Amyus Crowe se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo dio a Sherlock. De otro bolsillo cogió un frasco de metal plano y curvo para que se ajustara bien a la forma de su cuerpo. Tenía una cinta de cuero alrededor. Desenroscó la tapa y vertió un líquido parduzco en el pañuelo que tenía Sherlock en la mano, mojándolo. Un olor que hacía que le picara la nariz y le lloraran los ojos salió de la tela empapada.
—Brandy —dijo Crowe al ver la expresión dudosa de Sherlock—. Por si lo que mató a este hombre fuera infeccioso. No queremos pillar lo que se lo llevó de este mundo —se sacó otro pañuelo de un bolsillo diferente e hizo lo mismo.
—¿Lo que lo mató? —preguntó Sherlock, perplejo—. Sin duda fue algún tipo de enfermedad. ¡Mírale la cara!
Los brillantes ojos azules de Crowe se fijaron en la cara de Sherlock. Se quedó mirándole con interés durante unos segundos, sin soltar el pañuelo.
—¿Crees que una enfermedad es algo que ocurre sin más, que las enfermedades se manifiestan en un cuerpo sin ayuda de nada?
—Supongo —admitió Sherlock—. La verdad es que nunca lo he pensado.
—Pero sabes que las enfermedades pueden pasar de una persona a otra, si la tocas o estás cerca de ella.
—Sí… —dijo Sherlock con cautela, preguntándose a dónde querría ir a parar.
—Entonces, ¿acaso no tiene sentido que la persona enferma le transmita algo a la que está sana provocándole también la enfermedad?
Sherlock permaneció en silencio. Sabía que aquello se convertiría en otra lección, independientemente de lo que él dijera.
—Estuve en Viena hace unos años —dijo Crowe—. Conocí a un hombre llamado Ignaz Semmelweis. Era húngaro y trabajaba con mujeres que estaban a punto de dar a luz. Notó que las mujeres que eran atendidas por médicos o estudiantes de medicina tenían más probabilidades de morir de fiebre puerperal que las que eran atendidas por comadronas. Un hombre inteligente, Semmelweis. Muchos otros médicos habrían dejado de investigar llegados a ese punto, pero él se dio cuenta de que a menudo estos doctores llegaban a los partos directamente de las autopsias. Obligó a los médicos a lavarse las manos con agua y lima antes de examinar a las mujeres embarazadas y la tasa de mortalidad de fiebre puerperal cayó en picado en su hospital. Obviamente la lima estaba matando o destruyendo algo en las manos de los médicos que de otro modo se habría trasladado de los cadáveres a las mujeres —sujetó el pañuelo en alto—. De ahí el brandy. Tiene un efecto similar.
—¿Qué clase de algo? —preguntó Sherlock.
Crowe sonrió.
—El escritor romano Marco Terencio Varrón escribió: «… allí nacen ciertas diminutas criaturas que no pueden verse con los ojos, que flotan en el aire y entran en el cuerpo por la nariz y la boca, causando serias enfermedades». Imagino que no es el tipo de clásicos que estudias en el colegio. La gente lleva siglos hablando de estas criaturas diminutas, pero la profesión médica simplemente no se lo ha tomado en serio.
—¿Pero no podríamos dejar el cuerpo aquí y decírselo a alguien? —preguntó Sherlock—. ¿No sería más seguro para nosotros?
Crowe miró los árboles y arbustos a su alrededor.
—Demasiadas probabilidades de que un zorro o un tejón lo encuentren y coman hasta saciarse. Nunca había visto a este tipo, pero no le desearía esto a nadie, vivo o muerto. No, en algún momento lo tendrán que sacar del bosque para enterrarlo, así que este es tan bueno como cualquier otro. Estaremos a salvo siempre y cuando no lo toquemos y nos pongamos estas máscaras.
Crowe se ató el pañuelo con cuidado alrededor de la cara. Los vapores del brandy hicieron que le lloraran los ojos. Se rio y las profundas líneas que bordeaban sus ojos se arrugaron como el lino.
