerables toneladas de agua que había solo unos metros por encima de sus cabezas y que mantenían en su sitio unos ladrillos a punto de desmoronarse y un poco de yeso.

Había veces en que ser demasiado sensato era una maldición. Aquella era una de esas veces. Sherlock sabía el tipo de presión que estaba siendo ejercida en las paredes del túnel. Bastaría una pequeña grieta para que entrara el agua y los ahogara a todos.

Pero siguió corriendo. No tenía elección.

¿O sí? Mientras avanzaba a toda prisa, se dio cuenta de que los dos túneles eran paralelos y estaban conectados por túneles laterales más pequeños cada diez metros aproximadamente. En cada túnel lateral algunos londinenses emprendedores habían instalado puestos donde vendían comida, bebida, ropa y todo tipo de curiosidades. Si pudiera colarse en uno de aquellos túneles podría volver a bajar al túnel principal hacia el pozo, regresar al almacén y encontrar a Amyus Crowe.

Giró a la derecha hacia un lado de la perforación principal y se coló en el primer túnel que encontró. Un hombre se giró hacia él, iluminado por una lámpara de aceite que colgaba de un clavo de su caseta de madera. Tenía la piel grisácea y húmeda, como si hubiera vivido demasiado tiempo bajo tierra. Estaba envuelto en una manta vieja que se había quedado tiesa de la suciedad que había acumulado con el tiempo y parecía una extraña armadura. Sus ojos eran una pupila totalmente negra. Le echó un vistazo a Sherlock.

—¿Quieres un reloj? —preguntó esperanzado—. Un buen reloj. Siempre bien. Siempre en hora. El reloj del abuelo, el reloj de la abuela. Cualquier cosa que quieras, la tengo.

—No, gracias —dijo Sherlock, y dejó atrás el puesto. Pensó que el tiempo no tenía sentido debajo del Támesis. No había sol, no había luna, no había día ni noche. El tiempo simplemente pasaba. ¿Por qué ibas a necesitar un reloj?

—¿Qué me dices de un bonito reloj de bolsillo? Nunca tienes que preguntar la hora si tienes un reloj. Un caballero joven como tú puede impresionar a las damas con un reloj de bolsillo con cadena. De plata auténtica. Grabado si lo deseas. Dentro puedes poner una foto de tu novia.

Plata auténtica, grabado y sin duda robado.

—Gracias —dijo Sherlock sin aliento—, pero mi padre trae el dinero. Llegará en un minuto. Dile que quiero un reloj y no le dejes marchar sin que compre uno.

El tendero sonrió y a él le recordó a algún crustáceo depredador que acechara detrás de una roca esperando a que pasara su incauta presa.

Sherlock se asomó al borde del túnel lateral, hacia el hueco por donde había entrado antes, y soltó una palabrota. Sus perseguidores debían de haberse separado. Uno de ellos le había seguido por el túnel de la izquierda, pero el otro había bajado por el de la derecha y se estaba abriendo paso a empujones entre la muchedumbre mirando con desconfianza a cada hombre menor de veinte años por si acaso. Claramente se conocían la zona mejor que él.

Decidió esperar a que el hombre pasara la entrada del túnel lateral antes de volver sobre sus pasos. Pero su plan se vio frustrado al instante por un repentino alboroto a su espalda. Se giró y vio al tendero intentando encasquetarle un pequeño reloj de mesa al matón que había seguido a Sherlock por el túnel izquierdo (el calvo con las orejas como coliflores y la nariz aplastada). El rufián le apartó mientras le insultaba, pero el tendero se escabulló hacia atrás. Debajo de aquella manta llena de suciedad incrustada, cada vez se parecía más a una criatura con el caparazón duro que viviera en el fondo del mar. Volvió a intentar endilgarle el reloj al gánster, chillando:

—¡Cómpreselo a su hijo! ¡Cómpreselo a su hijo!

El exboxeador le volvió a empujar más fuerte y esta vez se tropezó con la lámpara de aceite y la tiró contra la pared. El cristal se rompió y el aceite se derramó en la manta del tendero. La mecha, aún húmeda, también cayó en la manta y la incendió.

