Capítulo 7

Al día siguiente en el mercado Sherlock se reencontró con Matty Arnatt. Empezaba a ser capaz de predecir sus movimientos. La mañana estaba tocando a su fin y los comerciantes llevaban trabajando desde primera hora. Seguramente estarían pensando en comer y se turnarían para ir a comprar comida. Mientras uno de ellos se quedaba vigilando dos puestos, el otro iba a comprar un poco de pan y carne, o un pastel, y quizá una pinta de cerveza. Eso significaba que la hora del almuerzo era uno de esos momentos en que su atención trataría de abarcarlo todo, dándole a Matty la oportunidad de birlar alguna fruta o verdura de la esquina de un puesto sin que le vieran. Sherlock no aprobaba el robo, pero tampoco aprobaba que la gente se muriera de hambre y que metieran a los niños en un asilo, así que imaginó que se trataba de un compromiso entre dos dilemas éticos, y a decir verdad no envidiaba a Matty por comer de vez en cuando una manzana con gusanos. Eso no iba a hundir el Imperio.

El mercado se extendía por un campo con edificios en tres de sus lados. Había puestos donde vendían montones de cebollas y nabos blancos, patatas, remolachas y otras verduras de colores tan variados que Sherlock ni siquiera reconocía. Otros tenían codillos de jamón colgando de ganchos con moscas zumbando a su alrededor y pescado desplegado encima de un montón de paja. También había gente vendiendo distintas telas y ropas: tapices y alepines, barraganes y tejidos de lana ligeros y sarga. A un costado del terreno, dentro de un corral improvisado, había un rebaño de ovejas y un par de cerdos tumbados en el suelo que estaban durmiendo pese al barullo. La mezcla de olores era bastante insoportable y había un ligero tufo a putrefacción flotando en el aire. Al atardecer, pensó Sherlock, todo aquel lugar apestaría a verduras y pescado podrido, pero para entonces la mayoría de los clientes se habría marchado y solo quedarían los vecinos más pobres que estarían esperando a que los comerciantes empezaran a bajar los precios para deshacerse de sus existencias.

Daba la impresión de que el mercado estaba un poco apagado, no tan animado como Sherlock lo recordaba. En vez del ajetreo típico del mercado en una aldea, al que la gente consideraba un acontecimiento social, además de una oportunidad para adquirir aquello que necesitaba, parecía que aquí los clientes iban directos a comprar lo que les hacía falta, negociaban lo justo y se marchaban.

—¿Estaba Crowe en casa? —preguntó Matty cuando Sherlock se acercó a él. Estaba sentado en una caja de madera puesta bocabajo y miraba fijamente a los comerciantes esperando que se despistaran un momento.

—Al principio, no; pero he conocido a su hija.

—Sí, la he visto por ahí.

—Podrías haberme dicho algo —se quejó Sherlock—. Me pilló por sorpresa. No esperaba que estuviera ahí. He debido de parecer un idiota.

Matty le miró de arriba abajo.

—Pues sí, bastante —dijo.

Sherlock se quedó cohibido y cambió de tema.

—He pensado una cosa…

Paró de hablar cuando de repente Matty desapareció como una flecha en la muchedumbre, escurriéndose entre los compradores como una anguila entre las rocas. Poco después el chico volvió con un pastel de cerdo al que le estaba sacudiendo la tierra.

—Se cayó del borde de un puesto —dijo con orgullo—. Estaba esperando que pasara eso. Demasiadas cosas apiladas en montones demasiado altos. Era evidente que algo se iba a caer en algún momento —le dio un buen bocado y se lo pasó a Sherlock—. Toma, pruébalo.

Sherlock mordisqueó un poco del borde de la pasta. Estaba salado, grasiento y consistente. Dio otro mordisco y probó un poco de la carne rosácea y la gelatina transparente de dentro. La carne estaba sabrosa y salpicada de trozos de fruta. ¿Pasas, quizá? Lo que quiera que fuese, la combinación era increíble.

Le devolvió el pastel.

—Ya he comido un poco de queso y manzana —explicó—. Acábatelo tú.

—Has dicho que has tenido una idea.

—Necesito ir a Guildford.

