Trabajo interior intenso. Preparación para «hechos». Breve estada en Finlandia. Comienza el «milagro». «Conversaciones mentales» con G. «Usted no duerme». Veo a los «dormidos». El estudio de los fenómenos de orden sobrenatural es imposible por medios ordinarios. De aquí en adelante, yo sé lo que es «eficaz». El «rasgo principal». G. define el «rasgo principal» de algunos de nosotros. Reorganización del grupo. Los que abandonan el trabajo. Sentado entre dos sillas. Es difícil regresar. El apartamiento de G. Reacciones al silencio. «Ver las mentiras». Una demostración. ¿Cómo despertar? ¿Cómo crear el estado emocional necesario? Tres métodos. La necesidad del sacrificio. «Sacrificar su sufrimiento». Ampliación de la Tabla de Hidrógenos. Un «diagrama moviente». Un nuevo descubrimiento. «Tenemos muy poco tiempo».
El mes de agosto de 1916 dejó en todos los miembros de nuestros grupos el recuerdo de una intensidad muy grande en nuestro trabajo interior. Todos sentimos que teníamos que darnos prisa, que realmente hacíamos demasiado poco con respecto a la tarea inmensa que nos habíamos fijado. Comprendimos que nuestra oportunidad de aprender más de ella, podía desaparecer tan súbitamente como había aparecido, y nos esforzamos en aumentar la presión del trabajo en nosotros mismos, y en hacer todo lo que nos era posible, mientras nos favoreciesen las condiciones.
Apoyándome en cierta experiencia en esta dirección, que había tenido antes, comencé a ejercitarme muy seriamente. Llevé a cabo una serie de ayunos de corta duración pero muy intensos. Los llamo «intensos» porque de ninguna manera ayunaba por razones de salud; por el contrario, trataba de dar a mi organismo los choques más fuertes posibles. Además, me puse a «respirar» según un sistema preciso que, aplicado al mismo tiempo que el ayuno, me había dado antes interesantes resultados psicológicos; también me ejercitaba en la «repetición» según los métodos de la «oración mental», que antes me había ayudado mucho a concentrarme y a observarme. En fin, me entregué a una serie de ejercicios mentales, bastante difíciles, para disciplinar mi atención. No voy a describir estos ejercicios; no los emprendí, después de todo, sino para tantear el terreno, sin saber exactamente adonde me podrían conducir.
Más en conjunto, todos estos esfuerzos, así como nuestras conversaciones y nuestras reuniones, me mantenían en un estado de tensión desacostumbrada, y de esta manera me prepararon, en gran parte, para la serie de experiencias extraordinarias por las cuales iba a pasar. En efecto, G. cumplió su palabra: vi «hechos», y comprendí simultáneamente lo que él tenía en mente cuando dijo que antes de los hechos[13] eran necesarios muchos otros elementos.
Los otros elementos eran una mejor preparación, una comprensión más profunda de ciertas ideas, y la necesidad de encontrarse en cierto estado. La necesidad de este estado, que es emocional, es seguramente la menos reconocida, quiero decir que no comprendemos que tal estado es indispensable, y que sin él los «hechos» son imposibles.
Llego ahora al problema más difícil: la absoluta imposibilidad de describir los «hechos» mismos.
¿Por qué?
A menudo me he planteado esta pregunta. Y solo puedo contestar que tales hechos son de naturaleza tan personal que en ningún caso se pueden comunicar a los demás. Ahora he comprendido que esto no era así solamente en mi caso: siempre es así.
Recuerdo que siempre me habían indignado afirmaciones de esta clase cuando las había leído en las memorias o los relatos de personas que habían pasado por extraordinarias experiencias y luego rehusaban describirlas. Habían buscado lo milagroso y bajo una forma u otra, creían haberlo encontrado. Entonces invariablemente decían: «Lo he encontrado… pero no puedo describir lo que he encontrado». Esto siempre me había parecido artificial y falso.
Y he aquí que me encontraba exactamente en la misma situación. Había encontrado lo que buscaba. Había visto y observado hechos que transcendían completamente la esfera de lo que consideramos posible, o admisible, y no podía decir nada de ello.
Lo esencial en estas experiencias era su contenido interior y el nuevo conocimiento que comunicaban. Pero no se podía describir su aspecto exterior mismo sino muy aproximadamente. Como ya he dicho, después de todos mis ayunos y mis otros experimentos, me encontraba en cierto estado de excitación y de nerviosidad bastante vivo, y físicamente menos firme que de costumbre. En este estado llegué a la casa de campo que tenía en Finlandia uno de nuestros amigos, E. N. M., en cuya casa de San Petersburgo solíamos reunirnos. G. estaba presente con ocho de los miembros de nuestros grupos. Esa noche, llegamos a hablar de las tentativas que habíamos hecho para contar la historia de nuestras vidas. G. se manifestó muy duro, sarcástico; nos atacaba uno tras otro, como si quisiera provocarnos, y subrayaba con insistencia nuestra cobardía y la pereza de nuestro pensamiento.
Me fue particularmente penoso cuando se puso a repetir, ante todo el mundo, algo que yo pensaba sobre el doctor S. dicho a él en forma confidencial. Lo que dijo me resultó muy desagradable, sobre todo porque yo, por mi parte, siempre había condenado tales chismes en los demás.
Creo que eran alrededor de las diez cuando nos llamó, a Z., al doctor S. y a mí, a un pequeño cuarto apartado. Nos sentamos «al estilo turco» en el suelo, y G. empezó a explicarnos y a mostrarnos cierto número de posturas y de movimientos. No podía dejar de notar la seguridad y la precisión asombrosas con que realizaba estos movimientos. Por otra parte, no presentaba nada excepcional: un buen gimnasta podría haberlos hecho con facilidad, y yo, que nunca he pretendido pasar por atleta, podía imitarlos exteriormente. No obstante, G. nos explicaba que ningún gimnasta ejecutaría esos movimientos como él, pues él tenía una manera especial de hacerlos con los músculos relajados.
