A la mañana siguiente Sherlock casi se queda sin desayunar. Las aventuras del día anterior le habían dejado cansado y dolorido, y la cabeza le latía al ritmo de sus pulsaciones. Sentía una opresión en el pecho y un picor en la garganta que probablemente se debiera al humo que había inhalado. Se había perdido la cena, pero su tía se había asegurado de que le guardaran una bandeja de fiambre y queso. Debía de haber sido su tía, porque era obvio que la señora Eglantine no se iba a molestar. Había pasado la noche inquieto entre el sueño y la vigilia, deslizándose de los sueños a los recuerdos hasta que fue incapaz de distinguir uno de otro. Solo logró sumirse en un profundo y tranquilo sueño cuando ya estaba saliendo el sol, así que el gong que golpeó una de las sirvientas para indicar que era la hora del desayuno le despertó bruscamente y le dejó apenas diez minutos para prepararse.
Por suerte, otra de las criadas había dejado un barreño con agua en su habitación sin despertarle. Se mojó la cara, se lavó los dientes con un polvo calcáreo con sabor a canela que esparció en las cerdas de su cepillo con mango de hueso y se vistió rápidamente. Tenía que asegurarse de que alguien lavaba pronto sus cosas: estaba empezando a quedarse sin ropa limpia.
Mientras bajaba a toda prisa las escaleras miró la hora en el reloj del abuelo que había en el vestíbulo. Las siete en punto.
Entró corriendo en el comedor, hizo caso omiso de la mirada siniestra de la señora Eglantine y se sirvió kitchiri de la larga mesa de platos y fuentes que ocupaba un lado de la habitación. Era una sabrosa mezcla de arroz, huevo y abadejo ahumado que no había probado nunca antes de llegar a la mansión Holmes y por la que estaba desarrollando una gran afición. Intentó con todas sus fuerzas evitar el contacto visual con nadie y engulló la comida tan rápido que apenas podía saborearla. Estaba famélico: los acontecimientos del día anterior le habían quitado mucha energía y tenía que recuperarla. El tío Sherrinford estaba leyendo un tratado religioso mientras comía y la tía Anna hablaba consigo misma como de costumbre. Sherlock había notado que decía todo lo que le pasaba por la cabeza, tanto si tenía alguna relevancia como si no.
—Sherlock —dijo su tío, levantando la vista del panfleto que estaba leyendo—, tengo entendido que ayer se vio envuelto en un desafortunado incidente —tenía rastros de gachas en su larga barba.
Durante un momento Sherlock se quedó petrificado y se preguntó cómo sabía su tío lo del almacén y el incendio, pero luego se dio cuenta de que Sherrinford estaba hablando del cuerpo del hombre que él y Amyus Crowe habían encontrado en los bosques.
—Sí, tío —dijo.
—El hombre nacido de mujer vive corto tiempo —recitó Sherrinford—, y está colmado de miserias. Como una flor nace y es pisoteado; huye como una sombra y nunca permanece en el mismo estado —le clavó a Sherlock una mirada penetrante y continuó—: En medio de la vida estamos en la muerte: ¿a quién acudiremos para que nos socorra sino a Ti, oh Señor, que estás indignado justamente por nuestros pecados?
Sin saber bien cómo responder, Sherlock se limitó a asentir como si entendiera perfectamente de lo que estaba hablando su tío.
—Ha vivido muy protegido por mi hermano y su mujer —dijo Sherrinford—. Puede que la muerte le haya pasado de largo, pero es una parte natural del plan divino. No deje que le preocupe. Si necesita hablar, la puerta de mi despacho está siempre abierta.
A Sherlock le conmovió que el tío Sherrinford estuviera, a su manera, tratando de ayudar.
—Gracias —dijo—. ¿El hombre que encontramos trabajaba aquí en la finca?
—Creo que era un jardinero —dijo Sherrinford—. No puedo decir que le conociera, pero él y su familia estarán presentes en nuestras oraciones. Mantendremos a los suyos.
