Cuando Sherlock se despertó le dolía la cabeza. El malestar parecía estar concentrado alrededor de su sien derecha, que latía lastimosamente al ritmo de su corazón. Era una especie de bulto gigantesco, palpitante y suave en el centro de su cabeza del que no podía librarse. Se quedó un rato tumbado en la oscuridad, sin pensar, dejándose llevar una y otra vez por el dolor, esperando que desapareciera. Y finalmente lo hizo.
Lo último que recordaba era que le habían dejado inconsciente en la pradera de debajo del castillo de Farnham junto al boxeador de la feria. Y ahora estaba en una confortable cama con la cabeza apoyada en almohadas de plumas. Eso quería decir que no seguía tumbado en el ring lleno de hierba enfangada de la feria, ni lo habían metido a empujones en una carpa para que se recuperara. A menos, claro, que estuviera alucinando, lo que era una posibilidad evidente dado que tenía una herida en la cabeza.
No, se dijo firmemente: tenía que dar por supuesto que lo que estaba sintiendo, oyendo y viendo era verdad y no una simple invención de un cerebro dañado.
La luz difusa que se filtraba por las ventanas con cortinas le indicó que aún era de día. No estaba en su cama; eso seguro. La suya era más dura y sus almohadas tenían más bultos. Le debía de haber encontrado alguien de la mansión Holmes y llevado allí de vuelta, dejándolo en una cama más cómoda, una a la que el médico y las criadas pudieran acceder con más facilidad, tal vez. Hizo un esfuerzo por intentar oír algún movimiento detrás de la ventana, pero no percibió nada salvo un sonido que podría ser el canto distante de un pájaro.
¿Cómo de grande era el problema en el que se había metido? Al pensarlo, sus labios emitieron un gemido involuntario. Había desobedecido las instrucciones precisas de su tío y sospechaba que cualquier intento de explicar que pensaba encontrarse con Amyus Crowe sería criticado duramente. Se había visto envuelto en una vulgar pelea a puñetazo limpio. Y peor aún, había perdido. Aquello podía no preocupar a Sherrinford o Anna Holmes, pero si el padre de Sherlock se enteraba alguna vez se pondría furioso. Uno de sus refranes favoritos era: «Un caballero nunca comienza una pelea, pero siempre la termina».
Si tenía suerte, su tío le recluiría en su cuarto durante un mes y limitaría sus comidas a pan y agua. Si tenía suerte. Y si tenía mala suerte… bueno, no estaba seguro, pero se imaginaba que el castigo sería funesto. ¿Una zurra, quizá? ¿Una paliza con una vara o un cinturón de cuero? Su tío probablemente lo haría con más pesar que enojo, pero ¿no había una cita bíblica que decía «la letra con sangre entra»?
Aquello no tenía buena pinta. Sherlock levantó el brazo y se tocó la cabeza. Sus dedos se toparon con un chichón, y cuando lo apretó una explosión de dolor le recorrió todo el cuerpo.
Se incorporó con mucho cuidado. Ni a su cabeza ni a su estómago les hizo ninguna gracia que se moviera, pero no se quejaron demasiado.
La habitación donde se hallaba estaba recubierta con artesonado de madera y la cama con dosel tenía un baldaquín bordado. No era una cama con la que estuviera familiarizado y la decoración parecía desentonar con lo que recordaba de la mansión Holmes. Se observó de arriba abajo. Seguía vestido, aunque le habían quitado la chaqueta. Miró a su alrededor y vio que estaba colgada en una percha detrás de la puerta.
Apartó la sábana que le tapaba y se puso de pie poco a poco. Parecía que el mundo daba vueltas sin parar como el agua de un cubo antes de estabilizarse. Le habían quitado los zapatos, pero vio que estaban al pie de la cama. Fue hacia ellos dando tumbos e hizo todo lo posible para deslizar los pies dentro sin inclinarse. Inclinarse sería una mala idea, pensó.
Fue hacia la ventana y abrió la cortina, pero la vista que tenía ante él no se parecía en nada al paisaje que rodeaba la mansión Holmes.
Aquella tierra era llana y baldía, despojada de hierba y plantas. El terreno era marrón y seco, y hasta donde alcanzaba a ver estaba cubierto de cajas de madera sobre cuatro patas resistentes. Eran un poco como gallineros pero más pequeños, y cada una tenía un pequeño agujero en el fondo, justo antes del sitio donde una base de madera separaba la caja de sus soportes. Estaban separadas formando una cuadrícula simétrica. Sherlock hizo una multiplicación rápida con la cabeza y llegó a la conclusión de que ante él habría unas quinientas cajas.
