—Me decepciona, muchacho.
Sherrinford Holmes estaba sentado en el enorme escritorio de roble de su despacho, Amyus Crowe estaba de pie detrás de su hombro izquierdo y la señora Eglantine detrás del derecho. Las ropas negras del ama de llaves se mimetizaban tan bien con las sombras que solo se le veían la cara y las manos. Eso, unido a la larga barba blanca del tío Sherrinford y las diferentes Biblias hebreas, griegas, latinas e inglesas que estaban amontonadas por toda la mesa, pensó Sherlock, era como ser disciplinado por Dios con dos ángeles vengativos de pie detrás de su trono; un efecto que solo se echaba a perder porque el tío Sherrinford llevaba puesta la bata encima del traje.
A Sherlock le ardía la cara de la vergüenza y el enfado. Quería protestar y decir que lo había hecho por una buena causa, pero con una sola mirada a su tío supo que discutir no serviría de nada.
—Lo siento, señor —dijo al cabo de un buen rato cuando se dio cuenta de que su tío estaba esperando una respuesta—. No lo volveré a hacer.
—Su padre, mi hermano, le encomendó a mi cuidado a condición de que continuara con su educación y evitara que se juntase con malas compañías o tomara un camino equivocado. Me muero de vergüenza al descubrir que he fracasado en ambas tareas.
Se hizo otra pausa larga. Sherlock se sintió presionado para volver a decir que lo sentía, pero le dio la impresión de que si lo hacía les parecería un insolente.
—Sé que no debería haber ido yo solo hasta Guildford —dijo por fin.
—Ese es el más nimio de sus pecados —declaró el tío Sherrinford—. Esta misma mañana se ha ido a hurtadillas de esta casa antes de que saliera el sol como un criminal cualquiera.
—Ni siquiera ha dormido en su cama —le interrumpió la señora Eglantine—. Debe de haberse ido antes de medianoche.
Sherlock sentía cómo le temblaban los hombros del esfuerzo que estaba haciendo para controlar su enfado. Sabía que ella estaba mintiendo —sí que había dormido unas horas y se había marchado justo antes del amanecer—, pero no podía contradecirla pese a un deseo ardiente de decir la verdad. El ama de llaves estaba intentando que se metiera en un lío aún mayor y si discutía con ella lo verían como un desafío y recibiría el correspondiente castigo.
—Escribiré a su hermano —continuó Sherrinford—, diciéndole que la confianza que he depositado en usted ha sido traicionada. Y no se le permitirá dejar esta casa en una semana.
—Si me lo permite —dijo Amyus Crowe arrastrando las palabras desde detrás de Sherrinford—, me gustaría decir algo a favor del chico —rebuscó en su deslumbrante chaqueta blanca y sacó un sobre—. La carta que el chico trajo del eminente profesor Winchcombe ha apaciguado el temor a un brote de peste bubónica en la zona. El hecho de llevarse esa muestra de polen para que fuera identificado indica una voluntad de hierro, una manera de pensar independiente y una reticencia a fiarse de las cosas, todos ellos atributos que deberían ser fomentados, diría yo.
—¿Está sugiriendo que el chico debería librarse del castigo, señor Crowe? —preguntó la señora Eglantine con una voz suave.
—En absoluto —respondió Crowe—. Yo sugeriría que en lugar de prohibirle del todo que salga de casa, le digan que solo puede salir conmigo. De ese modo yo puedo seguir manteniendo el acuerdo que hice con su hermano.
Sherrinford Holmes se quedó un rato pensando y pasándose la mano por la barba con la mano derecha.
—Muy bien —dijo—. Haremos un acuerdo mutuo. Estará confinado en esta casa lo que queda de hoy y mañana. Después se quedará aquí todo el tiempo excepto cuando el señor Crowe le dé clase. Mientras esté en la casa habrá de quedarse en su habitación salvo para las comidas —le temblaron los labios—. Aunque le permitiré que coja cualquier libro que desee de mi biblioteca para pasar el rato. Aprovéchelo bien para mejorar y que lo que aprenda se vea reflejado en sus acciones.
—Lo haré, señor —dijo Sherlock, haciendo un esfuerzo porque las palabras salieran de su boca. La tensión en sus hombros se alivió un poco—. Gracias, señor.
—Ahora váyase y no regrese hasta la hora de cenar.