—Era nuevo —dijo la tía Anna—. Creo que acababa de empezar a trabajar para nosotros. Antes trabajó haciendo ropa en Farnham para una compañía que era propiedad de un conde o vizconde o alguien de la aristocracia. Sus referencias eran excelentes…
—¿Cómo murió? —preguntó Sherlock, pero su tía seguía hablando sola en voz baja.
—Ese no es un asunto apropiado para discutir durante el desayuno —dijo la señora Eglantine desde donde les supervisaba junto a la mesa de la comida.
Sherlock la miró, sorprendido del atrevimiento de sus palabras y del hecho de que sus tíos no la hubieran amonestado. Para ser una sirvienta, era muy descarada. Entonces recordó la advertencia de Mycroft —«no es amiga de la familia Holmes»— y se preguntó si la señora Eglantine tendría más presencia en la casa de lo que él creía.
—Es un chico curioso —dijo Sherrinford, mirando fijamente a Sherlock desde debajo de sus cejas tupidas—. Y yo aliento la curiosidad. Es, junto a nuestras almas inmortales, lo que nos distingue de los animales —se giró hacia Sherlock y continuó—: El cadáver ha sido entregado al médico local y este le ha enviado un telegrama al forense de North Hampshire. Es cosa suya pronunciarse sobre la causa de su muerte, pero tengo entendido que la cara y las manos del hombre presentaban las ampollas inflamadas características de la viruela o la peste bubónica —negó con la cabeza y frunció el ceño—. Lo último que necesitamos por aquí es un brote de fiebre. Presionarán mucho al médico para que tome medidas si otra persona cae enferma. He oído que algunos mercaderes ya están recogiendo sus puestos y yéndose a otro sitio. El pánico puede propagarse más rápido que la enfermedad. Farnham existe gracias al comercio de ovejas, cereal, lana y todo eso. Si ese comercio se va a otro pueblo, la prosperidad de Farnham simplemente se desvanecerá y morirá.
Sherlock miró su plato. Había comido suficiente kitchiri para aguantar en pie durante un buen rato y quería volver a Farnham y ver si Matty andaba por ahí.
—¿Me disculpa, señor? —preguntó.
Su tío asintió con la cabeza y dijo:
—Amyus Crowe me ha pedido que le diga que estará de vuelta a la hora de comer para proseguir con sus estudios. Asegúrese de estar aquí.
Puede que su tía tuviera preparada una respuesta dentro de su monólogo ininterrumpido, aunque era difícil saberlo. Sherlock se levantó y fue hacia la puerta, pero una idea repentina le retuvo.
—¿Tía Anna? —dijo, y ella levantó la vista—. ¿Dijo usted que el hombre que murió había trabajado previamente para un conde o un vizconde?
—Así es, querido —contestó—. De hecho, recuerdo que…
—¿Pudo haber sido un barón?
Se quedó callada un momento, pensando.
—Creo que tiene razón —dijo—. Era un barón. Tengo la carta en algún lado. Era solo…
—¿Recuerda su nombre?
—Maupertuis —dijo la tía Anna—. Se llamaba barón Maupertuis. Vaya nombre tan curioso, pensé. Francés, obviamente. O quizá belga. Él no escribió las cartas de recomendación, claro; las escribió un tal…
—Gracias —dijo Sherlock, y se marchó dejándola con la palabra en la boca.
Cuando entró en el salón estaba temblando. No podía ser una coincidencia. Dos hombres muertos, ambos asesinados aparentemente de la misma forma, uno de ellos relacionado con una banda de matones que trabajaban en un almacén de Farnham propiedad de un misterioso «barón», y el otro, un tipo que había dejado recientemente de trabajar para un tal «barón Maupertuis». No podía haber dos barones que tuvieran que ver con ese negocio, ¿verdad? El dueño del almacén, el tipo extraño que Sherlock y Matty habían visto marcharse en el carruaje, ese tenía que ser el barón Maupertuis. Y si el hombre cuyo cadáver habían descubierto Sherlock y Amyus Crowe en los bosques había trabajado previamente para el barón Maupertuis en una fábrica de ropa, ¿se encontraría esta en el almacén de Farnham? ¿Y significaba eso que las cosas que el recién asesinado Wint había robado supuestamente del almacén, las cosas de las que Clem y Denny habían hablado, eran ropa?
