Capítulo 3

Las nubes de vapor que salían de la chimenea del tren atravesaron las tablas del puente y les escaldaron las piernas. Sherlock corrió hacia un lado y Matty hacia el otro, los dos mojados y riéndose. El tren se metió majestuosamente por debajo de ellos y se adentró en la estación de Farnham reduciendo la velocidad, y los chicos volvieron a ponerse en medio del puente de madera que conectaba los andenes para verlo detenerse poco a poco con un ruido metálico de cadenas y un silbido discordante en el momento en que el maquinista soltaba el vapor restante.

Era la mañana del día siguiente. El andén estaba desierto antes de que llegara el tren, pero en cuestión de segundos se transformó como por arte de magia en una masa desbordante de gente que se dirigía a la salida. Señores con levitas negras y sombreros de copa salían de los compartimentos de primera clase como insectos de sus capullos y se codeaban con los hombres barrigudos con chaquetas de tweed y gorras, las mujeres con vestidos decentes que habían estado sentadas en segunda clase y los múltiples obreros musculosos y curtidos con camisas raídas y pantalones remendados que habían ido hacinados en tercera. Unos hombres uniformados abrieron la puerta corredera de uno de los vagones y empezaron a descargar cajas de madera y sacos que Sherlock supuso que contenían cartas. Los mozos de estación salieron de las oficinas donde normalmente se escondían y empezaron a llevarse las cajas y las maletas del tren en carritos. Al cabo de un rato el andén estaba otra vez prácticamente vacío, salvo por un puñado de vecinos que se habían quedado charlando y poniéndose al día con los acontecimientos de la semana. Un guardia prepotente vestido con una guerrera azul y un sombrero dio un paso al frente, miró de arriba abajo el tren, se llevó el silbato a los labios y sopló con un pitido breve y agudo. El tren dio una sacudida y comenzó a salir renqueando de la estación, pesadamente al principio y a más velocidad después. Los vagones hicieron un ruido metálico cuando sus uniones se tensaron uno detrás de otro y fueron arrastrados detrás de la máquina.

—¿Ese es el tren que va a Londres o el que viene de Londres? —preguntó Sherlock.

Matty miró la vía de arriba abajo.

—A —dijo por fin—. Desde aquí la línea va a Tongham, Ash, Ash Wharf y luego continúa a Brookwood y Guildford. Desde ahí puedes tomar un tren directo a Londres.

Londres. Sherlock miró fijamente las vías hasta el punto en que el tren giraba en una curva y desaparecía de la vista. Al final del viaje se encontraría a dos o tres kilómetros de su hermano Mycroft, que estaría sentado en su despacho leyendo documentos u observando atentamente un mapamundi, pintado de rojo donde el Imperio británico había dejado su huella. Por un momento el deseo de correr detrás del tren y subir a bordo fue casi irresistible. Echaba de menos a su hermano. Echaba de menos a su padre y a su madre y a su hermana. Hasta echaba de menos el internado masculino de Deepdene, aunque no tanto.

—¿Qué hay en Brookwood? —preguntó, tratando de distraerse más que nada.

Matty se estremeció.

—No preguntes —dijo.

—No, en serio —a Sherlock le empezó a picar la curiosidad—. ¿Es algo que merezca la pena ver?

Matty negó con la cabeza.

—Ahí no hay nada que quieras ver a la luz del día —dijo rotundamente—, y no te gustaría estar allí de noche, créeme.

—Estaba pensando que podríamos hacernos con unas bicicletas —insistió Sherlock—. Salir a dar una vuelta. Ver algunas aldeas y pueblos de la zona.

Matty lo miró y frunció el ceño.

—¿Por qué íbamos a querer hacer eso?

—¿Curiosidad? —preguntó Sherlock—. ¿Nunca te has preguntado cómo son las cosas antes de verlas?

—Los pueblos se parecen a los pueblos y las aldeas se parecen a las aldeas —afirmó Matty—, y toda la gente se parece entre sí. Así es la vida. Venga, vámonos.