Sherlock se dio la vuelta y salió del despacho. Tenía unas ganas tremendas de discutir, de explicar que lo que había hecho estaba bien, pero conocía bastante bien cómo funcionaba el mundo de los adultos como para darse cuenta de que discutir solo empeoraría las cosas. Que estuviera «bien» no importaba. Lo que importaba era «obedecer las reglas».
Subió las amplias escaleras alfombradas hasta el primer piso, luego las de madera más estrechas que llevaban a la buhardilla, donde estaba su habitación. Se tumbó en la cama mirando al techo y dejó que sus pensamientos se arremolinaran en su cabeza.
El resto de aquel día y todo el siguiente pasaron en una nebulosa. Su cuerpo, cansado y maltrecho tras sus aventuras, tuvo la oportunidad de repararse durmiendo todo lo que podía, pero cuando se despertaba descubría sus pensamientos revoloteando sin rumbo, como polillas alrededor de la llama de una vela. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estaba planeando exactamente el barón Maupertuis y quién iba a detenerlo?
Pasó algún tiempo intentando redactar una carta en su cabeza para su hermano, no porque esperara que Mycroft hiciera algo, sino porque necesitaba contarle a alguien en quien confiara lo que había estado ocurriendo. Por fin, cuando consiguió expresarlo como quería, lo puso por escrito en un papel.
Querido Mycroft,
Ojalá pudiera decirte que he estado siguiendo tus consejos y que me he dedicado enteramente a estudiar en la biblioteca del tío Sherrinford y pasear por el campo, pero parece que me he metido en líos y ahora no sé qué hacer. La buena noticia, si es que hay alguna, es que he hecho dos amigos. Uno de ellos se llama Matthew Arnatt y vive en una barcaza en el canal. Creo que te va a caer bien. La otra es Virginia Crowe. Es la hija de Amyus Crowe, que dice que me está enseñando cosas de la naturaleza y a observar el mundo que me rodea, pero creo que en realidad me está enseñando a pensar. Desearía que no hubieras visto necesario encontrarme un tutor durante las vacaciones, pero de todos los tutores que podrías haber encontrado creo que el señor Crowe es el mejor. Han estado pasando cosas extrañas aquí en Farnham y me gustaría poder hablar contigo sobre ellas. Encontraron en el pueblo el cuerpo sin vida y lleno de ampollas de un hombre, y otro aquí en las tierras de la mansión Holmes. La gente de aquí pensó que podía tratarse de la peste, pero un hombre llamado profesor Winchcombe probó que fueron asesinados por cientos de picaduras de abeja. Creo que las abejas están conectadas de algún modo a un hombre llamado barón Maupertuis, que posee un almacén en Farnham, pero no sé de qué manera.
El almacén se incendió y se destruyeron todas las pruebas. Te contaré cómo ocurrió cuando te vea.
En resumen, la vida aquí es más interesante de lo que esperaba, al menos cuando puedo salir de casa. Actualmente estoy castigado en mi cuarto por haber ido a Guildford a ver al profesor Winchcombe, pero esa es otra historia que te contaré cuando te vea.
¿Hay alguna noticia de padre? ¿Sigue de camino a la India, y tienes alguna información más sobre cuándo acabarán los problemas allí?
Dale recuerdos a madre y a nuestra hermana. Y ven pronto a visitarme, por favor.
Tu hermano,
Sherlock
Cuando terminó la carta y la lacró, la dejó en la mesa del vestíbulo a la hora de comer para que una sirvienta la recogiera y la llevara a la oficina de correos de Farnham. Cuando bajó otra vez para cenar, la carta no estaba. La señora Eglantine pasaba por el vestíbulo —su cara parecía flotar en la sombra— y le sonrió sin alegría. ¿Habría visto la carta? ¿La habría leído? ¿Habría conseguido siquiera llegar hasta la oficina de correos o la habría destruido? Sherlock se dijo a sí mismo que aquello era una estupidez. ¿Qué motivos tenía ella para hacer eso? Pero la advertencia de Mycroft resonó en su cabeza: «No es amiga de la familia Holmes».
Mientras estaba tumbado en su cuarto no era capaz de sacarse aquello de la cabeza. El lejano gong para ir a cenar lo sacó de una siestecita y bajó al piso de abajo. La señora Eglantine estaba saliendo del comedor en ese momento. Le echó un vistazo con una sonrisa sarcástica en los labios y se marchó.
Sherlock no tenía hambre. Se quedó mirando la puerta unos instantes, intentando obligarse a comer lo justo para mantenerse con fuerzas, pero no pudo. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la biblioteca para ver si podía encontrar algún libro sobre abejas o apicultura.