A Sherlock le pareció como si un montón de piezas de un rompecabezas que habían estado rondándole por la mente se hubieran conectado de pronto. La imagen aún no estaba clara —todavía faltaban algunas piezas—, pero todo estaba empezando a cobrar un extraño sentido.
Ahora que sabía lo de la fábrica, la ropa, el barón y los hombres muertos, Sherlock podía hacer algunas deducciones basadas en la información que tenía. No eran precisamente conjeturas, pero podía elaborar algunas teorías creíbles. Por ejemplo, dos hombres relacionados con una fábrica de ropa habían muerto, aparentemente de viruela o peste. ¿Significaba aquello que la propia ropa estaba de algún modo contaminada? Sherlock tenía la impresión, por cosas que había leído en los periódicos de su padre, de que la mayoría de la tela era manufacturada en los pueblos textiles del norte de Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero sabía que alguna era importada del extranjero, como la seda en el caso de China o la muselina y el algodón que traían normalmente de India. Tal vez un lote que hubiera llegado a un puerto británico de uno de esos países extranjeros había sido contaminado por una enfermedad o estaba infestado de insectos portadores de dicha enfermedad, y los trabajadores de la fábrica se habían infectado. Era una explicación posible y Sherlock sintió la presión y la urgencia de contárselo a alguien. Lo primero que pensó fue contárselo a su tío, pero descartó la idea enseguida. Sherrinford Holmes sería un adulto, pero no tenía mucho mundo y probablemente descartaría la teoría de Sherlock sin pensarlo. Por un momento se le cayó el alma a los pies. ¿Quién más le quedaba?
Y entonces recordó a Mycroft. Podía escribirlo todo en una carta y enviársela a su hermano. Mycroft trabajaba para el gobierno británico. Sabría qué hacer.
Sintió que el nudo que le oprimía el pecho por la preocupación se aflojaba ligeramente al pensar en su responsable y leal hermano, pero luego se le ocurrió preguntarse qué haría en realidad Mycroft. ¿Abandonar su trabajo y bajar a toda prisa a Farnham para hacerse cargo de una investigación? ¿Mandar a las tropas? Lo más probable es que solo enviara un telegrama al tío Sherrinford, lo que haría que Sherlock tuviera que volver a empezar desde el principio.
Salió de casa a la luz de la mañana. Se detuvo un instante para saborear el aire y pudo oler el humo, el heno recién cortado y el ligero tufo a humedad de la fábrica de cerveza de Farnham. El sol se elevaba por encima de las copas de los árboles y alcanzaba las hojas dotándolas de un halo dorado y proyectando sus largas sombras en la hierba como si fueran dedos que se extendieran hacia él.
Había otra sombra, una que se movía. La siguió por el césped hasta la pared que separaba la casa y su finca de la carretera. Al otro lado del muro había una figura a caballo. Parecía que le estaba mirando. Cuando levantó la mano para protegerse los ojos de los rayos del sol, el jinete espoleó al caballo y se marchó por la carretera, desapareciendo detrás de un seto alto.
Sherlock fue hacia la entrada principal. El jinete y el caballo se habían ido, pero con suerte habría alguna huella de un casco o algo que se le hubiera caído al jinete que le permitiera identificarles.
No había ninguna huella ni ninguna cosa en el suelo, pero Sherlock encontró a Matty Arnatt sentado junto a la verja. Tenía dos bicicletas.
—¿De dónde las has sacado? —preguntó Sherlock.
