Capítulo
dieciocho

San Petersburgo: octubre 1917. La revolución bolchevique. Regreso de G. al Cáucaso. La actitud de G. hacia uno de sus alumnos. Los que acompañaron a G. a Essentuki. Otros miembros de nuestro grupo se reúnen de nuevo con él. Recomienzo del trabajo. Ejercicios más difíciles y más variados que antes. Ejercicios físicos y mentales, danzas derviches, estudios de «trucos» psíquicos. Negocio de seda. Lucha interior y decisión. La elección de gurús. Tomo la decisión de irme. G. sale para Sochi. Un momento difícil: guerra y epidemias. Nuevo estudio del eneagrama. Los «acontecimientos» no permiten quedarse más tiempo en Rusia. Londres, objetivo final. Resultados prácticos del trabajo sobre si: sensación de un nuevo «Yo»; «una extraña confianza». Constitución de un grupo en Rostov y exposición de las ideas de G. G. abre un Instituto en Tiflis. Viaje a Constantinopla. Reúno auditores. Llegada de G. Nuevo grupo presentado a G. «Traducción» de un canto derviche. G. el artista y G. el poeta. Comienzos del Instituto en Constantinopla. G. me autoriza para escribir y publicar un libro. Él parte para Alemania. 1921: decido continuar en Londres mi trabajo de Constantinopla. G. organiza su Instituto en Fontainebleau. Trabajo en el Castillo du Prieuré. Conversación con Katherine Mansfield. G. habla de las diferentes clases de respiración. «Respiración a través de los movimientos». Demostraciones en el Teatro de Campos Elíseos. Salida de G. para América en 1924. Decisión de seguir independientemente mi trabajo en Londres.

No logré salir de San Petersburgo hasta el 15 de octubre, una semana antes de la revolución bolchevique. Era imposible quedarse un día más. Algo viscoso e inmundo se aproximaba. Había en el aire una tensión mórbida y en todas partes se podía sentir la expectativa de sucesos inevitables. Los rumores se deslizaban, cada cual más absurdo, más estúpido que el otro. Un estado de embrutecimiento general. Nadie comprendía nada, nadie podía imaginarse el futuro. El «gobierno provisional», habiendo ya vencido a Kornilov, negociaba de la manera más correcta con los bolcheviques, quienes no disimulaban su desprecio por los «ministros socialistas» y solamente trataban de ganar tiempo. Por alguna razón, los alemanes no habían marchado sobre San Petersburgo, a pesar de estar abierto el frente. Muchos ponían su confianza en éstos, para que los salvaran tanto del «gobierno provisional» como de los bolcheviques. Pero yo no compartía esas esperanzas, porque, a mi parecer, lo que estaba sucediendo en Rusia comenzaba a escapar a todo control.

En Tuapsé todavía reinaba una calma relativa. Una especie de soviet sesionaba en la casa de campo del Shah de Persia, pero todavía no habían comenzado los saqueos. G. se había instalado bastante lejos de allí, en el Sur, a unos treinta kilómetros de Sochi. Había alquilado una casa que miraba hacia el mar, había comprado un par de caballos, y vivía allí, con un pequeño grupo de unas diez personas.

Me reuní con ellos. El sitio era maravilloso, lleno de rosas, por un lado el mar, por el otro cadenas de montañas que ya estaban cubiertas de nieve. Sentía pena por los amigos que todavía se encontraban en San Petersburgo y en Moscú.

Pero ya desde el día siguiente de mi llegada, noté que algo no iba bien. No había nada de la atmósfera de Essentuki. Me asombró particularmente la actitud de Z. Cuando lo dejé a principios de septiembre para ir a San Petersburgo, Z. estaba lleno de entusiasmo; continuamente me apremiaba para que no me demorase allá, temiendo que pronto sería casi imposible regresar.

—¿No piensa usted volver a ver jamás San Petersburgo?, le pregunté.

—¡El que vuela hacia las montañas no regresa!, me había respondido.

Y ahora, apenas llegado a Uch Dere, me enteré de que Z. tenía intención de partir hacia San Petersburgo.

—¿Para qué regresa allá? Ya dejó su empleo. ¿Por qué quiere irse?, le pregunté al doctor Sh.

—«No sé. G. no está contento con él y dice que lo mejor es que se vaya».

Me hubiera gustado hablar con Z., pero él me evitaba; obviamente, no tenía ningún deseo de explicarme sus motivos. Se contentó con decirme que realmente tenía intención de partir.

Poco a poco, preguntando a otros, descubrí lo que había pasado: una querella muy absurda entre G. y algunos letones, que eran nuestros vecinos. Z., que estaba presente, había dicho o hecho algo que a G. no le había gustado y desde ese día, la actitud de este último respecto a él había cambiado completamente. G. ya no le dirigía la palabra y, en general, ponía a Z. en tal situación que éste había tenido que anunciarle su partida.

Todo esto me pareció completamente idiota. Ir a San Petersburgo en ese momento era el colmo de lo absurdo. Allá solo había hambre, desórdenes en las calles, saqueos y nada más. Naturalmente en ese tiempo nadie se podía aún imaginar que nunca más veríamos San Petersburgo. Yo tenía intención de regresar en la primavera. Pensaba que para entonces la situación ya habría cambiado. Pero ahora, en invierno, ¡era insensato! Si Z. estuviera interesado en la política, si hubiera querido estudiar los acontecimientos, lo hubiera podido comprender; pero como no era éste el caso, no podía encontrar ningún motivo para su partida. Traté de convencerlo de que esperase, que no decidiera nada todavía, que hablara con G., tratando de aclarar el asunto. Z. me prometió no precipitar nada. Pero vi que en efecto se encontraba en una posición muy difícil. G. lo ignoraba completamente, y eso producía en él una impresión deprimente. Así pasaron dos semanas. Mis argumentos habían hecho efecto en Z. y me dijo que se quedaría si G. se lo permitía. Fue a hablar con G., pero regresó rápidamente, con una expresión turbada en el rostro.

—¡Y bien! ¿Qué le ha dicho?

—«Nada de particular. Me dijo que puesto que había decidido partir, lo mejor sería que lo hiciera».

Z. se fue. Yo no podía admitirlo; no hubiera dejado ir ni a un perro a San Petersburgo en un momento semejante.

G. tenía la intención de pasar el invierno en Uch Dere. Ocupábamos varias casas esparcidas en un terreno bastante grande. No había ningún «trabajo» de la clase que habíamos tenido en Essentuki. Cortábamos árboles para nuestra provisión de invierno; recogíamos peras silvestres; G. se iba a menudo a Sochi, donde uno de nuestros amigos estaba en el hospital, pues había contraído tifoidea antes de mi llegada de San Petersburgo.

Súbitamente G. decidió partir. Pensaba que aquí podíamos fácilmente encontrarnos totalmente incomunicados con el resto de Rusia, y sin provisiones.

G. se fue con la mitad de nosotros, y luego mandó al doctor Sh. por el resto. De nuevo reunidos en Tuapsé, comenzamos a hacer excursiones a lo largo de la costa hacia el norte, donde no había línea de ferrocarril. Durante una de ellas, Sh. encontró que algunos de sus amigos de San Petersburgo tenían una casa de campo a unos cuarenta kilómetros al norte.