Llevó a Sherlock por el puente, bajaron las escaleras de hierro fundido y llegaron al andén donde los pasajeros habían desembarcado antes. Y desde ahí salieron a la calle.

Un carro se había detenido a un lado del camino y tres hombres lo estaban cargando con cajas de hielo envuelto en paja que había salido del tren.

Uno de los hombres era un individuo con cara de comadreja y dientes amarillos que les miró con el ceño fruncido cuando pasaron por delante.

—Señorito Sherlock —dijo una voz cortante detrás de ellos—, me decepciona encontrarle con árabes zarrapastrosos de la calle. Su hermano estaría avergonzado.

Sherlock se volvió con la cara colorada pese a no saber quién le estaba hablando y vio al ama de llaves, la señora Eglantine, a unos metros de distancia. Dos hombres que Sherlock reconoció de la mansión Holmes estaban cargando una serie de cajas de comida en un carro que iba enganchado a un caballo grande y aparentemente manso. Las cajas habían salido del tren casi con total seguridad.

—¿Árabes de la calle? —Sherlock miró a su alrededor. Matty era la única persona que había ahí y miraba a la señora Eglantine con cautela, listo para correr si las cosas se ponían feas—. Si piensa que es un árabe de la calle entonces necesita salir más, señora Eglantine —dijo con descaro, fastidiado por la actitud de la mujer.

Ella frunció los labios.

—Al señor le gustaría verle cuando regrese —dijo mientras los dos hombres que había detrás de ella cargaban la última caja en el carro—. Por favor, no le haga esperar —se dio la vuelta y se montó en uno de los asientos delanteros—. El almuerzo se servirá tanto si está usted como si no —añadió mientras uno de los hombres se subía de un salto a su lado y el otro montaba detrás—. Su amigo no está invitado.

El caballo se marchó tirando del carro tras él. La señora Eglantine continuó mirando hacia delante y no se giró en ningún momento a mirar a Sherlock. El hombre que iba sentado en la parte de atrás echó un vistazo al muchacho y le saludó amablemente con la cabeza, tocando la visera de su gorra. Le faltaban varios dientes y tenía un corte en la oreja que parecía que se lo había hecho con un cuchillo, un hacha o algo así.

—¿Quién era esa? —dijo Matty mientras se acercaba a Sherlock.

—Era la señora Eglantine. Es el ama de llaves de la casa donde me estoy quedando —hizo una pausa—. No le caigo bien.

—Supongo que no le cae bien nadie —dijo Matty.

—Será mejor que me vaya —dijo Sherlock—. Tardaré media hora en volver si me doy prisa. Ha dicho en serio lo del almuerzo. Pasaré hambre hasta la cena si me lo salto —se volvió a mirar a Matty—. ¿Te veo mañana?

Matty asintió con la cabeza.

—¿Aquí mismo sobre las diez?

Sherlock tardó casi cuarenta y cinco minutos en regresar a la mansión Holmes y llegó justo cuando estaban tocando la campana para ir a comer. Se sacudió casi todo el polvo de la ropa y entró en el comedor. Para variar, Sherrinford Holmes estaba sentado en la cabecera de la mesa leyendo un panfleto. Su mujer, Anna, se movía afanosamente, revisando los cubiertos y hablando sola. La señora Eglantine estaba de pie detrás del tío Sherrinford. Cuando Sherlock entró no reaccionó, pero la forma en que evitaba intencionadamente mirarle le indicó que se había dado cuenta de que había llegado.

—Buenas tardes, tío Sherrinford y tía Anna —dijo Sherlock educadamente mientras se sentaba.

Sherrinford saludó a Sherlock con la cabeza sin levantar la vista del panfleto. Anna consiguió incluir algo parecido a un saludo en su monólogo ininterrumpido.

