Sherlock seguía temblando cuando el sol estuvo completamente sobre el horizonte y colgaba del cielo detrás de las siluetas negras de los árboles como una fruta pocha. Clem le había agarrado tan fuerte el hombro que le había provocado un dolor profundo que ahora se propagaba hacia la espalda. Si se miraba estaba seguro de que encontraría moratones: cinco cardenales ovalados dejados por los cinco dedos de la mano.
Tras el ataque, después de que Clem se hubiera ahogado en el agua y su acompañante hubiera huido, Matty y Sherlock se habían quedado un buen rato mirándose mutuamente, impactados por la violencia repentina y por su cese igualmente repentino.
—No estaba intentando robar el barco —susurró Matty en un momento dado—. Estaba intentando destruirlo. Ha habido tíos que lo han intentado robar antes, ¿pero por qué alguien querría quemarlo? ¡No les había visto en mi vida! ¿Yo qué les he hecho?
—Me querían a mí —le dijo Sherlock a regañadientes—. Ese era uno de los hombres del almacén. Creo que era el que estaba al cargo. Por lo menos a cargo de los hombres que estaban allí. El barón del que hablaban es el que está realmente al frente de todo. Debió de verme dejar el almacén cuando se estaba quemando y supondría que les había oído. Pero no sé cómo nos localizaron con la barcaza —sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Qué traman para estar dispuestos a matarnos con tal de proteger su secreto? ¿Qué demonios es tan importante?
Matty se quedó mirando a Sherlock como si le hubiera traicionado y luego le dio la espalda de golpe y movió rápidamente la cuerda para que el caballo se pusiera de nuevo en movimiento.
Y entonces, mientras el sol salía y el hombro de Sherlock dolía como un diente podrido, llegaron a Guildford, y él aún no había averiguado lo que se suponía que debía saber. Lo único que tenía eran preguntas y el ataque solo había dado pie a más.
Una pequeña jauría de perros zarrapastrosos les seguía por la orilla del río y les miraba con la esperanza de que tiraran algún resto de comida. Sherlock sonrió brevemente, pensando cuánto se parecían a Matty en ese aspecto. Miró hacia delante, a la espalda de Matty, y la sonrisa se le borró de la cara. Había puesto en peligro la barca del chico, el único hogar de verdad que este poseía. O peor aún, había puesto en peligro su vida. ¿Y para qué?
Poco a poco empezó a aparecer gente en la ribera. Algunos estaban claramente entrando o saliendo del pueblo por la orilla porque les resultaba más práctico, mientras que otros estaban sentados en cajas y habían colgado sus cañas de pescar improvisadas en el agua con la esperanza de pescar algún pez para el desayuno. Delante de ellos el humo subía hacia el cielo cuando los habitantes de Guildford empezaron a hacer la comida para ese día. En las orillas empezaban a verse edificios: chozas improvisadas hechas de madera y clavadas entre sí en varios puntos y otras casas más sólidas de ladrillo. Comenzaron a aparecer adoquines, que al principio eran dispersos pero al rato empezaron a formar una especie de pavimento junto al borde del agua.
Al cabo de un rato, cuando se acercaron a un conjunto de edificios parecidos a los de un almacén que había agrupados en la ribera, Matty comenzó a tirar de la cuerda. El caballo aflojó el paso y la barcaza se deslizó poco a poco hacia la orilla. Matty había calculado bien el tiempo. Se detuvieron justo al lado de una gran anilla de hierro que estaba colocada en una de las losas. Sherlock esperaba que su amigo enrollara la cuerda alrededor de la anilla, pero en lugar de eso Matty metió la mano en la proa del barco y sacó una cadena que parecía estar sujeta a un ojal clavado en la madera. La lanzó a la orilla y saltó detrás. Enrolló la cadena en la anilla de hierro, sacó un gran candado viejo de su bolsillo y lo pasó por varios eslabones.
—Aquí no puedes fiarte de nadie —dijo entre dientes, aún sin mirar a Sherlock—. Podrían cortar una cuerda, pero cortar una cadena y un candado les llevará bastante tiempo. Más tiempo del que vale el barco, creo yo.
—¿Qué pasa con el caballo? —preguntó Sherlock.