Pasamos la noche con ellos y a la mañana siguiente, G. alquiló una casa situada a un kilómetro de la de ellos. Allí fue donde nuestro pequeño grupo se volvió a formar. Cuatro de los nuestros fueron a Essentuki.

Vivimos allí durante dos meses. Fue una época apasionante. G., el doctor Sh. y yo, íbamos a Tuapsé cada semana para abastecernos y comprar forraje para los caballos. Esas diligencias siempre quedarán grabadas en mi memoria. Cada una dio lugar a las aventuras más inverosímiles y a conversaciones muy interesantes. Nuestra casa, situada a cinco kilómetros del gran pueblo de Olghniki, dominaba el mar. Tenía la esperanza de que viviríamos más tiempo allí, pero en la segunda quincena de diciembre, corrieron rumores de que una parte del ejército caucasiano subía a pie hacia Rusia, a lo largo de las costas del Mar Negro. G. decidió que volviéramos a Essentuki para comenzar un nuevo trabajo. Fui el primero en partir. Transporté una parte de nuestro equipaje a Pyatigorsk y volví. Aún se podía circular, aunque había bolcheviques en Armavir.

Los bolcheviques, en general, habían aumentado sus efectivos al norte del Cáucaso y ya se habían producido choques entre los cosacos y ellos. Cuando pasamos por Mineralnye Vody, todo estaba aparentemente tranquilo, aunque ya se habían efectuado allí numerosos asesinatos de personas detestadas por los bolcheviques.

G. alquiló una gran casa en Essentuki y mandó una circular firmada por mí, fechada el 12 de febrero, invitando a todos los miembros de nuestros grupos de Moscú y de San Petersburgo, y a sus allegados, a vivir y a trabajar con él.

El hambre ya hacía estragos en San Petersburgo y en Moscú —mientras que la abundancia todavía reinaba en el Cáucaso—. Se había vuelto muy difícil circular, y algunos, a pesar de sus deseos, no lograron reunirse con nosotros. Pero vinieron alrededor de cuarenta personas. Con ellas regresó Z., a quien también se le había dirigido la carta circular. Llegó muy enfermo.

Un día de febrero, mientras todavía estábamos en la incertidumbre, G., mostrándome la casa y todo lo que había arreglado, me dijo:

—«¿Comprende ahora por qué recolectamos dinero en Moscú y en San Petersburgo? Usted decía entonces que un millar de rublos era demasiado. ¡Aun esa suma no hubiera alcanzado! Una persona y media ha pagado… Y ya he gastado mucho más de lo que recibí entonces».

G. tenía la intención de alquilar o comprar un terreno, hacer huertas y en general, organizar una colonia. Pero fue impedido por los acontecimientos que habían comenzado durante el verano.

Cuando nuestros amigos se reunieron, en marzo de 1918, se establecieron reglas muy estrictas en nuestra casa; estaba prohibido salir del lugar; de día y de noche se relevaban guardias. Y comenzaron los trabajos más variados.

En la organización de la casa y de nuestras vidas entraron principios muy interesantes.

Esta vez los ejercicios eran mucho más difíciles y variados que los del verano pasado: ejercicios rítmicos acompañados de música, danzas de derviches, ejercicios mentales, estudios de diversas maneras de respirar, y así sucesivamente. Entre los más difíciles estaban los ejercicios de imitación de fenómenos psíquicos: lectura del pensamiento, clarividencia, manifestaciones de médiums, etc. Antes de comenzar estos últimos, G. nos había explicado que el estudio de estos «trucos», como él los llamaba, era obligatorio en todas las escuelas orientales, porque era inútil comenzar el estudio de los fenómenos de carácter supranormal antes de haber estudiado todas las imitaciones, todas las falsificaciones posibles. Un hombre no puede distinguir lo real de lo engañoso en este campo, salvo que conozca todos los trucos y demuestre ser capaz de reproducirlos él mismo. Además, G. decía que un estudio práctico de los «trucos psíquicos» era en sí mismo un ejercicio irreemplazable, puesto que nada podía favorecer mejor el desarrollo de la perspicacia, de la agudeza de la observación, de la sagacidad y aún de otras cualidades para las que el lenguaje de la psicología ordinaria no tiene palabras, pero que deben ser desarrolladas.

Sin embargo, nuestro esfuerzo se aplicaba en especial a la rítmica y a extrañas danzas destinadas a prepararnos para hacer luego ejercicios de derviches. G. no nos comunicaba sus propósitos, ni sus intenciones, pero por lo que había dicho anteriormente, se podía pensar que todo esto tendía a llevarnos hacia un mejor control del cuerpo físico.

Además de los ejercicios, danzas, gimnasia, conversaciones, conferencias y quehaceres domésticos, se habían organizado trabajos especiales para los que no tenían dinero.

Recuerdo que cuando salimos de Alexándropol el año anterior, G. se había llevado una caja con madejas de seda, que había comprado muy barato en un remate, llevándola siempre consigo. Cuando estuvimos reunidos en Essentuki, G. distribuyó la seda entre las mujeres y los niños. Nos hizo fabricar tarjetas en forma de estrella, para devanarla. En seguida se encomendó a los que tenían dones de comerciantes entre los nuestros, que vendieran esta seda a los tenderos de Pyatigorsk, Kislovodsk y Essentuki. Hay que recordar que en aquella época no había casi ninguna mercadería. En cuanto a la seda, era increíblemente difícil conseguirla. Este trabajo se prolongó durante dos meses, y nos abasteció de una renta fuera de toda proporción con el precio de compra.

En tiempos normales, una colonia como la nuestra no hubiera podido existir en Essentuki, ni probablemente en ninguna otra región de Rusia. Habríamos llamado la atención y excitado la curiosidad pública, la policía habría intervenido, no se hubieran podido evitar escándalos, y por cierto que nos habrían sido atribuidas tendencias políticas, sectarias o inmorales. La gente está hecha de tal modo que necesariamente debe atacar todo lo que no puede comprender. Pero en esa época, es decir, en 1918, los que habrían sido los más indiscretos estaban ocupados en salvar su propio pellejo de los bolcheviques; en cuanto a éstos, todavía no eran lo suficientemente fuertes como para interesarse en la vida privada de las personas y de las organizaciones despojadas de todo carácter político. Y como se acababan de organizar entre los intelectuales de la capital, entonces reunidos en Mineralnye Vody, numerosos grupos y asociaciones de «trabajadores», nadie nos prestó la menor atención.

Una tarde, durante una conversación, G. nos invitó a buscar un nombre para nuestra colonia, y en general, encontrar un medio de legitimarnos. En esa época, Pyatigorsk estaba en poder de los bolcheviques.

—Piensen en algo como «Sodrujestvo»[19], decía él, agregándole «conquista del trabajo» o «internacional». En todo caso, ellos no comprenderán. Pero es necesario que puedan ponernos una etiqueta «cualquiera».

Por turno cada uno hizo sus sugerencias.

