Capítulo 2

Sentado en los bosques de las afueras de Farnham, Sherlock podía ver cómo el terreno descendía abruptamente hacia un camino que serpenteaba entre la maleza, como un cauce seco, hasta desaparecer de su vista. Lejos, al otro lado del pueblo, en la ladera de una colina, había un pequeño castillo enclavado entre los árboles. A su alrededor no había nadie. Sherlock había estado tan quieto durante tanto rato que los animales se habían acostumbrado a él. Cada cierto tiempo se oía el suave ruido de la hierba alta cuando pasaba algún ratón de campo, mientras los halcones volaban lentamente en círculo en el cielo azul esperando a cualquier animalillo lo bastante estúpido como para aparecer en un claro del terreno.

Detrás de él, el viento hacía susurrar las hojas de los árboles. Sherlock dejó vagar su mente, intentando no pensar en el pasado ni el futuro, viviendo el presente todo el tiempo que fuera posible. El pasado dolía como un moratón y el futuro inmediato no era algo a lo que quisiera llegar con prisas. La única forma de salir adelante era no pensar en ello, dejarse llevar por la brisa y permitir que los animales se movieran a su alrededor.

Ya llevaba tres días viviendo en la mansión Holmes y las cosas no habían mejorado mucho desde su llegada. Lo peor era la señora Eglantine. El ama de llaves era un espectro omnipresente que estaba al acecho en los oscuros recovecos de la casa. Cada vez que se daba la vuelta se la encontraba ahí, de pie en la sombra, mirándole con sus ojos arrugados. Apenas había intercambiado tres frases con él desde que había llegado. Tenía entendido que le esperaban para desayunar, comer, merendar y cenar, que no debía hablar, que tenía que comer lo menos posible y luego desaparecer hasta la siguiente comida; y aquella iba a ser su vida hasta que acabaran las vacaciones y Mycroft viniera a librarle de su condena.

Sherrinford y Anna Holmes —sus tíos— solían estar presentes en el desayuno y la cena. Sherrinford era una presencia dominante: igual de alto que su hermano pero mucho más delgado, con los pómulos marcados, la frente en forma de huevo por delante y hundida en los lados, una barba blanca tupida que le caía hasta el pecho pero el pelo de la cabeza tan ralo que a Sherlock le pareció como si le hubieran pintado cada uno de ellos en la piel del cuero cabelludo y luego hubieran aplicado una capa de barniz. Entre las comidas desaparecía dentro de su despacho o en la biblioteca, donde, por lo que Sherlock podía deducir de fragmentos de conversación, escribía panfletos religiosos y sermones para párrocos de todo el país. Lo único con un poco de enjundia que le había dicho en los últimos tres días fue en el almuerzo, cuando le clavó los ojos amenazadores y le dijo:

—¿Cuál es el estado de su alma, joven? —Sherlock parpadeó mientras se llevaba el tenedor a la boca.

Recordó al señor Tulley, el profesor de Latín de Deepdene, y dijo:

Extra ecclesiam nulla salus —que estaba bastante seguro de que significaba: «Fuera de la Iglesia no hay salvación».

Pareció funcionar: Sherrinford Holmes asintió con la cabeza y murmuró:

—Ah, San Cipriano de Cartago, por supuesto —y volvió a su plato.

La señora Holmes —o tía Anna— era una mujer menuda y llena de energía que daba la sensación de estar en continuo movimiento. Incluso cuando estaba sentada agitaba las manos sin parar y nunca las posaba más de un segundo en ningún lado. No paraba de hablar con nadie en particular, o esa era la impresión que le daba a Sherlock. Simplemente disfrutaba con su monólogo perpetuo y no parecía esperar que nadie participara o respondiera a ninguna de sus múltiples preguntas retóricas.