—Si encuentra a alguien que le trate mejor que yo, puede irse si quiere —dijo Matty. Dio un paso hacia el césped y miró a Sherlock, que estaba detrás de él. Su expresión no era exactamente de disculpa, pero al menos ya estaba dispuesto a mirarle a los ojos—. Es demasiado viejo y débil para tirar de un arado o un carro —explicó—. Un barco es más o menos su límite y hasta en eso es lento. No merece la pena robarlo.
—Siento lo que ha ocurrido —dijo Sherlock nervioso.
—No es culpa tuya —respondió Matty, y se limpió la boca con la manga—. Estás metido en algo que te tiene atado de pies y manos. Yo también estoy metido. Lo mejor que podemos hacer es intentar salir lo más rápido posible y seguir adelante —miró a su alrededor—. Este es el muelle de Dapdune —dijo—. Si nos separamos, lo que es muy probable, recuerda que nos encontraremos otra vez aquí. No me iré sin ti —miró seriamente a Sherlock—. Y estoy bastante seguro de que tú no te irás sin mí. A ver, ¿cómo se llama ese tío al que estás buscando?
—Profesor Winchcombe —dijo Sherlock.
—Pues vamos a buscarlo. Y quizá podamos conseguir algo de desayunar por el camino.
Los dos chicos se alejaron del río por un sendero que prometía llevarles hacia una carretera más grande. Tuvieron que andar durante una hora y preguntar a varios transeúntes para averiguar que la casa del profesor Winchcombe estaba en Chaelis Road, una calle que salía de High Street, y luego otra media hora para encontrar High Street, que subía desde el río y estaba bordeada de tiendas de dos y tres pisos construidas con vigas de madera negras con un revoque blanco en su interior. Había carteles colgando fuera, placas de madera con dibujos de peces, pan, verduras y todo tipo de alimentos. La gente que caminaba de aquí para allá en la calle y miraba los escaparates iba por lo general mejor vestida que en Farnham. Su ropa estaba confeccionada con telas más finas, adornada con cintas y encaje, y más colorida y limpia de lo que Sherlock había visto en mucho tiempo.
Algunos puestos que vendían fruta, embutidos y fiambre estaban situados al final de High Street, junto a un muro que les llegaba por la cintura y separaba el pueblo del río. Matty estaba a punto de trepar por el muro detrás de los tenderos para buscar comida que se hubiera caído de los puestos, cuando Sherlock se acercó y usó un poco del dinero escaso que Mycroft le había enviado para comprar algo de desayuno para los dos. Matty le miró con recelo y a Sherlock le dio la impresión de que pensaba que por alguna razón la comida sabía mejor si no tenía que pagar por ella. En cuanto a Sherlock, la comida sabía mejor si no había estado rodando por el suelo o si no habías tenido que luchar con un perro para hacerte con ella.
Chaelis Road se encontraba a medio camino de High Street y los dos chicos ya estaban sin aliento cuando dieron con ella. La calle trazaba una curva pronunciada que se perdía de vista y Sherlock echó a andar, pero se detuvo cuando se dio cuenta de que Matty no le seguía. Se dio la vuelta y miró al chico de manera inquisitiva.
—¿Qué pasa?
Matty negó con la cabeza.
—No es un sitio para mí —dijo observando las casas altas y los jardines bien cuidados que bordeaban el camino—. Ve tú por delante. Te espero aquí —miró a su alrededor—. Por aquí cerca, vamos.
Sherlock asintió. Matty tenía razón: la presencia de lo que la señora Eglantine había descrito como un «árabe zarrapastroso de la calle» probablemente les causaría problemas. Se sacudió todo el polvo que pudo de la ropa y siguió caminando.
La casa que estaba buscando estaba justo al doblar la curva. Abrió la cancela empujándola y se acercó a la puerta, que estaba protegida por un pórtico griego. Una placa conmemorativa estaba atornillada a uno de los pilares y tenía grabadas las siguientes palabras: «Profesor Arthur Albery Winchcombe. Académico de enfermedades tropicales».
Antes de que le traicionaran los nervios, Sherlock tocó la campana.
Un hombre con un austero traje negro y un chaleco gris abrió la puerta. Miró hacia abajo a Sherlock a través de sus gafas diminutas, que apenas le cubrían los ojos.
