Capítulo 11

Amyus Crowe terminó de limpiar los cortes de la cara de Sherlock con una toallita y un líquido que tenía un olor acre y escocía allá donde lo pusiera, luego atravesó la habitación y se sentó en una silla de mimbre que crujió bajo su peso. Se impulsó hacia atrás con los pies, manteniendo la silla en equilibrio sobre sus dos patas traseras, y la meció suavemente. Sus ojos estuvieron todo el tiempo pendientes de Sherlock.

Matty se movía inquieto a su lado, como un animal que quisiera correr y no supiera qué dirección era más segura.

—¡Menuda historia! —murmuró Crowe.

Sherlock supuso que las palabras de Crowe eran solo una forma de romper el silencio mientras pensaba y se quedó callado. Su tutor se balanceaba adelante y atrás, sin dejar de mirar a su alumno.

—Sí, menuda historia —dijo él al cabo de un rato.

La mirada persistente de Crowe le estaba poniendo nervioso, así que miró para otro lado y dejó que sus ojos vagaran por la habitación. La casa de campo de Amyus Crowe estaba abarrotada, llena de libros, periódicos y revistas que se habían quedado dondequiera que él los hubiera ido dejando. Un montón de cartas estaba clavado en la repisa de madera de la chimenea con un cuchillo que las atravesaba por el centro, al lado de un reloj que indicaba que eran cerca de las dos. A su lado había una pantufla de la que asomaba un puñado de puros como si fueran dedos dispuestos a agarrar algo. Teniendo en cuenta todo eso, la casa podría haber estado asquerosa, pero no había nada de polvo ni de suciedad. Pese al desorden, el lugar estaba limpio. Simplemente daba la sensación de que Crowe tenía una manera diferente de guardar las cosas.

—¿Qué conclusión sacas de todo esto? —preguntó por fin Crowe.

Sherlock se encogió de hombros. No le gustaba ser el objeto de atención de su tutor.

—Si lo supiera, no habría venido a hablar contigo —argumentó.

—Estaría bien que una sola persona pudiera cambiar siempre las cosas —respondió Crowe sin una pizca de irritación—, pero en este complicado mundo nuestro a veces necesitas amigos y a veces necesitas una organización que te respalde.

—¿Piensas que deberíamos ir a la pasma? —preguntó Matty, visiblemente nervioso.

—¿A la policía? —Crowe negó con la cabeza—. Dudo que os creyeran, y si lo hicieran no podrían hacer mucho. Quienquiera que viva en esa mansión donde habéis estado lo negará todo. Ellos tienen el poder y la autoridad, no vosotros. Y tenéis que reconocer que a primera vista es una historia ridícula.

—¿Nos crees? —le retó Sherlock.

Crowe le miró sorprendido.

—Por supuesto que os creo —dijo.

—¿Por qué? Tú mismo has dicho que es una historia ridícula.

Crowe sonrió.

—La gente hace cosas cuando miente —respondió—. Mentir es estresante, porque tienes que tener dos cosas distintas en la cabeza a la vez: la verdad que tratas de ocultar y la mentira que quieres contar. Ese estrés se manifiesta de determinadas maneras. Las personas no miran directamente a los ojos, se frotan la nariz, titubean y tartamudean más al hablar. Y entran en más detalles de los necesarios, como si por recordar de qué color era el papel de la pared y si la gente tenía barba o bigote o cosas así hicieran su mentira más creíble. Tú has contado bien la historia, me has mirado a los ojos y no has añadido detalles superfluos. A mi juicio, estás diciendo la verdad, o al menos, lo que crees que es la verdad.

—¿Entonces qué hacemos ahora? —preguntó Sherlock—. Aquí está pasando algo. Tiene que ver con ropa que están haciendo para el Ejército y con abejas y con ese almacén de Farnham. Y ese hombre de la mansión, el barón, creo, está detrás de todo pero no sé lo que está haciendo.

