La estación de Waterloo era un hervidero de gente que iba en todas las direcciones y llevaba todo tipo de cajas, paquetes, maletas y baúles bajo un sólido techo abovedado de metal y cristal. El calor del sol aumentaba a causa del cristal y hacía que en la estación la temperatura fuera mayor que en las calles que la rodeaban. Los trenes entraban con esfuerzo en los andenes y vomitaban nubes de vapor y a más gente que contribuía al calor. Sherlock sintió que el sudor se le acumulaba debajo del cuello de la camisa.
Amyus Crowe llamó a un mozo enseguida y le pidió que sacara las maletas del tren. Luego este los condujo fuera, donde una fila de cabriolés recogía a los pasajeros de una larga cola. Una propina extra de medio penique convenció al mozo de que los llevara a la fila donde los taxis recién llegados dejaban a sus pasajeros antes de unirse a la cola de los que esperaban. Después de regatear un rato, subieron al cabriolé por una puerta al tiempo que sus ocupantes salían por la otra.
Amyus Crowe parecía estar familiarizado con Londres y le dijo al taxista que les llevara al Hotel Sarbonnier. El taxi se puso en marcha. Sherlock se asomó por una ventana para ver las vistas y Matty se asomó por la otra.
La escala de los edificios era inmensa comparada con Farnham, Guildford y los otros pueblos a los que Sherlock estaba acostumbrado. Muchos de ellos tenían cinco o seis pisos de altura. Varios tenían columnas que soportaban pórticos sobre la puerta principal e hileras de esculturas a lo largo del tejado, algunas claramente de figuras humanas y otras de criaturas mitológicas con alas, cuernos y colmillos.
En unos minutos estaban cruzando un puente que atravesaba un ancho río.
—¿El Támesis? —preguntó Sherlock.
—Así es —asintió Crowe—. Uno de los ríos más sucios, congestionados y nocivos con los que he tenido la mala suerte de tropezarme.
El cabriolé cruzó el puente repiqueteando y llegó al otro lado del río, giró unas cuantas veces y se detuvo frente a un gran edificio de piedra naranja. El conductor bajó de un salto y los ayudó a descargar las maletas. Tres botones salieron de una puerta giratoria a la entrada del edificio y se llevaron el equipaje.
Una vez dentro del impresionante vestíbulo, que tenía pilares blancos con la base esculpida, un mosaico colocado en el techo y baldosas de mármol rosa en el suelo, Amyus Crowe fue dando grandes zancadas hacia un largo mostrador de madera.
—Tres habitaciones para dos noches —le dijo al hombre uniformado detrás del mostrador.
El hombre asintió con la cabeza.
—Por supuesto, señor —dijo, y alargó el brazo para coger tres llaves de un tablero que había a su espalda. Se dio la vuelta y añadió—: Quizá le gustaría firmar en el libro de huéspedes, señor.
Crowe firmó con una rúbrica y el conserje le entregó las llaves. Estaban unidas a unas bolas grandes de latón y Sherlock supuso que sería para que no se perdieran fácilmente.
—Sherlock y Matthew, vosotros dormiréis en una habitación —dijo Crowe mientras les daba una llave—. Virginia tendrá una para ella sola y yo otra. Ahora os subirán las maletas. Matthew, propongo que tú y yo vayamos a algún sitio donde podamos comprarte algo de ropa y cosas de aseo —miró seriamente a Matty—. Y un corte de pelo —añadió—. Sherlock, Virginia, propongo que deis un paseo. Si giráis a la derecha y camináis hasta el final de la calle, encontraréis algo que puede que os interese. Volved en una hora para comer. Si os perdéis, pedidle a alguien que os indique el camino de vuelta al Hotel Sarbonnier.
Sherlock obedeció a Crowe, salió a la calle con Virginia y giraron a la derecha. Enseguida fueron arrastrados por la multitud que iba en su misma dirección. Preocupado porque pudieran separarles, Sherlock extendió la mano para que Virginia se acercara más a él, pero en lugar de eso ella se la agarró suavemente con cariño durante unos segundos. De repente pareció que el corazón del joven latía el doble de rápido. La miró sorprendido. Ella le sonrió con una timidez inusitada.