Al principio las llamas prendieron rápido, pero luego el tendero empezó a agitar mucho los brazos y se echó a correr por el túnel más grande que había a su izquierda. La gente se alejó aterrorizada. El tendero se chocó contra un transeúnte y el fuego se propagó por su levita. El hombre se tambaleó hacia un lado tratando de sacudirse las llamas de encima pero solo logró prenderle fuego a la vaporosa falda de miriñaque de una mujer que tenía al lado. Un caballo al que llevaban por el túnel salió huyendo al ver el fuego y arrastró a su dueño tras él.

En apenas unos minutos el túnel estaba envuelto en llamas. La ropa ardió deprisa y luego le tocó el turno a las telas que cubrían los puestos. Hasta la madera de las propias casetas se incendió, pese a estar mojada. El humo y el vapor llenaron el túnel de una neblina asfixiante. Horrorizado, Sherlock se alejó del humo y el fuego y se metió por el túnel más grande de la derecha, que afortunadamente estaba libre de llamas.

Pero uno de sus perseguidores seguía dentro. Una mano peluda le agarró del hombro.

—Ya te tengo, cabronazo —le espetó. Las axilas de su chaqueta estaban tan ennegrecidas por las manchas de sudor que se habían quedado duras y pastosas. El olor de su ropa era indescriptible.

Sherlock forcejeó para soltarse, pero fue inútil. El hombre tenía los dedos clavados firmemente en su hombro.

—Denny quiere hablar contigo —susurró el hombre, acercando su cara a la de él. El aliento le olía como si algo se le hubiera muerto dentro de la boca—. Y no creo que te guste lo que tiene que decir.

Sherlock estaba a punto de responder cuando notó que el suelo del túnel lateral se movía bajo el humo y ondeaba como si estuviera vivo. Y entonces se dio cuenta de que llevaba razón. Estaba lleno de ratas. Espantadas de sus agujeros y madrigueras por el fuego, habían corrido todas a salvarse. Una alfombra viva de andrajoso pelo marrón y negro se deslizaba por el suelo del túnel. La gente y los caballos se alejaron horrorizados de la masa de pelo, dientes y colas. Un niño pequeño al que sus padres se habían llevado arrastrando de allí perdió pie y se cayó al suelo. Las ratas treparon encima de él y le cubrieron la cara.

El hombre que agarraba a Sherlock aflojó un poco la mano que tenía en su hombro cuando las ratas se arremolinaron alrededor de sus tobillos y le empezaron a morder con sus dientes diminutos. Él se puso a blasfemar e intentó aplastarlas con sus manos grandes como palas. Sherlock se soltó de un tirón y se sumergió en la masa de criaturas vivas, tratando de agarrar al niño que había desaparecido bajo aquella marea furiosa. Unas garras minúsculas le correteaban por los brazos, la espalda, las piernas y el cuero cabelludo. Le llegó un tufo rancio y seco, como de orina vieja. Sus dedos tocaron un pequeño brazo y tiró fuertemente de él. Una niña emergió de la avalancha de ratas, con los ojos como platos y la boca abierta preparada para gritar.

—Estás a salvo —dijo Sherlock mientras la devolvía a los brazos de sus padres, que estaban golpeando y dando patadas a las ratas para mantenerlas a una distancia prudente. Ellos se la arrebataron de las manos y la abrazaron fuerte.

Y entonces la oleada de ratas desapareció, salvo por unas cuantas débiles y cojas que se habían quedado rezagadas. Sherlock las vio salir pitando en ambas direcciones, lejos del humo que continuaba saliendo del túnel lateral. El matón que había agarrado a Sherlock seguía sacudiéndose desesperadamente la ropa, bajo la cual Sherlock pudo ver bultos que se movían donde las ratas habían corrido a salvarse y se habían quedado atrapadas. Sherlock se dio la vuelta y estaba a punto de volver corriendo hacia la orilla sur del río cuando recordó a los otros dos criminales. Sin duda seguirían esperando en lo alto del pozo. No, la mejor opción era dirigirse hacia el otro lado. Echó a correr por el túnel hacia la orilla norte del río. Había puentes que cruzaban el Támesis y barqueros. Por fin podría encontrar el camino de vuelta.

Sherlock caminó por el túnel y se fue alejando cada vez más del fuego. Unos hombres uniformados con cubos de agua pasaron corriendo delante de él. Se trataba sin duda de un improvisado y variopinto cuerpo de bomberos encargado de salvar el túnel. Los ignoró y siguió adelante.

Al cabo de un rato llegó a la orilla norte del Támesis.