—Las he encontrao. Pensé que te gustaría dar una vuelta. Es más fácil que andar y podemos ir a más sitios.
Sherlock le miró fijamente durante un rato.
—¿Por qué?
Matty se encogió de hombros.
—No tenía otra cosa que hacer —se quedó callado y apartó la mirada—. Pensé en soltar amarras, seguir un poco por el canal con la barcaza, pero eso significa empezar otra vez en un sitio nuevo, averiguar dónde encontrar comida y todo eso. Al menos aquí conozco a gente. Te conozco a ti.
—De acuerdo. Me vendrá bien un poco de ejercicio. Tengo los músculos agarrotados después de lo de ayer.
—¿Qué pasó ayer?
—Te lo contaré mientras vamos en bici —Sherlock bajó la vista hacia la calle que había pasada la verja—. ¿Has visto a alguien a caballo que pasara por aquí y parara un rato?
—Sí. Pasaron por delante de mí y pararon ahí abajo —señaló con la cabeza hacia el lugar donde Sherlock había visto al jinete—. Parecía que estaban mirando algo y luego se alejaron cabalgando.
—¿Los reconociste?
—No estaba prestando atención. ¿Importa?
Sherlock negó con la cabeza.
—Probablemente no.
Bajaron la calle hacia Farnham en el sentido opuesto al que había tomado el jinete. Sherlock llevaba tiempo sin montar en bicicleta y notó que se tambaleaba mucho detrás de Matty, pero solo tardó unos minutos en pillarle el truco y alcanzarlo. Mientras pedaleaban uno al lado del otro por calles en sombra donde los árboles se inclinaban formando un arco sobre sus cabezas y pasaban por campos llenos de hojas amarillas brillantes, le contó a Matty lo que había ocurrido el día anterior: el hombre al que había seguido al salir de la casa donde Matty había visto la extraña nube, el almacén, el carro repleto de cajas y el incendio. Matty no paraba de hacer preguntas y Sherlock se dio cuenta de que volvía atrás todo el tiempo para contar otra vez las mismas partes de la historia, saliéndose por la tangente para explicar otras cosas y por lo general sin ir al grano. No era un narrador nato y por un momento deseó tener a alguien que pudiera sacar los hechos de su cabeza y presentarlos de forma coherente.
—Tuviste suerte de salir con vida —dijo Matty cuando Sherlock hubo acabado—. Yo hace unos meses trabajé en una panadería. Se quemó. Tuve suerte de sobrevivir.
—¿Qué pasó? —preguntó Sherlock.
Matty negó con la cabeza.
—El panadero era un idiota. Encendió una cerilla para su pipa justo cuando estábamos abriendo los sacos de harina.
—¿Qué tiene que ver eso con un incendio?
Matty le miró extrañado.
—Creí que todo el mundo sabía que la harina rondando por el aire es como un explosivo. Si se le prende fuego a un grano de harina se propaga al resto en un segundo, como una chispa que saltara de uno a otro —negó con la cabeza—. Toda la panadería se redujo a escombros. Tuve suerte: estaba detrás de una mesa en ese momento. Aun así, el pelo tardó un mes en volver a crecer del todo —levantó la vista hacia Sherlock y le dijo—: Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?
—Deberíamos contárselo a la policía local —dijo Sherlock. Las palabras sonaron mal desde el momento en que salieron de su boca. Dos cadáveres, una extraña nube de la muerte, un misterioso polvo amarillo y una panda de matones prendiendo fuego a un almacén. Parecía una fantasía infantil.
Incluso si la mitad de la historia pudiera confirmarse mediante hechos —dos hombres habían muerto y los restos ennegrecidos y humeantes del almacén se verían todavía durante bastante tiempo—, el resto era más bien un montón de conjeturas y suposiciones absurdas que habían sido conectadas para rellenar los huecos.
Al ver la cara de Matty supo que el chico estaba pensando exactamente lo mismo que él. Hizo una mueca, frustrado. No conocía a nadie allí que pudiera ayudarles, y los que conocía que podían ayudar no vivían en esa zona. Era una paradoja.