Una criada entró con una sopera y procedió a servir su contenido en cuencos bajo la supervisión de la señora Eglantine. Sherlock lo miraba sin gran interés hasta que Sherrinford dejó su panfleto, se inclinó hacia delante y dijo:

—Muchacho, después de comer va a venir un invitado y le agradecería mucho que estuviera presente. Su hermano me ha exhortado a que me asegure de que continúa con su educación mientras no va al colegio, y también me ha indicado que espera que no se meta en líos. Con esa intención he contratado los servicios de un tutor. Se hará cargo de usted tres horas al día, todos los días de la semana excepto el domingo, que espero que acuda a misa con el resto de la familia. Su nombre es Amyus Crowe —se sorbió la nariz—. El señor Crowe viene desde las colonias a visitar nuestro país, tengo entendido, pero no obstante ha demostrado ser un distinguido erudito. Su latín y su griego son excelentes. Espero que usted cumpla sus instrucciones.

De pronto Sherlock sintió que ardía de rabia. Cuando llegó a la mansión Holmes había visto cómo los días se alargaban ante él, vacíos e inhóspitos, y se había preguntado qué haría con su tiempo, pero conocer a Matty Arnatt había abierto un abanico de posibilidades. Ahora parecía como si todas fueran a desaparecer de nuevo.

—Gracias, tío Sherrinford —susurró. Intentó parecer contento, pero su cara le delataba. La señora Eglantine sonrió levemente sin mirar a Sherlock.

Un pastel de carne con una gruesa masa de hojaldre y salsa siguió a la sopa, y un pudin de frutos rojos siguió al pastel. Sherlock comió sin apenas saborear los platos. No paraba de darle vueltas al hecho de que sus vacaciones se estaban convirtiendo en un infierno personal y estaba deseando volver a la estabilidad y previsibilidad del colegio.

Después del almuerzo, Sherlock pidió que le disculparan.

—No se vaya lejos —le advirtió Sherrinford—. Recuerde a mi invitado.

Sherlock merodeó por el salón mientras cada miembro de la familia se iba por su lado: Sherrinford a la biblioteca y la tía Anna a la terraza interior. Se dedicó a mirar los cuadros tratando de decidir cuál había sido pintado de la manera menos profesional. Al cabo de un rato una sirvienta se acercó a él. Llevaba en las manos una bandeja de plata con un sobre.

—Señor Holmes —dijo en voz baja—, esta carta le llegó esta mañana.

Sherlock la cogió rápidamente de la bandeja.

—¿Es para mí? ¡Gracias!

Ella sonrió y se alejó. Sherlock miró a su alrededor, medio esperando que la señora Eglantine se materializara y le arrebatara el sobre de la mano, pero estaba solo en el salón. La carta en efecto se dirigía al «Señor Sherlock Holmes, mansión Holmes, Farnham». Tenía el matasellos de Whitehall. ¡Mycroft! ¡Era de Mycroft! Impaciente, pasó la uña por debajo del lacre y tiró de la solapa.

Dentro había una sola hoja de papel. Las señas de la habitación de Mycroft en Londres estaban escritas en la parte superior, y debajo, con la letra particularmente clara de Mycroft, se leía:

Mi querido Sherlock:

Confío en que te encuentres bien de salud. No me cabe duda de que te sentirás abandonado y solo, y esta carta te hará enfadar. Has de saber que entiendo cómo te sientes y solo espero poder hacer algo para ayudarte.

«¡Sí que puedes!», pensó Sherlock. «¡Podrías dejar que fuera y pasara contigo las vacaciones!» Tan pronto se le ocurrió la idea, la descartó. Mycroft tenía sus propios problemas: un trabajo que le exigía mucho, su actual condición de cabeza de familia durante la ausencia de su padre, el cuidado de su madre, cuya salud física era delicada, y el de su hermana, que también tenía sus problemas. No, Mycroft había hecho lo mejor para los dos. A veces, pensó Sherlock, las únicas opciones que tenemos son injustas y lo que debemos hacer es escoger la que minimice las consecuencias negativas en lugar de la que maximice las positivas. Parecía la típica forma de pensar de los adultos, pero no le gustaba que la vida adulta fuera así.

Cualquier carta que envíes a la dirección que figura arriba me llegará en un día, y prometo que responderé al instante a cualquier cosa que pidas, aparte de la de venir a Londres a vivir conmigo, que obviamente es imposible.