Dos veces por semana se organizaron conferencias públicas en nuestra casa. Éstas tuvieron una numerosa asistencia, y dimos también demostraciones de fenómenos psíquicos, que no tuvieron mucho éxito porque nuestro público se sometía mal a nuestras instrucciones.

Mi posición personal en el trabajo de G. se había modificado poco a poco. Durante todo un año había visto muchas cosas que no podía comprender; todo eso se había acumulado, y sentía que debía irme.

Este cambio puede parecer extraño e inesperado después de todo lo que he escrito hasta aquí, pero se había realizado poco a poco. Desde hacía ya algún tiempo, como lo he dicho, veía la posibilidad de separar a G. de sus ideas. No tenía ninguna duda en lo que concierne a las ideas. Al contrario, mientras más reflexionaba sobre ellas, más penetraban en mí, y más aprendía a apreciarlas, a medir su importancia. Pero comenzaba a dudar de que fuera posible para mí o aun para la mayoría de nuestros compañeros, el continuar trabajando bajo la dirección de G.

No quiero decir de ninguna manera que encontrara malas sus acciones o sus métodos, ni que éstos cesaran de responder a lo que yo había esperado. Ésta hubiera sido una actitud por lo menos fuera de lugar con respecto al maestro, una especie de inconsecuencia con relación a un trabajo cuya naturaleza esotérica yo había reconocido. En tal caso, una cosa excluye a la otra: en un trabajo de este orden, no se puede concebir ninguna especie de crítica, ni siquiera un «desacuerdo» con tal o cual persona. Al contrario, todo el trabajo consiste en hacer lo que el maestro indique conformándose a sus ideas, aunque no las exprese claramente; no se trata sino de ayudarlo en todo lo que haga. No puede haber otra actitud. Y G. nos había dicho muchas veces: lo más importante en el trabajo es recordar que se ha venido para aprender y no para otra cosa.

Sin embargo esto no significa en manera alguna, que un hombre deba seguir contra su voluntad un camino que no responda a lo que él busca. G. mismo decía que no había escuelas «generales», que cada gurú en una escuela tiene su propia especialidad. Uno es escultor, otro músico, un tercero enseña otra cosa, y todos los alumnos del tal gurú deben estudiar su especialidad. Existe entonces la posibilidad de elección. Depende de cada uno el encontrar al gurú cuya especialidad sea capaz de estudiar, aquélla que está de acuerdo con sus gustos, sus tendencias, y sus capacidades.

Es seguro que existen caminos muy interesantes, tales como la música y la escultura. Pero no se puede obligar a todo el mundo a que aprenda música o escultura. En el trabajo de escuela hay materias obligatorias, pero también hay materias auxiliares, que únicamente se proponen como medios de estudio de las obligatorias. Luego, las escuelas pueden diferir mucho. Según la doctrina de los tres caminos, los métodos de cada gurú pueden estar más cerca ya sea del camino del faquir, del camino del monje o del camino del yogui. Y es evidente que un alumno puede comenzar por equivocarse, siguiendo a un guía al cual en realidad no puede seguir. La tarea del guía será la de disuadir al alumno realmente incapaz de trabajar con él, es decir incapaz de asimilar sus métodos, y de alcanzar la comprensión de las materias de su especialidad. Si ocurriese, sin embargo, que un hombre se da cuenta y comprende que ha comenzado un trabajo con un guía a quien no puede seguir, entonces, claro está, debe irse, debe buscar otro gurú o si es capaz de hacerlo, comenzar a trabajar independientemente.

En lo que concernía a mis relaciones con G., veía en aquella época que me había equivocado y que, si permanecía todavía con él, ya no iría en la misma dirección que al comienzo. Y pensaba que todos los miembros de nuestro pequeño grupo, con muy raras excepciones, estaban en una situación análoga, si no idéntica.

Era una conclusión sorprendente, pero absolutamente justa. No tenía nada que censurar en los métodos de G., excepto que no me convenían. Un ejemplo muy claro me vino entonces a la mente. Nunca había tenido una actitud negativa hacia la religión, es decir hacia «el camino del monje», sin embargo no hubiera podido pensar ni por un instante que tal camino fuera posible o conveniente para mí. Por lo tanto, si después de tres años de trabajo, me hubiese dado cuenta de que G., de hecho, nos estaba conduciendo hacia el monasterio, y que ahora exigía de nosotros la observación de todos los ritos, de todas las ceremonias, naturalmente esto hubiera sido para mí un motivo suficiente para no estar de acuerdo y para irme, aun arriesgando perder su dirección inmediata. Y ciertamente esto no hubiera querido decir que el camino religioso me habría parecido un camino falso en general. Al contrario, este camino es tal vez mucho más correcto que el mío, pero no es el mío.

No fue sino después de una gran lucha interior que tomé la decisión de dejar el trabajo con G. y de dejarlo a él mismo. Había basado demasiadas cosas en este trabajo para poder recomenzar fácilmente todo desde el principio. Pero no había nada más que hacer. Sin duda, no abandonaba nada de lo que había adquirido durante esos tres años. Sin embargo, tuvo que pasar todo un año antes de que pudiera ahondar en todo eso y descubrir cómo podría seguir trabajando en la misma dirección que G., conservando mi independencia.

Me fui a vivir a otra casa y volví a trabajar en el libro que había comenzado a escribir en San Petersburgo y que más tarde se publicaría bajo el título: Un Nuevo Modelo del Universo.

En el «Hogar» las conferencias y las demostraciones continuaron todavía durante cierto tiempo, y luego se detuvieron.

Algunas veces me encontraba con G. en el parque o en la calle, otras, venía a mi casa. Pero yo evitaba ir al «Hogar».

En esta época, la situación al norte del Cáucaso comenzaba a empeorar. Estábamos aislados de la Rusia Central; ya no sabíamos nada de lo que pasaba allí.

Después de la primera incursión de los Cosacos en Essentuki, la situación se agravó aún más, y G. decidió salir de Mineralnye Vody. No dijo a dónde pensaba ir, y, en realidad, ¿qué cosa habría podido decir en tales circunstancias?

Los que ya habían salido de Mineralnye Vody habían tratado de llegar a Novorosíisk y yo suponía que G. también trataría de ir en esa dirección. Por mi parte también decidí salir de Essentuki. Pero no quería partir antes que él, ya que sobre esto tenía un extraño sentimiento. Quería esperar hasta el fin, hacer todo lo que dependiera de mí para luego no tener que reprocharme el haber dejado escapar una sola posibilidad. Me era muy difícil desechar la idea de trabajar con G.

A comienzos de agosto, G. partió de Essentuki. La mayoría de los que vivían en el «Hogar» lo acompañaron. Algunos habían partido antes. Alrededor de diez personas se quedaron en Essentuki.

Decidí irme a Novorosíisk. Pero las circunstancias se modificaron rápidamente. Una semana después de la partida de G., todas las comunicaciones quedaron cortadas, aun con las localidades más próximas. Los Cosacos multiplicaron sus incursiones sobre la línea del ferrocarril que conducía a Mineralnye Vody y donde estábamos comenzaron los pillajes de los bolcheviques, sus «requisiciones» y todo lo demás. En aquel entonces fueron masacrados los «rehenes» de Pyatigorsk, el general Russki, el general Radko-Dimitriev, el príncipe Urussov y muchos otros.