—Nunca dije que fuera un buen brandy —dijo—. Ten cuidado de no probarlo. Ahora corre, ve a buscar una carretilla a los jardines y tráela aquí. Deprisa.
Sherlock dejó a Crowe agachado sobre el cuerpo, se guardó el pañuelo en el bolsillo para más tarde, se volvió deprisa sobre sus pasos y cruzó el bosque de vuelta a casa. Se abrió paso a través de los diversos árboles, arbustos y hongos que Amyus Crowe había señalado por el camino, corriendo entre la maleza y sintiendo cómo las hierbas le azotaban los tobillos al correr. El olor a helecho seco y a lavanda se mezclaba en sus fosas nasales. Podía sentir el sudor brotándole de la frente y entre los omóplatos y goteándole por las mejillas y la columna vertebral.
Cuando salió del bosque y entró en la extensión de campo abierto que les separaba de la casa, se detuvo un momento para recobrar el aliento y tranquilizarse. El sol de la tarde le cegó momentáneamente, tan contundente como un golpe en la cabeza. Se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas, aspirando bocanadas de aire caliente. Los sonidos que habían sido amortiguados por los árboles —la tala de madera, el distante gruñido de los cerdos, alguien cantando— de pronto le pedían a gritos que les prestara atención.
Cuando se enderezó vio a lo lejos una figura montada a caballo más allá de la entrada que conducía a la carretera, al otro lado del muro. El caballo estaba inmóvil, y a Sherlock le pareció que la figura le miraba. Entornó los ojos y levantó una mano para protegerlos del sol, pero en el instante en que su mano le bloqueó la vista el caballo se movió y la figura desapareció.
Sherlock se sacó aquella imagen de la cabeza, encontró una carretilla cerca del gallinero y la empujó a toda prisa por los bosques donde yacía el cuerpo. Encontró a Crowe registrando los bolsillos del hombre.
—Nada que nos diga quién es —dijo sin volverse. Su voz estaba amortiguada por el pañuelo—. ¿Lo reconoces?
Sherlock miró fijamente la cara hinchada y sintió que se le revolvía el estómago. Intentó ver los rasgos que había debajo de los forúnculos y la rojez.
—Creo que no —dijo finalmente—, pero es difícil saberlo.
—Mira las orejas —dijo Crowe—. Las orejas de la gente son bastante características. Algunas no tienen lóbulos, otras están arrugadas y otras son como conchas perfectas. Es una manera fácil de distinguir a la gente, especialmente si están tratando de esconderse.
Sherlock iba a responder que era prácticamente imposible distinguir la identidad del hombre que yacía muerto en el suelo, pero se mordió la lengua y en lugar de hablar se concentró en su oreja izquierda, que estaba al descubierto. Notó que tenía un marcado corte en la piel, hacia la mitad, como si se lo hubieran hecho con un cuchillo en alguna pelea, o con un hacha mientras cortaba madera. Aquel pensamiento le hizo acordarse de algo. Había visto a ese hombre antes. ¿Pero dónde?
—Creo que trabaja para mi tío —dijo por fin—. Lo vi conduciendo un carro.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Crowe.
—Esta misma mañana —Sherlock frunció el ceño—. Pero parece que llevara días enfermo. Estaba bien cuando yo lo vi.
—Instructivo —murmuró Crowe—. Muy bien; vamos a meterlo en la carretilla y a llevarlo a casa. Tu avinagrada ama de llaves puede mandar a buscar al quebrantahuesos local.
—¿Quebrantahuesos?
—Doctor —rio Crowe—. ¿Nunca habías oído la palabra «quebrantahuesos»?
Sherlock negó con la cabeza.
