Agosto de 1917. Las seis semanas en Essentuki. G. nos expone el plan de todo el trabajo. Imperiosa necesidad de escuelas. «Superesfuerzos». La simultaneidad del trabajo de los centros es la principal dificultad en el trabajo sobre sí. El hombre es esclavo de su cuerpo. Desperdicio de energía que resulta de la tensión muscular inútil. G. nos muestra ejercicios de control muscular y de relajación. El ejercicio del «stop». Las exigencias del «stop». Un «stop» del cual G. fue testigo en Asia Central. La práctica del «stop» en Essentuki y su influencia. El hábito del parloteo. Un experimento de ayuno. ¿Qué es pecado? G. nos muestra ejercicios de atención. Un experimento sobre la respiración. Medimos las dificultades del Camino. Exige un gran saber, esfuerzos y ayuda. ¿No hay camino fuera de los «caminos»? Los caminos como ayuda proporcionada a cada uno según su tipo. Los caminos «subjetivo» y «objetivo». El obyvatel. ¿Qué significa «ser serio»? Solo una cosa es seria. ¿Cómo alcanzar la verdadera libertad? El camino arduo de la esclavitud y de la obediencia. ¿Qué es lo que uno está dispuesto a sacrificar? El cuento armenio del lobo y las ovejas. Astrología y tipos. Una demostración. G. anuncia la liquidación del grupo. Último viaje a San Petersburgo.
Cada vez que evoco esa primera estada en Essentuki, tengo un extraño sentimiento. En total permanecimos allí seis semanas; pero ahora eso me parece totalmente increíble, y cada vez que hablo con uno de los que estuvieron allá, también a él le cuesta creer que aquello duró solo seis semanas. Este período estuvo tan cargado que aún en seis años sería difícil encontrar espacio para todo lo que se relaciona con él.
G. se había instalado en una casita en los alrededores del pueblo, y la mitad de nosotros, incluyéndome a mí, vivíamos con él; los otros llegaban por la mañana temprano y se quedaban allí hasta una hora avanzada. Nos acostábamos muy tarde y nos levantábamos muy temprano. Dormíamos cuatro horas, cinco como máximo. Hacíamos todos los trabajos de la casa, y el resto del tiempo lo llenaban los ejercicios, de los cuales hablaré más tarde. En diversas ocasiones, G., organizó excursiones a Kislovodsk, Zheleznovodsk, Pyatigorsk, Beshtau, etc…
G. vigilaba la cocina y a menudo preparaba él mismo las comidas. Demostró ser un cocinero sin par: conocía centenares de recetas orientales, y cada día nos obsequiaba con nuevos platos tibetanos, persas y otros.
No trataré de describir todo lo que pasó en Essentuki; haría falta un libro entero, G. nos conducía a pasos agigantados, sin perder un solo minuto. Nos daba muchas explicaciones mientras nos paseábamos por el parque municipal, a la hora de la música, o durante nuestros trabajos domésticos.
En el transcurso de nuestra breve estada, G. nos desarrolló el plan de todo el trabajo. Nos enseñó los orígenes de todos los métodos, de todas las ideas, sus vínculos, sus relaciones mutuas y su dirección. Muchas cosas permanecieron oscuras para nosotros y muchas otras no fueron tomadas en su verdadero sentido, sino al revés; en todo caso recibimos directivas generales que consideré nos podrían guiar más adelante.
Todas las ideas que llegamos a conocer en esa época nos pusieron frente a una cantidad de preguntas concernientes a la realización práctica del trabajo sobre sí, y claro está, éstas provocaban entre nosotros numerosas discusiones.
G. siempre tomaba parte en ellas y nos explicaba entonces los diversos aspectos de la organización de las escuelas.
—«Las escuelas son indispensables, dijo un día, antes que nada debido a lo complejo de la estructura humana. Un hombre es incapaz de vigilar la totalidad de sí mismo, es decir de sus diferentes lados —esto solo lo pueden hacer las escuelas, los métodos de escuela y la disciplina de escuela. El hombre es demasiado perezoso. Casi todo lo hará sin la intensidad necesaria, o no hará nada, imaginando que hace algo; trabajará con intensidad en algo que no lo exige y dejará pasar los momentos en que la intensidad es indispensable. En estos momentos, se las arregla, teme hacer cualquier cosa que sea desagradable. Jamás alcanzará por sí mismo la intensidad requerida. Si se han observado bien, estarán de acuerdo con lo que acabo de decir. Cuando un hombre se impone una tarea, cualquiera que sea, de inmediato comienza a ser indulgente consigo mismo. Trata de cumplir su tarea con el menor esfuerzo posible: esto no es trabajar. En el trabajo solo cuentan los superesfuerzos, más allá de lo normal, más allá de lo necesario. Los esfuerzos ordinarios no cuentan».
—¿Qué entiende usted por superesfuerzo?, preguntó alguien.
—«Significa un esfuerzo más allá de lo que es necesario para alcanzar una meta dada».
«Imagínense que yo haya caminado todo el día y que esté muy cansado. Hace mal tiempo, llueve, hace frío. Por la noche, llego a casa. Tal vez he caminado más de 40 kilómetros. En la casa la cena está lista; hay fuego y el ambiente es agradable. Pero, en lugar de sentarme a la mesa, salgo de nuevo bajo la lluvia y decido no volver antes de haber caminado 4 o 5 kilómetros más. Esto es lo que se puede llamar un superesfuerzo. Mientras me daba prisa por llegar a la casa, era simplemente un esfuerzo, esto no cuenta. Regresaba, y el frío, el hambre y la lluvia impulsaban mis pasos. En el segundo caso, camino porque yo mismo he decidido hacerlo. Pero esta clase de superesfuerzo se vuelve todavía más difícil al no ser yo quien decide, al obedecer a un maestro que, cuando menos lo espero, cuando creía haber hecho bastante por un día, exige de mí nuevos esfuerzos».
«Otra forma de superesfuerzo consiste en efectuar cualquier trabajo a una velocidad mayor de lo que su naturaleza lo exige. Digamos que están ocupados en algo, lavando platos o cortando leña. Tienen trabajo para una hora. Háganlo en media hora; eso será un superesfuerzo».
«Pero en la práctica, un hombre nunca puede imponerse a sí mismo superesfuerzos consecutivos o de larga duración; se necesita la voluntad de otra persona que no tenga piedad y que posea un método».
«Si el hombre fuese capaz de trabajar sobre sí mismo, todo sería muy sencillo y las escuelas serían inútiles. Pero no puede hacerlo, y hay que buscar las razones en las profundidades mismas de su naturaleza. Por el momento dejaré de lado la falta de sinceridad hacia sí mismo, las perpetuas mentiras que se fabrica, etc., y hablaré solamente de los centros y de su divergencia. Esto es suficiente para que un trabajo independiente sobre sí se vuelva imposible para el hombre. Deben comprender que los tres centros principales: intelectual, emocional y motor, son interdependientes y que, en un hombre normal, siempre trabajan simultáneamente. Ésta es precisamente la mayor dificultad en el trabajo sobre sí. ¿Qué significa esta simultaneidad? Significa que el trabajo del centro intelectual está ligado a otro trabajo, el de los centros emocional y motor, es decir que cierta clase de pensamiento está ligado inevitablemente a cierta clase de emoción (o estado mental), y a cierta clase de movimiento (o postura), y que una pone en marcha a la otra; dicho de otra manera, que una clase de emoción (o estado mental) desencadena ciertos movimientos o actitudes, y ciertos pensamientos, del mismo modo que cierta clase de movimientos o de posturas ponen en marcha ciertas emociones, o estados mentales, etc. Todas las cosas están conectadas, y una no puede existir sin otra».
«Ahora imaginemos que un hombre decide pensar de una manera nueva. No por eso deja de sentir en la misma forma que antes. Supongamos que sienta antipatía por R. (señaló a uno de nosotros). Ésta antipatía por R. inmediatamente suscita en él viejos pensamientos, y olvida así su decisión de pensar de una manera nueva. O bien, imaginemos que tenga la costumbre de fumar cigarrillos cada vez que quiere pensar. Éste es un hábito motor. Decide pensar de una manera nueva, comienza por fumar un cigarrillo y vuelve a caer en su pensar rutinario, aun sin darse cuenta. El gesto habitual de encender un cigarrillo ya ha llevado sus pensamientos a su antiguo diapasón. Ustedes deben recordar que un hombre nunca puede destruir tales vínculos por sí mismo. Se necesita la voluntad de otro, y los palos también son necesarios. Lo único que puede hacer un hombre que desea trabajar sobre sí mismo, hasta que logre un cierto nivel, es obedecer. Nada puede hacer por sí mismo».