Después de esto, G. volvió una vez más a las razones de nuestra incapacidad para contar la historia de nuestra vida.
Y fue entonces cuando comenzó el milagro.
Puedo decir con absoluta certeza que G. no se valió de ningún procedimiento exterior, es decir que no me dio ningún narcótico y no me hipnotizó por ninguno de los métodos conocidos.
Todo se desencadenó desde el momento en que comencé a oír sus pensamientos. Estábamos sentados en ese cuartito, con piso sin alfombra como los hay en ciertas casas de campo. Yo estaba sentado frente a G. con el doctor S. y Z. a mis costados.
G. hablaba de nuestros «rasgos» y de nuestra incapacidad de ver o de decir la verdad. Lo que decía me inquietaba mucho. Y de repente, noté que entre las palabras que pronunciaba para nosotros tres, había ciertos «pensamientos» dirigidos a mí. Capté uno de estos pensamientos y respondí en voz alta. G. me hizo una señal con la cabeza y se calló. Hubo un rato bastante largo de silencio. G. continuaba callado. En el silencio, súbitamente oí su voz dentro de mí, como si estuviera dentro de mi pecho, cerca del corazón. Me hacía una pregunta precisa. Mis ojos se posaron sobre él; se mantenía inmóvil y sonreía. Su pregunta me había conmovido fuertemente. Sin embargo, le contesté con una afirmación.
—«¿Por qué dice él eso?, preguntó G., mirando alternativamente a Z. y al doctor S. ¿Le he preguntado algo?».
En seguida me planteó otra pregunta, aún más apremiante, en la misma forma. Y le respondí por segunda vez en voz alta. Z. y S. estaban visiblemente asombrados —especialmente Z. Esta conversación, si se puede llamar conversación, continuó de esta manera por lo menos durante una media hora—. G. me planteaba preguntas silenciosas y yo le contestaba en voz alta. Estaba muy agitado por lo que me decía, por las preguntas que me planteaba, y que no puedo transmitir aquí. Se trataba de ciertas condiciones que yo debería aceptar —o de lo contrario, tendría que abandonar el trabajo—. G. me dio un mes de plazo. Rehusé ese plazo y le dije que estaba listo para hacer de inmediato todo lo que me pidiese, por difícil que fuera. Mas él insistió en el plazo de un mes.
Al fin, se levantó y salimos a la terraza. Al otro lado de la casa había otra terraza, más grande, donde se encontraban reunidos nuestros amigos.
Lo que sucedió luego llegó a ser lo más importante; sin embargo, no podré hablar de ello sino muy poco. G. conversaba con Z. y S. De repente, dijo algo de mí que no pude soportar; salté de la silla y fui al jardín. Luego, entré en el bosque. Caminé durante largo tiempo en la oscuridad, completamente dominado por pensamientos y sentimientos extraordinarios. A veces, me parecía haber hallado algo; en otros momentos lo había perdido de nuevo.
Así fue durante una o dos horas. Finalmente, cuando mis contradicciones y mis torbellinos interiores llegaron al colmo, me cruzó por la mente un pensamiento como un relámpago, aportándome una comprensión justa de todo lo que G. me había dicho y de mi propia posición. Vi que G. tenía razón: todo lo que yo consideraba en mí como sólido y digno de confianza, en realidad no existía. Pero había hallado algo diferente. Sabía que G. no me creería, y que se reiría en mi cara si se lo dijese. Sin embargo, para mí esto era indudable, y lo que sucedió después me mostró que no me había equivocado.
Me había detenido para fumar en un lugar despejado, donde me quedé sentado largo tiempo. Cuando regresé a la casa, la noche ya estaba muy avanzada; no había nadie en la pequeña terraza. Pensando que todo el mundo se había acostado, entré en mi cuarto y me acosté también. De hecho, G. y los otros estaban cenando en la terraza grande. Poco después de acostarme, nuevamente se apoderó de mí una excitación extraña, el pulso empezó a latir con fuerza, y otra vez oí la voz de G. en mi pecho. Pero esta vez no me contenté con oírlo, le respondí mentalmente, y G. me oyó, y me contestó. Había en esto algo muy extraño. Traté de encontrar lo que pudiera confirmarme la realidad de esta conversación, pero fue en vano. Después de todo, quizá era «imaginación» o un soñar despierto. También traté de preguntarle a G. algo concreto que no dejase ninguna duda sobre la realidad de nuestra conversación, o del hecho de que él estuviese participando, mas no pude inventar nada que tuviera suficiente peso, a ciertas preguntas que yo le hacía y a las cuales él respondía, yo mismo hubiera podido contestarlas igualmente bien. Aun tenía la impresión de que él evitaba las respuestas concretas que podrían servir más tarde de «pruebas», y que, a una o dos de mis preguntas, intencionalmente no daba sino respuestas vagas. Pero para mí el sentimiento de que ésta era una conversación era muy fuerte y completamente nueva e incomparable.
Después de un largo silencio, G. me hizo una pregunta que me puso inmediatamente en estado de alerta; después de lo cual, se detuvo como si esperase una contestación.
Lo que me había dicho había detenido de golpe todos mis pensamientos y todos mis sentimientos. No tenía miedo, al menos no se trataba de un miedo consciente, como cuando uno sabe que está asustado; pero temblaban todos mis miembros, y estaba literalmente paralizado, a tal punto que no podía articular ni una sola palabra, aunque hice terribles esfuerzos por dar una respuesta afirmativa.
Sentí que G. esperaba, y que no esperaría mucho tiempo.
—«Bueno, usted está fatigado ahora, me dijo al fin. Quedémonos en esto hasta la próxima vez».