—Los llaman así porque no hace mucho tiempo eso era prácticamente todo lo que hacían: amputar dedos, manos, pies, brazos o piernas cuando había un accidente —Crowe resopló—. Afortunadamente, la civilización ha avanzado algo desde entonces —se inclinó hacia el cuerpo, luego se volvió a enderezar y le echó un vistazo a Sherlock—. Recuerda: no le toques la piel —le advirtió—. Solo la ropa. Mejor no correr riesgos.
Tardaron casi media hora en atravesar el bosque. Amyus Crowe empujaba la carretilla donde el cadáver se balanceaba torpemente. Sherlock iba delante y se agachaba y retiraba piedras y ramas que pudieran engancharse con la rueda o hacer que Crowe se tropezara. Las manos del muerto se movían inertes arriba y abajo cada vez que la carretilla pasaba por encima de un bache, y daba la sensación de que estuviera intentando incorporarse con todas sus fuerzas. Sherlock trató de no mirar.
Cuando vieron la casa, la respiración de Sherlock era entrecortada y podía sentir cómo le ardían los músculos por el cansancio. Alguien debió de haberlos visto, porque la señora Eglantine caminaba dando zancadas hacia ellos.
Fue a su encuentro cuando salieron de entre los árboles.
—No oséis —dijo fríamente— llevar esa cosa cerca de la casa.
—Esta cosa —le increpó Crowe con calma— es uno de los empleados de su señor. Sé que está muerto, pero creo que no obstante merece un poco de respeto.
La señora Eglantine se cruzó de brazos.
—Empleado o no —dijo—, no permitiré que lo lleven cerca de la casa. Mírelo. No sé si es la viruela o la peste, pero hay que quemar el cuerpo.
—Estoy de acuerdo —dijo Crowe—, pero primero quiero que lo vea un médico. Y, por supuesto, hay que decírselo a su familia. Sea tan amable de mandar a buscar un médico de la ciudad. Mientras tanto, ¿hay algún lugar donde podamos guardar el cuerpo?
La señora Eglantine soltó un bufido.
—Hay un cobertizo por allí donde se amontona el estiércol —dijo—. No se usa para nada. Póngalo ahí —hizo una pausa—. Podemos quemar el sitio después —agregó, se dio la vuelta y regresó a la mansión.
—Una dama encantadora —murmuró Crowe.
Sherlock rodeó la casa y le condujo hasta donde amontonaban el abono antes de extenderlo por los huertos de verduras y árboles frutales. Aquel olor reciente y nauseabundo, pese al pañuelo empapado en brandy, le penetraba por la nariz y la boca y le llenaba la garganta de bilis.
El cobertizo estaba desvencijado y Sherlock y Crowe tuvieron que apartar montones de madera partida y utensilios del campo oxidados para poder maniobrar con la carretilla y meter el cuerpo dentro. La luz del sol que atravesaba los agujeros del techo y las paredes iluminó el cuerpo en zonas como una mano de grandes y afortunadamente dejó el resto a oscuras. Al verlo con los brazos y piernas colgando de los bordes de la carretilla, a Sherlock se le antojaba una especie de muñeca grotesca tamaño natural de la que se habían deshecho sin contemplaciones.
—No tiene sentido que nos quedemos los dos —dijo Crowe cuando salió fuera y se quitó el pañuelo—. Vuelve a casa. Haz que una de las sirvientas te prepare un baño con agua caliente. Frótate bien con jabón carbólico. Cámbiate de ropa y deja fuera la que llevabas puesta para que la quemen, si tienes suficiente de repuesto. Si no, pídele a la sirvienta que se las lleve para lavar.