Solo tardaron unos minutos en llegar al final del bloque de edificios. La calle se ensanchaba formando una amplia plaza abierta que estaba presidida por una alta columna que se alzaba desde un pedestal situado en el centro. Por un momento, Sherlock pensó que había un hombre de pie en lo alto del pilar, y de pronto su mente retrocedió a la mansión Holmes y a lo que dijo su tío una noche durante la cena sobre los anacoretas que abandonaban su vida y su familia para vivir en lo alto de un palo y dedicarse a meditar sobre la naturaleza de Dios y comer solo lo que les tiraran los transeúntes. Después de prestarle atención un momento supo que la figura encima de la columna no era un hombre sino una estatua que había sido tallada para que pareciera que llevaba un uniforme de la Marina.
—¿Quién es? —preguntó Virginia, embelesada.
—Creo que es el almirante Nelson —respondió Sherlock—. Lo que convierte a esto en Trafalgar Square. La estatua conmemora una famosa victoria naval de 1805.
En la base del pilar había dos fuentes cuya agua pulverizada brillaba con todos los colores del arcoíris a la luz del sol. Era el centro de Londres, el centro de un Imperio que se extendía hasta la otra punta del mundo.
Y en algún lugar cerca de allí, su hermano Mycroft estaría probablemente sentado a su mesa ayudando a gobernarlo.
Vagaron por Trafalgar Square durante un rato, mirando a la gente y a los magníficos edificios que bordeaban las calles circundantes, y luego regresaron al hotel. Llegaron justo a tiempo: Amyus Crowe estaba esperándoles en el recibidor. Con él había un chico de más o menos la misma edad que Matty Arnatt, pero con el pelo limpio y una ropa decente que les miraba con el ceño fruncido. Sherlock tardó un rato en darse cuenta de que era Matty.
—No —le advirtió Matty—. Ni se te ocurra.
Sherlock y Virginia se rieron. Los cuatro juntos fueron al comedor y pidieron algo de comer. Estaban rodeados de mujeres vestidas con trajes de seda, miriñaques, plumas de pavo real, sombreros y guantes y hombres con bigotes relucientes y levitas, pero nadie les prestó atención. Creyeron que se trataba de una familia que había ido a disfrutar de la capital más importante sobre la faz de la Tierra.
Sherlock pidió chuletas de cordero, que estaban cocinadas a la perfección —sangrientas en el centro— y venían con patatas y judías. Matty y Amyus Crowe se decantaron por el pudin de carne y riñones, mientras que Virginia, más aventurera, se arriesgó a pedir el pollo servido con una salsa francesa de nata y pimienta.
Mientras comían, Amyus Crowe les contó todos los detalles sobre por qué estaban ahí.
—Le mandé un telegrama a un hombre que conozco en esta hermosa ciudad —dijo entre un bocado y otro—. Una especie de socio del negocio.
Por un momento Sherlock se preguntó en qué clase de «negocio» estaba metido Crowe, porque nunca lo había mencionado, pero el estadounidense siguió hablando.
—Le dije por qué carretera venía el convoy de carros y le pedí que los interceptara y averiguara cuál era su destino final. Le conté dónde me quedaría y me acaba de mandar un telegrama para decirme que los carros acabaron descargando sus cajas y demás en un almacén de un sitio llamado Rotherhithe. Me ha dicho dónde está.
—¿Rotherhithe? —preguntó Sherlock.
—Está unos cuantos kilómetros río abajo. Es un lugar muy desagradable donde los marineros se entretienen entre viaje y viaje y guardan las mercancías antes de cargarlas en los barcos. No es un sitio donde uno quiera estar cuando anochece —negó tristemente con la cabeza—. En circunstancias normales no me arriesgaría a llevaros allí, pero esto es demasiado grande. El barón está tramando algo y es tan importante que está dispuesto a matar por ello. Ya lo ha hecho. Le costaría lo mismo deshacerse de vosotros dos que pisar a una araña. El problema es que tenemos que comprobar que las cajas de los carros son las colmenas que viste en Farnham, Sherlock, y eso significa que necesito que vengas a echar un vistazo a Rotherhithe. Pero te lo advierto: puede ser peligroso. Realmente peligroso.