«Más que cualquier otra cosa, necesita ser observado y controlado constantemente. No puede observarse a sí mismo constantemente. También necesita reglas estrictas, cuyo cumplimiento exige ante todo cierta clase de recuerdos de sí, reglas que luego le proporcionan una ayuda en la lucha contra los hábitos. El hombre solo no puede imponérselas. En la vida, todo se arregla demasiado cómodamente como para permitirle trabajar. En una escuela, el hombre ya no está solo, y ni siquiera la elección de sus compañeros depende de él; le es a veces muy difícil vivir y trabajar con ellos —y más aún, en condiciones casi siempre incómodas y desacostumbradas. Todo esto crea una tensión entre él y los otros; tensión, que también es indispensable, porque poco a poco suaviza las “aristas”».
«Por lo tanto, solo en una escuela se puede organizar de manera conveniente el trabajo sobre el centro motor. Como ya lo he dicho, el trabajo incorrecto, aislado o automático del centro motor, priva de sostén a los otros centros; puesto que los otros siguen involuntariamente al centro motor. Por lo tanto, muy a menudo la única posibilidad de hacerlos trabajar de una manera nueva es comenzando por el centro motor, es decir, por el cuerpo. Un cuerpo perezoso, automático, y lleno de hábitos estúpidos, detiene toda clase de trabajo».
—Pero ciertas teorías afirman que uno debe desarrollar el lado moral y espiritual de su naturaleza, dijo uno de nosotros, y que si se obtienen resultados en esta dirección, no habrá obstáculos de parte del cuerpo. ¿Es posible esto o no?
—«Lo es y a la vez no lo es, dijo G. Todo está en el “si”. Si un hombre alcanza la perfección de su naturaleza moral y espiritual sin impedimentos de parte del cuerpo, el cuerpo no se opondrá a realizaciones ulteriores. Desgraciadamente, esto nunca sucede, porque el cuerpo interfiere desde los primeros pasos; interfiere por su automatismo, por su apego a los hábitos, y ante todo por su mal funcionamiento. El desarrollo de la naturaleza moral y espiritual sin oposición de parte del cuerpo es teóricamente posible, pero solo en el caso de un funcionamiento ideal del cuerpo. Y, ¿quién puede decir que su cuerpo funciona idealmente»?
«Además, hay un error en el sentido de las palabras “moral” y “espiritual”. He explicado anteriormente que a menudo el estudio de las máquinas no comienza ni por su “moralidad” ni por su “espiritualidad”, sino por el de su mecanicidad y el de las leyes que rigen esta mecanicidad. El ser de los hombres números 1, 2 y 3 es el ser de máquinas que tienen la posibilidad de dejar de ser máquinas, pero que todavía no han dejado de serlo».
—Pero ¿no es posible que una ola de emoción transporte de inmediato al hombre a otro nivel de ser?, preguntó alguien.
—«No lo sé, dijo G. Nuevamente hablamos lenguajes diferentes. Es indispensable una ola de emoción, pero ella no puede cambiar los hábitos motores; por sí sola no puede hacer trabajar correctamente a centros que toda su vida han funcionado al revés. Cambiar estos hábitos, reparar estos centros, exige un trabajo especial bien definido, y de larga duración. Y ahora usted dice: llevar al hombre a otro nivel de ser. Pero desde este punto de vista, el hombre no existe para mí: solo veo un mecanismo complejo, compuesto de diversas partes igualmente complejas. Una “ola de emoción” se apropia de una de estas partes, pero puede ser que las otras no estén afectadas en lo más mínimo. Para una máquina no hay posibilidad de milagro. Es ya suficientemente milagroso que una máquina sea capaz de cambiar. Pero usted querría que se violasen todas las leyes».
—¿Y qué decir del buen ladrón en la cruz?, preguntó alguien.
¿Hay algo válido en esto, o no?
—«No guarda ninguna relación, respondió G. Es la representación de una idea totalmente diferente. Primeramente, esto tuvo lugar en la cruz, es decir en medio de sufrimientos terribles, los cuales no tienen comparación en la vida ordinaria; segundo, era el momento de la muerte. Esto se relaciona con la idea de las últimas emociones y pensamientos del hombre en el momento de la muerte. En la vida, tales pensamientos son fugaces y pronto dan lugar a los pensamientos habituales. Ninguna ola de emoción puede durar en la vida, ninguna ola de emoción puede entonces provocar el menor cambio de ser».
«Además, hay que comprender que aquí no hablamos de excepciones, ni de accidentes que pueden ocurrir o no, sino de principios generales, de lo que a cada uno le pasa cada día. El hombre ordinario es esclavo de su cuerpo aunque llegue a la conclusión de que el trabajo sobre sí es indispensable. No es solamente esclavo de la actividad visible y reconocida de su cuerpo, sino esclavo de sus actividades invisibles y no reconocidas, y son éstas las que más particularmente lo tienen en su poder. Por consiguiente, cuando el hombre decide luchar para liberarse, debe combatir antes que nada contra su propio cuerpo».
«Les hablaré ahora de cierto defecto del funcionamiento del cuerpo que es indispensable corregir en cualquier caso. Mientras persiste no puede hacerse ninguna clase de trabajo, moral o espiritual, de manera correcta».
«Recordarán que cuando hablamos del trabajo de la “fábrica de tres pisos”, les expliqué que la mayor parte de la energía elaborada por la fábrica se desperdicia totalmente, sobre todo en tensión muscular inútil. Esta tensión muscular inútil absorbe una enorme cantidad de energía. Y en el trabajo sobre sí, primeramente se debe poner atención en esto».
«A propósito del trabajo de la fábrica en general, es indispensable establecer que el aumento de la producción no puede tener ningún sentido, mientras no se haya detenido el desperdicio. Si la producción se acrecienta, sin que se frene o se haga algo para poner fin al desperdicio, la nueva energía producida aumentará únicamente este desperdicio inútil y hasta podrá hacer surgir fenómenos malsanos. Previamente a todo trabajo físico sobre sí mismo, el hombre debe entonces aprender a observar y a sentir su tensión muscular; debe ser capaz de soltar los músculos cuando sea necesario, es decir, antes que nada relajar la tensión inútil de los músculos».
G. nos enseñó una cantidad de ejercicios relacionados con el control de la tensión muscular, así como ciertas posturas adoptadas en las escuelas para la oración y la contemplación, y que un hombre no puede tomar si no sabe cómo reducir la tensión inútil de los músculos. Entre ellas se encontraba la llamada postura de Buda, en que los pies reposan sobre las rodillas, y otra más difícil aún, que él demostraba a la perfección y que no éramos capaces de imitar sino muy aproximadamente.
Para tomar esta última postura, G. se arrodillaba, después se sentaba sobre los talones (sin zapatos), con los pies estrechamente pegados uno a otro —sentarse así sobre los talones ya era muy difícil por más de un minuto o dos—. Después levantaba los brazos y, tendiéndolos al nivel de los hombros, se inclinaba lentamente hacia atrás hasta tocar el suelo y allí se extendía manteniendo sus piernas pegadas debajo de él. Luego de haberse quedado echado en esta posición durante cierto tiempo, se volvía a levantar lentamente con los brazos extendidos, luego se volvía a echar y así sucesivamente.
Nos enseñó el relajamiento gradual de los músculos, comenzando siempre por los músculos de la cara, y nos dio diversos ejercicios para «sentir» a voluntad las manos, los pies, los dedos y así sucesivamente. La idea de la necesidad de un relajamiento muscular no era de ninguna manera una idea nueva, pero la explicación de G., según la cual el relajamiento de los músculos del cuerpo debía comenzar por los de la cara, era para mí totalmente nueva; nunca había visto algo parecido en los manuales de «yoga» ni en ninguna otra obra de fisiología.
Uno de los ejercicios más interesantes era el de la «sensación circular», como lo llamaba G. Un hombre se echa de espaldas. Después de haber soltado todos los músculos, concentrando su atención, trata de tener la sensación de su nariz. Cuando lo logra, lleva la atención a la oreja derecha; una vez que la ha «sentido» lleva la atención al pie derecho, luego del pie derecho al pie izquierdo, luego a la mano izquierda, luego a la oreja izquierda, nuevamente a la nariz y así sucesivamente.