Al menos la comida era aceptable, mejor que la de la escuela Deepdene. Consistía mayormente en verduras —zanahorias, patatas y coliflor que él imaginaba que habían cultivado en los terrenos de la mansión—, pero cada una tenía algún tipo de carne, y, a diferencia de aquello gris, cartilaginoso y casi siempre irreconocible a lo que estaba acostumbrado en el colegio, esto era sabroso y estaba bien condimentado: lacón, muslos de pollo, filetes de lo que le habían dicho que era salmón y, en una ocasión, grandes lonchas trinchadas de una grasienta paletilla de cordero que habían colocado en el centro de la mesa. Si no tenía cuidado engordaría tanto que empezaría a parecerse a Mycroft.

Su cuarto estaba arriba, en la buhardilla de la casa, no exactamente donde se alojaban los sirvientes pero tampoco en la planta de abajo con la familia. El techo se inclinaba desde la puerta hasta la ventana, coincidiendo con el tejado que había encima, lo que significaba que debía agacharse al andar, mientras que el suelo estaba hecho de sencillos tablones de madera cubiertos por una alfombra de dudosa antigüedad. Su cama era igual de dura que la de Deepdene. Las primeras dos noches el silencio le había mantenido despierto durante horas. Estaba tan acostumbrado a oír a otros treinta chicos roncar, hablar en sueños o sollozar para sus adentros, que la repentina ausencia de ruido le desconcertaba. Entonces había abierto la ventana para airearse y había descubierto que la noche no era en absoluto silenciosa, sino que estaba impregnada de un ruido sutil. A partir de ese momento se sintió arrullado por el chillido de los búhos, el grito de los zorros y el rápido batir de alas cuando algo espantaba a las gallinas en la parte de atrás de la casa.

Pese al consejo de su hermano, había sido incapaz de entrar en la biblioteca y sentarse a leer un libro. Sherrinford Holmes pasaba ahí casi todo su tiempo investigando para sus panfletos religiosos y sus sermones y Sherlock tenía miedo de molestarle. En lugar de eso se había aficionado a deambular en círculos cada vez más grandes alrededor de la casa. Había empezado por las tierras de la parte delantera y trasera, el jardín vallado, el corral y el huerto; después había trepado por los muros de piedra que rodeaban la casa y saltado a la calle y finalmente había ampliado el círculo hacia los centenarios bosques pegados a la parte de atrás de la casa. Sherlock había adquirido la costumbre de caminar y explorar los bosques, solo o con su hermana, pero estos bosques parecían más viejos y misteriosos que aquellos a los que estaba habituado.

—Para ser un lugareño puedes estar realmente quieto, ¿eh?

—Igual que tú —respondió Sherlock a la voz que hablaba detrás de él—. Me has estado observando durante media hora.

—¿Cómo lo has sabido?

Sherlock oyó un leve golpe seco, como si alguien acabara de saltar al suelo desde las ramas más bajas de un árbol y hubiera caído en los helechos que cubrían el suelo.

—Hay pájaros posados en todos los árboles excepto en uno: en el que estás sentado tú. Obviamente los has asustado.

—No les haré daño, y a ti tampoco.

Sherlock giró la cabeza despacio. La voz pertenecía a un chico de su edad, solo que más bajo y fornido que el larguirucho de Sherlock. Tenía el pelo tan largo que le llegaba hasta los hombros.

—No estoy seguro de que pudieras —dijo lo más tranquilamente que pudo dadas las circunstancias.

—Sé pelear duro —dijo el chico—. Y tengo una navaja.

—Sí, pero yo he estado viendo los combates de boxeo en el colegio y tengo un largo alcance —Sherlock observó con ojo crítico al chico. Su ropa estaba cubierta de polvo y hecha con una tela basta remendada por todos lados y tenía la cara, las manos y las uñas sucias.

—¿Colegio? —dijo el chico—. ¿Enseñan boxeo en el colegio?

—En el mío, sí. Dicen que nos endurece.

El joven se sentó al lado de Sherlock.

—La vida es lo que te endurece —murmuró, y después añadió—: Me llamo Matty. Matty Arnatt.

—¿Matty de Matthew?

—Supongo. Vives en la casa grande al final de la calle, ¿no?

Sherlock asintió.

—Solo he venido a pasar el verano. Con mis tíos. Me llamo Sherlock, Sherlock Holmes.