Sherlock asintió despacio con la cabeza.
—Correré ese riesgo. Quiero averiguar lo que está pasando y por qué no deja de intentar matarme.
Crowe le echó una ojeada a Matty, que estaba zampándose unos guisantes con una cuchara.
—En cuanto a ti, muchacho, supongo que ya habrás visto suficientes embarcaderos y almacenes, dado que te pasas la vida viajando en una barcaza. Y también imagino que puedes arreglártelas en una pelea.
—Si empieza una pelea —dijo Matty con la boca llena de guisantes—, corro. Si no puedo correr, le doy un puñetazo muy fuerte en sus partes bajas.
—Yo no lo habría podido decir mejor —asintió Crowe—. Iré con vosotros, claro, pero puede que nos tengamos que separar para vigilar distintas zonas.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Virginia indignada con voz aguda, y les lanzó una mirada terrible con sus ojos violetas—. ¿Qué hago yo?
—Tú te quedas aquí —dijo Crowe en tono amenazante—. Sé que te las apañas bien en una pelea, pero no te imaginas lo que puede pasarle a una señorita en Rotherhithe. Las personas que viven allí son peores que animales. Nunca me perdonaría que te pasara algo, no después… —de pronto se calló. Sherlock miró a Virginia y vio que le brillaban los ojos—. Quédate —repitió Crowe—. Si nos separamos tenemos que saber que hay alguien aquí que puede recibir mensajes y transmitirlos. Ese es tu trabajo.
Virginia asintió con la cabeza sin decir nada.
Crowe se giró hacia los dos chicos y les dijo:
—Cuando estéis listos nos vamos.
Mientras atravesaban el vestíbulo del hotel, Sherlock se dio la vuelta y miró a Virginia. Ella le estaba mirando fijamente e intentó sonreírle, pero una mueca de preocupación se dibujó en sus labios. Él la sonrió para tranquilizarla, pero se imaginó que la expresión de su propia cara no era mucho más convincente.
En lugar de coger un cabriolé a Rotherhithe, Crowe llevó a los dos chicos a la orilla del Támesis, donde unos escalones de piedra manchados de verde por las algas conducían hacia un apestoso río marrón. La otra orilla estaba oculta por una nube de humo y miasmas negruzcos que parecía surgir del propio río. Un barco se balanceaba en el agua. Su dueño estaba sentado en la proa fumando una pipa.
—Rotherhithe —dijo Crowe en tono grave mientras le lanzaba una moneda. El barquero asintió, cogió al vuelo la moneda y la mordió para asegurarse de que era real. Crowe y los chicos se acomodaron en la popa mientras el barquero se preparaba, les daba la espalda y empujaba el barco por el agua con los remos.
A Sherlock el viaje le resultó extraño e inquietante. El agua chapoteaba en el fondo del barco y había cosas flotando en el río que intentó con todas sus fuerzas no mirar: heces, ratas muertas y pedazos de madera empapada cubiertos de algas. El olor era tan espantoso que tuvo que respirar por la boca, y aun así estaba seguro de poder sentir cómo le impregnaba la lengua y la parte de atrás de la garganta. Le dieron arcadas. En un momento dado otro barco surgió de la oscuridad y pasó cerca del suyo. Alguien gritó una palabrota y su barquero respondió con un gesto que Sherlock nunca había visto antes, pero que no le costó entender.
Tardaron unos veinte minutos en llegar a Rotherhithe y desembarcaron por una serie de escalones que casi no se distinguían de los que habían subido al principio. Crowe les condujo arriba del todo.