Todo esto me interesaba particularmente, porque ciertos experimentos me habían llevado antes a la conclusión de que los estados físicos que están ligados a nuevas impresiones psíquicas comienzan con la sensación del pulso en todo el cuerpo, lo que nunca sentimos en las condiciones ordinarias. En este caso, el pulso se siente de inmediato como un solo latido en todas las partes del cuerpo. En mis experimentos personales, obtenía esta «sensación» de una pulsación en todo el cuerpo, por ejemplo después de ciertos ejercicios de respiración combinados con varios días de ayuno. Estos experimentos no me llevaban a ningún otro resultado definido, pero guardaba la profunda convicción de que el control sobre el cuerpo comienza por el control sobre el pulso. Al adquirir por poco tiempo la posibilidad de regular, acelerar o disminuir el pulso, era capaz de acelerar o disminuir los latidos del corazón, lo que a su vez, me dio interesantes resultados psicológicos. En general, constaté que el control sobre el corazón no podía provenir de los mismos músculos del corazón, sino que dependía del control del pulso correspondiente a la «gran circulación», y G. me lo había hecho comprender bien al precisar que el control sobre el «corazón izquierdo» depende del control de la tensión de los músculos; pues si no poseemos ese control, es ante todo por la mala e irregular tensión de los diversos grupos de músculos.
Habíamos comenzado a practicar los ejercicios de relajamiento muscular y nos llevaron a resultados muy interesantes. Así, uno de nosotros se encontró capacitado de repente para hacer desaparecer un dolor neurálgico en su brazo. Por otra parte, el relajamiento muscular tenía una inmensa repercusión en el sueño verdadero, y cualquiera que hiciera seriamente estos ejercicios no tardaba en darse cuenta de que dormía mucho mejor, necesitando menos horas de sueño.
G. nos mostró igualmente un ejercicio totalmente nuevo para nosotros, sin el cual, según él, era imposible dominar la naturaleza motriz. Era lo que él llamaba el ejercicio del «stop».
—«Cada raza, dijo él, cada época, cada nación, cada país, cada clase, cada profesión posee un número definido de posturas y de movimientos que le son propios. Los movimientos y las posturas, o actitudes, siendo lo más permanente e inmutable que hay en el hombre, controlan su forma de pensamiento, así como su forma de sentimiento. Pero el hombre ni siquiera hace uso de todas las posturas y de todos los movimientos que le son posibles. Cada uno adopta cierto número de ellos, conforme a su individualidad. De modo que el repertorio de posturas y de movimientos de cada individuo es muy limitado».
«El carácter de los movimientos y actitudes de cada época, de cada raza y de cada clase, está indisolublemente ligado a formas definidas de pensar y de sentir. El hombre es incapaz de cambiar la forma de su pensamiento y de su sentimiento, mientras no haya cambiado su repertorio de posturas y de movimientos. Las formas de pensamiento y de sentimiento se pueden llamar las posturas y los movimientos del pensamiento y del sentimiento, y cada uno tiene un número determinado de ellos. Todas las posturas motrices, intelectuales y emocionales están ligadas entre sí».
«El análisis y el estudio coordinados de nuestros pensamientos y sentimientos por un lado, y de nuestras funciones motrices por el otro, muestran que cada uno de nuestros movimientos, voluntarios o involuntarios, es un pasar inconsciente de una postura a otra, ambas igualmente mecánicas».
«Es una ilusión creer que nuestros movimientos son voluntarios; todos nuestros movimientos son automáticos. Y nuestros pensamientos, nuestros sentimientos también lo son. El automatismo de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos corresponde de manera precisa al automatismo de nuestros movimientos. El uno no se puede cambiar sin el otro. De manera que si la atención del hombre se concentra, digamos, en la transformación de sus pensamientos automáticos, los movimientos y actitudes habituales intervendrán en seguida en el nuevo curso del pensamiento, al imponerle las antiguas asociaciones rutinarias».
«En las circunstancias ordinarias, no podemos imaginar cuánto dependen unas de otras nuestras funciones intelectuales, emocionales y motrices, a pesar de que no ignoramos cuánto pueden depender nuestros humores y nuestros estados emocionales de nuestros movimientos y de nuestras posturas. Si un hombre toma una postura que en él corresponde a un sentimiento de tristeza o de descorazonamiento, puede estar seguro entonces de sentirse rápidamente triste o descorazonado. El cambio deliberado de postura puede provocar en él, miedo, asco, nerviosismo o por el contrario, calma. Pero, como todas las funciones humanas —intelectuales, emocionales y motrices— tienen su propio repertorio bien definido, y reaccionan constantemente las unas sobre las otras, el hombre nunca puede salir del círculo mágico de sus posturas».
«Aun si un hombre reconoce estos vínculos y emprende la lucha para liberarse, su voluntad no es suficiente. Deben comprender que este hombre tiene la voluntad justa para gobernar un solo centro por un breve instante. Pero los otros dos centros se oponen. Y la voluntad del hombre nunca es suficiente para gobernar tres centros a la vez».
«Existe un ejercicio especial para oponerse a este automatismo y para adquirir control sobre las posturas y los movimientos de los diferentes centros. Este ejercicio consiste en lo siguiente: a una palabra o a una señal del maestro, convenida de antemano, todos los alumnos que la oyen o que la ven, en el mismo instante deben suspender sus gestos, cualesquiera que éstos sean —inmovilizarse donde estén en la misma posición en que los ha sorprendido la señal. Más aun, no solamente deben dejar de moverse, sino mantener los ojos fijos sobre el mismo punto que miraban en el momento de la señal, mantener la boca abierta si estaban hablando, conservar la expresión de su fisonomía, y si sonreían, conservar esta sonrisa en la cara. En este estado de “stop”, cada uno debe suspender también el flujo de sus pensamientos y concentrar toda su atención en mantener la tensión de los músculos en las diferentes partes del cuerpo, en el mismo nivel en que se encontraban y controlarla todo el tiempo, llevando su atención, por así decirlo, de una parte del cuerpo a otra. Y debe permanecer en este estado y en esta posición hasta que otra señal convenida le permita volver a tomar una actitud normal, o hasta que se caiga de cansancio por haber llegado al punto de ser incapaz de conservar por más tiempo la primera actitud. Pero no tiene ningún derecho a cambiar nada, ni su mirada, ni sus puntos de apoyo; nada. Si no puede sostenerse, que se caiga— y más aún, tiene que caer como un saco, sin tratar de protegerse del golpe. Asimismo, si tuviera algún objeto en sus manos, debe mantenerlo tanto tiempo como pueda; y si las manos rehúsan obedecerle y el objeto se le cae, esto no se considera como una falta».
«Le corresponde al maestro vigilar que no ocurra ningún accidente debido a caídas o posiciones desacostumbradas, y con respecto a esto, los alumnos deben tener plena confianza en su maestro y no temer ningún peligro».
«Este ejercicio y sus resultados se pueden considerar de diferentes maneras. Tomémoslo primero desde el punto de vista del estudio de los movimientos y de las posturas. Este ejercicio le da al hombre la posibilidad de salir del círculo de su automatismo, y sobre todo al comienzo del trabajo no se puede prescindir de él».
«Solo es posible un estudio no mecánico de sí mismo con la ayuda del “stop”, bajo la dirección de un hombre que lo comprenda».
«Tratemos de ver lo que ocurre. Un hombre se está sentando, o está caminando, o está trabajando. De repente, oye la señal. Inmediatamente, el movimiento que comienza se interrumpe por este “stop”. Su cuerpo se inmoviliza, se fija en pleno pasaje de una postura a otra, en una posición en la cual nunca se detiene en la vida ordinaria. Al sentirse en este estado, en esta postura insólita, el hombre involuntariamente se mira a sí mismo bajo nuevos ángulos, se observa de una manera nueva, es capaz de pensar, de sentir, de conocerse a sí mismo de una manera nueva. De este modo, se rompe el círculo del antiguo automatismo. El cuerpo se esfuerza en vano por retomar una posición cómoda a la cual está acostumbrado; la voluntad del hombre, puesta en acción por la voluntad del maestro, se opone. La lucha prosigue —hasta la muerte. Pero en este caso, la voluntad puede vencer. Si se tiene en cuenta todo lo que se ha dicho anteriormente, este ejercicio es un ejercicio de recuerdo de sí. Para no perder la señal, el alumno debe recordarse a sí mismo, debe recordarse para no tomar desde el primer instante la posición más cómoda, debe recordarse para poder vigilar la tensión de los músculos en las diferentes partes de su cuerpo, la dirección de su mirada, la expresión de su cara, y así sucesivamente; debe recordarse a sí mismo para poder vencer el dolor, a veces muy fuerte, que es el resultado de la posición desacostumbrada de sus piernas, de sus brazos, de su espalda, o bien para no tener miedo de caer, o dejar caer algo pesado sobre sus pies. Basta olvidarse de sí mismo por un instante para que el cuerpo tome solo y casi imperceptiblemente una posición más cómoda, pasando su peso de un pie al otro, relajando ciertos músculos y así sucesivamente. Éste es un ejercicio simultáneo para la voluntad, para la atención, para el pensamiento, para el sentimiento y para el centro motor».
