Capítulo 5

Desde encima del muro donde estaba tumbado, Sherlock pudo ver todo el patio que se extendía ante él. No había nadie a la vista. Un edificio de madera de una sola planta y sin ventanas, más parecido a un almacén que otra cosa, invadía el espacio y la zona que lo rodeaba estaba sucia y llena de malas hierbas. Múltiples rodadas enlazaban las enormes puertas de madera de la entrada del edificio con las puertas del muro. Algunas de ellas eran poco más que arañazos en la tierra, mientras que otras eran profundas y aún estaban llenas de agua de la lluvia que había caído recientemente. Sherlock supuso que los carros o carretas llegaban al almacén ligeramente cargados, por lo que hacían surcos poco profundos, y se marchaban con algo pesado dentro, lo que hacía que los surcos se hundieran más en la tierra blanda. Pero ¿qué se estaba almacenando o haciendo en aquel almacén? Y ¿estaba eso de alguna manera conectado con la muerte del hombre que Matty había visto y con el polvo amarillo?

Pasó una pierna por encima del muro y se preparó para bajar al suelo, pero de pronto oyó un correteo que le hizo retroceder rápidamente. Algo oscuro y veloz salió a la carrera de la sombra que rodeaba el edificio y apenas pudo distinguir sus patas. Sherlock alcanzó a ver una cabeza grande y muy musculosa, con orejas diminutas pegadas al cráneo y un cuerpo pequeño cubierto de pelaje. El perro no le ladró, pero le gruñó con un sonido chirriante y grave, como una sierra que estuviera cortando madera dura. La baba le goteaba por los dientes. Se deslizó a toda prisa por el suelo, paró justo debajo de donde estaba él tumbado y se quedó mirándole fijamente, arrastrándose de un lado a otro sobre sus achaparradas patitas y con el rabo bajo.

Tenía que entrar en aquel almacén. Ahí había un misterio encerrado, y Sherlock odiaba los misterios sin resolver. Pero el perro parecía hambriento y entrenado para atacar.

Miró atrás, hacia el lado de la pared por donde había trepado. ¿Habría otra forma de entrar? Era improbable, y además el perro le olería y le seguiría por todas partes. ¿Podría hacerse amigo de él? Probablemente no, y mucho menos sin bajar del muro, y el castigo si fallaba era demasiado terrible para contemplarlo. Podía encontrar un ladrillo que estuviera flojo o una piedra grande y dejarlo caer encima del animal, pero eso le pareció innecesariamente cruel. ¿Podría drogarlo de algún modo? Se le ocurrió que podía regresar corriendo al mercado de Farnham y comprar un trozo de carne con el poco dinero que tenía, pero luego, ¿qué?

Echó un vistazo al suelo a ambos lados del muro, buscando algo que pudiera servirle de ayuda. En la esquina donde la pared se encontraba con el suelo, cerca de las puertas, divisó una especie de sombrero de piel abandonado. Era el tejón muerto que había visto antes. Pegó un salto que casi le hizo caer de la pared y corrió un poco hasta donde yacía el cuerpo agazapado del tejón. Lo cogió. El pelaje estaba seco y polvoriento y el cuerpo casi no pesaba, como si al morir cualquier chispa de vida se hubiera evaporado llevándose consigo cualquier masa que efectivamente pudiera haber tenido. Olió algo rancio y asqueroso. Musitó una disculpa, se inclinó ligeramente, estiró el brazo y lanzó el tejón por encima del muro. Sus rígidas extremidades se extendieron mientras volaba dando vueltas a toda velocidad. Desapareció detrás de los ladrillos y Sherlock oyó un ruido sordo cuando chocó contra el suelo. Segundos después llegó el sonido que había estado esperando: el agitado pataleo en la tierra seca y el gruñido cuando el perro le hincaba los dientes al cadáver. Sherlock volvió a trepar rápidamente por la pared y echó un vistazo abajo. El perro estaba sujetando al tejón con sus patas delanteras, movía penosamente su cuerpo de un lado a otro con su firme mandíbula y le arrancaba trozos. Cuando cayó al suelo, el perro paró de golpe, le miró con recelo y luego siguió tirando de la criatura muerta. O había decidido que Sherlock era su amigo por darle un juguete tan bueno con el que divertirse o simplemente lo estaba reservando para más tarde. Sherlock esperaba con fervor que la primera explicación fuera la correcta.