Una estrecha callejuela mal empedrada recorría la orilla del río y describía curvas a ambos lados. Crowe guió a Matty y Sherlock por aquel camino. Pasaron delante de los altísimos edificios de almacenes y paredes de ladrillo, siguieron por la orilla del maloliente Támesis y fueron por la sombra siempre que era posible. Al cabo de unos diez minutos, Crowe se detuvo. Ante ellos había una taberna como la que podía encontrarse en cualquier parte de la metrópoli. La música discordante de un piano vertical mal afinado salía por las puertas y ventanas, junto a un batiburrillo de voces que entonaba letras diferentes para la misma canción. Varias mujeres estaban de pie en la entrada y observaron a Amyus Crowe con interés, hasta que vieron a Sherlock y a Matty y apartaron la vista.
—Creo que el almacén está justo a la vuelta de la esquina —murmuró Crowe, atento a todo lo que pasaba a su alrededor por si había alguna amenaza—. Sugiero que tanteemos el terreno y nos pongamos cómodos un rato.
—¿Qué pasa si nos ven? —preguntó Sherlock.
—Era cazador cuando vivía en Albuquerque —dijo Crowe—. Seguí la pista a algunas de las bestias más peligrosas de allí. Hay cosas que puedes hacer para minimizar las probabilidades de que te descubran. Para empezar, no establezcas contacto visual, porque todos los animales detectan los ojos enseguida. Mira todo con el rabillo del ojo: es más sutil que mirar de frente, aunque no distingas muy bien los colores. Si puedes evitarlo no te muevas, porque el ojo está preparado para reconocer el movimiento, no las cosas que están quietas. Lleva ropa discreta que no sea de ningún color que no esté presente en la naturaleza: gris piedra, verde musgo, marrón tierra… Y no lleves nada de metal, porque el metal no se encuentra en la naturaleza en grandes cantidades. Seguid estas reglas y podréis estar apoyados en una pared de ladrillo, que la gente simplemente pasará la vista por encima de vosotros y, al no veros, seguirá buscando hasta que encuentre algo más interesante.
—Parece magia —dijo Sherlock poco convencido.
—La mayoría de las cosas lo parecen hasta que sabes cómo se hacen —miró seriamente a los dos chicos—. Esos cortes que tienes en la cara te ayudarán a integrarte, Sherlock, pero ambos estáis demasiado aseados para este barrio. Hay que ensuciaros un poco —miró a su alrededor—. Vale, necesito que rodéis por el suelo un rato. Llenaos un poco de polvo la ropa.
—¿No sospecharán? —preguntó Sherlock.
—No si tienes una razón para hacerlo —explicó Crowe—. Matty, dale un empujón al joven Sherlock aquí en el pecho.
—¿Qué? —respondió Matty.
—Tú hazlo. Y Sherlock, tú ahora pégale un puñetazo en el hombro.
De repente Sherlock lo entendió todo.
—Y acabamos peleándonos en el barro, lo que hace que nuestra ropa se confunda con la suya y demuestra que somos de la zona. Si no fuéramos de aquí, no estaríamos peleándonos en la calle.
—Exacto —dijo Crowe haciendo un gesto de aprobación. Sherlock estaba a punto de preguntar durante cuánto tiempo tenían que pelearse cuando Matty le dio un fuerte empujón en el pecho.
—¡Te lo dije! —gritó.
Sherlock reprimió el impulso repentino de darle un puñetazo a Matty en plena mandíbula, y en lugar de eso lo golpeó en el hombro.
—¡No te atrevas! —chilló, y se sintió un poco avergonzado.
Matty se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. Y pronto los dos estaban rodando y levantando nubes de polvo a su alrededor. Sherlock cogió del brazo a Matty, pero este le estaba tirando del pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
Sherlock estaba a punto de olvidarse de que era una pelea de mentira cuando las manos enormes de Amyus Crowe se acercaron a las suyas y a los hombros de Matty y les levantó.
—Ya está bien, chicos, haya paz —dijo usando de nuevo su acento inglés, pero esta vez más áspero.
Los dos chicos se pusieron de pie uno frente al otro e intentaron contener la risa pese a encontrarse en una situación peligrosa. Sherlock se echó un vistazo. Tenía un desgarrón en la manga de la chaqueta y todo estaba cubierto de polvo y crin de caballo y otras cosas en las que ni siquiera quería pensar.