—Se tarda unas cuantas horas en bici —dijo Matty, sin dejar de examinar a la multitud. Sherlock recordó su viaje desde el internado masculino de Deepdene hasta Farnham, pasando por el camino por Guildford y después por Aldershot. No le gustaba particularmente la idea de ir en bici hasta Guildford y luego hacer todo el camino de vuelta, y no estaba seguro de que pudiera hacerlo en un día y además encontrar a un experto con quien hablar sobre venenos y enfermedades.

Suspiró.

—Olvídalo —dijo—. Era una idea absurda.

—No tiene por qué —respondió Matty—. Hay otras formas de llegar a Guildford.

—No sé montar y no tengo caballo.

—¿Y en tren?

—Preferiría hacerlo sin dejar huella, sin que nadie lo supiera. La señora Eglantine parece llevarse bien con el jefe de estación. No quiero que sepa lo que hago todo el tiempo.

«La señora Eglantine no es amiga de la familia.» De pronto las palabras de la carta de Mycroft le pasaron flotando por la cabeza y sintió un escalofrío.

—Hay otra manera —dijo Matty con cautela.

—¿Cuál?

—El Wey.

—¿Qué camino?[4]

—No, el Wey. El río Wey. Va de aquí a Guildford.

Sherlock consideró la idea un momento.

—Necesitaríamos un barco —y entonces, antes de que Matty dijera nada, exclamó—: ¡Y tú tienes uno! ¡Una barcaza al menos!

—Y un caballo para tirar de ella.

—¿Cuánto tardaremos?

Matty se quedó un rato pensando.

—Probablemente igual que en bici, pero con mucho menos esfuerzo. No creo que podamos hacerlo hoy. Podemos encontrarnos mañana al amanecer y pasar el día en el agua, pero eso no te va a dejar mucho tiempo en Guildford.

—¿Y si empezamos antes de que amanezca? —preguntó Sherlock.

Matty lo miró con curiosidad.

—¿No se preocuparán tus tíos?

A Sherlock le zumbaba la cabeza como el reloj de un abuelo que estuviera a punto de dar la hora.

—Puedo volver para cenar y luego decirles que me voy a la cama. Puedo salir a hurtadillas de la casa más tarde, cuando esté oscuro y todo el mundo se haya ido a dormir. Estoy seguro. Nadie comprueba nunca si estoy o no. Y puedo dejar una nota en el comedor diciendo que me he levantado antes de desayunar y he salido con Amyus Crowe. No la verán hasta la mañana. ¡Todo saldrá bien!

—El río pasa cerca de casa de tu tío —dijo Matty—. Puedo dibujarte un mapa y quedar ahí contigo. Podemos estar toda la mañana en Guildford y volver antes del atardecer.

Rápidamente, con una piedra afilada del suelo, Matty hizo un mapa en un trozo de madera que arrancó de la caja donde estaba sentado. Sherlock se imaginaba que el chico no sabía leer ni escribir, pero su mapa era perfecto y estaba hecho casi a escala. Sherlock pudo hacerse una idea exacta de dónde se encontrarían.

—Necesito que hagas una cosa —dijo Sherlock.

—¿Qué?

—Pregunta por ahí. Mira a ver si puedes averiguar algo sobre el hombre que murió, el de la casa donde estuviste. Averigua qué hacía.

—¿Qué quieres decir?

—En qué trabajaba. Dónde ganaba su dinero. Tengo el presentimiento de que puede ser importante.

Matty asintió con la cabeza.

—Haré lo que pueda —dijo—, pero normalmente nadie le cuenta nada a los niños.

Después de eso, todo fue como la seda. Sherlock volvió en bici a la mansión Holmes y llegó justo cuando la familia se estaba sentando a la mesa para comer. Trató de analizar punto por punto su plan, comprobando la eficacia de cada paso ante cualquier imprevisto y pensando en los posibles errores, pero se dio cuenta de que su mente no paraba de acudir a Virginia Crowe. No podía sacarse de la cabeza la forma de su cara y el pelo que le caía sobre los hombros como una cascada.

Amyus Crowe llegó después de comer y pasó varias horas fuera en el porche poniendo a prueba los procesos mentales de Sherlock con juegos de estrategia y acertijos. A Sherlock se le quedó grabado uno en particular.