Y entonces recordó la imponente figura de Amyus Crowe y le invadió un sentimiento de alivio que eliminó la nube de incertidumbre que le rodeaba como agua fría que limpiara la suciedad y el barro de una piedra. Crowe tenía pinta de poder hablar con la gente joven como si fueran adultos y su cabeza funcionaba de forma lógica, ya que usaba las pruebas como peldaños para sacar conclusiones en lugar de saltar de golpe al final del camino. De hecho era la única persona que podría creerles.
—Se lo diremos a Amyus Crowe —dijo.
Matty parecía escéptico.
—¿El tipo grande con la voz rara y el pelo blanco? —preguntó—. ¿Estás seguro?
Sherlock asintió firmemente con la cabeza.
—Sí —y sintió que se le desencajaba la cara y que el cuerpo se le desinflaba—. Pero no sé dónde vive. Tenemos que esperar a que aparezca en casa de mi tío. O preguntarle a mi tío dónde está.
Matty negó con la cabeza.
—Ha alquilado una casa a las afueras de la ciudad —dijo—. Antes era la casa de campo de un guardabosques. Si vamos en bici seguramente estemos allí en media hora —y al ver la expresión de sorpresa de Sherlock añadió—: ¿Qué? Sé donde vive casi todo el mundo. Es la forma de saber dónde tengo más posibilidades de conseguir comida a cualquier hora del día. Necesito saber cómo funciona un sitio como este: dónde vive la gente, dónde trabajan, dónde está el mercado, dónde guardan el grano, dónde va a estar probablemente el policía por la mañana, a mediodía y por la noche y qué huertos están vigilados y cuáles no. Es una cuestión de supervivencia.
Observación, pensó Sherlock, al recordar lo que Amyus Crowe le había dicho. Al final todo se resumía a observar. Si contabas con suficientes hechos, podías resolver casi cualquier cosa.
Y ese era el problema con los dos cadáveres y la nube de la muerte: que no tenían suficientes hechos.
Atravesaron el pueblo en bici evitando las calles principales por las que deambulaba mucha gente. El trayecto se acabó casi antes de empezar y aun así la mente de Sherlock seguía hirviendo a fuego lento con un sabroso estofado de hechos, suposiciones e hipótesis cuando se detuvieron en la casita de piedra donde aparentemente vivía Amyus Crowe.
Un movimiento a su lado llamó la atención de Sherlock. Miró a su alrededor y vio un semental pastando hierba en un campo. Un semental negro con una mancha marrón atravesándole el cuello.
El mismo semental que ya había visto dos veces con una figura misteriosa sentada a horcajadas encima de él, mirándole. Sintió que un escalofrío le recorría los brazos y el pecho poniéndole toda la piel de gallina. ¿Qué estaba pasando?
Matty vaciló y esperó en la puerta mientras Sherlock atravesaba a pie el jardín delantero. Sherlock se dio la vuelta y le miró de manera inquisitiva. El chico le miró con el ceño fruncido.
—Yo me quedo aquí afuera —dijo.
—¿Qué pasa?
—No conozco a este tío. Puede que no le caiga bien.
—Le diré que no pasa nada. Que puede confiar en ti. Le diré que eres mi amigo —cuando la palabra «amigo» salió de su boca, Sherlock sintió de pronto un arrebato de sorpresa. Daba por hecho que Matty era su amigo, pero la idea le confundió. Nunca había tenido ningún amigo de verdad; en el colegio no, desde luego, y tampoco en la casa de su familia, el lugar que él consideraba su hogar. Los niños que vivían allí solían evitar su mansión porque pertenecía a gente a la que consideraban de una clase social superior, «los terratenientes», y Sherlock había pasado casi todo el tiempo solo. Ni siquiera Mycroft había sido algo más que una presencia tranquilizadora, sentado en la biblioteca de su padre y enfrascado en la lectura de la amplia colección de libros que la familia había acumulado durante varias generaciones. A veces Sherlock dejaba ahí a Mycroft después de desayunar y se lo encontraba en el mismo sitio a la hora de cenar, sin cambiar de postura y con la única diferencia de que el montón de libros sin leer a su alrededor era más pequeño y el de libros acabados había aumentado.