A toda prisa, antes de que el perro destrozara al tejón en pedazos demasiado pequeños y la presa perdiera su interés, corrió a toda velocidad por el patio hasta llegar al almacén. Había una puerta lateral en una de las paredes y la abrió ligeramente. Silencio y oscuridad. La abrió un poco más, se deslizó dentro y la cerró tras él.

Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad, pero cuando lo hicieron Sherlock vio que el espacio en el interior del almacén estaba iluminado por claraboyas. Los rayos de sol se proyectaban a través del sucio cristal formando pilares diagonales de luz que parecían sostener el techo con un andamio imaginario. El lugar olía a tierra seca y vieja y a sudor, pero por debajo de esos olores subyacía otro más dulce y floral. Había montones de cajas y cajones en diferentes sitios del edificio, y al otro lado, en el extremo más lejano, varios hombres los cargaban en un carro. El hombre al que había estado siguiendo por Farnham era uno de ellos y el saco de lona que llevaba antes encima estaba tirado en el suelo. Un caballo sujeto a las varas del carro pastaba tranquilamente de un morral que le habían atado con correas a la cabeza. Un segundo carro estaba aparcado en un lateral del almacén con las varas apuntando hacia abajo y apoyadas en el suelo.

Un montón de cajas de madera vacías estaban apiladas de mala manera cerca de ellos y Sherlock se movió con sigilo hacia un lado para esconderse detrás de ellas. Miró fijamente a los hombres mientras cargaban el carro con lo que parecía que era lo último. No paraban de maldecir y de empujarse mutuamente al levantar las cajas del suelo y meterlas una por una en el carro. A juzgar por la suciedad de su ropa y el sudor de sus caras, llevaban un buen rato trabajando de esa manera.

El hombre al que Sherlock había seguido por Farnham ayudó con la última caja, luego se sacudió las manos y se las limpió en el chaleco como si llevara todo el día ahí trabajando. Sus manos dejaron manchas amarillas de polvo —lo que quiera que fuese— en la tela basta. Uno de los otros hombres, un matón enorme con la cabeza afeitada, tatuajes que le cubrían el brazo hasta la muñeca como si fueran mangas y un quinqué encendido colgando de una trabilla del cinturón, le miró con desdén.

—¿Has disfrutado de tu pequeña excursión? —preguntó con fingido interés.

—¡Eh! Yo también estaba currando —respondió el primero.

—¿Qué pasa con la choza de Wint?

El recién llegado negó con la cabeza.

—El barón tenía razón: nos estaba mangando cosas de extranjis y tratando de revenderlas. Había un huevo de chaquetas y pantalones al lado de su cama.

—¿Te ha visto alguien?

—Nadie. He sido como una rata.

—¿Lo has cogido todo?

El hombre señaló con la cabeza el saco de lona.

—Lo recogí todo y lo metí ahí.

—Vale. Tíralo también al carro.

Mientras el recién llegado iba a recoger el saco, su colega fornido le gritó:

—¿Quemaste la choza de Wint?

El recién llegado negó con la cabeza.

—No me pareció necesario.

El hombre corpulento se encogió de hombros.

—Puedes explicárselo al barón cuando lo veas.

—¡Eh, Clem! No vamos a usar el otro —gritó un hombre, sacudiendo la cabeza hacia el carro de repuesto.

El hombretón se giró levemente hacia la cuadrilla.

—Déjalo —dijo—. Lo más probable es que no lo necesitemos, pero al barón no le gusta correr riesgos. Un hombre precavido es este barón —se volvió hacia el recién llegado y señaló las manchas de polvo amarillo de su chaleco—. Tienes un poco de su movida en la ropa. La choza de Wint también estará contaminada. El barón querrá que se queme, igual que este sitio. Deshazte de todas las pruebas.

El recién llegado se miró el chaleco.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Su colega se rio con un sonido que era una mezcla entre un bufido y una tos.

—Mejor que no lo sepas —dijo.