Comencé a decir algo, creo que le pedí que esperara todavía, que me diera un poco más de tiempo para acostumbrarme a este pensamiento.
—«En otra ocasión, dijo su voz; duerma».
Y la voz se calló. No pude dormirme por largo tiempo. Por la mañana, cuando salí a la pequeña terraza donde nos habíamos reunido la noche anterior, G. estaba sentado en el jardín, a unos veinte metros de allí, cerca de una mesita redonda; tres de nuestros amigos estaban con él.
Cuando me acerqué a ellos, G. dijo:
—«Pregúntenle lo que sucedió anoche».
Por alguna razón, esto me irritó. Di media vuelta y me dirigí hacia la terraza. En el momento de alcanzarla, oí de nuevo la voz de G. en mi pecho: ¡Alto!
Me detuve y me volví hacia él. Se sonreía.
—«¿Para dónde va? Venga a sentarse acá, dijo en su voz ordinaria».
Me senté a su lado, pero no podía hablar, y no tenía el menor deseo de hacerlo. Al mismo tiempo, sentía una lucidez mental extraordinaria, y decidí tratar de concentrarme sobre ciertos problemas que me parecían especialmente difíciles. Me vino la idea de que en este estado no habitual, podía tal vez hallar respuestas a los problemas que no sabía resolver por los métodos usuales.
Me puse a pensar en la primera tríada del «rayo de creación», en las tres fuerzas que constituyen una sola fuerza. ¿Cuál era su sentido? ¿Era definible? ¿Podíamos comprender este sentido? Una respuesta comenzaba a esbozarse en mi cabeza, pero en el mismo instante en que traté de expresarla en palabras, todo desapareció.
Voluntad, conciencia… pero ¿cuál era el tercer término?, me preguntaba. Me parecía que si lo pudiera nombrar, comprendería inmediatamente todo el resto.
—«Deje eso», dijo G. en voz alta.
Volví los ojos hacia él. Me miraba.
—«Eso todavía está muy lejos, dijo. Usted no puede hallar la respuesta ahora. Piense más bien en usted mismo, en su trabajo».
Los que estaban sentados a nuestro lado nos miraban perplejos. G. había respondido a mis pensamientos.
Después de esto comenzó una experiencia muy extraña que se prolongó durante los tres días que estuvimos en Finlandia. Durante estos días —en los cuales tuvimos numerosas conversaciones sobre temas variados— estuve constantemente en un estado emocional desacostumbrado, que algunas veces me parecía abrumador.
—¿Cómo liberarme de este estado?, le pregunté a G. Ya no puedo soportarlo.
—«¿Prefiere dormir?», dijo.
—Por cierto que no.
—«Entonces ¿qué es lo que me pide? Tiene lo que quería».
«Utilícelo. ¡Ahora ya no duerme!».
No creo que esto fuera absolutamente cierto. Sin duda alguna, en ciertos momentos «dormía».
Muchas palabras que pronunció entonces han debido sorprender a los que eran mis compañeros en esta extraña aventura. Yo mismo estaba sorprendido por mil cosas que notaba en mí. Ciertas de ellas se parecían al sueño, otras no tenían ninguna relación con la realidad. Seguramente inventé muchas de ellas. Más tarde, experimenté una verdadera sorpresa al recordar todo lo que yo había dicho.
Finalmente regresamos a San Petersburgo. G. tenía que partir para Moscú y fuimos directamente de la estación de Finlandia a la estación Nicolaevsky.
Muchos de nosotros habíamos venido al andén para despedirnos de él. Él partió.
Pero yo estaba lejos de haber terminado con lo «milagroso».
Esa noche hubo otra vez fenómenos nuevos y no menos insólitos: «conversé» con G. al mismo tiempo que lo veía en el compartimiento del tren que lo llevaba a Moscú.
Repetidas veces durante el período extraordinario que siguió, y que duró unas tres semanas, vi a «los dormidos».
Pero sobre esto tengo que dar algunas explicaciones.
Dos o tres días después de la partida de G., yo caminaba por la calle Troitsky; de repente vi que el hombre que venía hacia mí estaba dormido. No podía haber la menor duda. Aunque sus ojos estaban abiertos, andaba manifiestamente sumergido en sus sueños, que le corrían por la cara como nubes. Me sorprendí pensando que si pudiera mirarlo durante bastante tiempo, vería sus sueños, es decir, comprendería lo que él veía en sus sueños. Mas el hombre pasó. Después vino otro, igualmente dormido. Un cochero dormido pasó con dos clientes dormidos. Y de repente me vi en la situación del príncipe de la «Bella Durmiente». Todo el mundo a mi alrededor estaba dormido. Era una sensación precisa que no dejaba lugar a duda alguna. Entonces comprendí que podemos ver, ver con nuestros ojos, todo un mundo que no vemos habitualmente. Esas sensaciones duraban varios minutos. Al día siguiente se repitieron —muy débilmente—. Pero luego hice el descubrimiento de que al tratar de recordarme a mí mismo, podía intensificarlas y prolongarlas por tanto tiempo como tuviera energía para no permitir que lo que me rodeaba acaparase mi atención. En el momento en que ésta se dejaba distraer, cesaba de ver a los «dormidos». Porque evidentemente yo mismo me había hundido en el sueño. No hablé de estas experiencias sino a un pequeño número de nuestros amigos; dos de ellos experimentaban sensaciones análogas cuando trataban de recordarse a sí mismos.
Luego todo volvió a lo normal.
No llegué a darme cuenta exactamente de lo que había pasado. Todo se había revuelto en mí —y es evidente que, en todo lo que dije o pensé durante esas tres semanas, había una gran dosis de fantasía—.