Una especie de espirales de humo salían por encima de algunas de ellas, pero el viento debía de estar arremolinándose de un modo extraño porque el humo de las distintas cajas se movía en direcciones diferentes. Algunas columnas dejaban una estela hacia arriba, otras hacia la izquierda, otras hacia la derecha y otras simplemente se quedaban merodeando por la entrada de las cajas como intentando entrar o salir.
Una figura se movió detrás de una de las cajas. Iba ataviada con un mono holgado hecho aparentemente de lona y tenía la cabeza cubierta por una máscara de muselina lo bastante fina para poder ver a través de ella y que había apartado de la cara con unos aros de madera. La figura se movió hacia otra caja y levantó la tapa con cuidado. Una bocanada de humo salió hacia afuera y le envolvió la cabeza, pero no pareció importarle. Se inclinó más y miró fijamente en su interior, luego volvió a cerrar la tapa y sacó una especie de bandeja de madera de debajo. Se quedó mirándola unos segundos, dio unos pasos y la colocó en un montón de bandejas similares.
Cuando por fin se despertó del todo, Sherlock cayó en la cuenta de lo que estaba mirando. La nube que había visto salir del cuerpo del hombre en el bosque que rodeaba la mansión Holmes, el humo que había presenciado Matty y el polen que le había llevado al profesor Winchcombe, finalmente cobraron sentido. Aquello no era humo sino abejas. Pequeñas abejas negras. Y eso quería decir que las cajas eran colmenas y el hombre de la máscara era un apicultor.
¿Pero qué clase de abejas eran y para qué servían? ¿Para hacer miel? ¿Para defenderse? ¿O para otra cosa?
O lo que era más importante, ¿dónde diablos estaba?
La puerta de la habitación se abrió detrás de él. Se giró rápidamente. Había dos hombres de pie en la entrada. Iban vestidos con una ropa impecable de terciopelo negro un tanto anticuada —bombachos, medias, chalecos y chaquetas cortas— y tenían la cara tapada con máscaras de terciopelo negro con unos agujeros a la altura de los ojos para poder ver.
Uno de ellos hizo un gesto por encima de su hombro. Estaba claro lo que significaba: Sherlock tenía que acompañarles. Por un momento se rebeló —nunca se le había dado bien obedecer órdenes que le dieran sin explicaciones—, pero al pensarlo un segundo se dio cuenta de que si no hacía lo que le decían lo levantarían sin contemplaciones y lo llevarían con ellos. Y seguramente no tendrían cuidado.
También pensó que ir con ellos era probablemente la única forma de averiguar lo que estaba pasando.
Con el corazón desbocado pero tratando de parecer calmado, incluso aburrido, Sherlock se acercó a la puerta. Los dos lacayos se apartaron para dejarle pasar.
El vestíbulo que había al salir de la habitación estaba decorado lujosamente de colores rojos y morados intensos, con un peculiar escudo de armas tejido en el papel pintado y bordado en las cortinas de terciopelo. Un criado le llevó por un tramo ancho de escaleras de mármol blanco, mientras el otro les seguía por detrás. El único ruido que se oía era el de las pisadas de Sherlock, ya que los zapatos de los sirvientes estaban enfundados para amortiguar el ruido y apenas producían un murmullo al pisar.
Cuando llegaron al pie de la escalera, el primer sirviente condujo a Sherlock a una puerta cerrada que había junto a un pesado armario de teca. La abrió hacia fuera y le hizo un gesto a Sherlock para que entrara. El joven dudó solo un segundo pero al final obedeció.
La puerta se cerró tras él con un golpe sordo pero rotundo.
La habitación era grande, oscura y fresca. Todas las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas. Algunos rayos diagonales se colaban en la penumbra y la luz que proyectaban era tan exigua que Sherlock solo pudo distinguir el borde de una mesa de madera maciza con una pesada silla colocada delante de ella. Todo lo demás estaba oscuro salvo el destello de lo que parecían objetos metálicos colgando de las paredes de piedra.
Era evidente lo que esperaban que hiciera. Mientras notaba cómo unas nerviosas gotas de sudor le chorreaban por la espalda, avanzó y se sentó en la silla.