—Pues tenemos que averiguarlo —Amyus Crowe dejó que su silla se apoyara de nuevo en las cuatro patas y se levantó—. Si no tienes suficientes premisas para llegar a una conclusión, tienes que salir a buscar más. Vayamos a hacer algunas preguntas.

Matty se movió incómodo.

—Tengo que irme —musitó.

—Ven con nosotros, muchacho —dijo Crowe—. Tú has sido parte de esta aventura y mereces averiguar qué está pasando. Y además, parece que el joven Sherlock confía en ti —hizo una pausa—. Si te ayuda a aclararte, compraré algo de comida por el camino.

—Me apunto —dijo Matty.

Crowe les condujo hacia la calle. Virginia Crowe estaba cepillando a Sandia, su yegua, en el prado que había junto a la casa de campo. A su lado había una yegua alazana más grande. Sherlock imaginó que sería la de Crowe. Los dos caballos con los que Sherlock y Matty habían huido cabalgando de la mansión del barón estaban pastando hierba tranquilamente a un lado.

Virginia levantó la vista cuando se acercaron. Su mirada se cruzó con la de Sherlock y la apartó rápidamente.

—Vamos a dar una vuelta —anunció Crowe—. Virginia, tú también vienes. Cuanta más gente haga preguntas, más oportunidades habrá de obtener respuestas medio decentes.

—No sé qué preguntas hacer —protestó Virginia.

—Estabas escuchando detrás de la puerta —dijo Crowe con una sonrisa—. He oído relinchar a Sandia. Solo hace eso cuando estás a la vista pero no con ella. Y he visto algo moverse de un sitio a otro y tapar la luz de debajo de la puerta.

Virginia se ruborizó pero le sostuvo la mirada a su padre, como si le estuviera desafiando.

—Siempre me has enseñado a aprovechar las oportunidades —dijo.

—Eso también es verdad. La mejor forma de aprender es escuchar.

Crowe se montó en su caballo y Virginia hizo lo mismo mientras miraba sonriente cómo Sherlock y Matty montaban en los suyos. La chica le hizo a Sherlock un gesto de aprobación con la cabeza.

—No está mal —dijo.

Los cuatro juntos fueron por la calle a medio galope, haciendo el camino inverso que Sherlock y Matty habían tomado para llegar a la casa de campo. Brillaba el sol, el olor a humo flotaba en el aire y Sherlock tuvo que intentar con todas sus fuerzas convencerse de que le habían dejado inconsciente, hecho prisionero, interrogado y luego sentenciado a muerte como si nada. Esas cosas no pasaban, ¿no? Al menos no en un día soleado. Hasta los cortes de la cara le habían dejado de doler.

Virginia espoleó un poco a su caballo para acercarse más al de Sherlock.

—Montas bien, para ser principiante —dijo.

—Me dieron buenos consejos —dijo mirándola de refilón y luego apartando la vista.

—Todo eso que dijiste en mi casa, ¿era cierto?

—Cada palabra.

—Entonces puede que este país no sea tan aburrido como yo pensaba.

Cuanto más se acercaban a la enorme casa donde Sherlock había estado aprisionado, más nervioso se ponía. Amyus Crowe frenó a su caballo delante de la entrada. No había nadie a la vista.

—¿Este es el lugar? —gritó Crowe.

Sherlock asintió con la cabeza.

—Hay surcos profundos en el suelo que salen de la entrada principal y siguen por la carretera —continuó Crowe—. Me parece que se han ido pitando.

Sherlock miró confuso a Virginia. Ella sonrió.

—Que se han largado —le explicó—. Han huido.

—Ah, vale —Sherlock tomó nota de esa expresión para el futuro.

—Vamos por la carretera a ver lo que encontramos —gritó Crowe, y espoleó a su caballo para que no se detuviera. Virginia estaba justo detrás de él. Sherlock y Matty intercambiaron miradas y les siguieron.