Cuando estaba en medio del vestíbulo vio una carta en la fuente de plata de la consola. ¿No estaba ahí antes o es que no la había visto? Por un momento creyó que podría ser otra carta de Mycroft, así que la cogió. Su nombre estaba escrito junto a la dirección de la casa, pero no era la letra de Mycroft. Era más redonda. Más… femenina. ¿Cómo era posible?
Sherlock miró a su alrededor, casi convencido de que encontraría a la señora Eglantine mirándole desde la penumbra, pero era el único que estaba en el vestíbulo. Cogió la carta, abrió la puerta de la casa y se quedó de pie bajo el sol del atardecer, sin moverse de la entrada para que no pudieran acusarle de haber salido.
Dentro del sobre solo había una hoja de un tenue color lavanda. En ella, debajo de su nombre y dirección, estaba escrito:
Sherlock,
Hay una feria que se celebra en el prado que hay bajo los terrenos del castillo. Búscame allí mañana a las nueve de la mañana, ¡si te atreves!
Ven solo.
Virginia
Se quedó atontado durante un rato y respiró hondo. ¿Virginia quería verle? ¿Pero por qué? En las dos ocasiones que se habían encontrado le había dado la impresión de no caerle bien. La verdad es que no habían hablado mucho entre ellos. Y sin embargo ahora quería verle. ¿A solas?
¡Pero no podía ir! ¡Le habían prohibido salir de casa!
Los pensamientos se le agolparon en la mente mientras trataba de inventarse una excusa que le permitiera salir de casa a la mañana siguiente sin meterse en líos. Tenía que haber una razón lógica que pudiera resistirse al examen minucioso del tío Sherrinford. Virginia le había pedido que se vieran. Por lo poco que sabía de ella, podía afirmar que era más independiente que las chicas inglesas de su edad. Sabía montar a caballo —bien, no a la amazona— y era perfectamente capaz de irse por su cuenta. Pero si hubiera sido inglesa no habría ido a la feria sin su familia. Y eso quería decir que sería razonable que Sherlock interpretara la carta como si fuera una invitación para quedar con ella «y con su padre», lo que significaba que podía salir de casa sin infringir las condiciones del acuerdo con su tío. Sherrinford no se iba a creer que una chica pudiera quedar con un chico sin que su familia estuviera presente. Sherlock se lo imaginaba, pero si lo ponían en duda no soltaría prenda.
Una idea pasajera lo desconcertó. ¿Qué pasaría si alguien de la mansión Holmes acudía a la feria? Pero al pensarlo mejor se convenció de que era bastante improbable que su tío, su tía o la señora Eglantine estuvieran allí, y si alguna de las criadas, cocineras o trabajadores había ido, lo más seguro es que ni siquiera le reconocieran.
Pasó el resto de la tarde y gran parte de la noche convenciéndose a sí mismo de si debía o no debía ir a la mañana siguiente. Por la mañana seguía sin estar seguro, pero mientras bajaba las escaleras para ir a desayunar se puso a pensar en la cara de Virginia y decidió que sí. Definitivamente sí.
Miró la hora en el reloj del abuelo. Eran las ocho pasadas. Si se marchaba ya y llevaba la bicicleta podría llegar allí casi a tiempo. Sabía dónde estaba el castillo —encaramado en una colina que había encima del pueblo— y supuso que el ejido era una zona del prado a muy poca distancia.
¿Debía dejar una nota? Después de los últimos acontecimientos pensó que sería lo más sensato, así que escribió a toda velocidad una explicación rápida en la parte de atrás del sobre diciendo que iba a ver a Amyus Crowe y la dejó en la fuente de plata. Luego fue medio corriendo hasta donde había dejado la bicicleta, agachándose cuando pasaba delante de las ventanas y escondiéndose tras los muros donde podía hacerlo.
Por el camino, la cabeza le daba vueltas con ideas y conjeturas. Nunca había tenido una amiga de verdad. Estaba su hermana, claro, pero era mayor que él y le interesaban cosas diferentes: pintar, hacer ganchillo, tocar el piano… Y además estaba enferma, lo que la había mantenido apartada y postrada en cama durante largos períodos de la infancia de Sherlock. Nunca había hecho ningún amigo de verdad en la zona que bordeaba la casa de sus padres, y mucho menos amigas, y el internado de Deepdene era solo para chicos. No estaba del todo seguro de cómo comportarse con Virginia, sobre qué hablar o cómo actuar.