—De todas formas me quedaré fuera —dijo Matty.
A Sherlock se le ocurrió una idea.
—Fuera —repitió—. Te gusta estar al aire libre, ¿eh? No te he visto dentro de ningún sitio desde que te conozco.
La expresión ceñuda de Matty se acentuó y apartó la vista para no mirar a Sherlock a los ojos.
—No me gustan las paredes —musitó—. No me gusta no tener ningún sitio por donde escapar salvo una puerta cuando no sé quién hay al otro lado.
Sherlock asintió con la cabeza.
—Lo entiendo —dijo en voz baja—. No sé cuánto tiempo estaré aquí. Tal vez te vea cuando salga —echó un vistazo hacia la puerta—. Suponiendo que haya alguien en casa, claro —miró fugazmente al semental negro, que seguía arrancando matas de hierba y masticándolas, y llamó con fuerza a la puerta.
Cuando se giró, Matty y su bicicleta habían desparecido.
Al cabo de un rato la puerta se abrió. Sherlock estaba mirando ligeramente hacia arriba porque esperaba ver a Amyus Crowe de pie en la entrada, y por un momento aquel espacio vacío le confundió. Bajó la vista y sintió que se le paraba el corazón cuando sus ojos se posaron en la cara de una chica igual de alta que él. Llevaba puesta ropa oscura y en la sombra del vestíbulo su cara parecía estar flotando en el aire.
—Yo… Estaba buscando al señor Crowe —dijo, y se ruborizó cuando sintió que le temblaba la voz. Deseó con todas sus fuerzas sonar tan seguro de sí mismo y desinteresado como Mycroft, que parecía conseguirlo sin hacer ningún esfuerzo.
—Mi padre ha salido —dijo la chica. Su voz tenía el mismo tono nasal que la de Amyus Crowe. Un acento probablemente norteamericano que hacía que la frase sonara más como «mi padue ha salito»[2]. Fuera lo que fuese, le confería un encanto exótico—. ¿Puedo decirle quién ha venido a verle?
Sherlock notó que no podía apartar la vista de su cara. Tenía más o menos la misma edad que él. Su pelo largo y rizado de color rubio cobrizo le caía sobre los hombros como una cascada de cobre que chocara contra las rocas y salpicara a su alrededor. Sus ojos eran de un tono violeta que Sherlock solo había visto antes en las flores silvestres y tenía la piel morena y llena de pecas, como si pasara mucho tiempo fuera.
—Soy Sherlock —dijo—. Sherlock Holmes.
—Eres el niño al que está dando clases particulares.
—No soy un niño; soy igual de mayor que tú —dijo con toda la bravuconería que fue capaz de reunir.
Ella salió al sol y Sherlock vio que llevaba puestos unos pantalones marrones ajustados de montar a caballo, más propios de un chico que de una chica, y una camisa de lino que le marcaba el pecho.
—Le diré a mi padre que has venido —dijo como si él no hubiera hablado—. Creo que fue a buscarte a casa de tu tío. Esperaba verte hoy.
—Me he distraído —le explicó Sherlock casi sin darse cuenta. Al ver sus pantalones de montar y el caballo que estaba en el prado cercano cayó en la cuenta—. ¡Me has estado espiando! —soltó sin pensar, y de repente sintió un ataque de vergüenza y de vulnerabilidad.
—¡No te hagas ilusiones! —dijo ella—. Te vi un par de veces mientras estaba fuera montando a caballo, eso es todo.
—¿A dónde ibas? Pasada la mansión no hay nada más que campo abierto.