El recién llegado se observó las manos. Volvió a mirar al hombre fornido y de pronto le cambió la cara.

—Oye, Clem, ¿significa esto que lo que le pasó a Wint me pasará a mí?

Clem negó con la cabeza.

—No si te lo lavas bien, como nos dijo el barón —se volvió hacia los otros hombres, que andaban de cháchara ahora que las cajas ya estaban metidas en el carro—. Vale, gente, es hora de irse. Martin y Joe: vosotros vais con el carro. Ya sabéis dónde llevarlo. Stouffer y Flynn: id donde el barón —se volvió hacia el recién llegado—. Denny, tú y yo solucionaremos lo de este sitio. Incéndialo. Este lugar es tan grande que no hay forma de saber lo que nos hemos podido olvidar dentro.

El recién llegado, Denny, echó un vistazo al almacén.

—¿Tenemos que hacerlo? —preguntó lastimeramente—. Piensa solo en lo que podríamos hacer con este sitio en cuanto el barón acabe con él. Montar un negocio, quizá, o convertirlo en la taberna más grande de la zona. Podríamos tener a tías cantando y bailando y todo. Es una pena que lo quememos.

Clem contrajo las cejas en actitud amenazante.

—Si quieres ir y explicarle tu pequeño plan al barón, adelante. Yo voy a seguir las instrucciones que me dieron.

Denny pareció encogerse bajo la mirada aplastante del otro hombre.

—Solo preguntaba —dijo.

Uno de los hombres que esperaba al lado del carro levantó la mano para atraer la atención de Clem.

—¿Cuándo cobramos? —preguntó.

—Cuando entreguéis las cosas —refunfuñó Clem.

—Nos vemos mañana en la taberna de Molly. Llevaré el dinero del barón y lo dividiré allí a partes iguales.

—¿Y cómo sabemos que vendrás? —preguntó otro hombre, levantando la mano con garbo y pensándoselo luego mejor.

Clem le sostuvo la mirada.

—Porque el barón ha comprado nuestro silencio, recuerda. El vuestro y el mío. Si no os pagan y decidís contarle a alguien lo que hemos estado haciendo, el barón vendrá a buscarme, y eso es algo que no quiero que pase. Todo el mundo va a cobrar lo que le corresponde, ¿de acuerdo?

El hombre asintió, más calmado.

—De acuerdo.

Sherlock se ocultó aún más detrás del montón de cajas mientras los hombres se dispersaban. Dos de ellos se subieron al carro y los otros dos abrieron las puertas de madera maciza para que pudieran salir. Entretanto, Clem vigilaba y Denny se quedó sin hacer nada y con cara de estar perdido. El hombre que conducía el carro chasqueó la lengua y golpeó el trasero del caballo con un palo, y este empezó a moverse sin dejar de comer del morral de heno.

Clem fue hacia los portones de madera y el quinqué que tenía sujeto al cinturón le daba golpes en el muslo al moverse. Sin darse la vuelta, señaló bruscamente con el pulgar hacia donde estaba escondido Sherlock.

—Cierra con llave esa puerta —gruñó—, nos encontraremos luego en la entrada.

A Sherlock se le paró el corazón cuando Denny empezó a andar hacia donde estaba escondido. Si rodeaba el montón de cajas le vería seguro, y en ese caso Sherlock no estaba muy convencido de que fuera a sobrevivir. Se cambió de posición y se preparó para correr. ¿Conseguiría llegar a la puerta lateral antes de que Denny le pillara? No estaba seguro, pero aún lo estaba menos de que hubiera ninguna alternativa.

Denny llegó hasta donde estaban las cajas con el olor a sucio y a sudor de su ropa flotando a su alrededor y Sherlock echó un vistazo rápido a Clem, intentando averiguar si el hombre fornido estaba lo bastante cerca para ayudar a Denny a pillarle. Clem ya casi había llegado a la entrada principal. Sherlock se agachó rápidamente al lado de las cajas. Cuando Denny pasó por delante, Sherlock volvió a deslizarse a su posición inicial. Si Clem miraba hacia atrás antes de salir por la puerta le vería, no cabía ninguna duda, pero no lo hizo. Sherlock aguantó la respiración y vio cómo Clem desaparecía detrás del muro y se adentraba en la tarde soleada. Al cabo de un rato, una de las puertas empezó a cerrarse y su tosco borde de madera rozó la tierra haciendo que sus goznes oxidados chirriaran.