—¿Está en casa el profesor Winchcombe? —preguntó Sherlock.
El hombre, que Sherlock supuso que era un mayordomo, se quedó callado un momento.
—¿Quién debo decirle que llama? —preguntó por fin.
Sherlock abrió la boca y cuando estaba a punto de presentarse vaciló. Tal vez sería mejor que dijera el nombre de otra persona, alguien de quien el profesor hubiera oído hablar. ¿Mycroft, quizá? ¿O Amyus Crowe? ¿Cuál sería mejor?
Al final eligió uno al azar.
—Por favor, dígale al profesor que un alumno del señor Amyus Crowe desea hacerle una consulta —dijo.
El mayordomo asintió con la cabeza.
—¿Le importaría esperar en la sala de estar? —preguntó mientras sujetaba la puerta abierta. Trató a Sherlock como si fuera de la realeza, en lugar de un chico un poco desaliñado y nervioso, y le señaló una puerta que había al otro lado del vestíbulo.
El papel pintado que forraba la habitación estaba lleno de dibujos de plantas largas y finas que Sherlock no reconocía, como una especie de hierbas gigantescas. Tenían unos anillos alrededor del tallo dispuestos a la misma distancia de abajo arriba. Se quedó fascinado y aún las estaba mirando cuando se abrió la puerta y un hombre entró en la habitación. Era bajo, más bajo que Sherlock, y su estómago sobresalía como si tuviera un cojín metido debajo de la chaqueta. Llevaba un curioso sombrerito rojo en la cabeza sin ala ni visera, como si fuera una gruesa torre baja de seda roja.
—Bambú —dijo.
—¿Perdón?
—Las plantas de la pared. Bambú. Es una planta leñosa de hoja perenne de la familia de las gramíneas. Pasé bastante tiempo en China cuando era joven y me familiaricé mucho con ella. Los bambús son las plantas leñosas que más rápido crecen del mundo, ¿sabes? Las más grandes pueden crecer hasta sesenta centímetros al día en ciertas circunstancias. El papel es chino, por cierto. Papel de arroz.
Sherlock no estaba seguro de haberlo entendido.
—¿Papel hecho de arroz?
—Un malentendido habitual —respondió el profesor—. En realidad, el papel de arroz está hecho con la médula de un árbol pequeño, Tetrapanax papyrifer —inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Dices que eres un alumno de Amyus Crowe? —preguntó. Los ojos detrás de las gafas brillaban como los de un pájaro y estaban llenos de curiosidad.
—Sí, señor —contestó Sherlock, y se sintió extrañamente como si estuviera de nuevo en el colegio Deepdene.
—Esta mañana he recibido una carta del señor Crowe. Muy rara. Rarísima. ¿Por eso estás aquí?
—¿La carta hablaba de dos hombres muertos?
El profesor asintió con la cabeza.
—Efectivamente.
—Por eso estoy aquí. Le oí decir al señor Crowe que era usted un experto en enfermedades.
—Me especializo en enfermedades tropicales, pero sí, mi especialidad incluye la mayoría de las enfermedades contagiosas importantes, desde la fiebre Tapanuli y la podredumbre negra de Formosa, al cólera y la fiebre tifoidea. Tengo entendido que estos dos hombres han muerto de una enfermedad desconocida.
—No estoy seguro —Sherlock escarbó en el bolsillo de su chaqueta y sacó el sobre que había contenido la carta de Mycroft y que ahora contenía una muestra del polvo amarillo—. Recogí esto cerca de uno de los cuerpos, pero sé que estaba presente en ambos —dijo atropelladamente—. No sé lo que es, pero creo que está relacionado con las muertes. Puede que sea venenoso.
El profesor extendió la mano para coger el sobre.
—En ese caso lo trataré con cuidado —dijo.
—¿Me cree? —preguntó Sherlock.
—Has venido hasta aquí para verme, así que supongo que te lo estás tomando en serio. Lo menos que puedo hacer es tomármelo igual de en serio que tú. Y además, conozco a Amyus Crowe y creo que es un hombre honrado. No me lo puedo imaginar haciéndose cargo de un alumno que se permita gastar bromas —de repente sonrió y la cara se le transformó en algo angelical—. Bueno, vamos a echarle un vistazo a esta muestra que me has traído.