«Vaya, anticipándose como de costumbre», reflexionó Sherlock. Su hermano siempre había hecho gala de una capacidad extraordinaria de predecir lo que Sherlock estaba a punto de decir. Continuó leyendo:

He sugerido al tío Sherrinford que contrate a un tutor para impulsar tus estudios. Tengo buenas referencias de un hombre llamado Amyus Crowe y le he mencionado su nombre. Creo que puedes depositar tu confianza en el señor Crowe. También me consta que tiene una hija. A través de ella puede que consigas hacer algunos amigos de tu edad por la zona.

«Eso demuestra cuánto sabes», pensó Sherlock. «Ya he empezado a hacer mis propios amigos.»

En resumen, te pido encarecidamente que recuerdes que esta es una situación puramente temporal. Las cosas cambiarán, como siempre pasa. Aprovecha la situación en la que te encuentras. Como escribió el poeta persa Omar Khayyam: «Aquí con un mendrugo, entre el gayo ramaje, un ánfora de vino, un manojo de versos —y tú conmigo, sola, cantando entre el boscaje, es para mí un paraíso el yermo más salvaje…».

Sherlock intentó descifrar el significado de aquellas palabras. Estaba bastante familiarizado con el Rubaiyat de Omar Khayyam, gracias a una copia que su traductor, Richard Burton, había donado a la biblioteca de Deepdene. La idea clave de los cuartetos parecía ser que la rueda de la fortuna seguía girando y nadie podía pararla, aunque los seres humanos podían disfrutar un poco durante el camino. El cuarteto en particular que Mycroft había citado implicaba que Sherlock debía buscar su propio «mendrugo», algo simple que le ayudara a que los días pasaran más rápido. ¿Pensaba Mycroft en algo en particular, o solo era un consejo general? Sherlock estuvo tentado de contestar inmediatamente a su hermano y pedirle que lo explicara mejor, pero conocía lo suficiente a Mycroft como para darse cuenta de que una vez que había dicho algo, era raro que entrara en detalles. Sherlock leyó con atención las últimas líneas.

Un último consejo: ten cuidado con la señora Eglantine. Pese a ser una persona de confianza, no es amiga de la familia Holmes.

Sé que no dejarás esta carta por ahí tirada y que la guardarás en un lugar seguro.

Tu hermano que te quiere,

Mycroft

Sherlock sintió un escalofrío al leer las últimas líneas. No era nada propio de Mycroft ser tan directo como para prevenirle contra la señora Eglantine, lo que le hizo preguntarse por qué estaba siendo tan franco. ¿Era porque quería que Sherlock no tuviera ninguna duda de su opinión sobre la señora Eglantine? Su última sugerencia, o más bien su última orden, la de no dejar la carta por ahí tirada, era la forma en clave de Mycroft de decir «destrúyela». Eso era más propio de él.

Deslizó la carta dentro del sobre, pero dentro había algo más, otro papel. Sherlock lo sacó y se quedó mirando un giro postal por valor de cinco chelines. ¡Cinco chelines! Había tenido miedo de abordar el tema de la paga con sus tíos, pero parecía que Mycroft se la proporcionaría.

Sherlock tuvo sentimientos encontrados al leer la carta. Por un lado estaba más tranquilo y contento ahora que Mycroft se había puesto en contacto y que sabía que tenía buena opinión de Amyus Crowe, pero por otro lado estaba seriamente preocupado por algo que antes solo había sido un asunto perturbador: la señora Eglantine y su evidente aversión hacia él.

—¿Una carta interesante?

La voz era grave y cálida y tenía un acento que Sherlock no reconoció. Se dio la vuelta mientras doblaba el sobre y se lo metía en el bolsillo.

El hombre que estaba en la entrada de la casa era alto y fornido. Tenía un mechón de pelo rebelde y totalmente blanco y la piel del cuello flácida, pero se conservaba tan bien que parecía mucho más joven. Tenía la piel curtida y bronceada, como si hubiera pasado mucho tiempo al aire libre bajo un sol más cálido que el que podía ofrecer Inglaterra. Llevaba un traje beige que tenía un corte y una tela con las que Sherlock no estaba familiarizado y en la mano sostenía un sombrero de ala ancha.