Debo confesar que me sentí bien tonto. A fin de continuar el trabajo con G. no había partido al extranjero cuando todavía era posible hacerlo, y ahora me encontraba separado de G. y cortado de todo por los bolcheviques.

Aquéllos de nosotros que permanecimos en Essentuki tuvimos que vivir una época muy difícil. Para mí y para mi familia las cosas resultaron relativamente bien. Solamente dos de nosotros cuatro, contrajeron tifoidea. Ninguno murió. No fuimos víctimas de ningún robo. Nunca dejé de tener trabajo ni de ganar dinero, lo que no fue el caso para todo el mundo. En enero de 1919, fuimos liberados por los Cosacos del ejército Denikin. Pero no pude salir de Essentuki sino en el verano.

Las noticias que teníamos de G. se reducían a poca cosa. Había llegado por tren a Maikop, después de lo cual todos los que se le habían reunido, comenzaron a atravesar las montañas con él, con un itinerario muy interesante pero muy difícil, para llegar a pie al puerto de Sochi, que acababa de ser tomado por los Georgianos. Cargando todo su equipaje, en regiones sin caminos ni senderos, afrontando todos los peligros posibles, habían franqueado cuellos elevados donde aun los mismos cazadores no se aventuraban sino raras veces. Y necesitaron todo un mes para llegar al mar.

Pero el estado de ánimo ya no era el mismo. En Sochi la mayoría se separó de G., como yo lo había previsto. P. y Z. entre otros. Solo cuatro personas se quedaron con él, entre los cuales el doctor Sh., que había pertenecido al primer grupo de San Petersburgo. Los otros solo habían formado parte de los «grupos jóvenes».

En febrero, P., que se había establecido en Maikop luego de su ruptura con G., vino a Essentuki para reunirse con su madre y por él nos enteramos de todos los detalles de la caminata hacia Sochi. Los de Moscú habían partido hacia Kiev. G. con sus cuatro compañeros llegó a Tiflis. En la primavera, nos enteramos que él continuaba el trabajo con un nuevo equipo y una nueva orientación, basándolo principalmente en la música, las danzas y los ejercicios rítmicos.

Al final del invierno, habiendo mejorado un poco las condiciones de vida, empecé a revisar las notas y los diagramas que con permiso de G. había conservado desde San Petersburgo. El eneagrama me llamó particularmente la atención. Evidentemente la explicación del eneagrama había quedado incompleta, pero sentí por ciertos indicios que se podría continuar. Pronto vi que ante todo era necesario comprender el significado del «choque», aparentemente mal ubicado en el eneagrama, entre las notas sol y la. Recordando entonces comentarios que se habían hecho, presté atención a lo que decían las notas de Moscú sobre la influencia que tenían una sobre otra las tres octavas en el «diagrama de nutrición». Dibujé el eneagrama como se nos había mostrado y vi que representaba hasta un punto dado el «diagrama de nutrición» (fig. 59).

El punto 3, o el intervalo mi fa, era el sitio donde intervenía el «choque» dado por el do 192 de la segunda octava. Al agregar el comienzo de esta octava al eneagrama, vi que el intervalo mi fa de la segunda octava coincidía con el punto 6, y el «choque» de este intervalo aparecía bajo la forma de do 48 de la tercera octava, que comenzaba en este punto. El dibujo completo de las octavas resultó como sigue:

Esto significaba que el lugar del «choque» no estaba mal situado en absoluto. El punto 6 designaba la entrada del «choque» en la segunda octava y el «choque» era el do que comenzaba la tercera octava. Las tres octavas llegaban todas a H 12. En una, era si 12, en la segunda sol 12, y en la tercera mi 12. La segunda octava que terminaba en sol 12 en el eneagrama, hubiera debido continuar. Pero si 12 y mi 12 exigían un «choque adicional». En esa época reflexioné mucho sobre la naturaleza de estos «choques», pero hablaré de ellos más tarde.

Sentía toda la riqueza del contenido del eneagrama. Los puntos 1, 2, 4, 5, 7, 8 representaban, según el «diagrama de nutrición», diferentes «sistemas» del organismo.

De esto deducía que la dirección de las líneas interiores 1 4 2 8 5 7 1, o sea el resultado de la división del 1 entre 7, indicaba la dirección de la corriente sanguínea o la distribución de la sangre arterial en el organismo, luego su regreso bajo la forma de sangre venosa. Era particularmente interesante notar que el punto de regreso no era el corazón, sino el sistema digestivo, lo que en realidad es así, ya que la sangre venosa se mezcla primeramente con los productos de la digestión; luego va hacia la aurícula derecha, a través del ventrículo derecho, luego hacia el pulmón con el fin de absorber el oxígeno, y de allí pasa a la aurícula izquierda; después de lo cual, por la aorta, pasa al sistema arterial.

El examen ulterior del eneagrama me mostró que los siete puntos podían representar los siete planetas del antiguo mundo; en otros términos, el eneagrama podía ser un símbolo astronómico. Y tomando los planetas en el orden de los días de la semana, obtuve la figura 61.

No traté de continuar, pues no tenía a mano los libros necesarios, y me faltaba tiempo.

Los «acontecimientos» no permitían las especulaciones filosóficas. Había que vivir, es decir buscar simplemente donde podía uno alojarse y trabajar. La revolución, con todo lo que la acompañaba, suscitaba en mí una profunda repugnancia física. Pero a pesar de mi simpatía por los «blancos», no podía creer en su éxito. Los bolcheviques multiplicaban promesas que ni ellos mismos, ni nadie, hubieran podido cumplir. Allí radicaba su fuerza. En este plan, eran invencibles. Agréguese que Alemania los apoyaba, viendo en ellos una posibilidad de desquite para el porvenir. El «ejército voluntario» que nos había liberado de los bolcheviques podía combatirlos y vencerlos. Pero no sabía administrar los territorios que liberaba. En este dominio sus jefes no tenían ni programa, ni conocimiento, ni experiencia. Naturalmente, no se les podía pedir tal cosa. Pero los hechos son los hechos. La situación era muy inestable, y la ola que continuaba reventando sobre Moscú podía también retirarse un día cercano.

Había que salir al extranjero. Yo me había fijado Londres como objetivo final. Primero, porque allí conocía más gente, luego porque pensaba que mis ideas tendrían más eco entre los ingleses que en cualquier otra parte. Además, cuando estuve en Londres, antes de ir a la India y luego a mi regreso al principio de la guerra, había decidido que allí sería donde escribiría y publicaría el libro comenzado en 1911 bajo el título La Sabiduría de los Dioses y que luego debía aparecer bajo el de Un Nuevo Modelo del Universo. De manera general, este libro, en el cual yo tocaba cuestiones de religión, y en particular los métodos de estudio del Nuevo Testamento, no se hubiera podido publicar en Rusia.

Así, decidí partir hacia Londres, y tratar de organizar conferencias y grupos análogos a los de San Petersburgo. Pero no debía lograr mi objetivo sino tres años y medio más tarde.