Le condujo a través del vestíbulo y entraron en otra habitación que estaba llena de libros y tenía un gran escritorio al lado de la ventana donde había mejor luz. Sobre un cuaderno de papel secante verde encima del escritorio, entre periódicos y documentos dispersos y una vela encendida, había un microscopio.
El profesor Winchcombe se sentó en una silla con respaldo de piel que había detrás de su mesa y le hizo un gesto a Sherlock para que acercara otra silla y la pusiera a su lado. Sacó una hoja en blanco de pergamino de un cajón y la puso en el papel secante que había al lado del microscopio. Luego abrió con mucho cuidado la solapa del sobre con un abrecartas y vertió el contenido en el pergamino. En unos segundos tuvo un montoncito de polvo amarillo ante él. Con la punta del abrecartas recogió unos cuantos granos del polvo y los depositó en una placa de vidrio que estaba sujeta a la platina del microscopio, la placa plana que hay debajo del objetivo. Ajustó un espejo debajo de la platina y lo torció para que reflejara la luz de la vela por un agujero de encima de la platina y pasara por la placa de vidrio hasta la lente. Mientras Sherlock observaba intentando no respirar demasiado fuerte para no soplar el polvo, el profesor miraba atentamente por el microscopio, girando primero la gran rueda y después los pequeños tornillos hasta enfocar los granos.
—¡Ah! —exclamó, y después—: ¡Vaya! —se quitó su sombrero rojo, se rascó la cabeza y volvió a colocarlo exactamente en el mismo sitio.
—¿Qué es? —susurró Sherlock.
—Polen de abeja —dijo el profesor—. Bastante inconfundible.
—¿Polen de abeja? —repitió Sherlock sorprendido, sin estar seguro de haberlo oído bien.
—¿Has estudiado alguna vez a las abejas? —preguntó el profesor, reclinándose en su silla—. Son unas criaturas fascinantes. Te las recomiendo como tema serio de investigación —se quitó las gafas y se restregó los ojos—. Recogen polen de las flores y lo llevan a su colmena.
—¿Qué es el polen? —preguntó Sherlock, que se sentía extrañamente decepcionado—. He oído la palabra antes, pero nunca he estado seguro de lo que significaba.
—El polen —replicó el profesor— es un polvo que contiene microgametofitos, que son los que producen los gametos masculinos o células reproductivas de las semillas. El polen es producido por los estambres u órganos reproductores masculinos de las flores y transportado a través del viento o de ciertos insectos al pistilo u órgano reproductor femenino de otra flor de una naturaleza similar. Allí se fusionan para formar una semilla —examinó sus gafas y luego se las volvió a colocar en la nariz. Sherlock intentó repasar lo que el profesor le había dicho, pero se dio cuenta de que se había puesto a hablar otra vez—. En el caso de las abejas, cogen el polen de las flores y lo llevan de vuelta a la colmena en canastas en forma de bola conectadas a sus patas traseras. La ventaja para la planta, naturalmente, es que mientras la abeja viaja de flor en flor deja caer un poco del polen del estambre de una flor en los pistilos de otra, ayudando de este modo a la reproducción. A lo que íbamos, en sus patas traseras superiores las abejas tienen unos pelitos diminutos que actúan como una canasta donde la abeja enrolla los granos de polen y los mezcla con néctar formando una bola. Y eso es a lo que llamamos «polen de abeja».
—¿Y es seguro?
—Para la mayoría de la gente sí, aunque unos cuantos desafortunados tienen una aversión física hacia él —se echó para atrás y se quedó un rato pensando—. ¿Podría haber causado eso las hinchazones con aspecto de furúnculos que el señor Crowe describía en su carta? Mmmm… lo dudo. Las reacciones al polen suelen ser más parecidas a sarpullidos que a furúnculos, y encontrar a dos hombres elegidos supuestamente al azar que tengan esa misma sensibilidad sería poco probable —de repente golpeó la mesa con la mano y Sherlock pegó un salto—. ¡Claro! ¡Estoy pasando por alto la respuesta más evidente!