Cuando entró pedaleando en Farnham, tomó una calle lateral que subía hacia el castillo que estaba en lo alto del pueblo. Avanzó a duras penas hasta que las piernas le empezaron a quemar, luego se bajó de la bici y caminó, empujándola a su lado. Cuando llegó a las tierras del castillo estaba exhausto.
Sherlock vio un variado grupo de gente que se extendía por la pradera iluminada por el sol de la mañana. Como si se tratara de un auténtico pueblo en miniatura, habían montado barracas y rings rodeados de cuerda a ambos lados de amplios callejones cubiertos de hierba por los que la gente deambulaba y contemplaba el espectáculo. El humo lo cubría todo y los olores de la carne cocinándose, el excremento animal y la gente hicieron que a Sherlock le picara la nariz. Había zonas para malabaristas, para boxear, para batirse en duelo y para peleas de perros. Los embaucadores vendían jarabes curalotodo hechos de quién sabe qué, los lanzallamas se metían a la fuerza en la boca brasas ardiendo en pinchos metálicos y los vecinos hacían muecas grotescas para ganar un sombrero, echaban carreras para ganar una bata y comían gachas por un premio en metálico para el que pudiera comer más.
Echó un vistazo a la muchedumbre, buscando el inconfundible pelo cobrizo de Virginia, pero había tanta gente que no diferenciaba a unos de otros. Ella no había concretado donde se encontrarían, por lo que sus únicas opciones eran esperar y confiar en que llegara hasta donde él estaba o sumergirse entre la multitud y buscarla. Y nunca se le había dado muy bien esperar.
Algo inquieto, Sherlock dejó su bicicleta apoyada en una valla a un lado del prado. No estaba del todo seguro de que estaría allí cuando regresara, pero aquella aglomeración de gente implicaba que no iba a ser capaz de llevarla consigo.
Lo primero que se encontró mientras cruzaba andando la pradera fue un gran barril lleno de agua hasta el borde. La gente estaba arracimada alrededor de él, riendo y animándose entre sí para entrar. Parecía que la superficie del agua estaba hirviendo, lo que llevó a Sherlock a sospechar que estaban cocinando algo dentro, pero no había fuego debajo. En medio de la multitud, un joven delgado con un pañuelo de lunares anudado al cuello estaba intentando impresionar a una chica rubicunda con un vestido blanco que tenía al lado. Le entregó una moneda al supuesto dueño del barril, agarró los lados con ambas manos y metió bruscamente la cabeza en el agua.
Sherlock dio un grito ahogado, bastante convencido aún de que el agua estaba hirviendo, pero el chico no parecía estar haciéndose ningún daño. Se movía de un lado al otro del agua como si estuviera buscando algo; cada pocos segundos impulsaba la cabeza muy rápido hacia delante y luego la echaba hacia atrás. Por fin la sacó fuera del todo. El agua le corría por la cara y el cuello y le mojaba la ropa, pero no parecía importarle. Tenía algo apretado entre los dientes; algo plateado que serpenteaba frenéticamente intentando escapar. Al principio Sherlock no pudo averiguar lo que era, hasta que se dio cuenta. Era una anguila, apenas más larga que el dedo de un hombre. Sherlock siguió andando, asombrado. Había oído hablar de pescar manzanas con la boca, ¿pero pescar anguilas? Increíble.
—¡Vean a la oveja más extraordinaria del mundo! —gritó un vocero desde delante de una caseta—. Vean a una oveja con cuatro patas y la mitad de una quinta. ¡Nunca verán otra igual! —y se encontró con la mirada de Sherlock cuando pasaba por delante—. Usted, jovencito. Vea el espectáculo más asombroso sobre la faz de la tierra. Jamás lo olvidará. Las chicas le escucharán fascinadas sin perder detalle mientras describe la increíble oveja con cuatro patas y la mitad de una quinta.
Pasó por una barraca donde había dos marionetas expuestas en una ventana y manejadas por un titiritero cuyo cuerpo estaba oculto dentro de la caseta. Sus cabezas estaban talladas en madera. Tenían unas narices y unas barbillas exageradas y su ropa estaba hecha con jirones de colores llamativos. Cuando Sherlock estaba mirando, una marioneta puso la cabeza en el borde de la ventana —casi tuvo que doblarse para conseguirlo— y la otra se la cortó al instante con un hacha en miniatura. La cabeza se cayó y unos lazos rojos brillantes explotaron hacia afuera, emulando chorros de sangre. La multitud aplaudió y agitó sus sombreros.