—Imaginemos que hay tres tipos que deciden pagar entre los tres una habitación de hotel —dijo Crowe—. La habitación cuesta treinta chelines por noche con el desayuno y la cena incluidos. Obviamente se trata de un lugar de prestigio. Total, que los tipos pagan al director diez chelines cada uno. ¿Hasta aquí todo bien?

Sherlock asintió con la cabeza.

—Bien. A la mañana siguiente el director se da cuenta de que ha cometido un grave error. La habitación tiene una tarifa especial porque están haciendo obras en el hotel. Así que manda a un mozo… botones, creo que lo llamáis aquí, a la habitación de los tipos con cinco chelines para que se los devuelva. Ellos se ponen tan contentos que deciden quedarse cada uno con un chelín y darle una propina de dos chelines al botones. Total, que cada uno de los hombres acaba pagando nueve chelines en lugar de diez y el botones gana dos chelines. ¿De acuerdo?

Sherlock volvió a asentir, pero su cabeza iba a toda velocidad para seguir su razonamiento.

—Espera. Si cada hombre terminó pagando solo nueve chelines, eso son veintisiete chelines en total. Si añades eso a los dos chelines del botones te salen veintinueve chelines. Hay un chelín que falta.

—Así es —dijo Crowe—. Dime tú adónde fue.

Sherlock pasó los siguientes veinte minutos haciendo cálculos, primero mentalmente y luego en un papel. Al final admitió la derrota.

—No sé —dijo—. El director devolvió cinco chelines, así que él no se lo quedó; al botones le dieron dos chelines, así que para él no fue, y a cada uno de los hombres le devolvieron un chelín, o sea que para ellos tampoco fue.

—El problema está en la descripción —explicó Crowe—. Sí, tres veces nueve chelines es igual a veintisiete chelines, pero la propina ya está incluida ahí. No tiene sentido añadírsela a eso para que salgan veintinueve chelines. Si reestructuras el problema te das cuenta de que los hombres pagaron veinticinco chelines por la habitación y dos de propina, y luego cada uno recibió un chelín más, sumando un total de treinta chelines. ¿Y la conclusión es…?

Sherlock asintió con la cabeza.

—No dejes que nadie formule el problema por ti, porque puede que te estén engañando. Toma los hechos que te proporcionen y luego reformula el problema de un modo lógico que te permita resolverlo.

Amyus Crowe se marchó antes de cenar y Sherlock se fue a su cuarto para pensar en lo que había aprendido. Volvió abajo para cenar y comió en silencio, mientras su tío leía y su tía hablaba consigo misma. La señora Eglantine le observaba con recelo desde un lateral de la habitación, pero él no la miró a los ojos. La única conversación que hubo fue cuando su tío levantó la vista del libro que estaba leyendo y le dijo al ama de llaves:

—Señora Eglantine, ¿qué existencias tenemos en los huertos de la mansión?

—De verduras cultivamos lo suficiente para cubrir nuestras necesidades —dijo apretando la boca—. De aves de corral y huevos, lo mismo. En lo que respecta a la carne y el pescado, si se administran bien probablemente podamos apañarnos unas semanas más antes de que se agoten.

El tío Sherrinford asintió con la cabeza.

—Creo que debemos estar listos para lo peor. Prepara la carne para ahumar o de lo contrario conserva toda la que sea posible. Almacena los productos imprescindibles. Si la peste invade Farnham podríamos quedarnos aislados durante un tiempo. Sé que Amyus Crowe está aconsejando que seamos prudentes, pero deberíamos tomar precauciones —se volvió a Sherlock—. Lo que me recuerda que… El señor Crowe me ha dicho que no ha pasado usted mucho tiempo con su Latín y su Griego.

—Lo sé —dijo Sherlock—. El señor Crowe y yo hemos estado concentrados en las Matemáticas.

—El tiempo del señor Crowe es muy valioso —prosiguió con calma el tío Sherrinford en un tono moderado—. Y su hermano se ha gastado bastante dinero para obtener sus servicios. Quizá quiera reflexionar sobre ello.

—Lo haré, tío.