Unos cinco minutos después encontraron una taberna de ladrillo rojo en espinapez, un estilo característico que Sherlock había visto antes, con revoque blanco y travesaños negros. Fuera en el césped habían dispuesto varias mesas de caballete y bancos. El humo salía por la chimenea dejando una estela y a Sherlock le vino el olor a carne asada y enseguida le entró hambre.

Crowe paró y se apeó del caballo.

—Hoy comemos tarde —dijo en voz alta—. Matty, Virginia, vosotros os quedáis aquí fuera vigilando a los caballos. Sherlock, tú entra conmigo.

Sherlock siguió al corpulento americano al interior de la taberna. El techo era bajo y estaba casi oculto por una capa de humo grasiento del cordero que estaban asando en un espetón del hogar. El suelo estaba cubierto de serrín fresco. Cuatro hombres sentados a una mesa observaron a los recién llegados con recelo. Había otro hombre sentado en un taburete del bar que no les prestó ninguna atención, ya que estaba más interesado en mirar su copa. El dueño, que se encontraba detrás de la barra sacando brillo a una jarra de metal con un paño, saludó con la cabeza a Amyus Crowe.

—Buenas tardes, caballeros. ¿Van a beber, a comer o las dos cosas?

—Cuatro platos de carne con pan —dijo Crowe, y a Sherlock le sorprendió oírle hablar sin su habitual acento americano. Su voz, o eso le pareció a Sherlock, sonaba como la de un granjero o trabajador de alguno de los condados que rodeaban Londres—. Y cuatro jarras de cerveza.

El dueño sacó cuatro jarras y las puso en una bandeja de peltre. Crowe cogió una para él y le hizo un gesto con la cabeza a Sherlock.

—Sácalas fuera, muchacho —dijo con su inglés áspero. Sherlock levantó la bandeja y la llevó con cuidado hacia la puerta. Vio cómo Crowe se instalaba en un taburete del bar.

Una vez fuera, vio que Matty había encontrado una mesa y unos bancos cerca de la taberna. Virginia seguía de pie junto a su caballo. Sherlock se unió a Matty y se sentó donde pudiera ver por una de las ventanas. Matty cogió una de las jarras con ambas manos y empezó a beber con avidez.

Sherlock le dio un sorbo al líquido marrón oscuro. Era amargo, no tenía gas y le dejó un regusto desagradable en la boca.

—Los lúpulos no se comen, ¿no? —le dijo a Matty.

El chico se encogió de hombros.

—Te los puedes comer, supongo, pero nadie lo hace. No saben muy bien.

—¿Entonces por qué demonios la gente piensa que se puede hacer una bebida con ellos?

—Ni idea.

Sherlock miró el interior de la taberna a través de la ventana y vio a Amyus Crowe charlando con el dueño. Por la forma en que ladeaba la cabeza parecía que estaba haciendo preguntas y que el dueño estaba contestándolas mientras sacaba brillo a las jarras de metal con su paño cada vez más sucio.

Una chica con delantal salió de la taberna llevando una bandeja con cuatro platos de carne humeante. Fue hacia donde estaban, puso los platos y los cubiertos en la mesa sin decir una palabra y se marchó.

Virginia se unió a ellos y Sherlock se apartó un poco para hacerle sitio. La joven picoteó algunos trozos calientes de cordero con un tenedor. Se detuvo un instante con el cubierto cerca de los labios.

—Sabes que yo no escribí esa nota, ¿verdad?

—Ahora sí —Sherlock apartó la vista y la desvió hacia el campo, incapaz de mirarla a los ojos—. En el momento pensé que eras tú, pero supongo que es porque quería que fueras tú. Si lo hubiera pensado bien, habría sabido que no podía ser.

—¿Y eso por qué?

Él se encogió de hombros.

—La hoja era delicada y femenina, y la letra era muy precisa. Era como si alguien hubiera estado intentando hacerse pasar por una niña —se enredó—. Una mujer, quiero decir. Una mujer joven, quiero decir.