Durante un buen rato lo único que rompió el silencio fueron los rápidos latidos de su corazón. Forzó la vista para ver en la oscuridad, pero no alcanzó a distinguir nada más que la superficie de la mesa que tenía justo enfrente. Y entonces, paulatinamente, empezó a oír un sonido débil, un chirrido rítmico, como las jarcias de un barco que cabeceara y fuera sacudido por las olas de algún océano fantasma. Parecía ir y venir, como si una ligera brisa estuviera soplando intermitentemente contra las velas, tirando muy fuerte de los cabos mojados y luego dejando que se volvieran a soltar. No entendía lo que era. Era imposible que estuviera en un barco. Había visto tierra por la ventana de la habitación y el suelo no subía y bajaba. ¿Pero entonces, qué era ese sonido?
—Estabas en el almacén —la voz de un hombre, apenas un susurro, habló desde la oscuridad al otro lado de la mesa. En aquella frase parecía haber una pizca de acento, la palabra «almacén» sonó más parecida a «almasén», pero Sherlock no logró averiguar de qué país era el hablante—. ¿Por qué estabas en el almacén?
—¿Quién es usted? —preguntó Sherlock con firmeza y una bravuconería que no sentía.
—¿Por qué estabas en el almacén? —insistió la voz. Sherlock tuvo que esforzarse para descifrar las palabras por encima del chirrido.
—Mi tío estará preocupado por mí —bramó Sherlock—. Habrá equipos de búsqueda tratando de encontrarme —no sabía si eso era verdad o no, pero le pareció bien decirlo. Podría descolocar a su misterioso interrogador.
—Solo te lo preguntaré una vez más y luego habrá consecuencias. ¿Por qué estabas en el almacén?
—No sé de qué me habla.
Algo fino, negro y desenroscado como una serpiente a punto de atacar surgió de la oscuridad. Le dio en la mejilla derecha antes de volver a la penumbra. Sherlock se estremeció al sentir la sangre que le chorreaba por la cara un momento antes de que el dolor le aflorara por toda la piel.
—¿Por qué estabas en el almacén? —insistió la voz.
Sherlock se llevó la mano a la mejilla. Estaba ardiendo. Luego la apartó de la cara y la miró. Tenía sangre en las líneas de la palma.
—Me ha hecho daño —dijo sin creérselo mucho.
El látigo volvió a salir rápidamente de la oscuridad. Esta vez Sherlock atisbó la punta justo cuando pasó silbando junto a su cara. Había un nudo en el fino cordón de cuero. El chasquido del nudo al golpear de lleno y retroceder coincidió con el fuerte dolor que le provocó al cortarle la parte de arriba de la oreja derecha. Sherlock chilló y se dio una palmada en un lado de la cabeza. Esta vez sintió que la sangre se le acumulaba en la mano y le chorreaba por la muñeca.
—¿Por qué…?
—¡Seguí a un hombre desde una casa de Farnham! —gritó Sherlock—. ¡Iba al almacén!
La voz se quedó en silencio un momento, pensando. Y luego:
—¿Por qué estabas siguiendo al hombre de la casa?
La sangre de la oreja, húmeda y cálida, le empezó a resbalar por el cuello. Todo el lado derecho de la cara estaba a punto de estallarle de dolor.
—Alguien murió en esa casa. Quería averiguar cómo había sido.
—Murieron por la peste, ¿no? —susurró la voz—. Es lo que dice la gente.
Sherlock se mordió la lengua antes de que se le escapara nada sobre las picaduras de abeja, pero el látigo salió otra vez de la oscuridad y le dio en plena frente, encima del ojo izquierdo. Su cabeza se golpeó bruscamente con la silla y sintió como si una terrible oleada de dolor se le estrellara contra el cráneo. Cuando intentó abrir el ojo notó que se le había quedado pegado con la sangre que le goteaba del corte que acababan de hacerle.
Si seguía así le acabarían destrozando la cabeza.
—¡Murió de picaduras de abeja! —gritó—. Cientos de picaduras de abeja.
Silencio. El dolor de los tres cortes en la piel de Sherlock se concentró en un punto de dolor ardiente que palpitaba al mismo tiempo que los rápidos latidos de su corazón.
—¿Quién más sabe lo de las abejas?
—¡Solo yo! —mintió.
El látigo volvió a salir de la sombra con un chasquido, como una serpiente a punto de morder, y le golpeó justo al lado del ojo izquierdo. Por un pelo no le llegó a cortar la blanda gelatina del propio globo ocular. La sangre le salpicó las pestañas, como glóbulos negros que colgaran en su campo de visión.