Matty miró seriamente a Sherlock.

—Ese no es un nombre de verdad.

—¿Cuál? ¿Sherlock? —se quedó un rato pensando—. ¿Qué tiene de malo?

—¿Conoces a algún otro Sherlock?

Sherlock se encogió de hombros.

—No.

—¿Cómo se llama tu padre entonces?

Sherlock frunció el ceño.

—Siger.

—¿Y el tío con el que te estás quedando?

—Sherrinford.

—¿Tienes algún hermano?

—Sí, uno.

—¿Cómo se llama?

—Mycroft.

Matty negó con la cabeza, exasperado.

—Sherlock, Siger, Sherrinford y Mycroft. ¡Vaya panda! ¿Por qué no optar por algo tradicional, como Matías, Marcos, Lucas y Juan?

—Son apellidos —explicó Sherlock—. Y son tradicionales. Todos los varones de nuestra familia tienen nombres así —hizo una pausa—. Mi padre me dijo una vez que una rama de la familia vino a Inglaterra procedente de Escandinavia, y de ahí es de donde provienen esos hombres. O algo así. Me parece que «Siger» podría ser escandinavo, pero los otros en realidad me suenan más a nombres de lugares en inglés antiguo. Aunque el origen de «Sherlock» es un completo misterio. Quizá haya un Sher Lock o un Sheer Lock en algún canal de por aquí[1].

—Sabes muchas cosas —dijo Matty—, pero no sabes mucho sobre canales. Nunca me he encontrado con ningún Sher Lock o Sheer Lock. ¿Qué hay de tus hermanas? ¿Algún nombre absurdo entre ellas?

Sherlock se avergonzó y apartó la mirada.

—¿Entonces vives por aquí?

Matty lo miró un instante y luego pareció aceptar el hecho de que Sherlock quería cambiar de tema.

—Sí —dijo—, por ahora. Estoy viajando bastante.

El interés de Sherlock se avivó.

—¿Viajando? ¿Te refieres a que eres un gitano? ¿O vas con un circo?

Matty resopló con desprecio.

—Normalmente, si alguien me llama gitano le doy un puñetazo. Y no pertenezco a ningún circo. Te lo aseguro.

De pronto a Sherlock le vino a la mente algo que Matty había dicho hacía un momento.

—Antes comentaste que no conocías ningún Sher Lock o Sheer Lock. ¿Vives en los canales? ¿Tu familia tiene una barcaza?

—Tengo una barca, pero no tengo familia. Estoy solo. Con Albert.

—¿Tu abuelo? —supuso Sherlock.

—Mi caballo —le corrigió Matty—. Albert tira del barco.

Sherlock esperó un momento para ver si Matty continuaba. Como no lo hizo, le preguntó:

—¿Qué pasa con tu familia? ¿Qué les ocurrió?

—Haces muchas preguntas, ¿no?

—Es una forma de averiguar cosas.

Matty se encogió de hombros.

—Mi padre estuvo en la Marina. Se fue en un barco y no volvió nunca. No sé si se hundió, se quedó en un puerto en algún lugar del mundo o regresó a Inglaterra y no se molestó en recorrer los últimos kilómetros. Mi madre murió hace unos años de tuberculosis.

—Lo siento.

—No me dejaban verla —siguió diciendo Matty como si no le hubiera oído, mirando fijamente a lo lejos—. Se fue consumiendo. Adelgazó mucho y cada vez estaba más pálida, como si se estuviera muriendo poco a poco. Escupía sangre cada noche. Yo sabía que vendrían a buscarme para meterme en el hospicio cuando ella muriera, así que me escapé. Ni de broma iba a ir al asilo. La mayoría de la gente que entra ahí no vuelve a salir y cuando lo hacen no están bien de la cabeza ni del cuerpo. Me aficioné a ir por los canales en lugar de ir andando porque podía llegar más lejos en menos tiempo.

—¿De dónde sacaste la barca? —preguntó Sherlock—. ¿Pertenecía a tu familia?

—¡Qué va! —dijo Matty, resoplando—. Digamos que la encontré y dejémoslo ahí.