—No te preocupes —le dijo Crowe—. Lo lavaremos. Y si no se quita, compraremos más ropa. Las posesiones siempre se pueden reponer. Un buen cazador sabe que cualquier cosa material puede ser sacrificada en pos de la presa.
—¿Qué clase de animales cazabas? —preguntó Matty.
—Nunca dije que fueran animales —murmuró Crowe. Antes de que alguno de los chicos le pidiera que aclarara lo que había dicho, se alejó. Se miraron intranquilos y le siguieron.
Crowe paró en una esquina y echó una ojeada a su alrededor.
—El almacén está ahí enfrente —dijo en voz baja—. Sherlock, tú quédate aquí. Agáchate en el suelo y juega con algo, con alguna piedra que encuentres por ahí. Recuerda: no establezcas contacto visual, pero mira lo que pasa por el rabillo del ojo. Matty, tú ven conmigo. Puedes vigilar la parte de atrás y yo iré de aquí para allá entre vosotros dos.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Sherlock.
—Cosas fuera de lo común. Algo que pueda indicarnos lo que está pasando aquí.
Crowe y Matty se marcharon y el americano le puso la mano en el hombro al joven. Sherlock siguió las instrucciones de su tutor, se sentó en cuclillas y sacó uno de los adoquines del barro. Lo hizo rodar una y otra vez. Era un juego aburrido, pero bastaba para parecer parte del entorno y además se dio cuenta de que seguía siendo capaz de ver lo que estaba pasando a su alrededor por el rabillo del ojo mientras hacía que jugaba.
El almacén era un edificio de ladrillo cuya fachada la ocupaban casi únicamente un par de portones de madera con unas bisagras para abrirse hacia la calle. No había nada que resultara sospechoso y Sherlock se preguntó si estarían mirando el sitio adecuado o simplemente un edificio escogido al azar.
Amyus Crowe volvió al cabo de un tiempo que se le hizo eterno pero que no sería más de media hora. Aunque llevaba la misma ropa que antes y no se la había ensuciado tanto como Sherlock y Matty, tenía un aspecto desaliñado. Su chaqueta estaba mal abrochada, lo que le hacía parecer desastrado, y llevaba la camisa por fuera de los pantalones. Zigzagueaba ligeramente y miraba al suelo que había justo delante de sus pies. Se detuvo al lado de Sherlock y se dejó caer contra la pared.
—¿Todo bien? —susurró.
—No ha pasado nada —respondió Sherlock en voz igualmente baja.
—¿Estás bien?
—Me aburro.
Crowe soltó una risita.
—Bienvenido a la caza. Largos períodos de aburrimiento interrumpidos por momentos de excitación y miedo —hizo una pausa y luego continuó—: Creo que me daré un paseo por esa taberna a ver lo que dice la gente.
—Vale. No podrías traerme un poco de agua, ¿verdad?
—Hijo, mejor sería que bebieras agua del Támesis que la que te puedan dar en ninguna taberna de por aquí. Si tienes hambre o sed, olvídate y aleja el pensamiento de tu cabeza. No le des más vueltas. Un ser humano puede sobrevivir tres o cuatro días sin agua. No dejes de recordar eso.
—Para ti es fácil decirlo.
Crowe se rio.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Sherlock, que quería que Crowe se quedara con él un poco más.
—Claro.
—¿Qué estás haciendo en Inglaterra? ¿Cuál es ese negocio del que hablabas antes?
Crowe le sonrió sin humor y apartó la vista para no encontrarse con la mirada de Sherlock.
—No es el de tutor, eso está claro —dijo en voz baja—, aunque se está convirtiendo en un pasatiempo interesante. No, me contrató el… bueno, a ver, digamos el gobierno estadounidense, para buscar a hombres que hubieran cometido crímenes, atrocidades, cosas horribles durante la reciente Guerra Civil y que huyeron del país antes de que el peso de la justicia cayera sobre ellos. Así es como conocí a tu hermano: él firmó el acuerdo que me permite estar aquí. Y por eso he estado desarrollando una red de gente útil, sobre todo en muelles y puertos. O sea que cuando me dijiste que el barón estaba acelerando su plan, cualquiera que fuera, hice llegar el mensaje de que buscaran sus carros. Y tengo que decir que me sorprendió que mi gente los encontrara tan fácilmente —volvió a mirar a Sherlock—. ¿Satisfecho?