—El señor Crowe regresará mañana por la tarde. Tal vez usted pueda hacer una traducción para mí.

Al recordar lo que había dicho Matty de que no estarían de vuelta hasta la hora de cenar, Sherlock hizo una mueca de dolor. Pero no le podía decir a su tío que se iba a Guildford. Le podrían prohibir que fuera. Levantó la vista y vio que la señora Eglantine le estaba lanzando una mirada de odio con sus ojos pequeños y brillantes. ¿Qué sabía?

—Allí estaré —prometió, aunque al decirlo supo que era poco probable conseguir llegar a tiempo. Se preocuparía por explicarlo cuando ocurriera.

Terminó de cenar, se disculpó y abrió la puerta de la biblioteca empujándola. Su tío seguía cenando en el comedor y un día o dos antes había dicho que Sherlock podía entrar en la biblioteca si quería, pero aun así se sentía como un intruso en aquella habitación silenciosa, con las cortinas cerradas impidiendo que entrara la luz del sol y el olor a cuero y a papel viejo llenando cada rincón y cada grieta de la sala. Sherlock hojeó los libros de las estanterías buscando algo relacionado con la geografía local. Encontró varias colecciones diferentes de enciclopedias, algunos volúmenes de publicaciones eclesiásticas encuadernados en tapa dura, una miríada de libros que contenían colecciones de sermones de lo que él suponía que eran clérigos renombrados del pasado y muchas historias de la Iglesia cristiana, y al final se encontró con varias estanterías de historia y geografía locales. Escogió un libro sobre las vías fluviales de Surrey y Hampshire, salió de la biblioteca y regresó a su cuarto situado en la buhardilla.

Durante media hora aproximadamente redactó una nota explicando que había salido temprano y que volvería tarde. Sus primeros intentos fueron demasiado detallados: especificaba diversas mentiras sobre lo que iba a hacer y dónde, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que cuanto más simple fuera la nota y cuantos menos hechos constatables tuviera, mejor. En cuanto la terminó, se tumbó en la cama y leyó el libro que había cogido de la biblioteca.

Sherlock le echó un vistazo en busca de alguna mención al río Wey, preferiblemente con un mapa que pudiera memorizar, pero pronto encontró más de lo que esperaba. Como, por ejemplo, que el Wey no era solo un río. Aparentemente era algo llamado «vía navegable». Los ríos tendían a serpentear por el paisaje en direcciones impredecibles, mientras que los canales, construidos con el fin de comerciar entre los pueblos, eran rectos en los terrenos donde era posible y utilizaban unas compuertas llamadas esclusas para subir y bajar el nivel del agua dependiendo de la forma del terreno. Descubrió que una vía navegable era un río que habían hecho más navegable mediante la construcción de presas y esclusas, con lo que un río natural se convertía en algo más parecido a un canal.

A Sherlock le zumbaba la cabeza pensando en los detalles de las enormes proezas de ingeniería que habían sido necesarias para torcer el río a voluntad del hombre y todos los años que había costado. Al final intentó dormir porque sabía que tenía un día muy largo por delante. Aunque su mente bullía con ideas, imágenes y hechos, se sumergió en un sueño profundo antes de darse cuenta. Cuando se despertó aún era de noche, pero una brisa fresca entraba por la ventana y los pájaros estaban empezando a cantar en los árboles y arbustos. Eran las cuatro de la mañana.

Se había acostado vestido, así que muy pronto estaba escurriéndose sigilosamente por la casa a oscuras. Salió al rellano del ático y bajó las estrechas escaleras de madera, asegurándose de que pisaba el borde de los peldaños para evitar que crujieran. Luego atravesó con cuidado el descansillo del primer piso, pasó por el dormitorio de sus tíos y su vestidor, luego por el baño intentando no jadear mucho y después bajó las escaleras principales que trazaban una curva hasta el vestíbulo de la planta baja, arrimado a la pared y sintiendo el peso de los cuadros que colgaban encima de él, que tenían unos marcos de madera tallada con tantos adornos que hacían que los propios cuadros parecieran insignificantes. El único ruido era el tictac del enorme reloj que estaba colocado en el ángulo donde las escaleras se encontraban con el suelo de baldosas.