Después del baño, con la piel enrojecida y en carne viva de restregarse con el jabón carbólico rojo oscuro, Sherlock se puso su ropa limpia y abandonó la casa. Aún podía percibir el olor alquitranado que el jabón le había dejado en la piel, y le escocían los ojos. Dobló la esquina de la casa y mientras se enjugaba las múltiples lágrimas de los ojos vio a Amyus Crowe fuera del ruinoso cobertizo conversando con un hombre fornido que llevaba una levita negra. Debía de ser el médico local. Mientras se acercaba, Sherlock pudo oír la voz aguda y arrogante del doctor que decía:
—Debemos alertar a las autoridades civiles. Este es el segundo cuerpo con síntomas similares que encontramos. Si es la peste, tenemos que tomar precauciones inmediatamente. La feria de mañana deberá ser cancelada y habrá que cerrar todos los bares para impedir que la enfermedad se propague. ¡Cielos! ¡Incluso puede que tengamos que acordonar las calles que entran y salen de la ciudad hasta que haya pasado el peligro!
—Para el carro —dijo Amyus Crowe con su voz grave y pausada—. Solo tenemos dos cuerpos. Dos gotas no hacen una tormenta.
—Pero si esperas a que llueva a cántaros antes de abrir el paraguas, te empaparás —replicó el médico.
De pronto Sherlock cayó en la cuenta de que él sabía más que ellos. El cuerpo, las pústulas, la nube de humo. Todo aquello era exactamente lo que Matty Arnatt había visto cuando murió el hombre de la ciudad. ¿Qué era el humo?
—Hay que esperar al menos hasta conseguir que un experto eche un vistazo a los cadáveres.
El doctor negó con la cabeza en señal de fastidio.
—¿Qué experto? Yo puedo hacer una autopsia, pero me basta con ver esos forúnculos hinchados. Tenemos que asumir que estamos lidiando con la peste bubónica y actuar en consecuencia.
Crowe levantó una mano para tranquilizarle.
—Conozco a un profesor de enfermedades tropicales que vive en Guildford. Profesor Winchcombe, se llama. Podríamos mandar a alguien a buscarle. Escribiré una carta.
—Escribe si quieres —dijo el médico—, pero mientras haces eso yo hablaré con el alcalde y el gobierno municipal; y también con el obispo de Winchester.
—¿Qué tiene que ver él con esto? —preguntó Crowe—. El castillo de Farnham es la residencia oficial de su Ilustrísimo.
Sherlock se acercó, pero Amyus lo vio y le indicó que se alejara con un gesto de la mano. Sherlock sintió un arranque de enfado. Era él el que había encontrado el cuerpo y parecía que su tutor quería dejarlo fuera. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Aguantar hasta que hubiera acabado la conversación y luego retomar la lección donde la habían dejado? Tenía mejores cosas que hacer con su tiempo. Si Crowe quería quejarse, que escribiera a Mycroft.
Sentía tal rabia revolviéndole por dentro que se dio la vuelta y se alejó por el bosque.
Al llegar a los árboles enseguida perdió de vista la casa. La tierra esponjosa cedía bajo sus pies. Lo único que le rodeaba era el leve crujido de plantas que se secaban al sol de la tarde y el ocasional susurro de un pájaro o un zorro moviéndose entre la maleza. El aroma de las hojas húmedas subía desde el suelo y tapaba los rastros de brandy que le producían aquel hormigueo en la nariz y que aún podía oler junto a los vestigios más acres del carbólico. No había senderos ni veredas que seguir entre los arbustos y Sherlock tuvo que pasar con cuidado por encima de árboles caídos y rodear majuelos para avanzar.
Había entrado en los bosques por un sitio diferente del que habían usado antes Crowe y él, y no estaba seguro de dónde se encontraba. Al cabo de unos minutos seguía sin ver la casa y se dio cuenta de que se había orientado mal. Lo mismo podía estar en medio del bosque que en los límites, y en ese caso, si no tenía cuidado, podría seguir andando hasta llegar al centro. No había forma de saber dónde estaba, y aunque intentó catalogar los tipos de árboles por los que pasaba, todos le acabaron pareciendo iguales.