Fue en junio de 1919 cuando llegué finalmente a salir de Essentuki. En esa época, la calma había vuelto y la vida había retomado un curso relativamente normal. Pero esta calma no me inspiraba ninguna confianza. Había que partir para el extranjero. Primero llegué a Rostov, luego a Ekaterinodar y Novorosíisk, y por fin volví a Ekaterinodar. En esa época esta ciudad era la capital de Rusia. Encontré allí varios miembros de nuestros grupos que habían salido de Essentuki antes que yo, y algunos de mis amigos de San Petersburgo. Recuerdo una conversación con uno de ellos.

Cuando hablamos de la enseñanza de G. y del trabajo sobre sí, me preguntó si le podía decir qué resultados prácticos había obtenido yo.

Recordando todo lo que había vivido el año precedente, particularmente después de la partida de G., le dije que había adquirido una extraña confianza, que no podía definir con una palabra, pero que se la iba a describir.

—«No es una confianza en sí mismo en el sentido corriente de la palabra, le dije. Todo lo contrario. Es más bien una confianza, o una certidumbre, de la perfecta insignificancia de mi yo ordinario; hablo de ese “yo” que conocemos habitualmente. Sí, si me debiera pasar algo terrible, como a tantos de mis amigos el año pasado, entonces no sería ese yo ordinario, sino otro, el que estaría a la altura de la situación. G. me preguntaba hace dos años si no había sentido dentro de mí mismo la presencia de un nuevo “yo”, y tuve que responderle que no había sentido ningún cambio. Ahora, hablaría de otra manera. Y puedo explicarle a usted cómo se produjo este cambio. No fue de golpe, y no es un cambio que abarca todos los momentos de mi vida. Mi vida sigue su curso ordinario, con todos los pequeños “yoes” ordinarios y estúpidos, excepto tal vez algunos que ya se me han vuelto insoportables. Pero si algún grave acontecimiento exigiese la tensión de todo mi ser, entonces, lo sé, podía enfrentarlo no ya con ese pequeño “yo” ordinario que le habla ahora, y que puede ser intimidado —sino con otro, un gran Yo, al que nada puede asustar, y que estaría a la altura de todo lo que viniera. No puedo darle una mejor descripción. Pero para mí, es un hecho. Y este hecho está nítidamente conectado con mi trabajo. Usted conoce mi vida, y sabe que yo no era hombre que se dejase preocupar por lo que atemoriza a la gente interior y exteriormente. Pero ahora se trata de un estado diferente que tiene un gusto totalmente distinto. Por eso sé que esta nueva confianza no es el fruto de mi experiencia de la vida. Es el resultado de este trabajo sobre mí, que comencé hace cuatro años».

En Ekaterinodar, y después, durante el invierno en Rostov, formé un pequeño grupo y siguiendo un plan que había elaborado durante el invierno precedente, di conferencias para exponer las ideas de G.; tomé como punto de partida las cosas de la vida ordinaria que permiten su acceso.

Durante el verano y el otoño de 1919, recibí dos cartas de G., una en Ekaterinodar, la otra en Novorosíisk. Me escribía que había abierto en Tiflis un «Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre», cuyo programa era muy vasto. Acompañaba su carta con un prospecto que, en verdad, me dejó muy pensativo.

Comenzaba con estas palabras:

«Con autorización del Ministerio de Educación Nacional, se ha abierto en Tiflis el Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, basado en el sistema de G. I. G. El Instituto acepta niños y adultos de ambos sexos. Cursos mañana y tarde. El programa de estudios incluye: gimnasia de toda clase (rítmica, médica y otras), ejercicios para el desarrollo de la voluntad, de la memoria, de la atención, de la audición, del pensamiento, de la emoción, del instinto, etc., etc. “El sistema de G. I. G., agregaba el prospecto, ya está operando en una serie de grandes ciudades tales como: Bombay, Alejandría, Kabul, Nueva York, Chicago, Cristianía, Estocolmo, Moscú, Essentuki y en todas las filiales y hogares de verdaderas fraternidades internacionales de trabajadores”».

Al final del prospecto, se encontraba una lista de «profesores especialistas» del Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, y entre ellos encontré mi propio nombre, así como los del ingeniero P., y de J., otro miembro de nuestros grupos, que vivía entonces en Novorosíisk y que no tenía la menor intención de ir a Tiflis. G. me escribió que estaba preparando su ballet «La Lucha de los Magos», y, sin hacer la menor alusión a todas las dificultades del pasado, me invitó a Tiflis para trabajar con él. Esto era muy propio de él. Pero por diversas razones, no podía ir a Tiflis. Ante todo, había grandes obstáculos materiales, luego las dificultades que habían surgido en Essentuki eran muy reales para mí. Mi decisión de separarme de G. me había costado muy caro, y no podía renunciar a ella tan fácilmente, tanto más cuanto que todos sus argumentos me parecían sospechosos. Tengo que confesar que el programa del Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre no me había entusiasmado especialmente. Claro que comprendía que, dadas las circunstancias, G. se vio obligado a darle a su trabajo alguna forma exterior como lo había hecho en Essentuki, que podía parecer una caricatura. No era menos cierto para mí que detrás de esta forma permanecía siempre la misma cosa, la cual no podía cambiar. Yo solo dudaba sobre mi capacidad para adaptarme a tal forma. Al mismo tiempo, estaba seguro de que muy pronto tendría que volver a ver a G.

Desde Maikop, P. vino a verme a Ekaterinodar; hablamos bastante de la enseñanza y de G. mismo. Su estado de ánimo era francamente negativo. Sin embargo, me pareció que mi idea de la imperiosa necesidad de distinguir entre G. y su enseñanza, lo ayudó a comprender mejor la situación.

Comenzaba a tomar el más vivo interés en mis grupos. Veía en ellos una posibilidad de continuar el trabajo. Las ideas de la enseñanza manifiestamente encontraban un eco, respondían a las necesidades de los que querían comprender lo que pasaba tanto en ellos como a su alrededor. Asistimos al final de este breve epílogo de la historia rusa que había aterrorizado tanto a nuestros «amigos y aliados». Delante de nosotros todo era totalmente oscuro. Pasé el otoño y el comienzo del invierno en Rostov. Allí me encontré con dos o tres miembros de nuestros grupos de San Petersburgo, y con Z. que acababa de llegar de Kiev. Este último vivía en el mismo sitio que yo. Entonces también él tenía una actitud negativa con respecto a todo el trabajo. Una vez más tuve la impresión de que nuestras conversaciones le permitieron hacer un balance y reconocer que sus primeras evaluaciones habían sido justas. Decidió volver a reunirse con G. en Tiflis. Pero su destino era diferente. Salimos de Rostov casi al mismo tiempo que él. Cuando llegó a Novorosíisk, ya estaba enfermo, y en los primeros días de enero de 1920, murió de viruela.

Poco después, logré llegar a Constantinopla.

