Prólogo

La primera vez que Matthew Arnatt vio la nube de la muerte, esta salía flotando de la ventana del primer piso de una casa cercana a la suya.

Iba corriendo a toda prisa por High Street en la villa de Farnham, buscando una fruta o trozo de pan que se le hubiera caído a algún viandante descuidado. Sus ojos deberían haber estado escudriñando el suelo, y sin embargo no paraba de mirar hacia arriba las casas, las tiendas y la muchedumbre que se amontonaba a su alrededor. Solo tenía 14 años y no recordaba haber estado nunca en un pueblo tan grande como aquel. En la parte próspera de Farnham los antiguos edificios con vigas de madera se inclinaban hacia la calle y sus habitaciones más altas se cernían amenazantes como nubes espesas sobre cualquiera que estuviera debajo.

Una parte de la calle estaba pavimentada con piedras lisas del tamaño de un puño, pero un poco más adelante los adoquines daban paso a una tierra compacta de la que emergían nubes de polvo cada vez que los caballos y los carros pasaban formando un gran estrépito. Cada pocos metros había un montón de estiércol de caballo: uno fresco y humeante rodeado de moscas, y otro seco y viejo como un amasijo de hebras de heno o hierba que se hubieran quedado pegadas de cualquier manera.

A Matthew le llegaba el hedor a estiércol húmedo, pero también olía el pan recién hecho y lo que bien podía ser un cerdo asándose en un espetón en la lumbre. Casi alcanzaba a ver la grasa goteando y chisporroteando en las llamas. El hambre le hizo un nudo en el estómago y le faltó poco para retorcerse de dolor. Llevaba unos días sin comer nada en condiciones. No estaba seguro de cuánto tiempo más podría seguir así.

Uno de los transeúntes, un hombre gordo con un bombín marrón y un traje oscuro que dejaba entrever su edad, se detuvo y le tendió la mano para ayudarle. Matthew se alejó. No quería limosnas. La caridad llevaba a los niños sin familia al hospicio o la iglesia, y él no quería encaminarse hacia ninguno de aquellos destinos. Se las apañaba bien solo. Todo lo que tenía que hacer era encontrar algo de comer. Estaría mejor en cuanto tuviera algo en el estómago.

Se escabulló por un callejón antes de que el hombre pudiera sujetarlo por el hombro, luego volvió sobre sus pasos y dobló una esquina hacia una calle tan estrecha que los pisos de arriba de las casas prácticamente se tocaban. Una persona podría trepar fácilmente de una habitación a otra de la calle de enfrente si quisiera.

Entonces fue cuando vio la nube de la muerte. Pero en aquel momento no supo lo que era. Eso vendría después. Lo único que vio fue una mancha oscura del tamaño de un perro grande que salía sin rumbo de una ventana abierta como si fuera humo, un humo con vida propia que se detenía un instante y fluía después hacia un lado hasta llegar a una cañería donde giraba y subía deslizándose hacia el tejado. Matthew, que ya se había olvidado del hambre que sentía, se quedó boquiabierto mirando cómo la nube vagaba sobre el borde afilado de las tejas y desaparecía de la vista.

Un grito rompió el silencio —un grito que procedía de la ventana abierta— y Matthew se giró y bajó la calle corriendo lo más rápido que sus piernas desnutridas pudieron. La gente no gritaba así cuando recibía una sorpresa. Ni siquiera cuando le daban un susto. No, por lo que Matthew sabía por experiencia, la gente solo gritaba así si temía por su vida, y fuera lo que fuera lo que había provocado aquel grito no era algo que él quisiera ver.