Al otro lado de la feria había un estanque y un pato al que un hombre vestido con un chaleco de colores vivos y una chistera estaba lanzando dentro. La pata del animal estaba atada con un pedazo de cuerda muy fina a una pesa que lo mantenía sujeto. Alrededor del estanque había perros gruñendo y babeando al final de unas sogas y correas de cuero. Cuando vio el intercambio de dinero entre todo el gentío, Sherlock tuvo el terrible presentimiento de que sabía lo que pasaría después. El hombre del chaleco dio un paso atrás y levantó la mano. La multitud se quedó callada, expectante. Los perros redoblaron sus esfuerzos para liberarse y sus rugidos fueron suficientes para hacer que temblara la tierra. El hombre dejó caer su mano hasta la cintura y los dueños soltaron a sus perros, que se tiraron en masa al estanque, intentando atrapar al ave que graznaba y salpicaba agua por todas partes. Aterrorizado, el pato revoloteó de un lado a otro todo lo que le permitían la cuerda y la pesa, y esquivó las embestidas. Los perros, por su parte, evitaron ir donde no hacían pie, excepto un valiente terrier que nadó rabioso por el estanque persiguiendo al pato. Sherlock apartó la vista antes de que le hincara los dientes en el cuello. Era algo que se veía venir. La única duda era cuál de los amos ganaría el premio.
Sherlock se alejó, asqueado. Pasó por delante de puestos donde vendían salchichas calientes y manzanas recubiertas de caramelo frío pinchadas en palos, galletas con sabor a naranja y cortezas de cerdo saladas e infladas. No estaba seguro de si la sensación que tenía en el estómago era de hambre o de nerviosismo. O de ambas.
La muchedumbre iba en aumento y cada vez era más escandalosa. Sherlock sintió que le empujaban por detrás. La gente a su alrededor protestaba y refunfuñaba. Una voz se elevó por encima de ellos, gritando:
—¿Quién competirá con el invencible campeón? ¿Quién tiene el valor de enfrentarse a Nat Wilson, el prodigio de Kensal Green? ¡Un soberano si ganáis; nada más que desdén y escarnio si perdéis!
Tropezó con algo y se hizo daño en la rodilla. Cuando logró ponerse de pie le pegaron en un costado. Algo duro le golpeó en la espalda. Se giró y de repente vio que estaba delante de la multitud. El objeto con el que se había tropezado era un poste de madera, uno de los cuatro que delimitaban las esquinas de un cuadrado. Habían puesto unas cuerdas entre los postes. Un hombre vestido solo con unos calzones de cuero estaba de pie en medio del ring, posando y haciéndole gestos al público. Tenía el pecho y los brazos muy musculosos. Otro hombre vestido con un traje polvoriento y un sombrero de fieltro miraba fijamente a Sherlock.
—¡Tenemos un contrincante! —gritó. La audiencia aplaudió.
Sherlock intentó retroceder, pero la gente le empujaba desde atrás. Unas manos separaron las cuerdas para hacer un hueco y metieron a Sherlock a la fuerza en el recinto cubierto de hierba.
—¡No! —gritó, dándose cuenta de que de alguna manera era el rival—. Yo no…
El charlatán de feria le cortó.
—Normas de Broughton —coreó—. Nada de almohadillas ni puños de hierro. Todo vale salvo golpear a un hombre noqueado. Cuando un hombre está en el suelo tiene treinta segundos para descansar y ocho segundos adicionales para volver en sí. El combate termina cuando un hombre no se puede levantar —le echó un vistazo a Sherlock, que estaba mirando con cara de espanto a su alrededor, tratando de encontrar un hueco en la multitud por donde poder escapar—. Chaval —murmuró—, no creo que dures más de un minuto sin ayuda. Si aguantas cinco, duplicaré el premio. Tengo que mantener entretenidos a los clientes.
—¡Yo no debería estar aquí! —protestó Sherlock.
—Ya es un poco tarde para eso —replicó el charlatán.
—¡Pero esto es un error!
—No —el hombre sonrió, mostrando unos dientes negros y podridos—. Esto es una masacre.
El vocero se dirigió a un lateral del ring donde otra gente le separó las cuerdas para que pasara. Sherlock intentó seguirle, pero las cuerdas volvieron a su sitio con un ruido seco y los hombres, mujeres y niños del público le abuchearon cuando se acercó y le tiraron piedras que le hicieron retroceder al centro del ring.