—De mi hermano Mycroft —dijo Sherlock, sin estar seguro de cómo seguir. ¿Debía llamar a una criada o invitarle a entrar?

—Ah, sí, Mycroft Holmes —dijo el hombre—. Veo que tenemos conocidos en común. Y como me niego a creer que eres lo bastante mayor para ser el señor Sherrinford Holmes, supongo que debes de ser el joven Sherlock.

—Sherlock Scott Holmes, a su servicio —dijo Sherlock, acercándose. Miró a su alrededor—. Eh… ¿le importaría entrar, señor…?

—Señor Amyus Crowe —respondió el hombre—. En otros tiempos de Albuquerque en el estado de Nuevo México, parte de los Estados Unidos de América. Es usted muy amable —dijo al entrar—. Pero seguramente ya habías deducido quién era. He venido aquí recomendado por tu hermano y no creo que te escribiera sin mencionarlo, ¿no?

—Debería llamar a una criada o…

Antes de que pudiera acabar la frase, la señora Eglantine salió de la sombra que había al lado de la escalera principal. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí? ¿Habría visto a Sherlock leer la carta?

—¿Señor Crowe? —preguntó—. El señor le está esperando. Por favor, acompáñeme —hizo un gesto hacia la puerta del despacho.

Sherlock se estremeció a su pesar. Era imposible que hubiera sabido lo que ponía en la carta a menos que la hubiera abierto y la hubiera vuelto a sellar, y se negaba a pensar eso de ella, pero sin embargo sentía como si le hubieran pillado haciendo algo malo.

Amyus Crowe entró en el salón y dejó su sombrero y su bastón en el perchero. Se acercó a Sherlock.

—Luego hablamos —dijo, poniéndole una mano en el hombro. Sherlock era alto para su edad, pero Amyus Crowe le sobrepasaba y le hacía sentir que tenía diez años—. Quédate por aquí, hijo —le echó un vistazo al salón—. Mientras esperas, intenta averiguar cuántos de estos cuadros son falsos.

La señora Eglantine se puso tensa.

—¡Ninguno de estos cuadros es fraudulento! —siseó—. ¡El señor nunca lo permitiría!

—«Ninguno de ellos» es una respuesta aceptable —dijo Crowe, y le guiñó el ojo a Sherlock cuando pasó delante de él. Le dio una tarjeta a la señora Eglantine—. Le agradecería que anunciara mi presencia.

La señora Eglantine condujo a Amyus Crowe a la biblioteca. Al cabo de un rato apareció y se alejó sin mirar a Sherlock. Él la siguió con los ojos mientras desaparecía entre las sombras que había al pie de la escalera y se preguntó si se habría detenido ahí y se habría dado la vuelta para mirarle.

Sherlock oía voces dentro de la biblioteca, pero no podía entender ninguna palabra. Deambuló junto al artesonado de roble, asimilando los detalles de cada uno de los cuadros. Ninguno de ellos estaba firmado. La apreciación artística no formaba parte del programa de estudios del colegio Deepdene y él no encontraba mucho interés en aquellos paisajes terrestres y marinos y escenas de caza. Todos le parecían falsos, con sus árboles perfectos, sus mares salvajes y sus caballos con patas largas y delgadas.

Albuquerque. Estados Unidos. Sonaba tan romántico… Sherlock sabía poco del país, salvo el hecho de que había sido colonizado por Inglaterra más de dos siglos antes, que se había rebelado contra el gobierno inglés unos cien años después y que sus habitantes eran independientes y descarados. Ah, y que había habido una guerra civil unos años antes que tenía algo que ver con la esclavitud. Pero Amyus Crowe le había caído bien al instante, y si Crowe era mínimamente representativo de sus compatriotas, Sherlock querría ir algún día a Estados unidos.