Sherlock echó una ojeada a las cajas. Denny acababa de comprobar que la puerta lateral por la que él había entrado estaba bien cerrada e iba a echar el cerrojo que aseguraría que nadie pudiera entrar. En cuanto se fuera, Sherlock podría quitar el pestillo, abrir la puerta y escapar.

Denny cogió un candado del suelo y lo deslizó por el cerrojo más alto y luego otra vez por un aro metálico que habían pegado al marco de la puerta. El candado se cerró con un chasquido. Denny sacó la llave que sobresalía y la deslizó dentro de su bolsillo. Luego se dio la vuelta silbando y atravesó el almacén.

Sherlock era consciente de los latidos de su corazón y de que le estaban empezando a sudar las manos. Echó un rápido vistazo por encima del hombro a la puerta que acababan de cerrar con llave. Parecía sólida. No iba a salir tan fácilmente; al menos no con prisa ni sin hacer mucho ruido. Tendría que esperar a que Denny y Clem se hubieran ido, aguantar otros cinco minutos y salir como habían salido ellos.

Denny llegó a las puertas principales justo cuando Clem estaba empujando la segunda para cerrarla desde fuera. El rectángulo de luz que se veía desde el patio se fue estrechando cada vez más y se redujo hasta convertirse en una barra, luego una línea y luego nada. Las puertas se cerraron con un golpe seco.

A Sherlock se le encogió y ensombreció el corazón, igual que había hecho la luz, cuando oyó el sonido inconfundible de una pesada barra de madera que habían encajado detrás de las puertas. ¡No había salida!

Durante unos minutos solo pudo distinguir a los dos hombres hablando, pero no oía lo que decían. Se enderezó, preparado para acercarse a la entrada principal y ver si podía entender alguna palabra, pero un ruido súbito le paró los pies.

Era el sonido del quinqué de Clem al estamparse contra las puertas.

El cristal se hizo añicos y el líquido salpicó toda la madera. Un instante de silencio y luego un chisporroteo siniestro cuando las llamas de la mecha de la lámpara prendieron en la madera empapada de aceite.

Clem y Denny le habían prendido fuego al almacén.

El pánico amenazó con apoderarse de Sherlock. Quería correr, pero no sabía adónde ir, así que no hacía otra cosa que moverse nervioso de un lado a otro. Un sabor a metal amargo le inundó la boca y su corazón latía tan fuerte que podía sentirse el pulso en la garganta y las sienes. Durante aproximadamente un minuto no pudo pensar con claridad ni conectar dos ideas de forma razonable, pero poco a poco sofocó el pánico repitiéndose a sí mismo que debía haber una salida. Lo único que tenía que hacer era averiguar cuál era. Notó que su acelerado corazón volvía lentamente a su estado habitual y que el tic nervioso de sus piernas y brazos disminuía.

El repentino olor a humo empezó a llenar el almacén. Algunas llamas diminutas comenzaban a adentrarse como dedos curiosos por las juntas que había entre los tablones de las puertas.

Piensa, se dijo a sí mismo. Piensa más detenidamente de lo que has pensado en tu vida.

Miró a conciencia alrededor del almacén. Clem y los otros hombres se habían llevado la mayoría de las cajas y Sherlock aún no sabía lo que había dentro de ellas. Los cajones detrás de los que se había escondido seguían apilados junto a la puerta lateral cerrada con llave, pero estaban vacíos.

Corrió hacia el lateral del almacén y estampó su hombro contra la pared de madera, que tembló por el impacto pero no se dobló ni rompió nada. Volvió a intentarlo. Nada. Si pretendía derribarla iba a necesitar un hacha o un martillo o algo parecido. No un hombro.