Algo lo arrastraba hacia lo más profundo del bosque, algo primitivo que no comprendía. Mucha gente hablaba de pueblos y ciudades como si tuvieran personalidad propia y Sherlock había experimentado algo parecido en Londres, en las visitas esporádicas que hacía con su padre, y en menor medida en Farnham con Matty Arnatt. Pero aquí podía sentir un tipo de personalidad diferente. Algo intemporal y oscuro. Fuera lo que fuese, había visto morir al granjero y no le había importado, como tampoco le había importado ninguno de los cientos, miles, millones de muertes de animales y seres humanos que había atestiguado durante todo el milenio.
Cuando se deshizo de sus sentimientos se topó con los surcos que había dejado la carretilla y los siguió para volver a la zona del bosque donde había descubierto el cuerpo. La vegetación que poco antes estaba aplastada bajo el cadáver se había vuelto a levantar y no quedaba ni rastro del lugar donde había estado tendido el cuerpo. Sherlock solo supo el sitio exacto porque era ahí donde acababan los surcos de la carretilla.
Miró fijamente el suelo, sin estar muy seguro de lo que estaba buscando. Intentó imaginarse cómo habrían sido los últimos momentos del muerto. ¿Se habría tambaleado, delirante, hacia un claro del bosque y se habría dejado caer sobre sus rodillas antes de desplomarse en el suelo? o ¿habría estado andando, inconsciente de su enfermedad, antes de desmayarse de pronto y yacer inconsciente mientras le aparecían los furúnculos en la cara y en las manos? Debía de haber alguna forma de saberlo por sus pisadas. Si hubiera estado delirando, deambularía; mientras que si hubiera andado con normalidad, sus pisadas serían rectas. Al doctor podría resultarle útil saber cuán rápido había comenzado la enfermedad, o al menos podría impresionar a Amyus Crowe con sus habilidades deductivas.
Sherlock se agachó y examinó de cerca el suelo. Las botas del hombre habían dejado unas huellas muy marcadas en la tierra: el talón de un pie estaba desgastado comparado con el otro y Sherlock vio que podía distinguir fácilmente las huellas del hombre de las suyas y de las de Amyus Crowe. Siguió su rastro hasta los árboles. Eran extrañas; algunas veces apuntaban hacia un lado y otras hacia otro, como si el hombre hubiera estado dando vueltas. ¿Bailando, quizá? No, eso era una estupidez. ¿Mareado? Eso era más probable. Tal vez la enfermedad —cualquiera que fuese— había afectado su sentido del equilibrio.
Sherlock siguió las huellas garabateadas en el camino lejos del claro hasta un punto donde de pronto se encauzaban. De ahí conducían a otra parte siguiendo una línea recta y se desviaban de vez en cuando al bordear un árbol o un tronco caído, mientras se alejaban de lo que él suponía que era la mansión Holmes. Parecía como si lo que le había afectado hubiera comenzado de repente: un segundo caminaba aparentemente normal y al siguiente se tambaleaba en círculos como un borracho y poco después caía al suelo. Y finalmente, moría.
Sherlock volvió a la zona donde cambiaban las huellas y se quedó quieto, mirando perplejo a su alrededor. Algo sobre el terreno en las inmediaciones le preocupaba. Miró fijamente los árboles, los arbustos y la hierba durante unos instantes, tratando de entender cuál era el problema, y entonces se dio cuenta. La hierba era de un color ligeramente distinto, más amarilla que la de otros lugares del bosque. Sherlock se arrodilló y tocó la tierra con el dedo, que salió manchado y lleno de polvo. Habían esparcido algo ahí, algo que no encajaba.
Sherlock frotó las puntas de sus dedos entre sí. Estaban grasientas. Lo que quiera que fuese aquel polvo amarillo no se parecía a nada que hubiera visto antes. Por un momento le entró el pánico y el corazón le empezó a latir deprisa cuando se le ocurrió que el polvo amarillo podría haber causado la enfermedad del hombre, pero al pensarlo de nuevo se convenció de que las enfermedades no se originaban por una mancha de polvo. Eran transmitidas de una persona a otra. El veneno era otra posibilidad, ¿pero qué venenos había que provocaran pústulas en la cara y las manos de un hombre?