Una media hora después se abrió la puerta del despacho y Amyus Crowe salió. Estaba sonriendo y estrechándole la mano a Sherrinford Holmes. Detrás de ellos, las apretadas hileras de libros encuadernados en cuero verde se desdibujaban como un paisaje cubierto de hierba.

—Ah, Sherlock —dijo Sherrinford—. Señor Crowe, permítame que le presente a mi sobrino Sherlock.

—Nos hemos conocido antes —dijo el señor Crowe, saludando con la cabeza a Sherlock.

—Muy bien. Gracias por venir. Haré que una sirvienta le acompañe a la puerta.

—No se moleste, señor Holmes. Daré un paseo por sus tierras con el señorito Sherlock, si me lo permite.

—Desde luego, desde luego —Sherrinford se replegó en su despacho como una tortuga en su caparazón y Crowe fue dando zancadas hasta donde estaba Sherlock.

—Bueno, ¿cuál es? —preguntó—. Si hay alguno.

Sherlock echó un vistazo a los cuadros. Pese a observarlos con detenimiento, seguía sin estar seguro. Señaló uno particularmente tosco de un jinete en un caballo con unas patas tan delgadas que se deberían haber partido por el peso.

—Ese no está especialmente bien pintado —se aventuró a decir—. La perspectiva está distorsionada del todo y la anatomía está mal. ¿Es el falso?

—Lo que pasa con los estafadores —dijo Crowe, examinando el cuadro— es que a los menos talentosos se les pilla bastante rápido. A menudo los estafadores son más convincentes que los auténticos. Tienes razón en lo de que el cuadro está pintado torpemente, pero es real —se puso frente a una dramática escena costera, con las olas rompiendo en una playa mientras un barco se balanceaba al fondo—. Este es el falso.

Sherlock lo miró fijamente.

—¿Cómo lo sabes?

—Al igual que varios de los cuadros de tu tío, se le atribuye a Claude Joseph Vernet. Tu tío también tiene unos cuantos cuadros del hijo de Vernet, Horacio. El mayor era muy conocido por sus paisajes costeros. Este es un cuadro del puerto de Dover, pero Vernet nunca visitó Inglaterra. El detalle es demasiado realista: está obviamente pintado del natural; por lo tanto, por definición, no es de Vernet. Es una falsificación hecha con su estilo.

—Era imposible que yo supiera eso —protestó Sherlock—. Nunca me han enseñado nada sobre Vernet o ningún otro pintor.

—¿Y qué te indica eso? —preguntó Crowe—. Miró fijamente a Sherlock, con sus ojos azules medio escondidos detrás de la piel arrugada.

Sherlock se quedó pensando un momento.

—No lo sé.

—Que puedes deducir todo lo que quieras, pero no sirve de nada sin conocimientos. Tu mente es como una rueca que gira continua e inútilmente hasta que se introducen las fibras y empieza a producir hilo. La información es la base de todo pensamiento racional. Búscala. Recopílala diligentemente. Llena el trastero de tu cabeza de todos los hechos que quepan dentro. No intentes distinguir entre hechos importantes y hechos triviales: todos son potencialmente importantes.

Sherlock se quedó un rato pensando. Se había preparado para sentirse avergonzado y ofendido, pero en la voz de Crowe no había ni rastro de crítica y tenía razón en lo que decía.

—Entiendo —dijo, y asintió con la cabeza.

—Ya lo creo que sí —contestó Crowe—. Vamos a dar un paseo y ver lo que encontramos.

Crowe cogió su sombrero y su bastón de la puerta y salieron a pasear bajo la luz radiante de aquel día de verano. Crowe atravesó el jardín frente a la casa y se dirigió hacia los árboles mientras hablaba sobre las distintas formaciones de nubes del cielo y sobre cómo se relacionaban con el clima.

—¿Te has preguntado alguna vez sobre los zorros y los conejos? —dijo al cabo de un rato.

—La verdad es que no —respondió Sherlock, sin saber a dónde llevaría aquel desvío.

—Supongamos que tuvieras cien zorros y cien conejos en un bosque y hubiera una cerca alrededor de él para que no pudiera salir ninguno. ¿Qué ocurriría?