—¿Evidente? —Sherlock se devanó los sesos. ¿Cuál era la explicación evidente para las hinchazones con aspecto de pústulas cuando implicaban a las abejas? Y cuando al fin lo comprendió sintió como si le hubiera alcanzado un rayo—. ¡Picaduras! —gritó.
—Bien hecho, hijo mío. Sí, picaduras de abeja. Picaduras muy venenosas, además. La mayoría de las abejas, por lo menos en este país, tienen aguijones que causan dolor y originan un grano ligeramente abultado, pero nada que ver con los furúnculos que describía el señor Crowe —miró a Sherlock—. Tú también debes de haberlos visto. ¿Cómo eran de grandes?
Sherlock levantó la mano derecha.
—Más o menos del tamaño de la punta de mi pulgar —respondió.
—Lo que indica una variedad de veneno muy virulenta y tal vez un tipo de abeja muy agresiva.
—¿Cómo sabe tanto de abejas? —preguntó Sherlock.
El profesor sonrió.
—Ya te he dicho que pasé unos años en China. Los chinos llevan varios miles de años criando abejas y descubrí que la miel es muy apreciada por ellos por sus beneficios terapéuticos. Según los datos del gran libro médico Bencao Gangmu, o Compendio de materia médica, que fue escrito por un hombre llamado Li Shizhen hace trescientos años, la miel tiene la capacidad de tonificar el bazo, aliviar el dolor, eliminar sustancias tóxicas, reducir la irritación, iluminar la mirada y prolongar la vida —apartó la vista de Sherlock y la desvió hacia la pared, y a Sherlock le dio la sensación de que estaba recordando cosas que habían pasado hacía muchos años—. Aquí en Gran Bretaña estamos acostumbrados a la mansa abeja melífera europea, Apis mellifera. La abeja asiática grande, Apis dorsata, es considerablemente más agresiva y tiene una picadura mucho más dolorosa, y aun así los chinos las crían y recolectan la miel de sus colmenas. A diferencia de las nuestras, que tienen forma de campanas, los chinos usan troncos vacíos o cestos cilíndricos para meter a las abejas. A veces podías ver a los campesinos chinos llevando sus colmenas a las montañas colgadas de dos en dos en los extremos de una vara de bambú que llevan en equilibrio sobre los hombros. Recuerdo verlos trepar, con las abejas zumbando a su alrededor como una nube de humo.
«Una nube de humo.» Aquellas palabras le cayeron a Sherlock como un jarro de agua fría.
—Eso es lo que era —dijo con la respiración entrecortada.
—¿El qué?
—Vi cómo una sombra se alejaba de uno de los cuerpos y mi amigo vio lo mismo saliendo de una ventana donde descubrieron el otro cadáver. ¡Deben de haber sido las abejas!
El profesor asintió con la cabeza.
—Deben de haber sido muy pequeñas para que las confundáis con una sombra, y probablemente de un color oscuro más que el amarillo brillante y el negro de nuestros típicos abejorros. Creo que hay abejas africanas que son pequeñas y prácticamente negras. Esas también son muy agresivas.
—¿Podría hacer algo por mí? —preguntó Sherlock.
—Claro.
—¿Podría escribirle una carta a Amyus Crowe diciéndole lo que usted cree que causó la muerte de esos dos hombres? La llevaré a Farnham y se la daré —apartó la vista del profesor al sentir que se estaba ruborizando—. Creo que mis tíos me van a regañar cuando vuelva, y eso puede salvarme de que me castiguen.
El profesor asintió con la cabeza. Vertió el polvo amarillo —el inofensivo polvo amarillo, Sherlock tenía que recordarlo— del pergamino a su papel secante. Echó mano de un tintero que había al borde de su escritorio, sacó una pluma y empezó a escribir en el pergamino. Tenía una caligrafía enmarañada, pero Sherlock podía descifrar las palabras.
Querido señor Crowe:
He tenido el placer de conocer a tu alumno
—¿Cómo te llamas, jovencito? —preguntó, volviéndose a Sherlock.