—La próxima vez que mi maestro del látigo te golpee, te dejará ciego del ojo izquierdo —dijo la voz—. La siguiente te cortará la oreja derecha. Responde bien a mis preguntas y no me mientas.
«¿Mi maestro del látigo?», pensó Sherlock. Eso significaba que el que estaba haciendo las preguntas y el que sujetaba el látigo eran dos personas diferentes. ¿Cuántos más estaban ahí escondidos en medio de la oscuridad, mirando y escuchando?
—Ya conozco algunas de las respuestas a las preguntas que te hago —continuó diciendo la voz susurrante—, y si tus respuestas son diferentes sufrirás ahora y por el resto de tu vida. ¿Quién más sabe lo de las abejas?
—El profesor Winchcombe en Guildford y Amyus Crowe en Farnham —la voz de Sherlock temblaba por el esfuerzo que hacía para mantener el dolor bajo control—. Mi tío Sherrinford. Amyus Crowe se lo dijo al médico local. No sé quién más —Sherlock dejó intencionadamente el nombre de Matthew Arnatt fuera de la lista y esperó que el hombre en la sombra no supiera de su existencia o no lo considerara importante.
—Demasiados —dijo la voz. Sherlock tuvo la impresión de que hablaba consigo mismo en lugar de con él. O quizá con alguien más, alguien que permanecía en silencio—. Debemos acelerar la operación —hubo una pausa, como si el hombre detrás de la voz estuviera pensando, y luego—: Llévate al chico y mátalo. Haz que parezca un accidente. Atropéllalo con un caballo y un carro. Asegúrate de que las ruedas le machacan el cuello.
De repente Sherlock tuvo una horrible visión del tejón muerto que había visto fuera del almacén, aquel cuyo vientre había sido aplastado por un carro al pasar. Y ahora le iba a suceder lo mismo a él.
Unas manos lo agarraron por los hombros y lo levantaron a la fuerza de la silla. Fue tambaleándose hacia la puerta, empujado por los dos lacayos que habían estado todo el tiempo en silencio detrás de él. Un caleidoscopio de ideas sobre cómo escapar le cruzó la mente como un relámpago, pero todas ellas dependían del primer paso para zafarse de aquellas manos que lo agarraban y lo empujaban. De pronto la luz se derramó sobre los tres cuando la puerta se abrió empujada por uno de los sirvientes, que había soltado momentáneamente el hombro de Sherlock. Este se dio la vuelta y le dio una patada con la que esperaba hacerle el suficiente daño para que le soltara, pero su zapato fue a parar a un lado de una bota de piel y rebotó. Un puño salió disparado hacia él y le dio en toda la cabeza. Galaxias de luz giraron velozmente delante de sus ojos.
La puerta del cuarto oscuro se cerró tras ellos. Matty Arnatt estaba de pie frente a ellos con una porra de metal tachonada en la mano. Parecía algo que habría usado un caballero medieval en el campo de batalla.
Golpeó con fuerza la cabeza del criado que estaba más cerca. El hombre cayó con la elegancia de un saco de carbón arrojado a una carbonera. El otro lacayo soltó a Sherlock y, gruñendo, dio un paso hacia Matty y trató de agarrarle la cabeza con su mano fornida. Sherlock se movió alrededor de él y le pegó un fuerte puñetazo en la ingle. El hombre se dobló y empezó a jadear.
—Por aquí —siseó Matty, haciéndole un gesto a Sherlock para que le siguiera.
Corrieron por los pasillos de una casa desconocida, cubierta de oscuros paneles de roble, con cortinas de terciopelo negro y asombrosas estatuas de alabastro blanco de ninfas griegas desnudas.
—¿De dónde has sacado esa maza? —gritó Sherlock mientras corrían. Podía oír el ruido de gente persiguiéndoles.
—Hay armaduras y cosas de esas por toda la casa —respondió Matty mirando hacia atrás—. Y me hice con una.
—¿Y qué demonios estabas haciendo aquí?
—Estaba en la feria. Vi cómo te embaucaban en esa pelea. Fui a ayudarte, pero dos tíos enormes te llevaban a rastras. Te tiraron dentro de un carro y te trajeron aquí. Yo me agarré a la parte de atrás para que no me vieran y luego me bajé cuando giró hacia este lugar. Te he estado buscando desde entonces.
—Vale —jadeó Sherlock—. ¿Dónde estamos?
—A unos cinco kilómetros de Farnham. Al otro lado de la mansión Holmes —Matty le condujo por una puerta sencilla que iba a parar a una zona que sería sin duda la de los sirvientes, y de ahí fueron por un desnudo pasillo de ladrillo hacia una puerta que daba al jardín. Salieron al sol radiante donde soplaba un delicioso aire fresco.