Sin embargo, me había visto —había visto en mí cosas que nunca había visto antes—. Esto era cierto. Y aunque luego volví a ser el mismo hombre, no podía dejar de saber que eso había existido y no podía olvidarme de nada.
Hasta comprendí con absoluta claridad una verdad importante, a saber: que en nuestro estado ordinario de conciencia no se puede observar ni estudiar tal como se estudian los fenómenos físicos por medios ordinarios, ninguno de los fenómenos de orden superior —llamados a veces «metafísicos»— es decir que trascienden la categoría de los hechos ordinarios observables cada día. Es un absurdo completo pensar que se pueden estudiar fenómenos tales como «telepatía», «clarividencia», «previsión del futuro», «fenómenos de médium», etc., de la misma manera que se estudia la electricidad, los fenómenos meteorológicos o químicos. En los fenómenos de orden superior hay algo que requiere un estado emocional particular para observarlos y estudiarlos. Esto excluye toda posibilidad de experimentos o de observaciones «científicamente conducidos».
Ya había llegado a las mismas conclusiones después de los experimentos que describí en el Nuevo Modelo del Universo en el capítulo «Misticismo experimental», pero ahora comprendía por qué esto era una absoluta imposibilidad.
La segunda conclusión interesante a que llegué es mucho más difícil de formular.
Se trata de cierto viraje en mis maneras de ver y de definirme a mí mismo, mis metas, mis deseos y mis aspiraciones. En ese momento, estaba lejos de poder apreciar toda su importancia.
Pero más tarde reconocí claramente que databan de esa época los cambios precisos que intervinieron en mis ideas sobre mí mismo, sobre los que me rodeaban, y más aún sobre lo que me contentaré con llamar, sin mayor precisión, los «métodos de acción». Describir esos cambios me parece casi imposible. Solamente diré que no tenían ninguna relación con todo lo que había sido dicho en Finlandia, sino que venían directamente de las emociones que había experimentado allí. Lo que noté en primer lugar fue el debilitamiento en mí de ese individualismo extremo que hasta esa fecha había sido el rasgo fundamental de mi actitud frente a la vida. Comencé a acercarme a las personas, y a sentir más lo que tenía en común con ellas. En segundo lugar, en una parte muy profunda en mí, llegué a comprender el principio esotérico de la imposibilidad de la violencia, es decir de la inutilidad de los medios violentos para lograr cualquier cosa. Vi con perfecta claridad, y desde entonces nunca llegaría a perder este sentimiento, de que los medios violentos o los métodos de fuerza, en cualquiera que fuese el dominio, infaliblemente tienen que producir resultados negativos, es decir, opuestos a los mismos fines para los cuales se aplican. A lo que llegué era a algo que se parecía a la no resistencia de Tolstoy, pero no era completamente igual, porque llegué a la misma conclusión, no desde un punto de vista ético sino práctico; no llegué desde el punto de vista del bien o del mal, sino desde el punto de vista de lo que es más beneficioso o más eficaz.
G. regresó a San Petersburgo al comienzo de septiembre. Traté entonces de preguntarle sobre lo que había pasado de hecho en Finlandia; ¿me había dicho realmente una cosa espantosa?, ¿y por qué había estado yo espantado?
—«Si tal fue el caso, quiere decir que usted no estaba preparado», respondió G.
No me dio ninguna otra explicación.
Durante esta visita de G., el centro de gravedad de nuestras conversaciones fue el «rasgo principal» o el «defecto principal» de cada uno de nosotros. Al definir nuestros rasgos, G. se mostraba pleno de ingenio. En aquella ocasión me di cuenta de que era casi imposible definir el rasgo principal de ciertas personas. En efecto, puede estar tan bien escondido detrás de diversas manifestaciones convencionales, que sea imposible descubrirlo. Por lo tanto, un hombre puede considerarse a sí mismo como su rasgo principal —así como yo puedo llamar mi rasgo principal: «Uspenskiï», o como G. siempre decía: «Piotr Demianovich»—. Aquí no puede haber errores, dado que el «Piotr Demianovich» de cada persona se forma, por así decirlo, «alrededor de su rasgo principal».
Cuando uno de nosotros no estaba de acuerdo con la definición que G. había dado de su rasgo principal, G. siempre decía que el simple hecho de este desacuerdo era suficiente para probar que él tenía razón.
—No, yo no me reconozco en eso, dijo uno de nosotros. Eso de que estoy seguro que es mi rasgo principal es mucho peor. Pero estoy de acuerdo en que los otros me pueden ver como usted me ha descrito.
—«Usted no sabe nada acerca de sí mismo, le dijo G. Si se conociera mejor, no tendría ese rasgo. Por cierto, la gente lo ve como lo he dicho. Pero usted no se ve como ellos lo ven. Si acepta lo que he señalado como su rasgo principal, comprenderá cómo lo ve la gente. Y si encuentra un medio para luchar contra ese rasgo y destruirlo, es decir, destruir su manifestación involuntaria —G. acentuó estas palabras— ya no produciría en la gente la impresión habitual sino la que usted quisiera».
Así comenzaron largas conversaciones sobre la impresión que un hombre produce a su alrededor, y sobre la manera de producir una impresión deseable o indeseable.
Las personas con quienes vivimos siempre ven nuestro rasgo principal, por escondido que pueda estar. Naturalmente, no siempre lo pueden expresar. Pero a menudo, sus definiciones son muy buenas o muy aproximadas. Vean los apodos: a veces definen muy bien el rasgo principal.
Las conversaciones sobre la impresión que producimos nos llevaron una vez más a la cuestión de la «consideración exterior».
—«Un hombre no puede “considerar exteriormente” en una forma conveniente mientras esté instalado en su “rasgo principal”, dijo G. Por ejemplo, Fulano de tal (nombró a uno de nosotros); su rasgo es que nunca está en casa, ¿cómo podría considerar algo o a alguien?».