Estaba desesperado buscando por todo el almacén algún tipo de herramienta que pudiera usar para derribar el muro o separar los tablones haciendo palanca, cuando de pronto su mirada se fijó en el carro de repuesto que habían dejado abandonado. Tenía aspecto de ser útil y Clem había dicho que lo habrían usado si hubieran tenido suficientes cajas. ¿Podría Sherlock usarlo de algún modo para salir? ¿Podría siquiera moverlo?

Solo había una forma de saberlo. Cruzó corriendo el almacén y cogió una de las varas donde se ataban los caballos para que el carro se moviera. La levantó con facilidad. Probó a tirar de él, pero el carro no se movió. Volvió a tirar más fuerte y lo desplazó mínimamente, pero la otra vara seguía apoyada en el suelo del almacén y los esfuerzos de Sherlock solo la metían cada vez más en la tierra e impedían que el carro se moviera.

Lógica. Usa la lógica. Si no podía tirar del carro, tal vez pudiera empujarlo. Sherlock dejó la vara y se lanzó contra la parte delantera del carro donde estaría sentado el conductor. ¡Y se movió! ¡Todo el carro rodó unos centímetros hacia atrás! Agradeció al dios que estuviera velando por él por el misterioso barón, quienquiera que fuese, que había impresionado de tal forma a sus empleados con su cautela que no solo habían previsto un carro de repuesto, sino que también habían mantenido los ejes engrasados. Luego dio unos pasos hacia atrás y se abalanzó sobre el carro, impulsando su hombro con fuerza contra la madera. Era el mismo hombro que había lanzado contra el muro del almacén, y sintió un fuerte pinchazo de dolor que le bajaba por el brazo y le subía hasta el cuello, pero el carro rodó unos cuantos centímetros hacia atrás antes de detenerse.

A Sherlock se le llenó la cara de humo y le empezaron a picar los ojos. Se dio la vuelta y vio que las llamas comenzaban a lamer las puertas delanteras y el dintel. Como era lógico, las puertas del almacén se ablandarían por el fuego y serían el sitio ideal donde estrellar el carro, si podía moverlo lo suficientemente lejos y rápido; pero tendría que darle la vuelta para dirigirlo hacia las puertas, y además, las llamas le asustaban. Su única oportunidad realista era intentar estampar el carro en la pared trasera del almacén.

Ignoró el dolor agudo que se le extendía por el hombro, se agarró a la parte delantera del carro y clavó los pies en la tierra blanda que había en el suelo del almacén con las rodillas flexionadas. Su cuerpo estaba casi horizontal y Sherlock empleó hasta la última gota de energía que tenía, más de la que había usado nunca jugando al rugby en los campos del internado masculino de Deepdene o peleando en el ring de boxeo del gimnasio del colegio. Durante un buen rato su cuerpo pareció estar suspendido entre dos objetos fijos, pero de pronto el carro empezó a moverse. Una de sus ruedas se atascó con una piedra o un terrón y el carro amenazó con volver atrás hacia el lugar de donde había salido, pero Sherlock se empecinó y empujó hasta que sus músculos chillaron. La rueda del carro sorteó el obstáculo, cualquiera que fuera, y luego empezó a rodar cada vez más suavemente hacia atrás. Sherlock dio un gran paso y desplazó su pie izquierdo y luego el derecho. Sus pies se agarraron firmemente a la tierra y empleó toda su energía para mover el carro palmo a palmo. Como una locomotora, empezó a coger velocidad a medida que avanzaba. En unos segundos había pasado de un gateo torpe a un paso lento, luego a uno más rápido y finalmente a un trote. Sherlock sintió que algo silbaba en su hombro cuando un tendón se le quedó pillado como una cuerda de violín que fuera pulsada por un dedo. Su brazo amenazó con desplomarse, pero con gran fuerza de voluntad lo mantuvo asido a la parte delantera del carro y al cabo de unos minutos la sensación de cosquilleo remitió. El carro siguió moviéndose. Sherlock no se atrevió a mirar hacia arriba para ver si el lejano muro estaba más cerca por si al cambiar de posición disminuía la fuerza que estaba ejerciendo y el carro volvía a reducir la velocidad. Lo único que podía hacer era contar sus pasos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis; cada uno más rápido que el anterior. Ya debía estar cerca del muro. Sintió un golpe de calor en la nuca cuando el fuego se aferró a las puertas. Vio su propia sombra proyectada por la llama delante de él. Estaba perfilada en rojo y parpadeaba de un lado a otro.