Sherlock asintió con la cabeza.
—No le he contado esto a mucha gente —añadió Crowe—. Te agradecería que no se lo dijeras a nadie —se alejó antes de que Sherlock pudiera decir nada más.
El joven siguió con su juego y rodó la piedra sin parar, mientras los minutos pasaban uno detrás de otro. Vigiló las puertas del almacén, pero estaban cerradas a cal y canto y no se movía nada. Empezaba a pensar que estaban buscando una aguja en un pajar.
Un ruido cada vez mayor que surgió de repente detrás de él casi le hizo darse la vuelta para mirar, pero se detuvo justo a tiempo. Dejó que la piedrecita llegara un poco más lejos, se giró para cogerla y dejó que sus ojos deambularan hacia arriba hasta enfocar la taberna. Una de las puertas estaba abierta y algunos hombres salían claramente contentillos. Bromearon un rato, luego se dieron la vuelta y caminaron hacia él. Sherlock se concentró en su piedra y escuchó para ver si decían algo del almacén, las colmenas, el barón Maupertuis, o cualquier cosa relacionada con el misterio.
—¿Cuándo partimos? —dijo uno de ellos.
—Mañana al amanecer —respondió otro. Tenía una voz que le resultaba familiar, pero Sherlock no la reconocía muy bien.
—¿Quién tiene la lista? —preguntó una tercera voz.
—Está en mi cabeza —respondió el segundo hombre—. Tú te vas a Ripon, Snagger va a Colchester, a este chaval de aquí, Nicholson, le toca un trayecto fácil a Woolwich y yo me vuelvo para Aldershot.
—¿No puedo ir mejor a Ascot? —preguntó una voz con acento del norte, que sería seguramente la del joven Nicholson.
—Tú vas a donde te digan, majo —respondió el segundo hombre. Mientras hablaba pasó cerca de Sherlock. Su pie paró la piedra y la lanzó de una patada al otro lado del callejón. Sin querer, Sherlock miró hacia arriba y se encontró con su mirada.
Era Denny, el hombre al que Sherlock había seguido al almacén de Farnham, el hombre que había estado ahí cuando su amigo Clem saltó encima de la barcaza para atacarlos, a él y a Matty. El hombre que trabajaba para el barón Maupertuis.
Se acabó lo de ser invisible. Denny se puso rojo del enfado al instante.
Sherlock se apartó rodando cuando las manos trataron de agarrarlo. Se puso en pie de un salto y salió escopetado por el callejón. Quería correr hacia la taberna donde estaba Amyus Crowe, pero los hombres estaban entre él y la puerta del bar, así que en lugar de eso se puso a correr cada vez más lejos de Crowe, de Matty y de todo lo que conocía.
El ruido sordo de los pasos detrás de él resonaba en las paredes de los edificios cuando pasó volando por delante. Tenía la respiración entrecortada y el corazón le latía como si fuera un ser vivo atrapado dentro de su caja torácica que estuviera luchando por salir. Dos veces sintió que unos dedos le tocaban la nuca y trataban de agarrarle el cuello de la camisa y dos veces tuvo que soltarse con un frenético despliegue de energía. Sus perseguidores gruñían para sus adentros mientras corrían, pero aparte de eso, del ruido sordo de sus botas y del sonido del corazón de Sherlock, la persecución se llevó a cabo en completo silencio.
Cuando llegó a mitad de camino vio que el callejón terminaba en una pared de ladrillo. Tenía los ojos como platos. ¡Estaba atrapado! Se giró desesperado y trató de averiguar si tenía suficiente tiempo para volver corriendo y encontrar otro camino, pero aquellos hombres le estaban pisando los talones. Con una inusitada calma pese a estar aterrorizado, se dio cuenta de que eran cinco y todos llevaban cuchillos o porras en la mano. No saldría con vida de aquello.