Quedé asombrado por lo «acabado» de ese rasgo, tal como G. lo había delineado. Ya no era psicología, era arte.
—«Pero la psicología debe ser un arte, dijo G. La psicología no puede ser simplemente una ciencia».
A otro, le dijo que su rasgo era que no existía en absoluto.
—«Usted comprende, dijo G., yo no lo veo. Esto no quiere decir que usted sea siempre así. Pero cuando está como ahora, no existe en absoluto».
A un tercero, le indicó que su rasgo principal era una tendencia a discutir siempre, con todo el mundo, acerca de todo.
—Pero si yo nunca discuto, replicó éste acaloradamente.
Nadie pudo contener la risa.
G. le dijo también a otro —se trataba ahora del hombre de edad madura con quien había hecho el experimento de separar la personalidad de la esencia, y que había pedido la mermelada de frambuesa— que su rasgo principal era no tener ninguna conciencia moral.
Y al día siguiente vino este hombre a decirnos que había ido a la biblioteca pública para buscar en los diccionarios enciclopédicos de cuatro idiomas el sentido de las palabras «conciencia moral».
Con un simple gesto de la mano G. lo hizo callar.
En cuanto al segundo sujeto del experimento, G. le dijo que no tenía pudor, y de inmediato nuestro hombre soltó a su costa un chiste pícaro, bastante gracioso.
Durante su estadía, G. tuvo que quedarse en casa; había cogido un fuerte resfriado y nosotros nos reuníamos en pequeños grupos en su casa, en la Liteyni, cerca de la Nevski.
Un día dijo que no tenía ningún sentido el continuar así y que debíamos por fin decidirnos: ¿queríamos seguir con él?, ¿queríamos trabajar?, o bien, ¿no sería preferible para nosotros —ya que una actitud seria solo a medias no podía dar ningún resultado— el abandonar toda tentativa en esa dirección?
Añadió que seguiría el trabajo solamente con aquéllos que tomasen la firme decisión de luchar contra su mecanicidad y su sueño.
—«Ya saben ahora que no se les pide nada terrible, dijo. Pero no tiene ningún sentido el permanecer sentado entre dos sillas. Si alguno de ustedes no quiere despertar, pues bien, dejémoslo dormir».
Expresó el deseo de hablarnos por turno: cada uno de nosotros separadamente tendría que demostrarle con argumentos suficientes por qué él, G., debería tomarse el trabajo de ayudarnos.
—«Sin duda, ustedes creen que esto me proporciona gran satisfacción, dijo. O quizás me consideren incapaz de hacer otra cosa. Si esto es así, se equivocan gravemente en ambos casos. Realmente hay tantas cosas que yo podría hacer. Y si dedico mi tiempo a esto, es solo porque tengo una meta precisa. Ahora deberían ya ser capaces de comprender la naturaleza de esta meta y de reconocer si siguen o no el mismo camino que yo. No diré nada más. Pero de ahora en adelante no trabajaré sino con aquéllos que puedan ser útiles para mi meta, y solo pueden serme útiles aquéllos que firmemente han decidido luchar contra ellos mismos, es decir, luchar contra su mecanicidad».
Dichas estas palabras, calló.
Las conversaciones de G. con cada uno de los miembros de nuestro grupo duraron alrededor de una semana. Con algunos habló largo tiempo; con otros, mucho menos. Finalmente, casi todo el mundo se quedó.
El hombre de edad madura, P., de quien hablé con referencia al experimento, se libró de la situación con honor y rápidamente llegó a ser un miembro muy activo de nuestro grupo, desviándose solo ocasionalmente en una actitud formalista y una «comprensión literal».
Solo dos de nosotros cayeron. De repente, como por arte de magia, habían dejado de comprenderlo todo y empezaron a ver en todo lo que decía G. una falta de comprensión, y de parte de los otros miembros de nuestro grupo una falta de simpatía y de sentimiento.
Nos asombró mucho esta actitud que habían tomado con respecto a nosotros, no se sabe por qué, al principio desconfiada, sospechosa, luego abiertamente hostil, llena de acusaciones extrañas y totalmente inesperadas.
«Hacíamos misterio de todo», les escondíamos lo que G. decía en su ausencia. Inventábamos cuentos sobre ellos para que G. les retirara su confianza. Les transmitíamos todas sus palabras falseándolas sistemáticamente con el fin de inducirlo a error. Le presentábamos los hechos bajo una luz falsa. Le habíamos dado a G. una falsa impresión de ellos, haciéndole ver todo a la inversa.
Simultáneamente G. mismo había «cambiado por completo», ya no era en absoluto el mismo de antes. Se había vuelto duro, exigente, desprovisto de toda cordialidad, ya no manifestaba el menor interés por las personas, había cesado de exigirnos la verdad, ahora prefería tener alrededor de él a personas que tenían miedo de hablarle francamente, hipócritas que se echaban flores unos a otros mientras se espiaban por detrás.
Estábamos estupefactos al oírlos hablar así. Llevaban con ellos una atmósfera completamente nueva, hasta entonces desconocida para nosotros. Y esto nos parecía muy extraño, dado que en este período la mayoría de nosotros nos encontrábamos en un estado emocional bastante intenso y estábamos todos particularmente bien dispuestos hacia estos dos miembros de nuestro grupo, que protestaban.
Tratamos repetidamente de hablarle a G. de ellos. La idea de que pudiéramos darle una «falsa impresión» de ellos, le divertía mucho.
—«¡Qué apreciación tienen ellos del trabajo!, dijo. ¡Y qué miserable idiota soy yo a sus ojos! ¡Como si fuera tan fácil engañarme! Ustedes ven que ellos han cesado de comprender lo más importante: en el trabajo al maestro no se le puede engañar. Esta ley es una ley que deriva de lo que hemos dicho sobre el saber y el ser. Si quiero, puedo engañarlos. Pero ustedes no me pueden engañar. Si fuera de otra manera, no tendrían nada que aprender de mí, y sería yo quien tendría que aprender de ustedes».