«Pero hay que comprender que para movilizar una fuerza de voluntad suficiente para mantener a un hombre en una postura desacostumbrada, la orden o el mandato desde afuera: stop, es indispensable. El hombre no puede darse a sí mismo la orden de stop. Su voluntad no obedecerá esta orden. Como ya lo he dicho, la razón es que la combinación de sus posturas habituales —intelectuales, emocionales y motrices— es más fuerte que la voluntad del hombre. La orden de “stop”, dirigida sobre las actitudes motrices y viniendo de afuera, ocupa el lugar de las posturas del pensamiento y del sentimiento. Estas posturas y sus efectos son abolidos por así decirlo por la orden de stop —y en este caso—, las actitudes motrices obedecen a la voluntad».
Poco después, G. comenzó a poner en práctica el «stop» —como llamábamos este ejercicio— en las circunstancias más diversas.
Antes que nada, G. nos enseñó cómo «mantenerse inmóvil en el sitio» instantáneamente al mandato del «stop», y cómo tratar de no moverse, de no mirar al lado pase lo que pase, de no responder a quienquiera que le dirija la palabra, aunque fuera para preguntarle algo o aun para acusarlo injustamente de algo.
—«El ejercicio del stop se considera como sagrado en las escuelas, dijo. Fuera del maestro o del encargado, nadie tiene derecho de dar la orden del stop. El stop no puede servir de juego ni de ejercicio entre alumnos. Nunca se conoce la posición en que un hombre se encuentra. Si uno no puede sentir por él, no puede saber cuáles músculos tiene tensos, ni hasta qué punto. Si a veces se tiene que mantener una tensión difícil, esto puede causar la ruptura de un vaso sanguíneo, y en ciertos casos, aun llevar a la muerte instantánea. Por consiguiente, solo el que está totalmente seguro de lo que hace puede permitirse ordenar un stop».
«Al mismo tiempo, el “stop” exige una obediencia incondicional, sin la menor vacilación, ni la menor duda. Y esto lo hace un método invariable para estudiar la disciplina de escuela, la cual es algo totalmente diferente de la disciplina militar, por ejemplo. En esta última, todo es mecánico, y mientras más mecánico, mejor. En la disciplina de escuela, por el contrario, todo debe ser consciente, porque la meta consiste en despertar la conciencia. Y para mucha gente, la disciplina de escuela es mucho más difícil de seguir que la disciplina militar. En ésta, todo es siempre parecido, en la otra, todo es siempre diferente».
«Pero se presentan casos muy difíciles. Les voy a contar uno que viví personalmente. Fue hace muchos años, en Asia Central. Habíamos armado nuestra carpa al borde de un arik, de un canal de irrigación. Tres de nosotros transportábamos los bultos de una orilla del arik a la otra, sobre la cual se hallaba nuestra carpa. En el canal, el agua nos llegaba a la cintura. Uno de mis compañeros y yo acabábamos de trepar la ribera con nuestra carga, y nos preparábamos para vestirnos de nuevo. El tercero todavía estaba en el arik. Había dejado caer algo en el agua —luego supimos que se trataba de un hacha— y estaba tanteando el fondo con un palo largo. En ese momento, oímos una voz que venía de la carpa y que ordenaba: “¡stop!”. Los dos nos quedamos inmóviles sobre la ribera, tal como estábamos. Nuestro camarada se encontraba justo en el campo de nuestra visión. Se hallaba inclinado sobre el agua, y desde que oyó el “stop”, se quedó en esa posición. Pasaron uno o dos minutos, y de repente vimos que subía el agua del canal; sin duda alguien había abierto una compuerta dos kilómetros río arriba. El agua subió muy rápidamente y pronto le llegó a la barbilla. Ignorábamos si el hombre de la carpa sabía que el agua estaba subiendo. No podíamos llamarlo, mucho menos volver la cabeza para ver dónde estaba, ni siquiera mirarnos el uno al otro. Solo podía oír a mi amigo que jadeaba a mi lado. El agua subía muy rápidamente y pronto la cabeza del hombre desapareció por completo. Solo se veía una mano, la que se apoyaba en el palo; era lo único visible. El tiempo que pasó me pareció interminable. Por fin oímos: “¡basta!”. Saltamos y sacamos a nuestro amigo fuera del agua. Estaba casi asfixiado».
Por nuestra parte, no tardamos en convencernos de que el ejercicio de «stop» no era una broma. En primer lugar, exigía que estuviéramos constantemente alerta, constantemente listos para interrumpir lo que hacíamos o decíamos; luego, a veces, exigía una resistencia y una tenacidad de una calidad muy especial.
El «stop» nos sorprendía en cualquier momento del día. Una tarde, a la hora del té, P., que estaba sentado frente a mí acababa de servirse un vaso de té hirviendo, y lo soplaba a fin de llevárselo a los labios. En ese momento se oyó un «stop» de la pieza vecina. La cara de P., y la mano que sostenía el vaso se hallaban justo bajo mi mirada. Lo vi volverse morado y noté que un pequeño músculo de su párpado se estremecía. Pero sostenía bien su vaso, como si estuviera aferrado a él. Luego me explicó que solamente le habían dolido los dedos durante el primer minuto, después de lo cual, lo más difícil había sido mantener su brazo, que se había doblado inoportunamente, habiéndose detenido en su movimiento a mitad del camino. Pero le quedaron unas enormes ampollas en los dedos y sufrió durante mucho tiempo.
En otra oportunidad, un «stop» sorprendió a Z. cuando acababa de aspirar el humo de su cigarrillo. Luego nos confesó que nunca había pasado por algo tan desagradable en su vida. No podía exhalar el humo y se quedó así, con los ojos llenos de lágrimas, el humo saliendo muy lentamente de su boca.
El «stop» tuvo una enorme influencia en nuestra vida y en nuestra comprensión del trabajo. En primer lugar, la actitud hacia el «stop» mostraba con una precisión indudable la actitud de cada uno respecto al trabajo. Los que habían tratado de esquivar el trabajo esquivaban el «stop». Dicho de otra manera, no oían la orden de «stop», o bien decían que no les concernía. O por el contrario, siempre estaban listos para el «stop», no se permitían ningún movimiento descuidado. Procuraban no tener nunca un vaso de té caliente en la mano, se sentaban y se paraban precipitadamente. Hasta cierto punto, era posible trampear con el «stop», pero claro está que esto no podía dejar de notarse. Se podía distinguir así quiénes se protegían, y quiénes habían resuelto no protegerse; quiénes sabían tomar el trabajo seriamente, y quiénes trataban de aplicarle métodos ordinarios, evitar dificultades, «adaptarse». Igualmente, el «stop» mostraba quiénes de los nuestros eran incapaces de someterse a una disciplina de escuela, o aun rehusaban tomarla en serio. Llegó a ser evidente para nosotros que sin el «stop» y los demás ejercicios que lo acompañaban, nunca se podría obtener nada por un camino puramente psicológico.
Pero más tarde, el trabajo nos enseñó precisamente los métodos del camino psicológico.
Para la mayoría de nosotros, la principal dificultad que pronto apareció, era el hábito de hablar. Nadie veía este hábito en sí mismo. Nadie podía combatirlo, porque siempre estaba unido a alguna característica que el hombre consideraba como positiva en él. Si hablaba de sí mismo o de los demás, era porque quería ser «sincero», o deseaba saber lo que otro pensaba, o bien ayudar a alguien, etc., etc…
Rápidamente me di cuenta de que la lucha contra el hábito de charlar o, en general, de hablar más de lo necesario, podía volverse el centro de gravedad del trabajo sobre sí, porque este hábito se relacionaba con todo, penetraba en todo, y para muchos de nosotros era el menos notado. Era verdaderamente curioso observar cómo, en todo lo que el hombre emprende, este hábito (digo hábito a falta de otra palabra; sería más correcto decir: este pecado o esta calamidad) tomaba en seguida posesión de todo.