De repente la parte trasera del carro golpeó la pared. La masa del carro fue detrás, los listones de madera se astillaron alrededor de él y los clavos que los mantenían unidos se arrancaron de cuajo chirriando penosamente. Una ráfaga de aire fresco pasó junto a la cabeza de Sherlock y, aunque sopló el humo hacia atrás, provocó que el fuego se propagara. Las ruedas traseras del carro se engancharon en la madera, pero Sherlock vio que la luz del día brillaba en los bordes cuadrados de la carrocería. Trepó con dificultad al asiento del conductor, luego atravesó el suelo plano del carro y salió al espléndido aire fresco de aquel día soleado.

Había esperado ingenuamente ver una multitud de personas y la brigada contra incendios del pueblo con bombas de mano y cubos, pero el patio estaba desierto. Incluso el perro había huido, sin duda siguiendo a los criminales por la puerta principal. Aunque el interior del almacén había estado peligrosamente cerca de convertirse en un horno, fuera las llamas apenas se distinguían en el cielo soleado, y solo una fina estela de humo subía hacia arriba, poco más de lo que haría el fuego de una cocina. En algún momento alguien se fijaría e investigaría, pero quizá pasara un tiempo.

Las puertas de la entrada estaban cerradas y Sherlock supuso que Clem y sus secuaces les habrían puesto un candado antes de batirse en retirada. Habían demostrado un cuidado similar en casi todo lo que habían hecho antes. Sherlock descartó huir por la puerta y miró por las paredes en busca de un lugar adecuado para trepar y saltar por encima. El interior era de ladrillo descubierto y no tendría problemas para escalarlo.

Se detuvo en el muro y miró el almacén a su espalda. El fuego había empezado a avanzar poco a poco hacia la zona del tejado y el techo estaba ardiendo. Tenía que salir de allí.

Sherlock trepó a duras penas y estuvo a punto de caerse, pero por fin consiguió marcharse renqueando. Siguió andando hasta que sintió que sus pulmones iban a estallar y los músculos de sus piernas le suplicaron que se detuviera. Cuando se desplomó y se quedó sentado junto a un muro bajo de piedra, sucumbió al cansancio y al pánico que había estado combatiendo durante lo que le pareció una eternidad. Aspiró enormes bocanadas de aire y dejó que el temblor que había ido aumentando dentro de él le recorriera el pecho, los brazos y las piernas. Al cabo de un rato se sintió lo bastante fuerte para llevarse las manos a la cara. Tenía la piel llena de arañazos y ensangrentada, y astillas clavadas en las palmas que ni siquiera había notado. Las fue sacando una a una y dejó sus manos salpicadas de gotas de sangre.

Todo aquel esfuerzo, todo aquel peligro, ¿y qué es lo que había aprendido en realidad? Que si la muerte del hombre de la casa de Farnham era un accidente, se trataba de un accidente provocado por algún tipo de actividad delictiva. El muerto había estado robándoles algo a sus cómplices y ese algo le había asesinado. Los criminales habían metido en cajas el resto de aquello y se las habían llevado en carro a un lugar indeterminado, y luego habían prendido fuego al almacén para ocultar su actividad. Y todo esto se había hecho siguiendo las instrucciones de un misterioso «barón».

Entonces Sherlock recordó la primera vez que había estado fuera en las puertas que daban a ese patio, cuando él y Matty habían estado a punto de ser atropellados por un carruaje. El hombre del carruaje, el que tenía la cara blanca y los ojos rosas, ¿era el barón? Y si era así, ¿qué estaba tramando exactamente?

De pronto Sherlock se dio cuenta de que estaba anocheciendo. El sol estaba a punto de ponerse y él no solo debía volver a la mansión Holmes sino que tenía que limpiarse y cambiarse de ropa como fuera antes de que la señora Eglantine notara que había pasado algo. Por un momento pensó que sus problemas del día se habían terminado, pero se le encogió el corazón al caer en la cuenta de que no habían hecho más que empezar.