—Entonces ahí es a donde iba —levantó una ceja—. ¿Tú montas a caballo?
Sherlock negó con la cabeza.
—Deberías aprender. Es divertido.
Recordó la figura que había visto a lo lejos y dijo:
—Montas como un hombre.
—¿A qué te refieres?
—Cuando he visto mujeres montar se ponen de lado en la silla, con las dos piernas a un lado del caballo. Montar a la amazona, lo llaman. Tú montas como un hombre, con una pierna a cada lado del caballo.
—Así es como me enseñaron —dijo enfadada—. La gente de aquí se ríe de mí por montar así, pero si montara como ellos quieren me caería si fuera un poco más rápido que al trote. Este país es extraño. No es como el mío —se abrió paso empujándole. La puerta se cerró detrás de ella, que se alejó del joven dando grandes zancadas en dirección al prado. Él la miró mientras se iba.
—¿Cómo te llamas? —gritó Sherlock.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Para no tener que seguir pensando en ti como «la hija de Amyus Crowe».
Ella se detuvo y dijo sin girarse:
—Virginia —dijo—. Es un lugar de Estados Unidos. Un estado de la costa este, cerca de Washington DC.
—He oído hablar de él. ¿Está cerca de Albuquerque?
Ella se dio la vuelta con una expresión risueña no exenta de desprecio.
—Para nada. A miles de kilómetros de distancia. Virginia es casi todo bosques y montañas, y Albuquerque está en medio de un desierto. Aunque allí también hay montañas.
—Pero vienes de Albuquerque.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Por qué os marchasteis?
Virginia no respondió. En vez de eso le dio la espalda y continuó caminando hacia el prado. Sherlock la siguió y tuvo una sensación extraña, como si fuera una marioneta cuyas cuerdas movieran de un lado a otro, incapaz de obedecer sus propios deseos. Echó una ojeada a su alrededor, esperando que Matty no estuviera ahí para ver lo que estaba ocurriendo, pero no había ni rastro del chico y su bicicleta.
—¿No le quieres decir a nadie adónde vas? —preguntó mientras Virginia ponía el pie en un estribo, agarraba la parte delantera de la silla con la mano izquierda y se impulsaba hacia arriba para sentarse en el caballo. Le acarició la crin con la mano.
—No hay nadie en casa —gritó—. Recuerda que mi padre ha salido.
—¿Y tu madre? —preguntó. La forma en que la expresión de la chica se endureció denotando una extraña fragilidad le hizo desear no haber dicho aquellas palabras.
—Mi madre está muerta —dijo Virginia de manera inexpresiva—. Murió en el barco, mientras atravesábamos el Atlántico para ir a Liverpool. Por eso odio este país y estar aquí. Si no hubiéramos venido, ella seguiría viva.
Tiró bruscamente de las riendas para darle la vuelta al caballo y se marchó. Sherlock la vio irse y se sintió avergonzado por el dolor que reflejaba su rostro y enfadado consigo mismo por haberlo ocasionado.
Cuando por fin se giró para marcharse vio que Amyus Crowe aguardaba pacientemente al final del camino, apoyado en un bastón y mirándole con ecuanimidad.
—Veo que has conocido a mi hija —dijo por fin con un acento que, al igual que el de Virginia, hizo que sonara más parecido a «Veo que has conosido a mi hiha»[3].
—No parece que le haya causado muy buena impresión —admitió Sherlock.
—Nadie le causa buena impresión. Se pasa el día cabalgando por el campo vestida como un chico —su boca se torció formando una mueca ladeada—. No la culpo. Que te arrastren aquí desde Albuquerque es suficiente para poner a una criatura de un humor de perros, sin… —de repente paró de hablar y Sherlock tuvo la impresión de que iba a decir algo más y se había callado justo a tiempo—. ¿Querías verme por algo en particular o simplemente estabas esperando la oportunidad de que te diera otra clase?
—En realidad —dijo— era por algo.