Durante el mismo período en Essentuki, entre otras cosas G. nos hizo hacer un pequeño experimento de ayuno. Anteriormente yo había hecho experimentos de este género, y me eran en gran parte familiares. Pero para muchos otros, era nueva esta impresión de días interminables, de vacío total, de la futilidad de la existencia.
—«Bien, dijo uno de nosotros, ahora veo muy claramente por qué vivimos y el lugar que tiene el alimento en nuestras vidas».
Pero en cuanto a mí, lo que me interesaba particularmente, era constatar el lugar que tenía en la vida el parlotear. A mis ojos, este primer ayuno se reducía para cada uno a charlar sin parar sobre el ayuno, durante varios días: «dicho de otra manera, cada uno hablaba de sí mismo. A este respecto, recordé viejas conversaciones que había tenido con uno de mis amigos en Moscú sobre el hecho de que el silencio voluntario debía ser la disciplina más severa a la cual un hombre pudiera someterse. Pero en aquella época lo que entendíamos por esto era el silencio absoluto. Una vez más, las explicaciones de G. hicieron resaltar el asombroso carácter práctico que diferenciaba su enseñanza y sus métodos de todo lo que había conocido anteriormente».
—«El silencio completo es más fácil, dijo, cuando traté de compartir con él mis ideas sobre este tema. El silencio completo es simplemente un camino fuera de la vida, bueno para un hombre en un desierto o en un monasterio. Aquí, hablamos del trabajo en la vida. Y se puede guardar silencio de tal manera que nadie se dé cuenta. Todo el problema surge del hecho de que decimos demasiadas cosas. Si nos limitáramos únicamente a las palabras realmente indispensables, esto en sí mismo podría llamarse guardar silencio. Y es así para todo: para el alimento, para los placeres, para el sueño; para cada cosa lo que es necesario tiene un límite. Más allá comienza el “pecado”. Trate de comprender esto bien: “pecado” es todo lo que no es necesario».
—Pero si desde ahora, en este mismo instante, la gente se abstuviera de todo lo que es inútil, ¿qué sería toda su vida?, pregunté. Y ¿cómo distinguirían lo que es necesario de lo que no lo es?
—«De nuevo habla usted a su manera, dijo G. Yo no hablaba en absoluto de la “gente”. Ésta no va a ninguna parte y para ella no hay pecado. Pecado es lo que clava al hombre en el sitio cuando ha decidido ir, y es capaz de ir. Los pecados son para aquéllos que siguen el camino, o que se acercan a él. Y desde entonces pecado es lo que detiene a un hombre, lo que le ayuda a engañarse y a imaginar que está trabajando, cuando simplemente está dormido. El pecado es lo que adormece al hombre cuando ya ha decidido despertar. ¿Y qué es lo que adormece al hombre? Nuevamente, todo lo que es inútil, todo lo que no es indispensable. Lo indispensable siempre está permitido. Pero más allá, inmediatamente comienza la hipnosis. Sin embargo, deben recordar que esto concierne únicamente a los que están o creen estar en el trabajo. Y el trabajo consiste en someterse voluntariamente a un sufrimiento temporal para librarse del sufrimiento eterno. Pero la gente le teme al sufrimiento. Quiere el placer ahora, de inmediato, y para siempre. No quieren comprender que el placer es un atributo del paraíso, y que es preciso ganarlo. Y esto es necesario, no por razón o en nombre de alguna ley moral —arbitraria o interior— sino porque si el hombre obtiene el placer antes de haberlo ganado, no estará en condición de mantenerlo, y el placer se volverá sufrimiento. Lo esencial es que hay que ser capaz de conquistar el placer, y ser capaz de conservarlo. Quien puede hacerlo no tiene que aprender. Pero el camino que conduce allí pasa por el sufrimiento. El que se imagina que, tal como es, puede aprovechar del placer, se engaña mucho, y si es capaz de ser sincero consigo mismo, entonces llegará el momento en que podrá darse cuenta».
Pero volvamos a los ejercicios físicos que ejecutábamos en esa época. G. nos enseñó los diferentes métodos en uso en las escuelas. Entre los ejercicios más interesantes, aunque de una dificultad increíble, estaban los que consistían en realizar una serie de movimientos consecutivos, haciendo pasar la atención de una parte del cuerpo a otra.
Por ejemplo, un hombre está sentado en el suelo, con las rodillas dobladas, manteniendo los brazos entre los pies, con las palmas de las manos juntas; luego debe levantar una pierna y contar: om, om, om, om, om, om, om, om, om, om, diez veces om, luego nueve veces om, ocho veces om, siete veces om, etc. descendiendo hasta uno, y de nuevo dos veces, tres veces om, etc. Durante este tiempo, debe tener la «sensación» de su ojo derecho. Luego, apartar el pulgar y tener la «sensación» de la oreja izquierda y así sucesivamente.
Primeramente uno debía recordar el orden de los movimientos y el de las «sensaciones», luego no equivocarse al contar, acordarse de la cuenta de los movimientos y de las «sensaciones». Esto ya de por sí era muy difícil, pero no era todo. Cuando uno de nosotros había dominado este ejercicio y podía hacerlo, digamos durante diez o quince minutos, se le daba como complemento, un ejercicio especial de respiración, a saber: debía aspirar pronunciando om un cierto número de veces, e igualmente espirar pronunciando om un cierto número de veces; además, la cuenta debía hacerse en voz alta. Luego el ejercicio se volvía más y más complicado, casi hasta lo imposible. Y G., nos contaba que había visto hombres hacer durante días enteros ejercicios de este género.
El breve ayuno de que he hablado se acompañaba también con ejercicios especiales. Desde el comienzo, G. explicó que la dificultad en el ayuno consistía en no dejar sin usar las substancias que se elaboran en el organismo para la digestión de los alimentos.
—«Estas substancias, dijo, son soluciones muy concentradas. Y si no se les presta atención, envenenan el organismo. Deben ser utilizadas hasta agotarlas. Pero ¿cómo agotarlas si el organismo no toma ningún alimento? Solo con un aumento de trabajo, con un exceso de transpiración. La gente comete un temible error cuando se pone a “ahorrar sus fuerzas”, a hacer la menor cantidad posible de movimientos, etc… mientras ayuna. Por el contrario, hay que gastar la mayor cantidad posible de energía. Solo entonces el ayuno puede ser de provecho».
Cuando comenzamos nuestro ayuno, G. no nos dejó en paz ni un solo segundo. Nos hacía correr en pleno calor unos tres o cuatro kilómetros, o quedarnos con los brazos extendidos, o marcar el paso a un ritmo acelerado, o ejecutar toda una serie de curiosos ejercicios de gimnasia que él nos enseñaba.
Durante todo este ayuno, G. insistía sin cesar en que estos ejercicios no eran los verdaderos, sino simplemente preliminares y preparatorios.
Con relación a lo que G. decía referente a la respiración y a la fatiga, hice un experimento que me explicó muchas cosas, particularmente porque es tan difícil llegar a algo en las condiciones ordinarias de la vida.
Había ido a un cuarto donde nadie me podía ver y me puse a marcar el paso a un ritmo acelerado, tratando al mismo tiempo de regular mi respiración mientras contaba: aspiraba durante un cierto número de pasos, y espiraba durante otro número de pasos. Al cabo de cierto tiempo, cuando estaba un poco cansado, me di cuenta, o para ser más exacto sentí muy claramente, que mi respiración se había vuelto artificial e inestable. Sentí que en pocos segundos más sería incapaz de respirar de esa manera continuando marcando el paso, y que mi respiración normal —acelerada por supuesto— volvería a tomar el mando a pesar de la cuenta.