Sherlock pensó rápidamente y se sacó del bolsillo el sobre que contenía la carta de Mycroft que había recibido esa mañana. Extrajo la hoja y se la volvió a meter en el bolsillo, luego sujetó el sobre por los bordes para que se abrieran como una boca diminuta y lo deslizó por el césped como una pala. Metió un poco del polvo amarillo dentro del sobre. Lo volvió a cerrar deprisa y se lo guardó en un bolsillo diferente. No sabía si era importante, pero Amyus Crowe podría identificarlo.
Vagó por el bosque y finalmente consiguió salir a una carretera. No sabía si era la que conducía a la mansión Holmes o a otra diferente. Se alejaba de él describiendo curvas en ambas direcciones y le resultó imposible averiguar dónde estaba. Se sentó al lado de la carretera y esperó. En algún momento, razonó, un carro pasaría por ahí y le podría pedir que le llevara.
Ya había atardecido. ¿A dónde quería ir, a la mansión o a la ciudad? Al cabo de unos segundos decidió que si volvía a la mansión se expondría a pasar una tarde aburrida. La ciudad le pareció más interesante.
Los primeros diez o doce carros que pasaron iban en la misma dirección y todos estaban llenos hasta arriba de cajas, cajones y sacos de lona. Las caras de los conductores y sus pasajeros daban miedo. Sherlock no estaba seguro, pero le daba la sensación de que habían oído hablar de las dos muertes y se marchaban de Farnham, escapándose lo más lejos posible de la supuesta peste. Ni siquiera se molestó en pedirles que le llevaran: la expresión de sus caras indicaba que no serían muy encantadores con él. Por fin, puede que media hora después, oyó el traqueteo de las ruedas de un carro en la dura superficie de tierra de la carretera en dirección opuesta a aquella por la que habían venido los demás carros. Se puso de pie y esperó a que doblara la curva.
—¡Disculpe! —le gritó al conductor canoso de cara alargada—. ¿En qué dirección va?
El conductor movió ligeramente la cabeza para indicar la carretera que había delante. No se molestó en mirar a Sherlock, aunque al menos tiró de las riendas para frenar al único caballo que iba con él.
—¿Hacia dónde está la mansión Holmes? —exclamó Sherlock.
El hombre ladeó la cabeza e indicó la carretera a su espalda con un ligero tirón.
—¿Me puede llevar a la ciudad? —preguntó. El hombre se quedó pensando un momento y luego sacudió la cabeza hacia la parte de atrás del carro. Sherlock lo tomó como un «sí» y se montó justo cuando el carro aceleraba, lo que estuvo a punto de provocar que se cayera. En lugar de eso, cayó hacia delante sobre una masa de paja.
El conductor no dijo ni una palabra durante el viaje y Sherlock pensó que él tampoco tenía nada que decir. Se pasó todo el camino pensando alternativamente en el hombre muerto, el jinete misterioso y el personaje extraño pero cautivador de Amyus Crowe. Para tratarse de un lugar que al principio le había parecido un infierno sumamente aburrido, la mansión Holmes y sus alrededores se estaban convirtiendo en cualquier cosa menos eso.
Sus pensamientos derivaron a la historia que Matty le había contado sobre el cadáver que habían sacado de la casa de Farnham y la extraña nube que había visto salir flotando por la ventana. Sherlock había hecho caso omiso de la historia en ese momento —al menos la parte de la nube—, pero ahora lo estaba reconsiderando. Si Amyus Crowe tenía razón cuando afirmaba que las enfermedades eran causadas por «criaturas diminutas» que podían pasar de una persona a otra, ¿entonces era eso lo que él y Matty habían visto, una nube de esas diminutas criaturas portadoras de enfermedades?