El pozo que encontró allí, con su escalera de caracol, era el reflejo invertido del de la orilla sur. Subió penosamente los escalones de piedra, a punto de quedarse sin energía. Tuvo que parar en cada balcón para recobrar el aliento.

Salir de la oscuridad a la luz de la tarde era como salir del infierno para entrar en el Paraíso. El aire tenía un olor agradable y una brisa fresca le acariciaba la piel. Se detuvo un momento con los ojos cerrados para apreciar mejor las sensaciones. Era tan sencillo y sin embargo tan perfecto.

La zona que rodeaba el lado norte del túnel era más sofisticada que la zona sur. Los muelles estaban ocupados por barcos de todos los tamaños y unos estibadores fornidos subían y bajaban sus mercancías en planchas. Sherlock caminó por la orilla del Támesis después de pasar los barcos y buscó un puente que le sirviera para volver a cruzar al otro lado. Sabía que había puentes encima del Támesis; simplemente no estaba seguro de dónde estaban con respecto a Rotherhithe y el túnel. Pero era evidente que si seguía caminando encontraría uno. Suponiendo, claro está, que estuviera andando en la dirección correcta: hacia el centro financiero de la ciudad en lugar de alejándose de él. Sabía que si el túnel estaba en la parte este de Londres, que era donde él se encontraba, y si lo había atravesado del sur al norte, como efectivamente había hecho, si giraba a la izquierda al salir de la entrada del túnel estaría yendo en la dirección correcta. El Hotel Sarbonnier, donde Amyus Crowe había reservado sus habitaciones, estaba más o menos cerca del Támesis y también en la orilla norte, así que si llegaba bastante lejos probablemente lo encontraría, aunque lo que en realidad quería hacer era cruzar de vuelta al otro lado y encontrar a Amyus Crowe y Matty Arnatt.

Después de media hora aproximadamente encontró un puente: un armatoste enorme con torres gemelas de piedra gris conectadas por una calzada cubierta que estaba bordeada de tiendas y puestos. La atravesó con poca energía, haciendo caso omiso de los gritos de los diferentes comerciantes que intentaban venderle cualquier cosa, desde un buey entero hasta una pistola cargada. Londres le pareció un lugar de casi infinitas posibilidades, si uno estaba preparado a pagar por ellas.

En el lado sur del puente de las torres volvió a girar a la izquierda y caminó por carreteras, calles, callejones y en algunos casos hasta la parte de arriba de muros gruesos para seguir yendo hacia el almacén de Rotherhithe donde había perdido a Amyus Crowe y Matty. A la orilla del río, los mástiles de los barcos se proyectaban hacia el cielo y formaban un bosque de madera fina. El Támesis tenía un omnipresente tufo a excrementos humanos. Si Mycroft trabajaba todos los días en aquel lugar, merecía algún tipo de medalla solo por sobrevivir.

Más o menos un kilómetro y medio río abajo desde el puente de las torres, Sherlock se encontró con un barco que estaba siendo abordado por una cuadrilla de estibadores. Estaban sudando y maldiciendo mientras trataban de colocar cajas enormes encima de las planchas sin que se les cayeran al río. Algo del tamaño y la forma de las cajas le intrigó y decidió acercarse, manteniéndose todo el tiempo al abrigo de un edificio cercano.

Un hombre fornido con una chaqueta azul marino estaba de pie a un lado y consultaba un fajo de papeles que estaban clavados en un tablón. De vez en cuando hacía una anotación con un lápiz que chupaba previamente.

Las cajas eran idénticas a las que Sherlock había visto en los jardines de la mansión en la que había estado prisionero: las colmenas con los lados hechos de listones de madera dentados. Y cerca de ahí había montones y montones de bandejas de madera como las que había visto encajadas debajo de las colmenas. Estaban envueltas en papel encerado, pero su forma era inconfundible.

Se había tropezado sin querer con la operación del barón Maupertuis. ¡Por eso Denny y su pandilla estaban ahí!

Se acercó y se quedó mirando. Habían cargado algunas colmenas en un palé que unos estibadores sudorosos subían con cuerdas y luego soltaban en la bodega del barco. Solo el cielo sabe cómo evitaban que las abejas atacaran a los hombres como habían hecho con los dos desgraciados de Farnham. Quizá el barón tenía algún método para tranquilizarlas.