—¿Y no has traído las bicicletas?
—¿Cómo? —gritó Matty, ofendido—. ¡Estaba colgando en la parte de atrás de un carro! Difícilmente podía llevarlas, ¿no?
—¡Bien dicho! —exclamó Sherlock mirando a su alrededor sin dejar de correr. Estaban detrás de la casa. En lugar de un jardín, pasado un amplio porche empedrado y una pared baja estaba el campo lleno de colmenas que había visto antes—. ¿Entonces cómo vamos a salir?
—Encontré un establo, ¿no? —dijo Matty, todavía ofendido—. ¡Hay caballos!
—¡No sé montar!
Detrás de ellos, tres hombres con máscaras negras y ropa negra irrumpieron desde unas puertas acristaladas abiertas que seguramente llevaran a un salón. Se dispersaron en varias direcciones. Uno de ellos vio a Sherlock y a Matty y pegó un grito.
Matty miró a Sherlock con el ceño fruncido.
—¡Pues no tienes mucho tiempo para aprender, colega! —dijo.
Matty iba delante cuando doblaron la esquina de la casa. Un gran establo apareció frente a ellos. Los dos chicos atravesaron a toda prisa el campo abierto mientras oían el rápido zas zas zas de las pisadas de los sirvientes corriendo tras ellos. Llegaron al establo y entraron como una bala por las puertas abiertas.
La cuadra por dentro estaba en penumbra y los ojos de Sherlock tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Matty, que había estado ahí antes, fue inmediatamente hacia donde había visto dos caballos atados a columnas de madera fuera de sus compartimentos. Los dos estaban ensillados.
—Sube —dijo Matty—… Usa el lateral del compartimento como escalón.
Las pisadas de la calle se oían cada vez más cerca. Matty cogió la silla del caballo más pequeño, puso el pie en un estribo y se impulsó hacia arriba mientras Sherlock trepaba a duras penas por la parte de madera de los compartimentos con el pie derecho, deslizaba el izquierdo en el estribo e intentaba imitar el suave movimiento de Matty en el otro caballo, una enorme yegua alazana. Terminó sentado en la silla de pura casualidad. El caballo miró hacia atrás y le observó serenamente. Parecía no inmutarse de que un extraño saltara de repente encima de su lomo.
—¡Vámonos! —gritó Matty. Llevaba las riendas con una mano y con la otra desataba al caballo. Sherlock trató de agarrar sus riendas y de acordarse de lo que Virginia le había dicho sobre montar a caballo: «Guíalo con tus rodillas, no con las riendas. Usa las riendas para que vaya más despacio».
Sin mirar atrás, Matty arreó a su caballo para que saliera por las puertas del establo. Parecía suponer que su amigo le seguiría. Sherlock soltó la cuerda que impedía que su caballo se alejara. De repente le invadió el pánico cuando se dio cuenta de que Virginia le había explicado cómo montar y cómo parar, pero no cómo empezar a andar. Indeciso, presionó las rodillas a ambos lados del caballo. Obedientemente, la yegua empezó a moverse. Sherlock se inclinó hacia delante en la silla para compensar el balanceo. Hizo más presión con las rodillas y probó a agitar las riendas. El caballo comenzó a trotar y luego a medio galopar. ¿Por qué la gente decía que montar a caballo era tan difícil? ¡Era solo un conjunto de señas y gestos!
Al abandonar el establo, Sherlock se encontró de golpe ante una escena que era un derroche de color y acción. Matty se alejaba corriendo mientras un grupo de sirvientes enmascarados lo perseguían a pie y se iban quedando atrás. Dos hombres enmascarados estaban de pie delante de Sherlock, tratando de cerrarle el paso. Uno de ellos agitaba un revólver. Le disparó y él sintió que algo caliente le pasaba muy cerca del pelo. Azuzó a la yegua para que fuera al galope y esta se abrió paso en medio de los dos hombres y los tiró al suelo. Con ayuda de sus rodillas, Sherlock hizo que el caballo fuera más rápido. Parecía que estaban sobrevolando la tierra cuando dieron alcance a Matty.