Se me hacía cada vez más difícil continuar respirando y marcando el paso sin dejar de observar la cuenta de las respiraciones y de los pasos. Estaba bañado en sudor, mi cabeza comenzaba a dar vueltas y pensé que me iba a caer. Desesperaba por obtener el más mínimo resultado y estaba a punto de detenerme, cuando de repente me pareció que algo se rompía o se desplazaba dentro de mí; entonces mi respiración regresó tranquila y normalmente al ritmo que yo quería, pero sin ningún esfuerzo de mi parte, y sin dejar de procurarme la cantidad de aire que necesitaba. Era una sensación extraordinaria, y de lo más agradable. Cerré los ojos y continué marcando el paso, respirando cómoda y libremente; me parecía que una fuerza crecía en mí y que yo me volvía más ligero y más vigoroso. Pensé que si pudiera correr de esta manera durante cierto tiempo, obtendría resultados todavía más interesantes, porque habían comenzado a invadir mi cuerpo olas de temblorosa alegría. Y esto —lo sabía por mis experimentos anteriores— precedía siempre lo que yo llamaba la apertura de la conciencia interior.
Pero justo en ese momento alguien entró en el cuarto y me detuve.
Mi corazón latió muy fuertemente durante mucho tiempo, pero esto no me era desagradable. Había marcado el paso y respirado durante más o menos media hora. No aconsejaría este ejercicio a las personas de corazón débil.
En todo caso, este experimento me enseñó con precisión que un ejercicio dado podía ser transferido al centro motor, o dicho de otra manera que era posible hacer trabajar al centro motor de una manera nueva. Al mismo tiempo, me había convencido de que la condición de esta transferencia era una fatiga extrema. Se comienza un ejercicio con la cabeza; y es solo cuando se llega al último estado de fatiga, que el control puede pasar al centro motor. Eso explicaba las palabras de G. sobre los «superesfuerzos», y hacía inteligibles sus últimas recomendaciones.
Pero después, a pesar de los esfuerzos que hice, no llegué a repetir más este experimento, es decir a provocar las mismas sensaciones. Es verdad que el ayuno había terminado y que el éxito de mi experimento se debía en gran parte a éste.
Cuando le conté a G. lo que había experimentado, me dijo que sin un trabajo general, sin un trabajo del organismo entero, tales hechos solo podían suceder por accidente.
Más tarde, les oí, a los que estudiaban con G. las danzas y los movimientos de derviche, describir varias veces experiencias muy parecidas a la mía.
Cuanto más veíamos y más nos dábamos cuenta de la complejidad y de la diversidad de los métodos de trabajo sobre sí, tanto más evidentes nos parecían las dificultades del camino. Comprendíamos que además de un saber vasto y de esfuerzos inmensos, había la necesidad imperiosa de una ayuda que ninguno de nosotros podía ni tenía derecho de esperar. Nos dábamos cuenta de que el solo hecho de tomar en serio el trabajo sobre sí era un fenómeno excepcional que exigía millares de condiciones favorables, interiores y exteriores. El hecho de comenzar el trabajo no daba ninguna garantía para el porvenir. Cada paso demandaba un esfuerzo, cada paso reclamaba una ayuda. La posibilidad de alcanzar cualquier cosa parecía tan ínfima en comparación con las dificultades, que muchos de los nuestros perdían todo deseo de hacer esfuerzos.
Cada uno debe pasar por eso, obligatoriamente, antes de poder comprender cuán inútil es pensar en la posibilidad o imposibilidad de grandes y lejanos logros; el hombre debe aprender a apreciar lo que adquiere hoy, sin pensar en lo que puede adquirir mañana.
Pero sin ninguna duda, la idea de un camino difícil y exclusivo era justa. Y ésta nos llevó más de una vez a plantearle a G. preguntas de este género:
Volvíamos sin cesar a este problema. Anteriormente G. siempre había insistido sobre la imposibilidad de encontrar cualquier cosa fuera de los caminos. Sin embargo, un día empezó a hablarnos de manera bastante diferente:
—«No hay nada, y no puede haber nada que distinga particularmente a los que toman contacto con “los caminos”. En otros términos, nadie los escoge, ellos mismos se escogen, en parte por accidente, en parte porque tienen hambre. El que no está hambriento no puede ser ayudado por accidente. Pero quienquiera que sienta muy fuertemente este hambre puede ser llevado por accidente al punto de partida del camino, a pesar de las circunstancias desfavorables».
—Pero ¿qué decir de aquéllos que han sido matados en esta guerra por ejemplo, o han muerto por enfermedad?, preguntó alguien. ¿No hay entre ellos muchos que han podido tener este hambre? ¿Y de qué les ha servido entonces?
—«Es totalmente diferente, dijo G. Esos hombres han caído bajo una ley general. No hablamos de ellos ni podemos hacerlo. Solo podemos hablar de aquéllos que, gracias a la suerte, al destino, o a su propia habilidad, escapan a la ley general, es decir, de aquéllos que se mantienen fuera de la acción de toda ley general de destrucción. Por ejemplo, las estadísticas nos señalan que cada año en Moscú, cierto número de personas cae bajo los tranvías. Por grande que sea el hambre de un hombre, si se cae bajo un tranvía y si el tranvía lo aplasta, ya no podemos hablar de él desde el punto de vista del trabajo, desde el punto de vista de los “caminos”. No podemos hablar sino de aquéllos que están vivos y solo mientras estén vivos. Los tranvías o la guerra es exactamente la misma cosa. Una simple cuestión de escala. Hablamos aquí de aquéllos que no caen bajo los tranvías».
«Si un hombre tiene hambre, tiene la posibilidad de encontrar el comienzo del camino. Pero fuera del hambre, se necesitan otros “rollos”. De otra manera no verán jamás el camino. Imagínense que un europeo culto, es decir un hombre que no sabe nada sobre la religión, encuentra la posibilidad de un camino religioso. No verá nada ni comprenderá nada. Para él eso será estupidez y superstición. Y sin embargo, puede que esté bien hambriento, aunque su hambre no se exprese sino por una búsqueda intelectual. Lo mismo es para un hombre que nunca ha oído hablar de los métodos de yoga, del desarrollo de la conciencia, etc.: si se encuentra en presencia de un camino yoga, todo lo que oirá estará muerto para él. Y el cuarto camino es aún más difícil. Para que un hombre pueda apreciarlo en su justo valor, tiene que haber pensado y sentido, tiene que haber estado decepcionado anteriormente por muchas cosas. Tiene que haber experimentado previamente los caminos del faquir, del monje, y del yogui, y si no, al menos haber tenido conocimiento de ellos, haber meditado sobre ellos y haberse convencido de que no son buenos para él. No tomen al pie de la letra lo que acabo de decir; este proceso mental puede ser ignorado por el hombre mismo, pero sus resultados deben estar en él y solo ellos pueden ayudarlo a reconocer el cuarto camino. De otro modo puede estar muy cerca y no verlo».
«Pero es ciertamente falso decir que un hombre no tiene ninguna posibilidad si no entra en uno de estos caminos. Los “caminos” no son sino una ayuda; una ayuda dada a cada uno según su tipo».
«Claro está, que los “caminos”, los caminos acelerados, los caminos de evolución personal e individual, al ser distintos de la evolución general, pueden precederla, pueden conducir a ella; pero en ningún caso se confunden con esta evolución».
«Que tenga lugar o no, la evolución general es otro asunto. Nos basta comprender que es posible, y que por consiguiente es posible la evolución para los hombres fuera de los “caminos”. Para mayor precisión, diremos que hay dos “caminos”. El primero lo llamaremos el “camino subjetivo”. Engloba los cuatro caminos de los cuales hemos hablado. El otro, lo llamaremos “camino objetivo”. Es el camino de los hombres en la vida. No deben tomar demasiado literalmente los términos “subjetivo” y “objetivo”. Solo expresan un aspecto. Me sirvo de ellos porque no hay otras palabras».
—¿Sería posible decir: camino «individual» y camino «general»?, preguntó uno de nosotros.
—«No, dijo G. Sería más impropio que “subjetivo” y “objetivo”. El camino subjetivo no es individual en el sentido habitual de la palabra, pues este camino es un “camino de escuela”. Desde este punto de vista, el “camino objetivo” es más individual, porque permite muchas más particularidades individuales. No, es preferible conservar estos términos: “subjetivo” y “objetivo”. No son del todo satisfactorios, pero los emplearemos con reserva».
«Los que siguen el camino objetivo viven simplemente en la vida. Son aquéllos a quienes llamamos buena gente. Para ellos no son necesarios los métodos o los sistemas particulares, se apoyan en las enseñanzas intelectuales y religiosas ordinarias, en la moral ordinaria, y viven según su conciencia. No hacen necesariamente mucho bien, pero tampoco hacen daño. Se trata a veces de personas totalmente simples y sin educación, pero que comprenden muy bien la vida, que tienen una evaluación justa de las cosas y un punto de vista justo. Y, claro está, se perfeccionan y evolucionan. Pero su camino puede ser muy largo y acarrear muchas repeticiones inútiles».