—¿Cómo podemos hablarles y cómo podemos ayudarlos a regresar al grupo?, preguntaron algunos de nosotros.
—«No solamente no pueden hacer nada, dijo G., sino que ni siquiera deben intentarlo; con tales tentativas, destruirían la última posibilidad que ellos tienen de comprender y de verse. Siempre es muy difícil regresar. Esto debe ser el fruto de una decisión absolutamente voluntaria, sin persuasión o coacción de ninguna clase. Comprendan que cada habladuría sobre mí y sobre ustedes era una tentativa de autojustificación, de echar la culpa a los Otros a fin de probarse a sí mismos que tenían razón. Esto significa que se hunden cada vez más en la mentira. Esta mentira puede ser destruida, pero solo puede serlo a través del sufrimiento. Si ayer les costó trabajo el verse, hoy les será diez veces más difícil».
Otros le preguntaron: «¿Cómo han podido llegar a eso? ¿Por qué su actitud hacia todos nosotros, así como hacia usted, ha cambiado tan súbitamente, sin que nada lo dejara prever?».
—«Es el primer caso del cual ustedes son testigos, respondió G.; por consiguiente se asombran, pero más tarde verán cuan frecuente es. Añadiré que esto se produce siempre de la misma manera. Pues es imposible sentarse entre dos sillas. Mas la gente siempre cree que lo puede hacer, que puede adquirir nuevas cualidades permaneciendo siempre tal como son. Por cierto no lo cree conscientemente pero viene a ser lo mismo».
«Y ¿qué quieren preservar ante todo? El derecho de tener su propia apreciación de las ideas y de la gente, es decir, lo que les es más dañino. Son locos, ellos ya lo saben —al menos hubo un tiempo en que se dieron cuenta y por eso vinieron a la enseñanza. ¡Pero un instante después, ya habían olvidado todo! Ahora traen al trabajo sus propias actitudes subjetivas y mezquinas, comienzan a pronunciar juicios sobre mí y sobre los demás, como si fueran capaces de juzgar a nadie. Esto se refleja inmediatamente en su actitud con respecto a las ideas y a todo lo que yo digo. Ya “aceptan esto”; pero “no aceptan aquello”; están de acuerdo con una cosa, pero no con otra; me tienen confianza en un caso, pero en otro desconfían».
«Lo más cómico es que se imaginan ser capaces de “trabajar” en tales condiciones, es decir, sin tenerme confianza en todo y sin aceptarlo todo. En realidad esto es absolutamente imposible. Por el solo hecho de sus restricciones o de su desconfianza con respecto a cualquier idea que sea, fabrican de inmediato algo de su propia cosecha con lo cual lo substituyen. Y comienzan las “brillantes improvisaciones” —éstas son nuevas explicaciones o nuevas teorías que no tienen nada en común con el trabajo ni con lo que yo he dicho. Se ponen a buscar errores y faltas en todas mis palabras, en todos mis actos y en todo lo que dicen o hacen los demás. A partir de ese momento, yo comienzo a hablar de cosas que ignoro y de las cuales no tengo la menor idea, pero que ellos mismos saben y comprenden mucho mejor que yo; todos los otros miembros del grupo son locos, idiotas, etc., etc».
«Cuando un hombre pone en duda estos principios, yo sé de antemano todo lo que dirá después. Y ustedes lo sabrán a su vez por las consecuencias. Lo que es divertido, es que la gente puede ver esto cuando se trata de los demás, pero cuando se ponen ellos mismos a divagar, su clarividencia se apaga al instante para todo lo que les concierne. Esto es una ley. Es difícil subir la montaña pero se rueda muy fácilmente hasta el pie de la pendiente. Ni siquiera les incomoda el hablar de esta manera, ya sea conmigo o con los demás. Y sobre todo, no dudan de que esto pueda ir a la par con cierta clase de trabajo. Aún no quieren comprender que cuando un hombre ha llegado a este punto, ha terminado de cantar su pequeña canción».
«Reparen además en que estos dos son amigos. Si estuviesen separados, si cada uno de ellos siguiese su propio camino, no les sería tan difícil ver su respectiva situación y regresar. Pero son amigos, y se apoyan mutuamente en sus debilidades. Ahora, uno no puede regresar sin el otro. Sin embargo, aun si quisieran regresar no tomaría sino a uno de los dos, y no al otro».
—¿Por qué?, preguntó alguien.
—«Eso es otro asunto, dijo G. En el presente caso, simplemente sería para permitirle preguntarse quién cuenta más para él, si yo o su amigo. Si es su amigo, entonces no tengo nada que decirle, pero si soy yo, debe abandonar a su amigo y regresar solo. Más adelante, el otro podrá regresar también. Pero yo les digo que ellos se aferran uno a otro y se traban entre sí. Aquí tienen un ejemplo perfecto del mal que las personas se pueden hacer a sí mismas cuando se desvían de lo mejor que hay en ellas».
En octubre estaba con G. en Moscú.
Su pequeño apartamiento de la Bolshaya Dmitrovka me asombró por su atmósfera. Lo había arreglado a la moda oriental: pisos y muros desaparecían bajo tapices, y el mismo cielo raso estaba cubierto de chales de seda. Las personas que concurrían allí —todos alumnos de G.— no tenían miedo de guardar silencio. Esto era ya inusitado. Venían, se sentaban, fumaban; no se oía una palabra, a veces durante horas. Y no había nada desagradable ni angustioso en ese silencio. Por el contrario había un sentimiento de tranquila seguridad; uno se sentía libre de la necesidad de representar un papel artificial o forzado. Pero este silencio producía una impresión muy extraña en los curiosos o en las visitas casuales. Se ponían a hablar sin interrupción como si tuvieran miedo de detenerse y de sentir algo; o bien, se ofendían, se imaginaban que el «silencio» estaba dirigido contra ellos, como para probarles cuán superiores les eran los alumnos de G., y para hacerles comprender que ni siquiera valía la pena hablar con ellos. Otros encontraban este silencio estúpido, cómico, «antinatural»; a sus ojos, hacía resaltar nuestros peores rasgos, particularmente nuestra debilidad, y nuestra completa subordinación a G., quien nos «tiranizaba».