Cuando llegó al vestíbulo se detuvo. Tenía que atravesar el tramo de suelo que le separaba la puerta de entrada. Se acabó lo de deslizarse por la pared; estaría totalmente desprotegido si alguien salía por casualidad de una puerta o miraba hacia abajo desde el balcón de arriba. Se arrodilló un momento, intentando ver si había alguna luz debajo de alguna de las puertas, pero todo estaba oscuro. Finalmente se armó de valor y atravesó las baldosas. Cuando alcanzó la puerta de la entrada el corazón le martilleaba el doble de rápido que el tictac del reloj.

La puerta estaba cerrada con pestillo, pero se lo quitó y la abrió despacio. Alguien podría notar por la mañana que habían quitado el cerrojo, pero con un poco de suerte imaginarían que otra persona había llegado antes.

Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Sherlock recordó la nota que tenía que dejar explicando que había salido temprano. Empujó la puerta con todo su cuerpo y la volvió a abrir, luego se escurrió dentro y dejó la nota en una pequeña consola del recibidor que había junto al perchero donde colocaban normalmente el correo de la mañana y de la tarde esperando a que lo recogieran.

Afuera soplaba un aire fresco y reconfortante comparado con la poca ventilación que había dentro de la casa, y se vislumbraba un resplandor sobre los árboles donde la oscuridad daba paso al azul del amanecer. Sherlock atravesó lo más rápido que pudo las piedras del camino de entrada de la casa y las oyó crujir bajo sus pies antes de alcanzar el silencio del césped.

Siguió las indicaciones de Matty y tardó diez minutos en llegar a la orilla. Una sombra negra y alargada se extendía sobre el río plateado, moviéndose de un lado a otro con las ondas del agua. Parecía una extraña cabaña alargada y baja construida encima de una quilla estrecha. El único hueco estaba en la parte trasera, donde se acababa la cabaña, y había una plataforma con espacio suficiente para que dos personas se pusieran de pie y una de ellas sujetara el timón. Una cuerda enganchada a la parte delantera del barco bajaba hacia la superficie del agua y luego volvía a subir hasta donde un caballo comía con satisfacción en los bancos cubiertos de hierba. A diferencia del magnífico semental negro de Virginia Crowe, este daba la impresión de ser un animal pesado de patas gruesas y crin espesa. Echó un vistazo a Sherlock con indiferencia y siguió comiendo.

Matty le esperaba en la parte delantera de la barcaza, una sombra oscura recortada contra el cielo del amanecer, como el mascarón de un barco o la gárgola de una catedral. Estaba sujetando un bichero, un asta larga de madera con un gancho metálico en un extremo.

—Vámonos —dijo mientras Sherlock trepaba al barco—. Ese es Albert, por cierto —y chasqueó la lengua. El caballo se volvió a mirarle con una expresión de pesar en su larga cara y luego empezó a andar por la orilla del río. La cuerda que se extendía entre él y el barco se tensó y este comenzó a moverse mientras Albert tiraba de él. Matty usó el bichero para empujar la barcaza lejos de la orilla y que no se quedara pillada en los juncos.

—¿Sabe a dónde va? —preguntó Sherlock.

—¿Qué tiene que saber? Camina por la orilla arrastrando la barca tras él. Si se encuentra con un obstáculo, para y yo lo arreglo. Tú quédate atrás y mantén agarrado el timón. Si empezamos a adentrarnos en el río, llévanos de nuevo hacia la orilla. Hay una manta en la cubierta, por si tienes frío. Es una manta para caballos, pero te mantendrá igual de caliente que una más elegante.

La barcaza flotó sin rumbo. El agua lamía el casco con un ritmo constante que sumió a Sherlock en un estado somnoliento y casi hipnótico. El río estaba totalmente vacío salvo por algún pato o ganso que pasaba de vez en cuando dejándose llevar por la corriente.

—¿Qué averiguaste sobre el hombre que murió? —gritó Sherlock al cabo de un rato—. El primero. El de la casa.

—Era un sastre —le contestó Matty gritando—. Trabajaba para una compañía que estaba haciendo uniformes para el ejército de Aldershot. Un pedido muy grande, aparentemente, así que la compañía estaba contratando a todos los vecinos que supieran cortar tela o coser las piezas.