En ese entonces Constantinopla rebosaba de rusos. Me encontré allí con numerosos conocidos de San Petersburgo, y con su ayuda di conferencias en los locales de la «Russki Mayak». Rápidamente reuní un auditorio bastante numeroso, compuesto sobre todo por jóvenes. Continuaba desarrollando los temas que había expuesto en Rostov y en Ekaterinodar, conectando todas las ideas generales de psicología y de filosofía con las de esoterismo.

No recibí ninguna otra carta de G., pero estaba seguro que no tardaría en desembarcar en Constantinopla. En efecto, llegó en el mes de junio, con un número bastante grande de personas.

En todas partes de Rusia, hasta en las más apartadas provincias, el trabajo se había vuelto imposible; y había llegado el momento de la partida hacia Europa, que yo había previsto en San Petersburgo.

Yo estaba muy contento de ver nuevamente a G., y me parecía que, en el interés del trabajo, se podrían descartar todas las dificultades anteriores. Creía poder trabajar otra vez con él, como en San Petersburgo. Y lo invité a mis conferencias con el fin de presentarle a todos mis auditores, particularmente al pequeño grupo de alrededor de treinta personas que se reunían en las oficinas de la «Mayak».

G. hacía entonces de su ballet «La Lucha de los Magos» el centro del trabajo. Además, quería volver a empezar en Constantinopla el programa de su Instituto de Tiflis, el cual daba mayor importancia a las danzas y a los ejercicios rítmicos, destinados a preparar a sus alumnos para tomar parte en el ballet. Pensaba en hacer una escuela de su ballet. Trabajé en su escenario, lo que me permitió comprender mejor su idea. Todas las danzas y las escenas de «La Lucha de los Magos» requerían una larga y muy especial preparación. Así, los alumnos que debían participar en el ballet, estaban obligados a estudiar y a adquirir el control de sí mismos, acercándose de esta manera a la revelación de las formas superiores de conciencia. Danzas sagradas, ejercicios, ceremonias de diferentes cofradías de derviches, numerosas danzas orientales poco conocidas, entraban en el ballet como elementos indispensables.

Ésta fue una época muy interesante para mí. G. venía a menudo a Prinkipo. Juntos nos paseábamos por los «bazares» de Constantinopla. Fuimos a ver a los derviches Mehleví y me explicó lo que no había sido capaz de comprender por mí mismo, es decir que sus movimientos giratorios estaban relacionados con ejercicios de cálculo mental, análogos a los que él nos había enseñado en Essentuki. Algunas veces trabajaba día y noche con él. Entre todas, una noche se me ha quedado grabada. «Traducíamos» un canto derviche para «La Lucha de los Magos». Entonces vi a G. el artista y a G. el poeta, que él escondía tan cuidadosamente —sobre todo el último—. Trabajamos así; G. recordaba los versos persas, a veces los recitaba con una voz tranquila, luego me los traducía al ruso. Después de aproximadamente un cuarto de hora, cuando yo estaba completamente sumergido bajo las formas, los símbolos y las asimilaciones, me decía: «Bueno, ahora resuma todo eso en una línea». No traté de ponerlo en verso, ni siquiera de encontrar un ritmo. Esto era completamente imposible. G. continuaba, y al cabo de otro cuarto de hora decía «Y ahora, otra línea». Nos quedamos sentados hasta el amanecer. Sucedía esto en la calle Kumbaradji, un poco más allá del antiguo consulado ruso. Por fin la ciudad se despertó. Creo que había escrito cinco estrofas y me había detenido en la última línea de la quinta. Ningún esfuerzo hubiera podido sacar algo más de mi cerebro. G. reía, pero también estaba cansado y no hubiera podido continuar. Así el canto quedó sin terminar porque nunca más volvimos a él.

Así pasaron dos o tres meses.

Ayudaba a G. con todas mis fuerzas en la organización del Instituto. Pero poco a poco surgieron de nuevo las mismas dificultades que en Essentuki. De tal manera que para la apertura de su Instituto, creo que en octubre, no pude formar parte de él. Sin embargo, para no molestarlo y para que mi ausencia no fuera un motivo de discordia entre aquéllos que seguían mis conferencias, las interrumpí y no se me vio más en Constantinopla. Desde entonces, algunos de mis auditores habituales vinieron a verme regularmente en Prinkipo, y fue allí donde proseguimos nuestras conversaciones.

Pero dos meses después, cuando el trabajo de G. ya estaba consolidado, reanudé mis conferencias en la «Mayak» y las continué durante seis meses más. De tiempo en tiempo lo visitaba, y él mismo vino a verme a Prinkipo. Nuestras relaciones continuaban siendo excelentes. En la primavera me propuso que diera conferencias en su Instituto y comencé a hacerlo una vez por semana. G. mismo tomaba parte en ellas para suplementar mis explicaciones.

A comienzos del verano, G. cerró su Instituto y se estableció en Prinkipo. Fue más o menos por esta época que le sometí el plan detallado de un libro que había decidido escribir para exponer sus ideas y comentarlas. Aprobó el plan y me dio su autorización para publicar el libro. Hasta esta fecha siempre me había sujetado a la regla general, obligatoria para todos, según la cual nadie tenía, por ningún motivo, derecho de escribir, ni siquiera para su propio uso, nada que tuviera que ver con la persona de G., ni con sus ideas, ni con los que trabajaban con él, como tampoco guardar cartas, notas, etc., y mucho menos, naturalmente, publicar lo que fuese. Durante los primeros años G. insistió mucho sobre el carácter obligatorio de esta regla, y por este mismo hecho se suponía que toda persona admitida en el trabajo, había dado su palabra de no publicar nada sobre él sin su autorización especial, aun en el caso de que abandonara el trabajo y dejase a G.

Era una de las reglas fundamentales. Todos los que entraban al grupo debían observarla. Pero más tarde, G. aceptó a gente que prestaba poca atención a esta regla, o que rehusaba tomarla en consideración. Eso es lo que explica la publicación ulterior de variadas descripciones que podían hacer creer que el trabajo de G. no había sido siempre el mismo.

Pasé el verano de 1921 en Constantinopla, y en agosto partí hacia Londres. Antes de mi partida, G. me propuso un viaje con él a Alemania, donde una vez más tenía la intención de abrir su Instituto y montar su ballet. Pero me parecía imposible organizar nada de este género en Alemania, y en cuanto a mi ya no creía poder trabajar más con G.

Poco después de mi llegada a Londres, volví a comenzar el ciclo de mis conferencias de Constantinopla y de Ekaterinodar. Me enteré que G. había partido hacia Alemania con su grupo de Tiflis y con aquéllos de mis amigos de Constantinopla que se habían unido a él. Trató de organizar el trabajo en Berlín, y luego de comprar los locales del antiguo Instituto Dalcroze en Hellerau cerca de Dresden. Pero esto no pudo llevarse a cabo. En febrero de 1922, G. vino a Londres. Demás está decir que lo invité inmediatamente a mis conferencias y le presenté a todas las personas que asistían. Esta vez, mi actitud hacia él era mucho más definida. Aún esperaba muchísimo de su trabajo y decidí hacer todo lo que estaba en mi poder para ayudarlo en la organización de su Instituto y en la preparación de su ballet. Pero seguí creyendo que no podía trabajar con él. De nuevo se alzaban todos los obstáculos de Essentuki. Esta vez, surgieron desde antes de su llegada.