Mientras Sherlock miraba, una cuerda que sujetaba una de las esquinas del palé y se balanceaba hacia el barco se partió. El palé se cayó hacia un lado y cuatro colmenas resbalaron y cayeron al suelo, donde rodaron lentamente y se hicieron añicos al estrellarse contra las piedras que había abajo.

Varios hombres entraron por un lateral con unos cubos de hojalata que tenían unas boquillas pegadas. Lo que había dentro de los cubos producía un humo que parecía adormecer a las abejas. Algunas escaparon, pero la mayoría se quedó cerca de las colmenas hechas pedazos, zigzagueando alrededor de ellas como si estuvieran borrachas. Tiraron unas lonas sobre los restos de las colmenas, lo deslizaron todo por los adoquines y lo dejaron caer al torrente espumoso del Támesis. Sherlock supuso que era casi imposible reconstruir una colmena que se hubiera destrozado.

—¿Sherlock?

Una voz le llamó suavemente. Miró a su alrededor desde su escondite. No parecía Amyus Crowe. Ni tampoco Matty Arnatt.

—¿Sherlock? —la voz ahora era más insistente. Echó un vistazo a la zona y de repente vio otra figura, oculta como él detrás de un montón de cajones. Una figura femenina.

—¿Virginia?

Llevaba puestos sus pantalones de montar a caballo y una chaqueta encima de una blusa de lino blanca. Lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —siseó.

Sherlock se movió un poco para acercarse a ella.

—Tardaría mucho en explicarlo —dijo.

Ella lo miró de arriba abajo.

—¿Qué has estado haciendo?

Sherlock se quedó pensando un momento.

—Nadando entre ratas —dijo por fin—, entre otras cosas. ¿Y tú, qué?

Ella apartó la vista, de pronto avergonzada.

—No me iba a quedar atrás mientras vosotros os divertíais —susurró—, así que me cambié de ropa, me puse mis pantalones de montar y os seguí.

—Fuimos río abajo. En un barco. ¿Cómo nos seguiste?

Ella se quedó mirándolo extrañada.

—En otro barco, por supuesto. Simplemente le pedí al barquero que os siguiera. Le pareció un poco raro, pero tenía algo de dinero que me había dado mi padre y eso pareció calmarle. Mientras vosotros vigilabais el almacén, yo os vigilaba a vosotros. Luego vi a algunos de los hombres venir para acá y como parecía que vosotros tres no os ibais a mover los seguí hasta aquí.

—No vi ni rastro de ti —dijo Sherlock poco convencido.

—Mi padre me enseñó todas sus técnicas de seguimiento —dijo ella con orgullo—. Si te estoy siguiendo, «ni rastro de mí» es exactamente lo que puedes esperar ver —hizo una pausa y estiró el brazo para tocarle el suyo un instante.

—Lo que has hecho es increíblemente peligroso —dijo Sherlock—, pero me alegro de verte.

Ella se encogió de hombros.

—Era mejor que esperar en el hotel a que volvierais todos.

—¿Pero por qué me has seguido a mí? ¿Por qué no fuiste a buscar a tu padre para contarle lo que había ocurrido?

—Te estaba siguiendo a ti —dijo sin más—, no a él. A él le perdí la pista.

—Pero una chica… sola… en el East End de Londres… —su voz se fue apagando, no estaba seguro de cómo iba a acabar la frase—. Hay alguna gente muy mala por aquí… —empezó a decir al rato, y luego le explicó exactamente lo que había pasado aquella tarde, incluido el apuñalamiento y el incendio en los túneles. Le aliviaba hablar de ello, pero al mismo tiempo Sherlock sabía que su vida había corrido un peligro mortal y que aún no sabía por qué.

—No les podemos permitir que se salgan con la suya —dijo Virginia cuando acabó de hablar—. Solo eres un niño. Te podrían haber matado.

—Tú también eres solo una niña —protestó débilmente Sherlock.

Virginia sonrió.

—No quería decir eso —dijo—. Quería decir que no deberíamos estar metidos en algo como esto.

—Pero lo estamos —señaló Sherlock—. Y sea lo que sea que esté pasando, tenemos que impedirlo.