—¿Cómo te enteraste?

Matty se rio.

—Dije que era su hijo y que mi mamá quería saber si algún patrón le debía dinero. Supuestamente le deben algunos salarios atrasados, pero su casero ya le ha echado el ojo a eso para el alquiler.

—¿Dónde tenía su sede la compañía? —preguntó Sherlock gritando.

—Tienen una oficina central cerca del mercado y un almacén a las afueras del pueblo donde trabajaba este tío. ¡Probablemente sea el que tú quemaste!

Sherlock reflexionó mientras la barcaza seguía su curso empujada por el caballo de Matty. El hombre que murió era un sastre que hacía uniformes. El almacén donde había trabajado estaba lleno de cajas que los matones habían cargado en un carro. ¿Cajas de uniformes? Era bastante probable. Pero eso seguía sin explicar por qué el hombre había muerto o cómo había sido, y tampoco explicaba la muerte del segundo hombre, el del bosque.

El cielo en el este era morado oscuro como un cardenal reciente y los árboles que bordeaban el río eran como sombras oscuras sobre un fondo un poco más claro. Una estrella solitaria brillaba intensamente cerca del horizonte. Sherlock vio delante de ellos un arco negro que atravesaba el río de un lado a otro, probablemente un puente. Quizá fuera el mismo donde él y Matty se habían sentado hacía solo un día o dos para mirar los peces del agua.

Albert relinchó como si algo le hubiera asustado. Sherlock miró fijamente la orilla tratando de distinguir la silueta del animal en medio de los oscuros setos que la bordeaban. El sonido de sus cascos al chocar contra el suelo cambió. A Sherlock le pareció como si el caballo estuviera intentando alejarse de algo que se estaba acercando demasiado.

Matty dijo algo tranquilizador, que parecía más un ruido que unas palabras en sí, pero Sherlock dedujo por su tono de voz que estaba preocupado. ¿Qué problema había? ¿Habría un perro salvaje vagando por ahí y espantando al caballo o simplemente había olido algo extraño?

Sherlock estaba a punto de llamar a Matty y preguntarle cuál era el problema, cuando algo se movió sobre el puente más allá de la figura negra de la cabeza y hombros de Matty.

Sherlock desvió la atención hacia la silueta oscura que estaba cruzando el río frente a ellos. Había algo que rompía el delicado arco del puente: una sombra abultada un poco distante del centro. De hecho, dos sombras abultadas, porque a la primera se unió una segunda. Estuvieron deliberando durante un rato apoyados el uno en el otro y luego se separaron.

—¿Vecinos de Farnham de aquí para allá a estas horas? ¿Cazadores furtivos, quizá?

Teorías que Sherlock descartó cuando el resplandor de una cerilla iluminó por un momento un rostro moreno que reconoció del almacén.

El matón que tenía por nombre Clem.

La llama se convirtió en un cálido fulgor que se extendió a lo largo del puente de ladrillo. Clem sostenía en alto una lámpara que arrojaba su luz hacia abajo sobre la barcaza que se acercaba. A medida que se aproximaban al puente, Sherlock pudo ver que torcía la boca en una sonrisa cruel. El resplandor de la lámpara perfiló el contorno de Matty cuando se puso en pie en la proa del barco. Parecía que estaba a punto de decir algo cuando Clem hizo oscilar la lámpara sobre él haciendo que las sombras parpadearan por todas partes y luego se la tiró a la cabeza.

Matty se agachó y la lámpara rebotó dos veces antes de hacerse añicos en la parte de atrás de la barcaza, derramando aceite hirviendo por todas partes. Unas llamas diminutas prendieron en la madera y lamieron con avidez el barniz. Sherlock miró a su alrededor. ¡Por el amor de Dios! Estaban en un río y no sabía cómo llevar el agua hasta donde hacía falta en ese momento.