—P. decidió aun tomar nota de las «reacciones al silencio» de los diferentes tipos de nuestros visitantes. Y comprendí entonces por qué la gente temía sobre todo al silencio, y que nuestra constante tendencia a hablar no era sino un reflejo de defensa, siempre basada en un rechazo a ver algo, un rechazo a confesarse algo a sí mismo.
No tardé en notar una propiedad aún más extraña del apartamiento de G. No era posible mentir en ese lugar. Una mentira se traslucía de inmediato, se hacía visible, tangible y cierta.
Una vez, llegó un hombre a quien G. conocía poco. Ya lo habíamos visto, pues venía a veces a las reuniones. Éramos tres o cuatro en el apartamiento. G. no estaba. Después de guardar silencio un instante, empezó a decirnos que justamente acababa de encontrarse con un amigo que le había dado noticias extraordinariamente interesantes sobre la guerra, sobre las posibilidades de paz, y así sucesivamente. Súbitamente, de una manera totalmente inesperada para mí, sentí que este hombre estaba mintiendo. No se había encontrado con nadie, y nadie le había dicho nada. Había fabricado todo esto en su cabeza en el mismo momento, simplemente porque no podía tolerar el silencio.
Experimenté un malestar al mirarlo. Me parecía que si se cruzaban nuestras miradas él comprendería que yo me daba cuenta que mentía. Miré a los demás y vi que sentían lo mismo, y apenas podían reprimir las sonrisas… Observé entonces al que hablaba y vi que era el único que no notaba nada. Hablaba, feliz de hablar, y cada vez más arrastrado por su tema, no advirtió algunas de las miradas que sin querer cambiábamos entre nosotros.
No se trataba de un caso excepcional. De repente me acordé de los esfuerzos que hicimos para describir nuestra vida y las «entonaciones» que tomaban nuestras voces cuando tratábamos de esconder ciertos hechos. Me di cuenta entonces que aquí también todo residía en las entonaciones. Cuando un hombre parlotea o simplemente espera la ocasión de ponerse a hablar, no nota las entonaciones de los demás, y es incapaz de distinguir la mentira de la verdad. Pero tan pronto recobra la calma, es decir, tan pronto despierta un poco, percibe las diferencias de entonación y comienza a discernir la mentira de los demás.
Conversaba a menudo sobre este tema con los otros alumnos de G., hablaba de lo que había pasado en Finlandia y de los «dormidos» que había visto en las calles de San Petersburgo. Lo que experimentaba aquí en el apartamiento de G., en contacto con los que mentían mecánicamente, me recordaba mucho la impresión que sentía al ver a los «dormidos».
Tenía grandes deseos de presentar a G. a varios de mis amigos de Moscú, pero entre todos los que encontré durante mi estadía, solo uno, mi viejo amigo el periodista V. A. A., me dio la impresión de estar lo suficientemente vivo. Aunque como de costumbre estaba sobrecargado de trabajo y siempre tenía prisa, se mostró muy interesado cuando le hablé de G., y en su nombre lo convidé a su casa. G. convocó a unos quince de su grupo y preparó una comida, suntuosa para esa época de guerra, con zakuski, pasteles, shashlik, vino de Kaghetia y otras delicias; en una palabra, uno de esos festines a la moda caucasiana, que comienzan al mediodía y duran hasta la noche. G. hizo que A. se sentase a su lado; fue muy amable, lo atendía todo el tiempo, sirviéndole él mismo el vino. De repente me dio un vuelco el corazón. Comprendí a qué prueba había expuesto a mi viejo amigo. El hecho es que todos guardamos silencio. Durante unos cinco minutos, se portó como un héroe. Después comenzó a hablar. Habló de la guerra, habló de todos nuestros aliados, habló de nuestros enemigos; nos participó la opinión que tenían todos los hombres públicos de Moscú y de San Petersburgo, sobre todos los temas posibles; luego habló de la deshidratación de legumbres para el ejército (en lo cual se estaba ocupando actualmente, además de su trabajo como periodista), particularmente de la deshidratación de cebollas; luego de abonos artificiales, de la química aplicada a la agricultura y de la química en general, de las «enmiendas» para enriquecer la tierra; del espiritismo, de la «materialización de manos» y de no sé qué cosas más. Ni G. ni nadie dijo una sola palabra. Estuve a punto de intervenir, por temor de que A. se ofendiera, pero G. me lanzó una mirada tan feroz que me paré en seco. Además, mis temores eran vanos. El pobre A. no se dio cuenta de nada, estaba en la gloria hablando y tan poseído por lo que decía, por su propia elocuencia, que no se dio tregua un solo instante hasta las cuatro. Entonces estrechó calurosamente la mano de G. y le agradeció por su «muy interesante conversación». G., mirándome, rio con malicia.
Me sentí muy avergonzado. Habían puesto en ridículo al pobre A., quien seguramente no podía esperar nada semejante, y por eso había sido atrapado. Comprendí que G. había querido dar una demostración a los suyos.