De repente oyó claramente una voz dentro de su cabeza que no sabía decir si era la de su hermano, la de Amyus Crowe o la suya propia, y que le decía así: «Las calles y los callejones llevan de un sitio a otro. No es lógico que un callejón acabe en una pared de ladrillo. No tiene razón de ser, y en ese caso nunca debería haberse construido».
Sherlock retrocedió y le echó un vistazo a los ladrillos del callejón. No había puertas ni ventanas, apenas una zona en sombra en una esquina donde la apagada luz del sol no podía penetrar.
Si había una salida, ahí es donde estaría.
Corrió hacia la sombra. De no haber habido nada allí, se habría chocado contra los ladrillos y se habría quedado inconsciente, pero había un pequeño hueco. Una posible escapatoria.
El estrecho pasaje estaba entre dos edificios. Sherlock se echó a correr y oyó los gritos frustrados a su espalda mientras los hombres trataban de encontrar la oscura salida. Uno detrás de otro salieron a trompicones detrás de él y sus bufidos resonaron en las paredes inclinadas de ladrillo.
Sherlock fue zigzagueando por la oscuridad y salió dando traspiés a una calle ancha con puertas a los lados. Siguió corriendo, con las botas detrás de él golpeando los adoquines, y se metió patinando en otro callejón que había a la izquierda, adelantándose unos metros. Un perro saltó desde un agujero de la pared al verle pasar, pero desapareció antes de que los dientes del animal mordieran el aire. El perro se volvió entonces contra los hombres que le estaban persiguiendo. Sherlock escuchó ladridos feroces y palabrotas cuando intentaron escapar de él y se estremeció al oír el ruido sordo de una bota al golpear algo suave. El perro gimió y huyó cojeando.
Al doblar otra esquina a toda velocidad, Sherlock se dio de bruces contra un hombre y una mujer que paseaban por la orilla del Támesis. Derribó al hombre y él rodó hacia atrás por el suelo.
—¡Eh, tú! ¡Pequeño pordiosero! —gritó el tipo mientras se esforzaba por volver a ponerse en pie—. ¡Yo te enseñaré a pedir! —empezó a subirse las mangas de la chaqueta y puso al descubierto unos antebrazos musculosos cubiertos de tatuajes azules de anclas y sirenas.
—¡No le pegues, Bill! ¡Lo ha hecho sin querer! —la mujer trató de agarrarle del brazo. Tenía la piel blanca y se había aplicado mal el maquillaje: sus labios eran una raya carmesí y sus ojos estaban pintados con una sombra negra. El efecto que conseguía era que su cara pareciera una calavera—. Es solo un niño.
—Pensé que era un ladrón —volvió a gruñir el hombre, pero esta vez con menos agresividad.
—Me persiguen unos hombres —dijo Sherlock jadeando fuertemente—. Necesito ayuda.
—Ya sabes lo que les hacen a los niños por aquí —dijo la mujer—. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. Bill, haz algo. Ayuda al chico.
—Ponte detrás de mí —dijo Bill, que al remangarse dejaba claro que estaba ansioso por pelearse con alguien, sin importarle demasiado quién fuera. Sherlock se puso detrás de aquella enorme mole cuando sus perseguidores doblaron la esquina.
—¡Deteneos! —dijo Bill con la voz grave y cargada de violencia—. Dejad al chico en paz.
—Ni lo sueñes —dijo Denny, que estaba al frente de los cinco hombres. Levantó una mano que empuñaba un cuchillo. La luz se derramaba por el filo de la navaja como un líquido brillante—. Es nuestro.
Bill estiró el brazo para coger el cuchillo, pero Denny se lo pasó de la mano derecha a la izquierda y se lo clavó en el pecho a Bill. El hombre cayó de rodillas y escupió sangre. Tenía una expresión de incredulidad en la cara, como si no pudiera aceptar que esos momentos, ahí en ese callejón, fueran los últimos.
Denny sonrió a Sherlock cuando Bill se desplomó en la superficie empedrada de la calle.
—Contigo —prometió— no será tan rápido.