Su mirada se quedó clavada en la manta del caballo que Matty le había dado, que estaba arrugada en la esquina de la cubierta cerca del timón. Sherlock la recogió y la lanzó entre las llamas, manteniendo agarrado un extremo para que no se le resbalara dentro del agua. Salió humo de debajo, pero no llamas. Sherlock tiró de la manta hacia él. Gracias al grueso tejido, la mitad del fuego se había apagado, pero algunas llamitas seguían buscando las costuras del barco.

Matty chilló cuando otra lámpara de aceite golpeó el borde de la barca cerca de la cabeza de Sherlock y rebotó en el río, donde se hundió con un chisporroteo y un silbido en el instante en que la mecha tocaba el agua. Sherlock se volvió rápidamente y sumergió la manta en el agua a un lado del barco, asegurándose de agarrarla con fuerza y no soltarla. Antes de que se mojara demasiado la sacó y la volvió a lanzar en la madera. Esta vez las llamas silbaron cuando el tejido empapado las extinguió.

Sherlock levantó la vista hacia el puente cuando la barcaza pasó por debajo, esperando que una tercera lámpara de aceite se precipitara sobre su cabeza, pero parecía que sus asaltantes no tenían más. Sherlock se asustó al ver un cuerpo que bajaba a toda velocidad hacia él. Clem había saltado. El gánster chocó contra el suelo de la barcaza y resquebrajó la madera con sus botas. Cayó de espaldas en la cubierta y cuando se puso en pie, apretando los dientes y con un brillo en los ojos, avanzó hacia Sherlock. Llevó hacia abajo su mano derecha y sacó un cuchillo extremadamente curvo de su cinturón.

—¿Pensaste que podías entrar en nuestro almacén y escapar así sin más? —gruñó—. Te vieron salir corriendo del incendio como la rata que eres —lo agarró del pelo con la mano izquierda—. ¡Prepárate para conocer a tu Creador!

Sherlock retrocedió a una esquina de la minúscula cubierta, sintiendo la brisa en su cara cuando Clem agitaba los dedos delante de sus ojos. El hombre estaba tan cerca que Sherlock podía oler el tufo rancio y sudoroso que salía de sus ásperas ropas y ver la mugre incrustada bajo sus uñas mordidas.

Clem se echó hacia delante y le tiró del pelo, empujándolo. Sherlock no pudo evitar gritar de dolor cuando casi le arranca el pelo del cuero cabelludo. Por un momento lo único que le pasó por la mente, por extraño que pudiera parecer, fue el recuerdo de Albert arrancando matas de hierba del margen del río.

Clem le tiró de la camisa y le miró fijamente a los ojos. Sherlock sintió que la mano derecha del matón subía hacia su garganta empuñando el cuchillo. Faltaron unos segundos para que le cortaran el cuello, ¡y ni siquiera sabía por qué!

Algo se estrelló contra la espalda de Clem, que abrió mucho los ojos por el impacto. Sherlock sintió que la mano que le tiraba con fuerza del pelo se relajaba. Dio un paso atrás, empujando a Clem con las dos manos. El hombre no opuso resistencia, sino que se tambaleó hacia atrás y empezó a arrastrar los pies con una cautela exagerada.

Matty se quedó de pie detrás de él, sosteniendo el bichero en alto con las dos manos. Al principio Sherlock no sabía muy bien lo que había ocurrido, pero cuando Clem se giró del todo hacia Matty pudo ver un corte profundo y ensangrentado que le recorría la parte de atrás de la cabeza desde la coronilla hasta su cuello grueso como un toro. La piel estaba abierta por la mitad y Sherlock alcanzó a ver un hueso blanco debajo de la sangre. Matty le había golpeado de lleno con el bichero.

Clem dio un paso al frente hacia Matty y luego otro. Levantó la mano que sujetaba el cuchillo, pero no parecía saber qué hacer con él. Se quedó mirándolo embobado y luego se desplomó hacia un lado de la barcaza y cayó al río como un árbol talado. Cuando golpeó la superficie, salpicó de tal forma que el agua casi llegó hasta el puente. Por un momento, Sherlock vio hundirse la cara de Clem y la expresión de incredulidad en sus ojos de loco, hasta que desapareció en medio de la oscuridad y los sedimentos del fondo del río. Sus manos fueron lo último en desaparecer, con los dedos ondeando como algas en la corriente hasta que también se perdieron de vista.