Desde hacía mucho tiempo deseaba que G. me precisara algo sobre la repetición, pero él siempre lo eludía. Esta vez, también hizo lo mismo. En lugar de responder a mi pregunta sobre este tema, continuó:
—«Los que siguen el camino subjetivo, y sobre todo los que acaban de comenzar, a menudo se imaginan que los otros, es decir los que siguen el camino objetivo, no avanzan. Pero esto es un grave error. Un simple obyvatel a veces puede hacer en sí mismo tal trabajo que alcanzará a los otros aunque estos sean monjes o hasta yoguis».
«Obyvatel es una extraña palabra de la lengua rusa. Tiene el sentido corriente de “habitante” a secas. Se le utiliza también desdeñosa o irrisoriamente: ¡Obyvatel!, como si no pudiera haber nada peor. Pero los que hablan así no comprenden que el obyvatel es la médula sana y vigorosa de la vida. Y desde el punto de vista de la posibilidad de una evolución, un buen obyvatel tiene muchas más oportunidades que un “lunático” o que un “vagabundo”. Luego explicaré tal vez lo que entiendo por estas dos palabras. Mientras tanto hablaremos del obyvatel».
«No quiero decir que todos los obyvatels siguen el camino objetivo. De ningún modo. Entre ellos, se pueden encontrar ladrones, bribones y locos. Pero son de otro tipo. Simplemente, quiero decir que el solo hecho de ser un buen obyvatel no es impedimento para el “camino”. Además, existen diferentes tipos. Imagínense, por ejemplo, al obyvatel que vive como todo el mundo, que no sobresale en nada; es tal vez un buen patrón, que gana mucho dinero, tal vez hasta tacaño… Al mismo tiempo, sueña con una vida religiosa, sueña con dejar todo, un día u otro, y entrar en un monasterio. De veras, tales casos se presentan en Oriente, y hasta en la misma Rusia. Un hombre vive su vida de familia y trabaja, luego cuando sus hijos y sus nietos han crecido, lo deja todo y entra en un monasterio. Tal es el obyvatel del cual hablo. Tal vez ni siquiera entra en un monasterio, quizás no lo necesita. Su propia vida como obyvatel le puede servir de camino».
«Aquéllos que piensan en los caminos, de un modo determinado, sobre todo aquéllos que siguen los caminos intelectuales, a menudo miran desde lo alto al obyvatel, y en general desprecian sus virtudes. Pero así no hacen más que demostrar su propia falta de calificación para cualquier camino. Pues ningún camino puede comenzar en un nivel inferior al del obyvatel. A menudo se pierde de vista que muchas personas, incapaces de organizar sus propias vidas, y demasiado débiles para luchar por dominarlas, sueñan con caminos o con lo que ellos consideran caminos, porque se imaginan que eso será más cómodo que la vida, y que eso justifica, por así decirlo, su debilidad y su perpetua falta de adaptación. Desde el punto de vista del camino, el que es capaz de ser un buen obyvatel es ciertamente más útil que un “vagabundo” que se imagina ser superior. Llamó “vagabundos” a todos los miembros de la así llamada “inteligentzia” —artistas, poetas y todos los “bohemios” en general, que desprecian al obyvatel y que, al mismo tiempo, no serían capaces de existir sin él. Desde el punto de vista del trabajo, la capacidad de orientarse en la vida es una de las cualidades más útiles. Un buen obyvatel tiene la talla suficiente para mantener por lo menos a una veintena de personas con su propio trabajo. ¿Qué vale un hombre que no es capaz de hacer otro tanto?».
—¿Qué significa exactamente obyvatel?, preguntó alguien. ¿Se puede decir que un obyvatel es un buen ciudadano?
—¿Debe ser patriota un obyvatel?, preguntó otro. En caso de guerra ¿qué actitud debe adoptar?
—«Puede haber diferentes clases de guerras y diferentes clases de patriotas, dijo G. Ustedes siguen creyendo en las palabras. Un obyvatel, si es que es un buen obyvatel, no cree en las palabras. Se da cuenta cuántas quimeras se esconden detrás de ellas. Para él, los que ostentan a gritos su patriotismo son psicópatas y los trata como a tales».
—Y, ¿cómo considera un obyvatel a los pacifistas o a los que rehúsan ir a la guerra?
—«¡Exactamente como a lunáticos! Son quizás aun peores».
En otra ocasión, con referencia a la misma pregunta G. dijo:
—«Muchas cosas permanecen incomprensibles porque ustedes no toman en cuenta el significado de algunas de las palabras más simples; por ejemplo, nunca han pensado en lo que quiere decir: ser serio. Traten ustedes mismos de responder a esta pregunta. ¿Qué significa: ser serio»?
—Tener una actitud seria hacia las cosas, dijo alguien.
—«Eso, justamente, es lo que todo el mundo piensa, dijo G.; en realidad, es exactamente a la inversa. Tener una actitud seria hacia las cosas no significa de ninguna manera ser serio, ya que toda la cuestión estriba en saber hacia qué cosas. Un gran número de personas tiene una actitud seria hacia cosas insignificantes. ¿Se puede decir que son personas serias? ¡Por supuesto que no!».
«El error proviene de que el concepto “serio” es tomado en un sentido muy relativo. Lo que es serio para uno no lo es para otro, y viceversa. En realidad, lo serio es uno de esos conceptos que nunca se pueden tomar relativamente, bajo ninguna circunstancia. Hay una sola cosa que es seria para todo el mundo, todo el tiempo. El hombre puede más o menos darse cuenta de ello, pero eso no alterará en lo más mínimo la seriedad de las cosas».
«Si el hombre pudiera comprender todo el horror de la vida de las personas ordinarias que giran en un círculo de intereses y de metas insignificantes, si pudiera comprender lo que pierden, comprendería que no puede haber sino una sola cosa seria para él: escapar a la ley general, ser libre. ¿Qué puede ser serio para un hombre en prisión, condenado a muerte? Una sola cosa: cómo salvarse, cómo escapar. Nada más es serio».
«Cuando digo que un obyvatel es más serio que un “vagabundo” o que un “lunático”, quiero decir que un obyvatel, acostumbrado a manejar valores reales, evalúa las posibilidades de los “caminos”, las posibilidades de “liberación” y de “salvación”, mejor y más rápido que un hombre que toda su vida está preso en el círculo habitual de valores imaginarios, intereses imaginarios y posibilidades imaginarias».
«Para el obyvatel, no son serios los que viven de ilusiones y sobre todo de la ilusión de que son capaces de hacer algo. El obyvatel sabe que éstos no hacen más que engañar a la gente que los rodean, prometiéndoles Dios sabe qué, mientras que en realidad están simplemente arreglando sus pequeños asuntos; o lo que es aún mucho peor, son lunáticos, gente que cree todo lo que se les dice».
—¿A qué categoría pertenecen los políticos que hablan desdeñosamente del obyvatel, de las opiniones del obyvatel, y de los intereses del obyvatel?, preguntó alguien.
—«Son los peores obyvatels, dijo G., es decir los obyvatels que no tienen en ellos nada positivo, nada que los redima —son charlatanes, lunáticos o bribones».
—Pero ¿no puede haber hombres honestos y decentes entre los políticos?, preguntó otro.
—«Ciertamente que puede haberlos, dijo G., pero en ese caso, no son hombres prácticos, son soñadores, y otros los utilizarán como cortinas para esconder sus propios asuntos sospechosos».
«El obyvatel, aun cuando no lo sepa de una manera filosófica, es decir aun cuando no sea capaz de formularlo, sabe sin embargo que las cosas “suceden” solas, lo sabe por su propia perspicacia; por consiguiente, se ríe por dentro de aquéllos que creen o que quisieran hacerle creer que ellos mismos significan algo, que algo depende de su decisión y que pueden cambiar, o en general hacer algo. Para él eso no se llama ser serio, y la comprensión de lo que no es serio puede ayudarlo a apreciar lo que es serio».
A menudo volvíamos al tema de las dificultades del camino. Nuestra propia experiencia de la vida en común y de un trabajo constante nos ponía sin cesar en nuevas dificultades interiores.