—Holmes, señor. Sherlock Holmes.
el señorito Sherlock Holmes, que me ha traído una muestra de un polvo amarillo que me ha dicho que encontró cerca de los hombres que fallecieron lamentablemente y cuya defunción me describías en la carta que llegó esta mañana. Habiendo examinado la sustancia, la reconozco como un simple polen de abeja y por consiguiente deduzco que tus dos hombres no murieron de peste bubónica o alguna enfermedad parecida, sino por picaduras de abeja. Si le pides a un médico local que examine las supuestas «pústulas», todo parece indicar que encontrará pequeños aguijones clavados en cada una, o por lo menos las marcas que hayan dejado esos aguijones. Elogio a este joven por traerme la muestra de polvo. De no haberlo hecho, los rumores de una fiebre mortal que están arrasando el país podrían haber causado un pánico terrible.
Espero que reanudemos nuestra amistad cuando tengas a bien.
Atentamente,
Dr. Arthur Winchcombe
Dobló la hoja, la metió en un sobre que sacó de un cajón del escritorio, lo selló con una gota de cera de la vela que había estado usando para iluminar el microscopio y se lo entregó a Sherlock.
—Confío en que esto te salve de un castigo demasiado doloroso —dijo—. Por favor, preséntale mis respetos a tu tutor.
—Lo haré —Sherlock se detuvo y luego añadió—: Gracias.
El profesor Winchcombe tocó una pequeña campana que había sobre el papel secante, junto al microscopio.
—Mi mayordomo te acompañará fuera. Si quieres saber algo más sobre enfermedades tropicales, apicultura o China, no dudes en volver a visitarme.
Cuando salió a la calle, a Sherlock le sorprendió ver que el sol apenas había cambiado de posición en el cielo. Le daba la impresión de haber estado horas en casa del profesor Winchcombe.
Matty estaba sentado en la tapia del jardín comiendo algo de un cucurucho de papel.
—¿Has hecho lo que tenías que hacer? —preguntó.
Sherlock asintió con la cabeza. Señaló el cucurucho.
—¿Qué tienes ahí?
—Berberechos y bígaros —respondió el chico. Inclinó la abertura del cucurucho hacia Sherlock—: ¿Quieres unos pocos?
Sherlock vio un montón de conchas dentro.
—¿Están cocinados? —preguntó.
—Cocidos —respondió Matty a secas—. Encontré un puesto de un pescadero que los vendía. Probablemente vino por la noche desde Portsmouth. Le eché una mano un rato, ordenándole las cajas, yendo a buscar más hielo y cosas así. Me pagó con un cucurucho lleno —metió la mano en el cono y sacó una concha. Luego lo apoyó en la pared, cogió una navaja de su bolsillo y jugueteó con la punta dentro de la concha, pinchando lo que había dentro. Al cabo de unos segundos sacó algo oscuro y correoso y se lo metió rápidamente en la boca—. Riquísimo —dijo sonriendo—. No consigues esto muy a menudo, a menos que vivas cerca del mar. Es como una sorpresa cuando lo encuentras.
—Creo que paso —dijo Sherlock—. Vámonos a casa.
Esta vez bajaron por High Street hacia el río y luego caminaron por la orilla hasta encontrar la barcaza. Como había previsto Matty, tanto ella como el caballo seguían ahí. Sherlock se preguntaba cómo iban a darle la vuelta a la barca, pero Matty llevó al caballo por la orilla en dirección al pueblo hasta que llegaron a un puente, hizo que Albert cruzara al otro lado y giró la proa del barco mientras Sherlock usaba el bichero para impedir que chocara contra las orillas a ambos lados. Y después hicieron el lento camino de vuelta, Sherlock delante esta vez, ayudando a que el caballo se moviera, y Matty detrás manejando el timón.
Conversaron mientras el barco se movía lentamente río abajo. Sherlock le habló del profesor Winchcombe y de su explicación sobre las abejas y las picaduras. Matty al principio tenía sus dudas, pero al final Sherlock le convenció de que la nube de la muerte no requería ninguna explicación sobrenatural. Parecía que Matty estaba aliviado de que la peste no hubiera llegado a Farnham y al mismo tiempo fastidiado porque la explicación fuera tan prosaica. Sherlock no dijo nada, pero durante el viaje iba estando cada vez más seguro de que acababan de resolver un misterio para desvelar otro. ¿Por qué las abejas habían picado a esos dos hombres en diferentes lugares y a nadie más? ¿Por qué había abejas africanas en Inglaterra, para empezar? ¿Y qué tenía todo eso que ver con el almacén, las cajas que habían cargado los matones en el carro y el misterioso barón?