—¿Entonces cómo te las arreglas? ¿Qué haces para conseguir comida?

Matty se encogió de hombros.

—En verano trabajo en el campo, recolectando fruta o cortando trigo. Todo el mundo quiere trabajadores baratos y no les preocupa usar a niños. Durante el invierno hago chapuzas: un poco de jardinería por aquí, recolocar unas tejas de plomo en los tejados de las iglesias por allá… Me las apaño. Haría cualquier cosa excepto deshollinar chimeneas y trabajar en la mina. Una muerte lenta es lo que es eso.

—Es verdad —admitió Sherlock—. ¿Cuánto tiempo llevas en Farnham?

—Un par de semanas. Es un buen sitio —reconoció Matty—. La gente es bastante amable y no te molesta demasiado. Es un pueblo firme y respetable —dudó un instante—. Salvo…

—¿Salvo qué?

—Nada —negó con la cabeza, recobrando la compostura—. Mira, te he estado vigilando durante un rato. No tienes ningún amigo por aquí y no eres ningún idiota. Te das cuenta de las cosas. El caso es que he visto algo en el pueblo y no puedo explicarlo —se sonrojó un poco y apartó la mirada—. Espero que puedas ayudarme.

Sherlock se encogió de hombros, intrigado.

—Puedo intentarlo. ¿De qué se trata?

—Será mejor que te lo enseñe —Matty se limpió las manos en los pantalones—. ¿Quieres dar una vuelta por el pueblo primero? Te puedo decir dónde están los mejores sitios para comer y beber, y dedicarnos a ver pasar a la gente. Y también dónde están los mejores callejones por los que huir y las calles sin salida que tienes que evitar.

—¿Me enseñarás también tu barca?

Matty miró a Sherlock.

—Puede. Si decido que puedo confiar en ti.

Bajaron la cuesta juntos hacia la carretera que conducía al pueblo. El cielo sobre ellos era azul y Sherlock olió el humo de un fuego y oyó a alguien a lo lejos talando madera con la precisión del tictac de un reloj de bolsillo. En un momento dado, mientras atravesaban fugazmente un pequeño bosque, Matty señaló un pájaro que planeaba encima de ellos.

—Un azor —dijo a secas—. Está rastreando algo.

Había unos cuantos kilómetros hasta el pueblo y tardaron casi una hora en llegar. Sherlock podía sentir los músculos de sus piernas y la parte baja de la espalda estirándose mientras andaba. Al día siguiente le dolería y tendría agujetas, pero en ese momento el ejercicio estaba disipando la profunda depresión en la que se había sumido desde que había llegado a la mansión Holmes.

A medida que se iban acercando al pueblo y comenzaban a aparecer cada vez más casas a ambos lados de la carretera, Sherlock empezó a notar un olor rancio y desagradable que flotaba por el campo.

—¿Qué es ese olor? —preguntó.

Matty olfateó.

—¿Qué olor?

—Ese. Es imposible que no lo huelas. Huele como una alfombra que se ha mojado y no se ha dejado secar bien.

—Serán las fábricas de cerveza. Hay unas cuantas desperdigadas junto al río. La fábrica de Barratt es la más grande. Está creciendo a causa de las tropas que se han alojado recientemente en Aldershot. Ese es el olor de la cebada húmeda. La cerveza es lo que hizo enfermar a mi padre. Ingresó en la Marina para escapar de ella, pero allí le dio por el ron.

Ya estaban a las afueras del pueblo y había más casas y cabañas que espacios vacíos. Muchas de las viviendas eran de ladrillo rojo, algunas con techos de paja compacta y abultada como una hogaza de pan, y otras con tejas rojas oscuras. Detrás de las casas, una ligera cuesta conducía a un castillo de piedra gris que se alzaba sobre el pueblo. Más allá, pasado el castillo, la cuesta llegaba hasta la cresta distante de una montaña. Sherlock no pudo evitar preguntarse de qué serviría un castillo en ese lugar si cualquier atacante podía colocarse encima y dejar caer flechas, piedras y fuego sobre él durante todo el tiempo que quisiera.