G. había hecho mucho para llevar a cabo sus planes. Había preparado cierto núcleo de alumnos, alrededor de veinte, con los cuales era posible comenzar. La música del ballet estaba casi totalmente escrita (con la colaboración de un músico muy conocido). La organización del Instituto había sido estudiada a fondo. Pero para realizarla faltaba dinero. Poco después de su llegada, G. dijo que pensaba abrir su Instituto en Inglaterra. Un gran número de los que habían venido a mis conferencias se interesaron en esta idea y abrieron una suscripción destinada a cubrir los gastos de la empresa. De este modo se pudo remitir a G. cierta suma para permitirle trasladar todo su grupo a Inglaterra. Continué mis conferencias, haciendo alusión a todo lo que G. había dicho durante su permanencia en Inglaterra. Pero por mi parte había decidido que si se abría el Instituto en Londres, me iría ya sea a París o a América. Finalmente se abrió el Instituto en Londres en malas condiciones, y la tentativa fue abandonada. Sin embargo, mis amigos de Londres y mis oyentes habituales reunieron una suma considerable, con cuya ayuda G. pudo adquirir el histórico castillo de Prieuré, con su enorme y descuidado parque, en Avon, cerca de Fontainebleau. Y fue allí donde en el otoño de 1922, abrió su Instituto. Se reunió un grupo bastante abigarrado. Había allí algunas personas que se acordaban de San Petersburgo; algunos alumnos de Tiflis; otros que habían seguido mis conferencias de Constantinopla y de Londres. Estos últimos estaban repartidos en varios grupos. A mi parecer algunos habían mostrado una prisa excesiva, al abandonar tan súbitamente sus ocupaciones en Inglaterra para seguir a G. No podía decirles nada, porque cuando me hablaron de ello ya habían tomado su decisión. Temía que se decepcionaran, porque el trabajo de G. en esa época no me parecía suficientemente organizado para ser estable. Pero al mismo tiempo, no podía estar seguro de la justeza de mis propias opiniones, y no quería intervenir. Si todo iba bien, si mis temores eran vanos, ellos hubiesen tenido razón.

Otros habían tratado de trabajar conmigo, pero por diversos motivos me habían dejado, estimando ahora más fácil para ellos el trabajar con G. Estaban particularmente atraídos por la idea de encontrar lo que llamaban un atajo. Cuando me preguntaron mi parecer sobre este punto, claro está que les aconsejé ir a Fontainebleau. Algunos se instalaron ahí. Otros solo pasaron quince días o un mes con G. Se trataba de asistentes a mis conferencias que no querían decidirse por sí mismos, sino que al enterarse de las decisiones de otros, habían venido a preguntarme si debían «abandonar todo» por el Prieuré, y si ése era el único medio de trabajar. A éstos les respondí que esperaran a que yo fuera allí.

Llegué al Prieuré por primera vez a fines de octubre o a principios de noviembre de 1922. Se realizaba ahí un trabajo muy interesante y muy animado. Se había construido un pabellón para las danzas y los ejercicios, se había organizado la administración y se había logrado el acondicionamiento del castillo. La atmósfera en general era excelente y producía una fuerte impresión. Me acuerdo de una conversación con Katherine Mansfield, que en esa época vivía en el Prieuré. Fue apenas tres semanas antes de su muerte. Yo le había dado la dirección de G. Ella había asistido a dos o tres de mis conferencias, luego había venido a decirme que partía hacia París. Le habían dicho que allí un médico ruso curaba la tuberculosis aplicando rayos X al bazo. Claro está que no pude decirle nada sobre este tema. Me parecía que ya estaba a medio camino hacia la muerte. Y creo que se daba perfecta cuenta de ello. Sin embargo, uno se quedaba impresionado por sus esfuerzos. Quería hacer uso de sus últimos días y encontrar la verdad cuya presencia sentía tan claramente, sin llegar a tocarla. No pensé en ese entonces volverla a ver. Pero cuando me preguntó la dirección de mis amigos de París, y más precisamente de las personas con las cuales podía todavía conversar de las mismas cosas que conmigo, no pude negársela. Y ahora la volvía a encontrar en el Prieuré. Pasamos juntos toda una velada. Hablaba con voz débil, que parecía venir de la nada, pero que no dejaba de tener un cierto encanto.

«He comprendido que esto es verdad y que no hay otra verdad. Usted sabe que desde hace mucho tiempo veo que todos nosotros, sin excepción, somos como náufragos, perdidos en una isla desierta, pero sin darnos cuenta de ello todavía. Pero los que están aquí si lo saben. Los otros, allí en la vida, piensan todavía que un navío llegará mañana para recogerlos, y que todo volverá a ser como en los viejos tiempos. Pero los que están aquí saben que ya nunca volverán los viejos tiempos. Me siento feliz de poder estar aquí».

Poco después de mi regreso a Londres, me enteré de su muerte. G. había sido muy bueno con ella. La había autorizado a quedarse, aunque era claro que no podía vivir, y naturalmente, por eso recibió con intereses, su plena paga de mentiras y calumnias.

Durante el año 1923 viajé a menudo a Fontainebleau. Poco después de su apertura, el Instituto había atraído la atención de los periodistas, y por un mes o dos, la prensa francesa e inglesa se ocupó mucho de él. G. y sus alumnos eran llamados los «filósofos del bosque», fueron entrevistados, sus fotografías publicadas, etc.

En esta época, es decir a partir de 1922, G. parecía preocupado sobre todo por desarrollar ciertos métodos para el estudio del ritmo y de la plástica. No dejó nunca de trabajar en su ballet, introduciendo en él danzas de derviches, de sufís y aires que había oído hacía mucho tiempo en Asia. En gran parte todo esto era nuevo y lleno de interés. Era la primera vez, sin duda alguna, que se presentaban en Europa las danzas y la música de los derviches. Y este espectáculo produjo una impresión muy grande sobre todos los que pudieron asistir.

En el Prieuré se seguían igualmente con mucha intensidad ejercicios mentales para el desarrollo de la memoria, de la atención y de la imaginación, relacionados al estudio de la «imitación de los fenómenos psíquicos». En fin, para cada uno había toda una serie de trabajos obligatorios en la casa, bajo la forma de quehaceres que demandaban esfuerzos muy grandes, por la rapidez exigida en el trabajo y diversas otras condiciones.

Entre las conversaciones de este período he retenido sobre todo la que G. consagró a los métodos de respiración, y aunque haya pasado inadvertido entre todo lo que se hacía entonces, mostraba la posibilidad de ver la cuestión bajo un punto de vista totalmente nuevo.

—«La meta, decía G., es el dominio del organismo y la sujeción de sus funciones conscientes e inconscientes a la voluntad. Los ejercicios que llevan a esto en línea directa comienzan por la respiración. Sin el dominio de la respiración, nada se puede dominar. Sin embargo, esto no es tarea fácil».