Al cabo de un rato, Sherlock tomó conciencia de que otro caballo se había unido al suyo en la ribera. Era un semental negro brillante con una mancha marrón en el cuello y Virginia Crowe lo estaba montando. Llevaba los mismos pantalones con una blusa y una chaqueta encima.
—¡Hola! —gritó Sherlock. Ella le devolvió el saludo con la mano—. Matty, te presento a Virginia Crowe —gritó volviendo la cabeza—. Virginia, él es Matthew Arnatt. Matty.
Matty la saludó con la cabeza y ella hizo lo mismo, pero ninguno dijo nada.
Sherlock se puso en pie y durante un momento mantuvo un equilibrio inestable en la proa del barco, desde donde notaba cómo se balanceaba debajo de él, y luego pegó un salto a la orilla. Agarró la brida del caballo de Matty y lo guió hacia delante, caminando junto a Virginia.
—Él es Albert —dijo por fin.
—Ella es Sandia —respondió Virginia—. Deberías aprender a montar, en serio.
Sherlock negó con la cabeza.
—Nunca he tenido la oportunidad.
—Es fácil, pero los chicos siempre os quejáis de lo difícil que es. Guíalo con tus rodillas, no con las riendas. Usa las riendas para que vaya más despacio.
A Sherlock no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada. Siguieron andando un rato en medio de un silencio incómodo.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Virginia por fin.
—En Guildford. Quería ver a alguien allí —entonces se acordó, hurgó en su chaqueta y sacó la carta que había escrito el profesor Winchcombe—. Necesito darle esto a tu padre. ¿Sabes dónde está?
—Aún está buscándote. Se suponía que teníais una clase.
Sherlock le echó un vistazo para ver si estaba hablando en serio, pero había una ligera sonrisa en sus labios. Le miró desde el caballo y él apartó la cara.
—Dame la carta —le dijo—. Me encargaré de que la reciba.
Él le tendió la carta y luego la atrajo de nuevo hacia sí.
—Es importante —dijo con vacilación—. Es sobre los dos hombres que murieron.
—Entonces se la daré ahora mismo —le cogió la carta de la mano extendida. Sus dedos no tocaron los de él, pero Sherlock casi pudo imaginar que sentía su calor cuando pasaron cerca—. Aquellos hombres murieron de la peste, ¿no? Es lo que la gente dice.
—No es la peste. Fueron abejas. Por eso tuve que ir a Guildford. Necesitaba hablar con un experto en enfermedades —se dio cuenta de que estaba hablando más rápido, pero ya no podía detenerse—. Encontré un polvo amarillo cerca de ambos cuerpos. Quería que alguien me dijese lo que era, así que me llevé una muestra a Guildford. Resulta que era polen. Por eso hemos llegado a la conclusión de que las abejas son las responsables.
—Pero no sabías eso cuando encontraste la sustancia —señaló Virginia.
—No.
—O cuando la recogiste y la llevaste hasta Guildford.
—No.
—Todo lo que sabías es que podría haber sido algo que causara la peste. Algo contagioso.
Sherlock se sintió acorralado.
—Sí —respondió, alargando la palabra para que sonara más parecido a «Sí-i-i-i».
—O sea que arriesgaste tu vida basándote en el hecho de que pensabas que todo el mundo estaba equivocado y tú podías probar que era así.
—Supongo —se sintió levemente avergonzado. Ella tenía razón: llegar al fondo del misterio había sido más importante para él que su propia seguridad. Podría haberse equivocado (no sabía mucho sobre enfermedades o cómo se transmitían). El polvo amarillo podría haber sido algo que los cadáveres de los hombres habían producido como consecuencia de una enfermedad, como piel seca e infectada, algo que podría haber contenido la enfermedad y haberla transmitido. Había estado tan absorto en resolver el rompecabezas que no había pensado en ello.
El resto del viaje de vuelta a Farnham transcurrió en silencio.