A los pocos minutos llegaron cerca del muro que limitaba la finca. Debía de tener tres metros de alto. Los chicos guiaron a sus caballos por una curva y se dirigieron a la entrada principal. Los dos caballos corrían pesadamente y el ruido de sus cascos cambió al pasar de la tierra blanda a las piedras del camino. A Sherlock se le cayó el alma a los pies cuando vio que las puertas de la finca estaban cerradas a cal y canto. Dos sirvientes enmascarados con escopetas estaban de pie delante de ellos y apuntaban a los caballos. Sherlock y Matty tiraron de las riendas a la vez. Los caballos patinaron y se detuvieron, lanzando piedras por el aire.
Uno de los hombres disparó su escopeta. El estallido resonó en toda la finca. Sherlock vislumbró cómo el perdigón pasaba volando cerca de ellos formando una nube de polvo, como si fuera una explosión de mosquitos.
Luego usó las rodillas para guiar a la yegua y tiró instintivamente del lado izquierdo de las riendas para hacer más fuerza y conseguir que el animal se diera la vuelta. Matty hizo lo mismo. Ambos arrearon a sus caballos para que volvieran a ir al galope. La casa se alzaba ante ellos, oscura y amenazante.
Sherlock miró a izquierda y derecha y vio salir a varios hombres enmascarados de ambos lados de la casa, armados con una colección de revólveres, escopetas, rifles y horquillas para aventar heno. Solo podían seguir de frente hacia la entrada de la casa.
Matty empezó a ir más despacio. Miró a su alrededor con aire indeciso.
Sherlock pasó al galope por delante de su amigo y gritó:
—¡Sígueme! —les habían cerrado el paso a derecha e izquierda, así como detrás de ellos. Casi podía oír la voz de su hermano Mycroft diciendo: «Cuando todas las demás opciones son imposibles, Sherlock, aprovecha la que queda, por muy improbable que parezca».
Su caballo presintió sus intenciones, saltó los escalones que subían al porche y se dirigió con paso certero hacia la amplia entrada principal.
Sherlock se agachó cuando su caballo pasó galopando por las puertas abiertas y entró en el vestíbulo, donde notó cómo el dintel de la puerta le rozaba el pelo. Los cascos del caballo patinaron y trapalearon en el suelo de baldosas y estuvieron a punto de derribar a Sherlock antes de que el animal recobrara el equilibrio. Por un momento la oscuridad del vestíbulo lo desconcertó, pero sus ojos se acostumbraron rápidamente y arreó al caballo para que siguiera adelante. Pasaron las escaleras de mármol y fueron hacia la parte de atrás de la casa. Algunos sirvientes enmascarados salieron corriendo de las puertas y luego retrocedieron, aterrorizados por los dos caballos que prácticamente ocupaban todo el espacio. En lugar de dirigirse a la zona de los criados, Sherlock condujo al caballo bruscamente hacia la derecha y abrió una puerta que daba a lo que él intuía —por el lugar donde se ubicaba y comparándola con la mansión Holmes— que era una sala de estar. Y tenía razón.
La habitación era espaciosa y tenía mucha luz y unas grandes puertas acristaladas de doble hoja que daban a una galería. Y según recordaba de su huida unos momentos antes, ¡las puertas estaban abiertas!
En pocos segundos, cruzó al galope el salón y salió al porche. Sherlock oyó un alboroto cuando el caballo de Matty tiró al suelo varios muebles en el cuarto de al lado y luego el trapaleo de los cascos en las losas del porche.
Ante él, al otro lado del campo de las colmenas, atisbó una pequeña puerta trasera por la que probablemente les entregarían provisiones y suministros. Daba la impresión de que no la estaban protegiendo. Corrió hacia ella mientras la crin del caballo le azotaba la cara y la brisa le soplaba en las orejas. Las colmenas en forma de caja componían una cuadrícula geométrica por la que el caballo galopó en línea recta. Varias nubes de abejas echaron a volar detrás de ellos, pero el caballo era demasiado rápido para ellas, que deambularon y se agitaron confusas.
La puerta de atrás estaba cerrada con llave, pero Sherlock apenas tardó un minuto en apearse y quitar el cerrojo. Se dio la vuelta y miró hacia el otro lado de la finca justo cuando Matty llegaba a medio galope y se ponía a su lado. Unos hombres enmascarados y armados se concentraban en el otro extremo del campo de las colmenas. Era evidente que no querían arriesgarse a entrar en aquella zona. Uno o dos de ellos ya estaban dando golpes en el aire mientras las rabiosas abejas atacaban lo primero que se les ponía por delante.
—Creo que ha ido bien —dijo Matty—. ¿Nos quedamos a mirar?
—Ni hablar —contestó Sherlock.