Sherlock le esbozó rápidamente a Crowe lo que había ocurrido en Farnham: el hombre del polvo amarillo, el almacén, el incendio… Notó que su voz se iba apagando al llegar al final. Era consciente de estar admitiendo lo que podría tratarse de una actividad delictiva si se miraba desde cierta perspectiva, pero al ver la expresión de Crowe no estaba seguro de cuál sería su reacción.
Cuando terminó, Crowe negó con la cabeza y miró a lo lejos.
—Te lo has pasado bien, ¿eh? —dijo—. Pero no estoy seguro de lo que significa todo esto. Sigue habiendo dos tipos muertos y un posible brote de peste. Si quieres mi opinión, déjalo estar. Deja que se encarguen de ello los médicos y los administradores. Hay una regla útil en la vida que dice algo así como que no deberías intentar librar todas las batallas que se te presentan. Elige las que sean importantes y deja que otro combata las demás. Y en este caso, esta no es tu lucha.
Sherlock sintió que la frustración lo invadía por dentro, pero se quedó callado. Tenía el fuerte presentimiento de que esta sí era su lucha, aunque solo fuera porque nadie más había visto al hombre en el carruaje ni pensaba que el polvo amarillo fuera importante. Pero quizá Amyus Crowe tenía razón. Intentar convencerle de que estaba pasando algo quizá no era una batalla que Sherlock debería estar librando. Quizá había otra manera de hacer las cosas.
—Bueno, ¿qué tenemos programado para hoy? —preguntó en su lugar.
—Creo que no llegamos a conocer a fondo los hongos comestibles —contestó Crowe—. Vamos a dar un paseo y ver lo que podemos encontrar. Y de camino señalaré algunas plantas silvestres que se pueden comer crudas, cocinadas o hervidas en una bebida que puede aliviar el dolor.
—Genial —dijo Sherlock.
Él y Amyus Crowe pasaron las siguientes horas deambulando por el campo y comiendo todo tipo de cosas seguras que estuvieran a su alcance. Muy a su pesar, Sherlock aprendió mucho sobre pasar tiempo en la naturaleza, no solo intentando sobrevivir, sino también progresando. Crowe le enseñó incluso a hacer una cama muy cómoda amontonando helechos que le llegaran hasta el hombro, subiéndose encima y usando su peso para aplastarlos hasta que tuvieran el mismo grosor y fueran igual de blandos que un colchón.
Cuando regresó más tarde en bici a la mansión Holmes, intentó volver a recordar a los dos hombres asesinados, el almacén quemado, el polvo amarillo y la misteriosa sombra ascendente de la muerte, pero sus pensamientos eran interrumpidos constantemente por el pelo cobrizo de Virginia cayéndole por los hombros y peinado hacia atrás con orgullo, por los estrechos pantalones de montar y por la forma en que su cuerpo se movía arriba y abajo mientras se alejaba de él cabalgando. Recordó la muestra de polvo amarillo que había recogido del suelo en el bosque y había metido dentro del sobre. Si los rufianes del almacén decían la verdad, había algo relacionado con la muerte de los dos hombres que era contagioso o contaminante o que al menos podía causar problemas de salud al tocarlos. Suponiendo que fuera el polvo amarillo, necesitaba averiguar lo que era, pese a la advertencia algo disimulada de Amyus. Era obvio que no tenía los conocimientos o la capacidad para hacerlo él mismo. Necesitaba un químico, un boticario o alguien parecido que pudiera analizar el polvo, y era poco probable que encontrara alguien así allí. De camino a Farnham con su hermano había pasado por Guildford, así que si ese era el pueblo grande más cercano entonces era allí donde Sherlock podría encontrar a alguien que hubiera estudiado ciencias naturales y pudiera decirle lo que era aquella sustancia. Amyus Crowe había mencionado el nombre de un experto de allí, el profesor Winchcombe. Tal vez Sherlock pudiera ir a verle.
Lo único que tenía que hacer ahora era llegar a Guildford.