—Sé lo que quieres decir —sonrió ligeramente—. ¿Qué te hace pensar que normalmente no uso papel femenino y que no tengo una letra clara?

En ese momento fue capaz de mirarla a los ojos y el contacto visual duró un buen rato.

—No eres como ninguna chica que haya conocido en Inglaterra —dijo—. Eres única. Todavía estoy intentando entenderte, pero creo que si quisieras que fuera a algún lugar, como una feria, simplemente vendrías y me lo pedirías —se quedó pensando un momento—. O más bien me lo ordenarías —añadió.

Esta vez fue ella la que se ruborizó.

—¿Crees que soy tan mandona?

—No tanto. Solo lo suficiente.

Los ojos de Matty pasaron rápidamente de uno a otro.

—¿De qué estáis hablando?

—De nada —dijeron a la vez Sherlock y Virginia.

Sherlock volvió a mirar por la ventana y vio que Crowe se había unido a los cuatro hombres que estaban sentados en una mesa. Daba la impresión de que se llevaban bien. Crowe le hizo un gesto al dueño, que empezó a servir más cerveza de una jarra de peltre que había en el mostrador.

—Tu padre es un hombre interesante —dijo Sherlock, volviéndose a mirar a Virginia.

—A ratos.

—¿A qué se dedicaba en Estados Unidos?

Ella se quedó mirando fijamente su plato.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Era un rastreador.

—¿Te refieres a que cazaba animales?

Ella negó con la cabeza.

—Cazaba hombres. Seguía la pista a asesinos que habían escapado de la justicia y a indios que habían atacado asentamientos aislados. Los perseguía durante días por el desierto hasta que se acercaba lo suficiente para pillarles por sorpresa.

Sherlock no se podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Y qué…? ¿Y los volvía a llevar ante la justicia?

—No —dijo ella en voz baja. Se puso en pie de golpe y se marchó hacia donde estaban los caballos.

Sherlock y Matty se quedaron sentados en silencio durante un rato, cada uno absorto en sus propios pensamientos.

Finalmente Amyus Crowe salió de la taberna y se unió a ellos, empujando su enorme cuerpo a presión entre el banco y la mesa.

—Interesante —dijo, y volvió a ser el norteamericano de siempre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sherlock—. ¿Qué saben de la casa?

—¿Y cómo has conseguido que respondan a tus preguntas? —agregó Matty—. Nadie te conoce por aquí y la gente no suele confiar en los desconocidos.

—Entonces lo mejor que se puede hacer es no ser un desconocido —contestó—. Si te sientas ahí un momento y le das conversación al camarero, te conviertes en un mueble más. Luego, si ves una oportunidad, participas en la conversación y les cuentas algo sobre ti: quién eres, por qué estás ahí… Yo les he dicho que estaba pensando en comprar una granja y criar cerdos, partiendo del hecho de que los nuevos soldados de Aldershot van a necesitar un montón de comida. Les interesaba saber cuántos soldados iban a guarnecer allí y nos hemos puesto a hablar de oportunidades de negocio. He preguntado si había alguien por aquí que pudiera estar interesado en invertir en un negocio o tuviera alguna tierra que me pudieran prestar y me han hablado de la finca al final de la calle, que era propiedad de un hombre llamado Maupertuis, una especie de barón, aparentemente, y para colmo extranjero.

Sherlock le echó una ojeada a Matty y sonrió. Parecía que Crowe no se daba cuenta del hecho de que él mismo era un extranjero en ese país.

—Nadie ha visto nunca a este barón Maupertuis y dicen que trajo a todos sus empleados con él, que no los contrató aquí, lo que no le granjeó muchas simpatías de los aldeanos. Todas sus provisiones las compraron al por mayor en otro sitio, no las adquirieron en los alrededores. Total, que el dueño nos estaba escuchando y ha dicho que el barón se había marchado hoy a primera hora. Supuestamente un convoy de carros ha bajado la calle, todos atestados de cajas y muebles, con un vehículo de dos ruedas negro a la retaguardia. Y un poco más tarde han pasado más carros, esta vez con montones de cajas grandes cubiertas de sábanas. Sospecho que eran las colmenas que mencionabas, muchacho. Seguramente usaron humo para tranquilizar a las abejas y adormecerlas. Eso es lo que hacen los apicultores de verdad si están moviendo colmenas.