No tenía sentido. Nadie había mencionado nunca haber visto esas nubes de criaturas. Sherlock y Matty no podían ser las únicas personas que se hubieran topado con ellas, ¿no? Algo más estaba pasando.
Cuando el carro se detuvo con una sacudida, Sherlock se dio cuenta de que habían llegado a Farnham. El conductor estaba sentado tan quieto como una estatua, esperando a que Sherlock se bajara, y se puso de nuevo en marcha sin mirar atrás mientras él seguía hurgando en sus bolsillos en busca de calderilla, pues esperaba tener que pagarle algo al hombre por las molestias.
Sherlock miró a su alrededor. Reconoció la calle: era la principal que pasaba por el centro de Farnham. Delante de él había un gran edificio cuadrado de ladrillo rojo rodeado de arcos que Matty le había dicho que era un almacén. Echó un vistazo a su alrededor; la villa seguía su curso habitual: la gente caminaba por la calle o cruzaba de un lado a otro, se paraba en escaparates o en puestos donde vendían pasteles, hablaban entre ellos o se metían en sus propios asuntos. Sería difícil encontrar un mayor contraste con la oscura soledad de los bosques.
Quizá era su imaginación, pero daba la impresión de que se estaban formando pequeños grupos de personas en las esquinas de las calles y fuera de las tiendas. Todas las cabezas parecían estar pegadas y mirando hacia abajo, como si estuvieran cuchicheando, y de vez en cuando lanzaban miradas sospechosas a los viandantes. ¿Estarían hablando de la posibilidad de que hubiera peste en el pueblo? ¿Estarían escudriñando cada cara que pasaba para ver si tenía signos de bubones hinchados o del rubor de la fiebre?
Sherlock hizo rápidamente una lista de lugares donde podría encontrar a Matty y fue tachando los menos probables. En ese momento aún faltaba una hora o dos para que los puestos del mercado cerraran, así que había pocas posibilidades de que estuviera al acecho esperando a que tiraran frutas o verduras en su dirección, y según el horario de trenes que Sherlock había memorizado cuidadosamente por si no podía aguantar más en la mansión Holmes, no había más trenes hasta la noche. Imaginó que Matty estaría merodeando fuera de una de las tabernas locales, esperando a que a uno de los clientes borrachos se le cayera algún penique.
Al final, Sherlock se dio cuenta de que no tenía suficientes pruebas para averiguar dónde podía estar Matty. Como le había dicho Mycroft: «Teorizar sin pruebas es un error capital, Sherlock». Así que en lugar de eso se abrió paso por las calles hasta llegar al sitio que Matty le había mostrado: la casa donde había muerto el primer hombre y donde la nube de la muerte había salido sigilosamente por la ventana, trepado por la pared y atravesado el tejado.
El edificio parecía abandonado. Las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, y parecía que alguien había clavado un letrero en la puerta. Sherlock supuso que era una advertencia de que alguien había muerto dentro por una fiebre. Tuvo sentimientos encontrados: parte de él quería entrar y echar un vistazo, ver si había algún rastro del polvo amarillo dentro, pero otra parte, una más primitiva, estaba asustada. Pese al pañuelo empapado en brandy que aún tenía hecho una bola en el bolsillo, no quería exponerse a un posible contagio.
La puerta de la casa tenía una rendija abierta y Sherlock se ocultó en la sombra de un portal que estaba al otro lado de la calle. ¿Quién había dentro? ¿Alguien se estaba arriesgando a limpiarla o se había mudado o había vuelto a entrar sin tener en cuenta el riesgo que conllevaba? Durante un rato la puerta no se abrió más y Sherlock sintió la presencia de una figura que vigilaba a lo lejos en la oscuridad. Retrocedió y se ocultó aún más en la sombra. El corazón le latía con fuerza sin que él supiera por qué.
Finalmente la puerta se abrió un poco más, lo suficiente para que un hombre se colara por el hueco. Estaba vestido en varios tonos de gris y echó una ojeada a ambos lados de la calle antes de escapar. Llevaba un saco en la mano.