—«Toda la cuestión estriba en esto: estar dispuesto a sacrificar su propia libertad, decía G. El hombre, consciente o inconscientemente, lucha por la libertad tal como la imagina, y es esto, sobre todo, lo que le impide alcanzar la verdadera libertad. Pero el que es capaz de alcanzar algo, tarde o temprano llega a la conclusión de que su libertad es una ilusión, y consiente en sacrificar esta ilusión. Voluntariamente, se vuelve esclavo. Hace lo que le dicen que haga, repite lo que le dicen que repita, y piensa lo que le dicen que piense. Nada teme perder, porque sabe que no posee nada. Y de esta manera adquiere todo. Lo que le era real, en su comprensión, en sus simpatías, sus gustos y sus deseos, todo le vuelve, con nuevas propiedades que él no tenía y que no podía tener antes, asociadas con un sentimiento interior de unidad y de voluntad. Pero para llegar a esto, el hombre debe pasar por el duro camino de la esclavitud y de la obediencia. Y si desea resultados, tiene que obedecer no solo exterior, sino interiormente. Esto exige una fuerte determinación y esta determinación requiere a su vez una gran comprensión del hecho de que no hay otro camino, que un hombre no puede hacer nada por sí mismo, y que por lo tanto algo se tiene que hacer».
«Cuando un hombre llega a la conclusión de que no puede ni quiere vivir más tiempo como ha vivido hasta entonces, cuando realmente ve en qué consiste su vida y decide trabajar, debe ser sincero consigo mismo para no caer en una situación aún peor. Porque no hay nada peor que comenzar el trabajo sobre sí, luego abandonarlo y encontrarse entre dos sillas: más vale ni siquiera comenzar».
«Y para no comenzar en vano, ni correr el riesgo de engañarse por propia cuenta, un hombre tendrá que poner su decisión a prueba más de una vez. Ante todo, debe saber hasta dónde quiere ir y lo que está dispuesto a sacrificar. Nada es más fácil, ni más vano, que responder: todo. El hombre nunca puede sacrificar todo y esto no se le puede pedir jamás. Pero debe definir exactamente lo que está listo a sacrificar y no regatear más sobre este asunto en lo sucesivo. Si no, le pasará como al lobo del cuento armenio».
«¿Conocen ustedes el cuento armenio del lobo y las ovejas?».
«Había una vez un lobo que hacía grandes matanzas de ovejas, sembrando la desolación en los pueblos».
«A la larga, no sé bien por qué, fue preso súbitamente de remordimientos y se arrepintió; es así que decidió reformarse y no degollar más ovejas».
«A fin de mantener seriamente su promesa, fue a buscar al cura y le pidió que le celebrara una misa de acción de gracias».
«El cura comenzó la ceremonia; el lobo asistía, sollozando y rezando. La misa duró largo rato. El lobo había exterminado muchas ovejas del cura y por lo tanto éste rezaba con ardor a fin de que el lobo se enmendara de verdad. De pronto el lobo, al echar un vistazo por la ventana, vio a las ovejas que volvían al redil. Ya no podía quedarse quieto; pero el cura se eternizaba en sus oraciones».
«Por último, el lobo no pudo contenerse más y gritó»:
«¡Terminemos, cura!, o todas las ovejas habrán entrado y ya no tendré nada que comer».
«Es un cuento muy sabroso, porque describe admirablemente al hombre: el hombre está dispuesto a sacrificar todo, pero en cuanto a su comida de hoy, eso es ya otra historia»…
«El hombre siempre quiere comenzar por algo grande. Pero es imposible; no tenemos alternativas, tenemos que comenzar por las cosas de hoy día».
Anotaré otra conversación como muy característica de los métodos de G. Estábamos paseando por el parque. Éramos cinco además de él. Uno de nosotros le preguntó cuáles eran sus puntos de vista en materia de astrología, si había algo de valor en las teorías más o menos conocidas de esta ciencia.
—«Sí, dijo G., todo depende de la manera en que se la comprenda. Puede tener valor, o por el contrario no tener ninguno. La astrología solo se refiere a una parte del hombre, su tipo, su esencia —no se refiere a la personalidad, a sus cualidades adquiridas. Si comprenden esto, comprenderán lo que puede haber de valor en la astrología».
Ya habíamos, tenido en nuestros grupos conversaciones sobre el tema de los tipos, y nos parecía que la ciencia de los tipos era una de las partes más difíciles del estudio del hombre, debido a que G. no nos había dado sino unos pocos elementos, exigiendo de nosotros observaciones personales acerca de nosotros mismos y de los demás.
Continuamos paseándonos, mientras G. trataba de explicarnos lo que en el hombre podía depender de las influencias planetarias y lo que se les escapaba.
Cuando salimos del parque, G. se calló y se adelantó. Lo seguimos, mientras hablábamos entre nosotros. Al pasar detrás de un árbol G. dejó caer su bastón —era un bastón de ébano con pomo de plata caucasiano— y uno de nosotros se agachó, lo recogió y se lo dio. G. caminó unos pasos más, luego, volviéndose hacia nosotros, dijo:
—«Eso fue astrología, ¿comprenden? Todos me han visto dejar caer mi bastón. ¿Por qué solo uno de ustedes lo recogió? Que cada uno responda por sí mismo».
Uno dijo que no había visto caer el bastón porque estaba mirando hacia otro lado. El segundo, que se había dado cuenta de que G. no había dejado caer su bastón accidentalmente, como cuando un bastón se engancha con algo, sino que lo había soltado a propósito. Eso había excitado su curiosidad y había esperado para ver qué pasaba. El tercero dijo que había visto caer el bastón, pero que estaba demasiado absorbido en sus pensamientos sobre astrología para prestar suficiente atención, tratando sobre todo de acordarse de lo que G. había dicho una vez sobre este tema. El cuarto también había visto caer el bastón y pensó en recogerlo pero, justo en ese momento, el otro lo había recogido y se lo había dado a G. El quinto dijo que al ver caer el bastón se había visto inmediatamente recogiéndolo y entregándolo a G., G. sonrió al escucharnos.
—«Esto es astrología, dijo. En la misma situación, un hombre ve y hace una cosa, otro otra cosa, un tercero una tercera, y así sucesivamente. Y cada uno actúa según su tipo. Observen a los otros, obsérvense a sí mismos de esta manera, y tal vez hablaremos después de una astrología diferente».
El tiempo pasó muy rápidamente. El breve verano de Essentuki terminaba. Comenzamos a pensar en el invierno y a hacer toda clase de planes.
Y de repente todo cambió. Por una razón que me pareció accidental y que era el resultado de roces entre algunos de nuestros camaradas, G. anunció la disolución del grupo entero y la detención de todo trabajo. De primera intención, simplemente rehusamos creerle, pensando que nos sometía a alguna prueba. Y cuando dijo que se iba solo con Z. a la costa del mar Negro, todos —con excepción de un pequeño número de los nuestros que debía regresar a Moscú o a San Petersburgo— anunciaron que lo seguirían dondequiera que fuese. G. consintió, pero dijo que de ahora en adelante cada uno debía ocuparse de sí mismo y que no habría ningún trabajo, cualquiera que fuese el deseo que tuviésemos.
Todo esto me sorprendió mucho. Me parecía que no hubiera podido escoger peor momento para una «comedia» y si lo que G. decía era en serio, entonces, ¿por qué había sido emprendida esta obra? Durante este período, nada nuevo había aparecido en nosotros. Y si G. había comenzado a hacernos trabajar tal como éramos, ¿por qué entonces dejaba ahora de hacerlo?
Para mí eso no cambiaba nada materialmente. Había decidido pasar de todas maneras el invierno en el Cáucaso. Pero trastornaba los proyectos de algunos miembros de nuestro grupo que se encontraban en la incertidumbre; para ellos, la dificultad se tornaba insuperable. Y debo confesar que desde entonces mi confianza en G. comenzó a debilitarse. ¿De qué se trataba? ¿Y qué fue lo que me chocó particularmente? Aún ahora tengo dificultad para definirlo, pero el hecho es que a partir de ese momento empecé poco a poco a separar a G. mismo de sus ideas. Hasta entonces nunca los había separado.
Al fin de agosto, seguí a G. primero a Tuapsé y de allí fui a San Petersburgo con la intención de llevarme algunos objetos. Por desgracia, había tenido que dejar todos mis libros, pensando entonces que hubiera sido arriesgado llevarlos conmigo al Cáucaso. Pero en San Petersburgo, por supuesto todo se perdió.