—Todos los días hacen un mercado aquí —comentó Matty—. En la plaza del pueblo. Venden ovejas y vacas y pasteles y de todo. Es un buen sitio para inspeccionar cuando recogen al final del día. Siempre tienen prisa por marchar antes de que se ponga el sol, y de los puestos caen todo tipo de cosas, o las tiran porque están un poco podridas o llenas de gusanos. Se puede comer bastante bien solo con lo que tiran.

—Delicioso —dijo Sherlock con ironía. Al menos las comidas en la mansión Holmes eran algo que esperaba ansioso, aunque el ambiente durante el almuerzo y la cena no lo fuera.

Ahora el pueblo les rodeaba y la calle estaba tan atestada de gente que los dos chicos tenían que bajarse continuamente de la acera a la carretera llena de baches para evitar que alguien chocara con ellos. Sherlock estaba casi todo el tiempo pendiente de las boñigas del suelo, intentando no pisar ninguna. La forma de vestir de la gente en general había mejorado: las chaquetas formales y las corbatas de los hombres y los vestidos de las mujeres predominaban sobre los bombachos, chalecos y blusones que llevaban los lugareños que se habían cruzado en el campo. Los perros estaban por todas partes, bien cuidados y con correa o sarnosos y callejeros en busca de comida. Los delgados gatos de ojos grandes se quedaban en la sombra y en la carretera los caballos tiraban de carruajes y carros en ambas direcciones, aplastando las boñigas cada vez más en aquel camino lleno de baches.

Cuando llegaron a un callejón que salía de la calle principal, Matty se detuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sherlock.

Matty vaciló.

—Esa cosa que vi —se encogió de hombros—, fue ahí abajo, hace unos días. No sé qué era.

—¿Quieres enseñármelo?

En lugar de responder, Matty echó a correr calle abajo. Sherlock corrió a toda velocidad para alcanzarle.

El callejón zigzagueaba hacia una travesía tan estrecha que Sherlock podía tocar los edificios a ambos lados. La gente estaba asomada a las ventanas más altas y hablaba entre sí con la misma facilidad que si estuviera inclinándose sobre la valla de un jardín. Matty se quedó mirando fijamente una ventana en particular. Estaba vacía y la puerta debajo de ella, cerrada. Daba la impresión de estar abandonado.

—Fue ahí arriba —dijo—. Vi humo, pero se movía. Salió por la ventana, trepó por la pared y desapareció por el tejado.

—El humo no hace eso —señaló Sherlock.

—Este humo, sí —dijo Matty firmemente.

—Puede que el viento lo guiara.

—Puede —Matty no parecía muy convencido. Frunció el ceño mientras recordaba lo que había pasado en aquel lugar—. Oí a alguien gritar dentro. Salí corriendo porque me asusté, pero volví más tarde. Había un carro fuera y estaban metiendo un cadáver dentro. Había una sábana encima del cuerpo, pero se quedó enganchada en la puerta y se soltó. Vi el cuerpo. Vi su cara —se volvió hacia Sherlock intentando enmascarar el miedo y la incertidumbre que sentía—. Estaba cubierto de pústulas, grandes pústulas rojas por toda la cara, el cuello y los brazos, y tenía la cara totalmente desfigurada, como si hubiera sufrido mucho antes de morir. ¿Crees que ha sido la peste? He oído hablar de ella, de cuando arrasó el país en el pasado. ¿Crees que ha vuelto?

Sherlock sintió que un escalofrío le atravesaba los hombros.

—Supongo que podría ser el comienzo de otro brote, pero una muerte no implica una plaga. Puede haber sido escarlatina o cualquier otra cosa.

—¿Y la sombra que vi moverse sobre el tejado? ¿Qué me dices de eso? ¿Era su alma? ¿O vino algo a buscarlo?

—Eso —dijo Sherlock con firmeza— fue solo una ilusión causada por el ángulo del sol y una nube que pasaba —cogió a Matty del hombro y lo apartó—. Venga, vámonos.