Sherlock lo sopesó un momento.

—Los conejos tendrían crías, los zorros tendrían crías y los zorros se comerían a los conejos.

—¿A todos?

—A la mayoría. Los conejos que sobrevivieran serían difíciles de encontrar y probablemente empezarían a esconderse.

—¿Qué pasaría después?

Sherlock se encogió de hombros; no estaba seguro de a dónde le llevaría aquello.

—Los zorros comenzarían a morirse de hambre, supongo.

—¿Y los conejos?

—Se mantendrían escondidos, comiendo hierba y procreando, por lo que empezarían a aumentar —una bombilla pareció encenderse dentro de su cabeza—. Y entonces la cantidad de zorros empezaría a crecer, porque estarían atrapando más conejos y comiendo bien y procreando. Y con el tiempo la cantidad de zorros sería tan grande que se comerían cada vez más conejos y el número de conejos empezaría a bajar de nuevo.

—Y el proceso se repetiría sin cesar, como dos olas que suben y bajan, una detrás de otra. En algún lugar detrás de todo eso hay un tipo de matemáticas llamadas cálculo diferencial, a las que deberías echar un ojo. Es extrañamente útil. Si quisieras, podrías aplicar esas mismas ecuaciones a los delincuentes y policías de una ciudad —de repente se echó a reír—. Los policías no suelen comerse a los delincuentes, pero los fundamentos son los mismos. Isaac Newton y Gottfried Leibniz desarrollaron las matemáticas de forma independiente, pero en los últimos tiempos han sido perfeccionadas por Augustin Cauchy y Bernhard Riemann. Riemann murió hace unos meses. Creo que fue una gran pérdida para el mundo, aunque no estoy seguro de que el mundo se haya dado cuenta todavía.

Sherlock personalmente dudaba de que las matemáticas pudieran ser importantes, así que evitó el tema. Se alegraba de «llenar el trastero de su cabeza» de cosas sobre arte y música que encontraba interesantes, pero seguramente podía prescindir de las ecuaciones.

Al cabo de un rato llegaron al muro de piedra seca que limitaba la finca Holmes. Crowe hizo un gesto hacia la derecha.

—Tú ve por ese lado, coge todas las setas y hongos venenosos que puedas. Yo iré por el otro lado. Nos encontraremos aquí en media hora y te enseñaré cómo puedes saber cuáles son venenosas y cuáles no. No pruebes ninguna antes de que te lo diga, ten cuidado. Es una técnica analítica válida, sin lugar a dudas, pero puede llegar a ser fatal.

Crowe se alejó por la izquierda, moviendo arbustos y matas de hierba hacia un lado con su bastón y mirando debajo de ellos. Sherlock fue en sentido opuesto y echó un vistazo al suelo para ver si encontraba los reveladores tallos blancos y carnosos de los hongos esforzándose por salir entre las hojas del helecho.

Al cabo de un rato estaba fuera de la vista de Amyus Crowe. Siguió andando, pero salvo una serie de brotes marrones y redondeados que salían al lado de un árbol y que no estaba seguro de si coger o no, no encontró nada.

Un destello de color entre los árboles captó su atención. Eran unos puntos rojos sobre un fondo blanco. Se acercó, pensando que sería una mata de setas venenosas abriéndose paso entre la tierra, pero había algo en la sombra que le preocupó. Era como…

Una nube de humo comenzó a ascender de aquel objeto y en ese momento Sherlock supo que se trataba del cuerpo retorcido de un hombre tendido en el suelo. El humo se alejó flotando, impulsado por la brisa, pero no había ni rastro de fuego. Por un momento Sherlock pensó que el hombre estaba tumbado ahí fumando una pipa y por alguna razón tenía la cara envuelta en un pañuelo blanco moteado de rojo, pero cuando se acercó se dio cuenta de que las manchas rojas no eran ni marcas de una seta ni puntos en un pañuelo blanco.

Eran pústulas llenas de sangre en el rostro de un cadáver.