Y la mano que sujetaba el cuello del saco estaba cubierta de un fino polvo amarillo.
Intrigado por el polvo y por la actitud del hombre, que indicaba que no quería ser visto dejando la casa, Sherlock le observó seguir la calle hasta donde se unía con otra más ancha. El hombre giró hacia la izquierda. Sherlock esperó unos segundos y luego fue tras él. No sabía lo que estaba pasando, pero tenía la intención de averiguarlo.
Había algo en aquel hombre que le resultaba extrañamente familiar. Sherlock le había visto antes en algún sitio. Tenía la cara estrecha como una comadreja y unos dientes salidos amarilleados por el tabaco. Y entonces lo recordó: lo había visto en la estación de Farnham cuando fue con Matty. Había estado cargando cajas de hielo en un carro.
La trayectoria del hombre le llevó de una punta de Farnham a la otra. Sherlock permaneció todo el camino detrás de él, ocultándose en las entradas de las casas o detrás de la gente cuando pensaba que el hombre se iba a dar la vuelta. En un momento dado el extraño viró hacia una calle lateral que Sherlock reconoció. Era la calle en la que habían estado antes Matty y él y donde habían estado a punto de ser atropellados por el carruaje que llevaba al extraño individuo de los ojos rosas.
El hombre caminó de lado por un alto muro de yeso hasta llegar a las puertas de madera por las que había salido la carroza, y las golpeó con un ritmo tan complicado que Sherlock no pudo retenerlo pese a intentar memorizarlo. Las puertas se abrieron con un chirrido y cuando el hombre se escurrió dentro volvieron a cerrarse antes de que Sherlock tuviera la oportunidad de ver lo que había dentro.
Miró a su alrededor, frustrado. Realmente quería echar un vistazo al otro lado del muro para ver lo que había ahí, pero no sabía cómo hacerlo. Ahora estaba todo conectado de alguna forma —las dos muertes, las nubes que se movían, el polvo amarillo—, pero no podía ver los hilos que establecían esa conexión. Las respuestas que buscaba podían estar detrás de esa pared, pero también podían estar en China.
El sol anaranjado estaba bajo en el cielo. No faltaba mucho para que Sherlock tuviera que estar de vuelta en la mansión Holmes adecentándose para la cena. No tenía mucho tiempo. Desesperado, miró a su alrededor. Detrás de él, donde el muro doblaba la esquina, buena parte del yeso se había desmoronado a causa de los golpes que a lo largo de los años le habían dado los carros y carretillas al pasar, y después se había erosionado por la lluvia. El áspero ladrillo que estaba al descubierto en los sitios donde faltaba revoque podría haber sido suficiente para darle a Sherlock un punto de apoyo y empujarle hacia arriba de la pared.
Merecía la pena intentarlo.
Sin darse tiempo para pensar, se deslizó hasta la esquina y echó un vistazo a su alrededor. Nadie le estaba mirando. Se estiró todo lo que pudo hacia arriba y dejó que sus dedos encontraran un nicho entre dos ladrillos, luego escarbó con el pie derecho para encontrar un agarre equivalente. Cuando pensó que estaba listo se impulsó hacia arriba. Los músculos de sus piernas se inflamaron con la actividad repentina, pero no iba a rendirse ahora. Levantó la mano izquierda lo más alto que pudo y notó que agarraba la parte de arriba del muro. Resistió firmemente, subió el pie izquierdo y luego lo arrastró hacia abajo del muro hasta que tocó algo. Cambió el peso del pie derecho al izquierdo esperando que los ladrillos no se cayeran en pedazos. Pero aguantaron y Sherlock estiró la mano izquierda y empujó con el pie izquierdo a la vez. Al trepar por la pared se arañó el cuerpo y acabó milagrosamente tumbado en la parte de arriba del muro, tambaleándose y a punto de caer al patio que había debajo de él.