Le condujo lejos de la casa y por la calle estrecha. Enseguida estuvieron de vuelta en la calle principal que iba hacia Farnham. Matty estaba pálido y callado.

—¿Estás bien? —le preguntó dulcemente Sherlock.

Matty asintió con la cabeza.

—Lo siento —dijo, avergonzado—. Es que… me asustó. No me gustan las enfermedades desde que…

—Lo entiendo. Mira, no sé qué viste, pero pensaré sobre ello. Mi tío tiene una biblioteca, la respuesta debe de estar ahí dentro. O en los archivos de los periódicos locales.

Cruzaron a pie un pequeño puente y volvieron al pueblo. La calle pasaba por delante de una serie de puertas de madera empotradas en un muro de piedra. Una especie de animal estaba tumbado junto a ellas, con las patas extendidas y tiesas, y no se movía. Tenía el pelaje sucio y sin brillo. Por un momento Sherlock pensó que era un perro, pero a medida que se aproximaban pudo ver el hocico puntiagudo, las patas cortas y las rayas blancas y negras —ahora gris claro y gris oscuro— de la cabeza. Era un tejón, y Sherlock se dio cuenta de que su estómago estaba prácticamente aplastado contra el suelo. Lo más probable es que lo hubiera atropellado la rueda de un carro.

Matty aminoró el paso cuando estuvo más cerca.

—Deberías tener cuidado al pasar por ahí —le confió, como si él estuviera a salvo de todo y fuera Sherlock el que debía preocuparse—. No sé lo que hacen ahí, pero hay guardias dentro. Tienen porras y bicheros. Son unos tipos grandes.

Sherlock estaba a punto de decir algo sobre la probabilidad de que esos hombres estuvieran simplemente proporcionando alguna protección para los salarios de los trabajadores que había dentro, cuando las puertas se abrieron. Dos hombres salieron a la calle. Tenían la cara magullada, llena de cicatrices y muy seria, pero su ropa de terciopelo negro estaba impecable. Miraron a derecha e izquierda y echaron un vistazo a los chicos, pero no les prestaron mucha atención e hicieron un gesto a alguien de dentro.

Un carruaje tirado por un solo caballo negro asomó por el patio. Su conductor era un hombre enorme con manos como palas y la cabeza calva cubierta de cicatrices. Cerraron las puertas y saltaron a la parte de atrás del coche, sujetos a ella mientras el vehículo se alejaba.

—Vamos a ver si el señor nos da un cuarto de penique —susurró Matty. Y se puso a correr hacia la carroza antes de que Sherlock pudiera detenerlo.

Sorprendido, el caballo retrocedió hacia las varas que lo conectaban al coche. El conductor trató de recuperar el control y lo fustigó con el látigo, pero aquello solo empeoró las cosas. El carruaje se giró del todo cuando el caballo intentó hacer cabriolas para apartarse de Matty.

Sherlock se quedó atónito cuando vio, a través de la ventanilla del coche, que una cara pálida, casi esquelética y enmarcada por un pelo blanco y ralo le estaba mirando fijamente y sin pestañear con sus ojos pequeños y rosas, como los ojos de una rata blanca. Sintió una punzada instantánea de repulsión, como si hubiera intentado pinchar una hoja de lechuga de su plato de la cena y en lugar de eso hubiera tocado una babosa. Quería moverse, alejarse, pero aquella mirada pálida y malévola lo mantenía inmóvil, incapaz de moverse. Y entonces el fornido conductor consiguió recuperar el control y el caballo pasó por delante de los dos chicos a medio galope, llevándose el carruaje y a su ocupante con él.

—Ni siquiera he tenido la oportunidad de preguntar —se quejó Matty, sacudiéndose el polvo—. Creí que ese tío iba a intentar azotarme con el látigo.

—¿Quién era el hombre del coche? —preguntó Sherlock con voz temblorosa.

Matty negó con la cabeza.

—No me ha dado tiempo a verlo. ¿Parecía rico? —dijo esperanzado.

—Parecía que llevara muerto tres días —contestó Sherlock.