—¿Se llevaron las colmenas con ellos? ¿Por qué?

Amyus Crowe asintió con la cabeza.

—Muy buena pregunta. Si estás evacuando un lugar a toda prisa, ¿por qué te llevas todas las colmenas? Lo único que vas a hacer es retrasarte, y no es que no puedas conseguir más abejas en otro sitio —reflexionó un momento—. Parece que vuestra huida los asustó. No se podían arriesgar a que acudierais a la policía y fueran a investigar. Se han trasladado a otro sitio y tenemos que saber adónde.

—Podríamos seguirlos —dijo Sherlock.

Crowe negó con la cabeza.

—Llevan mucha ventaja.

—Tendrán que viajar despacio —insistió Sherlock—. Llevan las colmenas. Una persona a caballo podría alcanzarles.

—Hay demasiados caminos que pueden haber tomado —insistió Crowe.

—¿Un convoy de carros enorme? La gente los reconocería y se acordaría. Y no creo que vayan por caminos rurales que estén en malas condiciones. Permanecerán todo el tiempo en las carreteras principales. Eso reduce las opciones.

Crowe sonrió de oreja a oreja.

—Bien pensado, muchacho.

—¿Ya lo habías pensado? —preguntó Sherlock con el ceño fruncido.

—Sí, pero no quería ponerte las respuestas en bandeja. Quería ver si eras capaz de analizar algo detalladamente, sobre todo si yo te estaba empujando en la otra dirección —se levantó—. Conozco a unos tipos cerca de nuestra casa que tienen caballos y no les vendrían mal unos chelines. Les pediré que busquen el convoy. Te sugiero que vuelvas a la mansión Holmes y te reconcilies con tu familia. Diles que has estado conmigo todo el tiempo, eso debería calmar las cosas. Me dejaré caer por ahí mañana y te pondré al tanto de lo que haya descubierto.

Los cuatro volvieron al trote por carreteras secundarias y campo a través hasta que estuvieron cerca de Farnham, donde se despidieron. Matty se fue hacia donde había dejado su barco y Crowe y Virginia trotaron en dirección a su casa. Sherlock dejó a su caballo quieto un momento para poder poner en orden en su cabeza los acontecimientos del día anterior, que se convirtieron en recuerdos en lugar de en un batiburrillo de impresiones sensoriales. Finalmente, cuando se calmó un poco, guió al caballo hacia la mansión Holmes.

Cuando llegó, dudó por un instante dónde dejar el caballo. Al fin y al cabo no era suyo. Por otra parte, parecía que su dueño anterior lo había abandonado, y definitivamente era mucho mejor que la ruidosa bicicleta vieja que Matty había encontrado para él. Al final lo dejó en el establo con un fardo de heno. Si seguía ahí al día siguiente, lo vería como una señal de que estaba destinado a quedárselo.

Cuando entró en casa acababan de servir la cena. Se comportó de forma normal, como si nada hubiera ocurrido, como si el mundo fuera exactamente el mismo que por la mañana. Le echó un vistazo a su ropa, se sacudió el polvo de la chaqueta y se dirigió al comedor.

La comida fue una experiencia surrealista. Su tía no paraba de cotorrear sobre nada en particular como de costumbre y su tío leía un libro enorme mientras comía y de vez en cuando murmuraba algo entre dientes. La señora Eglantine le miraba fijamente desde su puesto junto a la pared. Era muy difícil conciliar aquel ambiente tranquilo y refinado con el hecho de que en las últimas horas había estado inconsciente, secuestrado y sentenciado a muerte antes de conseguir escapar. Estaba muerto de hambre, pese a la carne que había comido en la taberna, así que llenó con ansia su plato de trozos de pollo y verduras humeantes, y luego lo recubrió todo de salsa.