El otro boxeador avanzó dando zancadas, con su mirada revoloteando entre el público y provocando aplausos. Era al menos quince centímetros más alto que Sherlock y mucho más robusto. Sus manos parecían dos bolsas de cuero llenas de nueces.
—Colócate —gruñó.
—¿Qué?
El boxeador indicó dos líneas paralelas que habían marcado en la hierba, a menos de un metro de distancia una de otra.
—Ponte detrás de una; yo me pondré detrás de la otra. Cuando toquen la campana, luchamos. Así es como funciona esto.
—Yo no quiero luchar —protestó Sherlock.
—Tú eliges, chico —gruñó el boxeador—. De todas formas tengo que conseguir que dure cinco minutos. Tu cabeza va a parecer carne picada si no te proteges —miró a Sherlock de arriba abajo—. Aunque probablemente también lo parezca si te cubres —añadió. Le empujó hacia la línea más cercana al césped—. Levanta las manos, protégete la cara. Y cuando te caigas, levántate. Si te caes, te patearé hasta que te vuelvas a poner de pie.
—Creía que el árbitro había dicho que no se golpeaba a un hombre que estuviera en el suelo.
El boxeador se encogió de hombros.
—No dijo nada de dar patadas.
Sin poder creer lo que le estaba pasando, Sherlock se colocó en su puesto. El boxeador, ataviado con unas botas, se puso en la otra línea. Sherlock miró a su alrededor, buscando a alguien, a cualquiera que pudiera ayudarle, pero las caras que le devolvían la mirada estaban enardecidas, sudorosas y desfiguradas por la agresividad. No tenía escapatoria.
Tocaron una campana.
Sherlock retrocedió justo cuando el puño de su adversario pasó silbando al lado de su nariz. Subió las manos para defenderse y se alejó mientras el otro hombre daba un paso al frente. El público clamó. Había visto imágenes de boxeadores en los libros y algunos combates en el gimnasio de Deepdene, incluso él mismo había peleado alguna vez, y adoptó la posición que recordaba —los puños apretados y colocados en alto delante de él— pero su rival evidentemente no había leído los mismos libros y avanzó con pesadez, balanceando los brazos hacia los lados desde la altura del hombro. Sherlock recibió un puñetazo en el hombro izquierdo —el que Clem había herido la noche anterior— y sintió que un dolor muy fuerte le manaba por el brazo como un metal líquido. La mano se le cayó hacia un lado. ¿Cómo había ocurrido aquello? Solo un minuto antes había sido alguien anónimo entre el público, ¡y ahora era el centro de todas las atenciones! Era casi como si algo, «alguien», hubiera estado dirigiendo a la multitud y la hubiera empujado hasta ese mismo momento.
El otro boxeador se acercó, preparado para asestarle un puñetazo en toda la cara, así que Sherlock retrocedió y le golpeó con su puño derecho. Increíblemente logró darle en la nariz. Notó que algo se rajaba bajo sus dedos, y la sangre cayó como una cascada por la barbilla y el pecho del hombre. El luchador retrocedió con un movimiento brusco y escupió con fuerza, rociando de sangre la camisa de Sherlock, y luego le pegó con la mano derecha directamente en el pecho. Sherlock se echó hacia atrás por el impacto. El dolor se le extendió por las costillas. Por un momento pensó que su corazón se había detenido. Intentó respirar, pero los pulmones no le funcionaban. Se dobló por la mitad y trató de meterse a la fuerza un poco de aire en la garganta. Una mano lo agarró de la nuca y lo lanzó a la hierba. El impacto de su cuerpo contra el suelo sacó el último aire que le quedaba en los pulmones e inmediatamente comenzó otra vez a dar grandes bocanadas de aire. Se apartó rodando justo cuando un pie se estrelló contra el suelo donde había estado su cabeza, y se puso en pie rápidamente.
La cara del otro boxeador estaba cubierta de sangre y solo se veían dos ojos entrecerrados y furiosos y una hosca hilera de dientes. Avanzó hacia Sherlock y le golpeó dos veces, con la mano izquierda a las costillas y con la derecha a un lado de la cabeza. Un dolor invadió a Sherlock, rojo y crudo. Todo parecía tan lejano… Se estaba cayendo, pero no sintió el impacto al chocar contra el suelo.
La oscuridad lo reclamaba y él acudió sin pensarlo.