«Deben comprender que hay tres clases de respiración. Una es normal. La segunda artificial. La tercera es la respiración ayudada por movimientos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la respiración normal se hace inconscientemente; se efectúa bajo el control del centro motor. En cuanto a la respiración artificial, ¿en qué consiste? Si por ejemplo un hombre se dice que contará diez al aspirar y diez al espirar, o que inspirará por la ventana derecha de la nariz y espirará por la izquierda —su respiración se efectúa bajo control del aparato formatorio. Y es diferente en sí misma porque el centro motor y el aparato formatorio actúan a través de diferentes grupos de músculos. El grupo de músculos a través del cual actúa el centro motor no es accesible, ni está subordinado al aparato formatorio. En el caso de una detención momentánea del centro motor, el aparato formatorio puede influir sin embargo sobre un grupo de músculos, con cuya ayuda puede desencadenar el mecanismo de la respiración. Pero, claro está, su trabajo no igualará al del centro motor, y no puede durar largo rato. Ustedes han leído los manuales de “respiración yogui”, también han leído o tal vez han oído hablar de los métodos especiales de respiración en uso en los monasterios ortodoxos donde se practica la “oración mental”. Siempre es la misma cosa. La respiración que se efectúa a partir del aparato formatorio no es normal, es artificial. La idea es la siguiente: si un hombre, en frecuentes repeticiones, prosigue esta clase de respiración durante un tiempo suficientemente largo bajo el control de su aparato formatorio, el centro motor, que durante este tiempo permanece ocioso, puede cansarse de no hacer nada y comenzar entonces a trabajar “imitando” al aparato formatorio. Y en efecto, así ocurre a veces. Pero para que esto se produzca deben reunirse numerosas condiciones: ayunos y oraciones, vigilias agotadoras y toda clase de tareas extenuantes para el cuerpo. Nada de esto es posible si se trata al cuerpo con consideración. ¿Creen tal vez que no hay ejercicios físicos en los monasterios ortodoxos? Traten entonces de hacer cien prosternaciones según todas las reglas. Quedarán con los riñones más doloridos que después de cualquier gimnasia».

«Todo esto no tiene sino una sola meta: que los músculos convenientes se hagan cargo de la respiración, haciéndola pasar al centro motor. Y como ya lo he dicho, esto es a veces posible. Pero siempre hay el riesgo de que el centro motor pierda el hábito de trabajar correctamente, y puesto que el aparato formatorio necesita detenerse a veces, por ejemplo durante el sueño, y el centro motor no lo desea, la máquina puede entonces encontrarse en una situación lamentable. Hasta se puede morir por una detención de la respiración. El desarreglo de las funciones de la máquina debido a los ejercicios respiratorios, es casi inevitable para aquéllos que tratan de ejercitarse solos, a través de libros, sin estar dirigidos convenientemente. Muchas personas que me habían venido a ver en anteriores ocasiones en Moscú, tenían completamente descompuestas sus máquinas por ejercicios de la así llamada respiración “yogui”, aprendidos en libros. Los libros que recomiendan tales ejercicios son muy peligrosos».

«Los aficionados nunca podrán hacer pasar el control de la respiración del aparato formatorio al centro motor. Para que se pueda efectuar esta transferencia se debe conducir el funcionamiento del organismo al más alto grado de intensidad, pero un hombre nunca puede llegar a esto por sí solo».

«Sin embargo, como acabo de decir, hay una tercera clase de respiración —la respiración por los movimientos. Pero ésta necesita un conocimiento muy grande de la máquina humana, y este método no se puede seguir sino en las escuelas dirigidas por maestros muy sabios. En comparación, todos los otros métodos son cosas de aficionados, en los cuales uno no puede confiar».

«La idea esencial es que ciertos movimientos, ciertas posturas, pueden provocar a voluntad cualquier clase de respiración, conservando siempre en esta respiración un carácter normal, sin nada artificial. Aquí la dificultad está en saber qué movimientos y qué posturas provocarán cierta clase de respiración, y en qué clase de hombres. Este último punto es particularmente importante, porque desde este punto de vista los hombres se dividen en cierto número de tipos, y para llegar a la misma respiración cada tipo tiene sus propios movimientos definidos; por el contrario, los mismos movimientos acarrean diferentes respiraciones según los tipos. Un hombre que sepa qué movimiento provocará en él tal o cual clase de respiración, es ya capaz de controlar su organismo, y puede a su antojo, en cualquier momento, poner en movimiento tal o cual centro, o por el contrario, detener tal o cual función. Claro está que el conocimiento de estos movimientos y la capacidad de controlarlos tienen sus grados, como todas las cosas en este mundo. La ciencia de los hombres difiere no menos que el uso que hace de ella. Mientras tanto, lo que importa es comprender el principio».

«La comprensión de este principio es indispensable, sobre todo para el estudio de la división de los centros. Ya hemos hablado de esto más de una vez. Recuerden: cada centro está dividido en tres partes, según la división inicial de los centros en “intelectual”, “emocional” y “motor”. Sobre la misma base, cada una de estas tres partes está a su vez dividida en tres. Además, cada centro está dividido desde su formación, en dos sectores: positivo y negativo. Y en todas las partes de los centros, hay grupos de “rollos” asociados unos con otros, según las diversas orientaciones. Esto es lo que explica las diferencias entre los hombres —lo que llaman la “individualidad”. Naturalmente no hay rastros de verdadera individualidad en todo esto, sino solamente diferencias de “rollos” y de “asociaciones”».

La conversación se había llevado a cabo en el gran pabellón del jardín que G. había decorado a la manera de un tekkeh derviche.

Habiéndonos explicado el significado de las diversas clases de respiración, G. comenzó a dividir a los alumnos presentes en tres grupos, según su tipo. Eran alrededor de cuarenta. La idea de G. era mostrar cómo los mismos movimientos según el tipo, provocan diferentes «momentos de respiración», por ejemplo, inspiración en unos, espiración en otros; y cómo diferentes movimientos y posturas pueden determinar un solo y mismo período de respiración: inspiración, retención del aliento, y espiración.

Pero esta experiencia se detuvo allí. Y G., por lo que sé, no la repitió jamás.

En esa época, G. me invitó varias veces a que fuera a vivir en el Prieuré. Esto me tentaba. Pero a despecho de todo mi interés, no llegaba a encontrar cuál sería mi lugar en su trabajo, y no comprendía su orientación. Al mismo tiempo, no dejaba de ver, como ya lo había visto en Essentuki en 1918, que había muchos elementos destructores en la organización de la misma obra, y que debía disgregarse.

En diciembre de 1923, G. organizó demostraciones de danzas de derviches, de movimientos rítmicos y de ejercicios variados, en el Teatro de Champs-Elysées.

Poco después, en los primeros días de 1924, G. partió para América con un número importante de sus alumnos, con la intención de organizar allí conferencias y demostraciones.

Estaba yo en el Prieuré el día de su partida. Y esta partida me recordó mucho la de Essentuki en 1918, y todo cuanto se relacionaba con ella.

A mi regreso a Londres, anuncié a quienes venían a mis conferencias que mi trabajo se desenvolvería en el porvenir de una manera por completo independiente, como lo había empezado en Londres en 1921.