—Parece que vienes de la guerra, Sherlock —dijo su tía cuando estaban tomando el postre, que era lo más cerca que había estado nunca de preguntarle algo directamente.

—Yo… me caí —dijo él, consciente de los dolorosos cortes que tenía en la cara y las orejas—. No estoy acostumbrado a montar en bici.

Aquella respuesta pareció satisfacerla y siguió murmurando para sí en su monólogo perpetuo.

Cuando ya no era de mala educación irse, Sherlock se escabulló y se fue a su habitación. Tenía la intención de leer un rato y luego quizá escribir algunos de los sucesos del día en un diario para que no se le olvidaran, pero en cuanto se tiró en la cama le resultó difícil mantener los ojos abiertos y enseguida se quedó dormido con la ropa puesta.

Se despertó de noche y los búhos ululaban a lo lejos. Se quitó la ropa y se deslizó debajo de la áspera sábana. Cayó en un profundo sueño, como quien se sumerge en un oscuro y misterioso lago.

El día siguiente amaneció soleado y nítido. Amyus Crowe estaba en el salón cuando Sherlock bajó a desayunar. Llevaba un traje de lino blanco y un sombrero de ala ancha.

—Nos vamos a Londres —bramó cuando vio a Sherlock—. Tengo que ir por trabajo y tu tío me ha dado permiso para que vengas conmigo. Será muy educativo. Veremos algunas galerías de arte y te enseñaré un poco de historia relacionada con esa gran ciudad.

—¿Virginia viene también? —preguntó Sherlock sin pensar, e inmediatamente deseó poder retirar lo que había dicho, pero Crowe sonrió con una mirada pícara.

—Claro que sí —dijo—. No iba a dejarla sola en el campo ahora, ¿no? ¿Qué clase de padre sería si lo hiciera?

—¿Por qué Londres? —preguntó Sherlock en voz baja cuando llegó al pie de la escalera.

—Es a donde se dirigía el convoy de carros —respondió Crowe también en voz baja—. Sospecho que tiene otra casa allí.

Con un apenas audible frufrú de su falda, la señora Eglantine salió de la sombra al fondo del pasillo.

—Debería desayunar antes de que recoja la mesa, señorito Sherlock —dijo con una voz cargada de la suficiente aversión para que se notara, pero no tanta como para que Sherlock pudiera sentirse ofendido.

—Gracias —dijo él, y se volvió hacia Crowe—. ¿Nos vamos ya?

—Come algo antes de irte —respondió Crowe—. Lo vas a necesitar. Prepara una maleta pequeña para dos días. Te esperaré fuera en el carruaje —y se volvió a la señora Eglantine quitándose el sombrero con un ademán ostentoso y exagerado—: Señora —dijo, y se marchó.

Sherlock se tomó el desayuno lo más rápido que pudo, sin apenas saborearlo. ¡Londres! ¡Iba a ir a Londres! ¡Y si tenía suerte quizá podría ver a Mycroft mientras estaba allí!

Amyus Crowe le esperaba en un carruaje de cuatro ruedas a la entrada de la mansión. Virginia estaba sentada a su lado. Parecía incómoda, o bien por el vestido de volantes y el sombrero que llevaba o porque estaba encerrada dentro del coche en lugar de estar fuera al aire libre.

—Estás muy guapa —dijo Sherlock cuando se sentó frente a ella mientras el conductor acoplaba su bolsa con el resto. Ella le miró con el ceño fruncido.

El traqueteo de las ruedas en la gravilla cuando el carro arrancó no dejó oír su respuesta, pero de todas formas Sherlock no estaba seguro de querer oírla.

Cuando llegaron a la estación de Farnham, Matty estaba esperándoles. Amyus Crowe le sonrió.