—Bueno, yo estoy preparada. Voy disfrazada de chico. Encontré un sombrero —dijo orgullosa Virginia, sacándolo de debajo de donde estaba agachada. Era una gorra de tela con visera. Se alisó el pelo detrás de la cabeza con una mano y se puso la gorra con la otra. Con el pelo oculto y el abrigo abrochado, Sherlock vio que podrían confundirla con un chico. Y además llevaba sus pantalones de montar. Las chicas normalmente llevaban vestidos, no pantalones. Nadie que no la conociera tendría ningún motivo para sospechar de ella.

—Ya que estamos los dos aquí —dijo Sherlock—, deberíamos aprovechar la oportunidad para averiguar adónde va ese barco —miró alrededor buscando al hombre que había visto antes, el que tenía el fajo de papeles—. Creo que ese hombre de ahí es el jefe de muelle o algo así. Podemos preguntarle.

—¿Así sin más?

—Tu padre me enseñó algunos trucos sobre cómo hacer preguntas.

Sherlock echó un vistazo a su alrededor, esperó a que nadie estuviera mirando hacia ellos y guió a Virginia fuera del escondite y por el embarcadero hasta un lugar donde pudieran sentarse en el muro de piedra que daba al Támesis. Sentía un hormigueo en la nuca como si alguien le estuviera vigilando, pero hizo caso omiso de su intuición. A esa hora Denny estaría seguramente con un médico o un cirujano, tratando de asumir que su mandíbula se había roto de verdad, y lo más probable era que los otros hombres no le hubieran visto tan bien como para distinguirle de cualquier otro niño, sobre todo ahora que estaba cubierto de mugre, humo, pelo de rata y posiblemente otras cosas en las que no quería pensar. Estuvieron sentados y apoyados en la pared durante media hora larga, entablando sin ganas una conversación y convirtiéndose prácticamente en parte del paisaje. Al cabo de un rato, el jefe de muelle, o lo que fuera, terminó su trabajo en el barco y empezó a caminar hacia ellos. Cuando pasó por delante, Sherlock miró hacia él y dijo:

—Eh, jefe. ¿Hay alguna posibilidad de trabajar en el muelle?

El hombre miró con desprecio al flacucho de Sherlock.

—Vuelve dentro de cinco años, hijo —respondió en un tono no exento de amabilidad—. Cuando tengas un poco de músculo sobre esos huesos.

—Pero tengo que salir de Londres —continuó Sherlock en tono suplicante—. Sé trabajar duro, de veras que sí —señaló el barco que tenían cerca—. ¿Y con ellos? Parece que andan escasos de personal.

—Lo están —dijo el hombre—. Esta tarde se han quedado sin tres hombres. Pero no veo que puedas sustituir a ninguno, y además, ese barco no va a llevarte muy lejos de Londres.

—¿Por qué no? —preguntó Sherlock.

—Solo va a Francia y vuelve. Una entrega rápida, sin tiempo para que la tripulación se dé una vuelta —se rio—. Si quieres irte por ahí una temporada, únete a la Marina. O merodea por aquí el tiempo suficiente y te llevarán con ellos.

Se marchó sin parar de reírse.

—Francia —dijo Sherlock, intrigado—. Interesante.

—He oído que quieres unirte a nuestra tripulación —gritó una voz desde la proa del barco. Sherlock hizo una mueca y miró para otro lado, pero la voz siguió diciendo—: ¿Por qué no subís a bordo la chica y tú? Sí, sabemos que es una chica. Os hemos estado vigilando desde que aparecisteis por aquí. ¿Qué, pensabais que erais invisibles?

Sherlock echó un vistazo a la dársena donde el jefe de muelle se había detenido y les estaba mirando. Su cara tenía una expresión compasiva pero severa. No iba a serles de ninguna ayuda.

Sherlock cogió a Virginia de la mano y la ayudó a levantarse.

—Es hora de irse —dijo, pero cuando se dio la vuelta vio que alrededor de ellos se había formado una especie de semicírculo de marineros y estibadores que habían aparecido de la nada. Intentó correr arrastrando a Virginia con él, pero unas manos toscas lo cogieron y lo apartaron de ella. Intentó forcejear, pero las manos lo agarraban con fuerza. Vio que Virginia también se resistía, pero una mano que sujetaba un trapo se lo puso firmemente sobre la cara. El trapo olía a medicina, un olor muy amargo e intenso, y casi se asfixia. Y entonces de repente notó que caía en un pozo sin fondo que era del mismo color que los ojos de Virginia. Se quedó un rato dormido y soñó cosas terribles.