—¿Recibiste mi mensaje entonces?

—Me despertó el tío que me lo entregó. ¿Cómo sabías dónde estaba amarrado mi barco?

—Mi trabajo es saber dónde está todo. Mi trabajo y también mi satisfacción personal. ¿Te apetece ir de excursión, muchacho?

—No tengo ropa de repuesto ni nada —dijo Matty.

—Te compraremos lo que necesites en Londres. Venga, vamos a por los billetes.

Crowe compró cuatro billetes de segunda clase a Londres y el grupo bajó al andén de la estación mientras el conductor del carro descargaba sus maletas. Había calculado perfectamente el tiempo. El tren llegó en diez minutos, gigante como un Behemot, con la parte delantera en forma de tubo expulsando vapor, los pistones bombeando arriba y abajo como las manecillas de un reloj y sus ruedas metálicas, casi igual de grandes que Sherlock, chirriando contra la vía.

—Una locomotora «Saxon» de Joseph Beattie —señaló Amyus—. Genéricamente se refieren a ella como una 2-4-0. Sherlock, ¿puedes decirme por qué?

—¿Por qué «Saxon» o por qué lo de«2-4-0»?

Amyus asintió con la cabeza.

—La recopilación de la información adecuada depende principalmente de cómo se formule la pregunta —indicó—. Me refería a la denominación «2-4-0». Imagino que lo de «Saxon» fue solo un capricho histórico que tenía el ingeniero. También diseñó una locomotora a la que llamó «Nelson».

Sherlock dejó que su mirada se paseara por la máquina. Observó que las ruedas no estaban a la misma distancia unas de otras sino agrupadas en un punto.

—Yo diría que es por la forma en que están colocadas las ruedas —se aventuró a decir—, pero no será por eso.

—En efecto, es por eso —respondió Crowe—. Hay dos ruedas en el único eje delantero girando de manera independiente para permitir que la locomotora atraviese las curvas. Luego hay cuatro ruedas unidas a la propia locomotora, en dos ejes. Esas son las ruedas motrices.

—¿Y el«0»? —preguntó Sherlock.

—Algunas máquinas tienen ruedas en la parte trasera —respondió Crowe—. El «0» indica que esta no tiene ese tercer grupo de ruedas.

—O sea que tiene un número para indicar que no hay ninguna —dijo Sherlock.

—Correcto —Crowe sonrió—. Puede que no sea razonable, pero es sumamente lógico, si aceptas el sistema que han elegido usar.

Encontraron un vagón para ellos solos y se acomodaron para el viaje. Sherlock nunca había estado en un tren y todo era nuevo para él: la vibración de los asientos, las paredes y las ventanas cuando se movían, el olor sorprendentemente agradable del humo que salía de la locomotora, el modo en que el paisaje pasaba rápidamente ante sus ojos, siempre cambiante y sin embargo extrañamente constante… Matty tenía los ojos muy abiertos y estaba nervioso; Sherlock imaginó que el chico nunca habría experimentado ni siquiera el escaso lujo de un compartimento de segunda clase.

Un bosque pasó a toda velocidad y dio paso a campos, pero las plantas que crecían en ellos no eran maíz ni trigo ni cebada; eran plantas marrones altas y delgadas con pequeñas hojas verdes abarquilladas alrededor de unos palos que habían clavado en la tierra a un metro y medio o dos del suelo. Sherlock estaba a punto de preguntarle a Crowe lo que eran cuando Matty, al ver su interés, se inclinó hacia delante para echar un vistazo.

—Lúpulos —dijo a secas—. Para las fábricas de cerveza. Esta zona es famosa por la calidad de la cerveza que elabora. Hay treinta bares y tabernas solo en Farnham.

Y así prosiguió el viaje, interrumpido por un cambio de trenes en Guildford, hasta que llegaron a la gran terminal de Waterloo en la concurrida metrópoli de Londres.

El sitio donde trabajaba y vivía Mycroft Holmes.