—«¿Se dieron cuenta?, dijo después que salió A. Éste es lo que se llama un hombre inteligente, pero no habría notado nada, aunque le hubiera quitado los pantalones. Por lo tanto déjenlo hablar, no desea sino eso, y todo el mundo es igual. Él es bastante mejor que muchos otros: no dijo mentiras. Sabía realmente de lo que hablaba —a su manera, por cierto. Yo les pregunto: ¿de qué le sirve? Ya no es joven. Y tal vez ésta fue la única vez en su vida que tuvo oportunidad de oír la verdad; pero habló todo el tiempo».
Entre las conversaciones en Moscú todavía recuerdo la siguiente. Esta vez fue G. quien me dirigió la palabra.
—«Según usted ¿qué es lo más importante que ha aprendido hasta el momento?».
—Por supuesto, las experiencias que he tenido en el mes de agosto. Si fuera capaz de producirlas voluntariamente y hacer uso de ellas, nunca pediría nada más, pues creo que entonces podría encontrar todo el resto por mí mismo. Pero al mismo tiempo sé que estas «experiencias» —escojo esta palabra porque no hay otra, pero usted sabe muy bien de qué estoy hablando (con un movimiento de cabeza, asintió)— dependen del estado emocional en que me encontraba entonces. Si pudiera crear en mí mismo ese estado emocional, muy rápidamente volvería a encontrar esas «experiencias». Pero me siento infinitamente lejos de ello, como si estuviese dormido. Hoy «duermo»; ayer, estaba «despierto». ¿Cómo se puede crear ese estado emocional? Dígame.
—«De tres maneras, respondió G. Primero, ese estado puede llegar por sí solo, por casualidad. Segundo, otra persona puede crearlo en usted, y tercero, puede crearlo usted mismo. Elija». Confieso que por un instante sentí muchos deseos de decir que prefería que fuese otro, es decir él, quien creara en mí el estado emocional de que hablo. Pero me di cuenta de inmediato que me contestaría que ya lo había hecho una vez, y que ahora yo debería o bien esperar que eso llegara de por sí, o que yo mismo hiciera algo para adquirirlo.
—Quiero crearlo yo mismo, naturalmente, dije. Pero ¿cómo hacerlo?
—«Ya se lo he dicho antes: el sacrificio es necesario, respondió G. Nada se puede conseguir sin sacrificio. Pero si hay una cosa en el mundo que la gente no comprende, es justamente la idea de sacrificio. Cree que debe sacrificar algo que tiene. Por ejemplo, dije un día que debían ellos sacrificar la “fe”, la “tranquilidad” y la “salud”, y lo tomaron al pie de la letra; como si tuviesen fe, tranquilidad o salud. Todas estas palabras deben ser puestas entre comillas. De hecho, no tienen que sacrificar sino lo que imaginan tener, y que en realidad no poseen en lo más mínimo. Deben hacer el sacrificio de sus fantasías».
Pero esto es difícil para ellos, muy difícil. Es mucho más fácil sacrificar cosas reales.
«No, lo que la gente debe sacrificar es su sufrimiento: nada es más difícil de sacrificar. Un hombre renunciaría a cualquier placer antes que a su propio sufrimiento. El hombre está hecho así, se apega a esto más que a cualquier otra cosa. Y sin embargo, es indispensable librarse del sufrimiento. Quienquiera no esté libre de él, quienquiera no haya sacrificado su sufrimiento, no puede trabajar. Más tarde, tendré todavía mucho que decir sobre este asunto. Nada se puede lograr sin el sufrimiento, pero al mismo tiempo hay que comenzar por sacrificarlo. Ahora, descifre usted lo que esto quiere decir».
Permanecí una semana en Moscú, luego regresé a San Petersburgo con una nueva provisión de ideas y de impresiones. Y fue allá donde se produjo un pequeño acontecimiento que me dio la clave de muchos aspectos de la enseñanza y de los métodos de G.
Durante mi estada en Moscú, los alumnos de G. me habían explicado varias leyes relativas al hombre y al mundo. Entre otras, me habían mostrado nuevamente la «tabla de hidrógenos», como la llamábamos en San Petersburgo, pero bajo una forma considerablemente ampliada; a saber: al lado de las tres gradaciones de hidrógenos que G. había establecido anteriormente para nosotros, habían tomado la siguiente reducción y construido en total doce gradaciones (ver tabla 4).
Bajo tal forma, la tabla era apenas comprensible y no llegaba a convencerme de la necesidad de las gradaciones reducidas.
—«Tomemos, por ejemplo, la séptima gradación, dijo P. El Absoluto aquí es hidrógeno 96. Se puede tomar el fuego como ejemplo de hidrógeno 96. El fuego entonces es el Absoluto para un pedazo de madera. Tomemos la novena gradación. Aquí el Absoluto es hidrógeno 384, o sea el agua. El agua será el Absoluto para el terrón de azúcar».
Pero no llegué a captar el principio sobre cuya base sería posible determinar con exactitud cuándo sería necesario utilizar esa tabla. P. me mostró una tabla que iba hasta la quinta gradación y se relacionaba a los niveles paralelos en los diferentes mundos. No pude sacar nada de ello. Comencé a preguntarme si no sería posible conectar estas diversas gradaciones a los diversos cosmos. Sin embargo, al haberme detenido demasiado en este pensamiento, partí en una dirección absolutamente equivocada, porque los cosmos, naturalmente, no tienen la menor relación con las divisiones de la gradación. Al mismo tiempo, me parecía que ya no comprendía nada de las «tres octavas de radiaciones» de las cuales G. había deducido la primera gradación de hidrógenos. Aquí el primer obstáculo era la relación de las tres fuerzas 1, 2, 3 y 1, 3, 2 y las relaciones entre «carbono», «oxígeno» y «nitrógeno».
H6 | H1 | ||||||||||
H12 | H6 | H1 | |||||||||
H24 | H12 | H6 | H1 | ||||||||
H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | |||||||
H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | ||||||
H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | |||||
H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | ||||
H768 | H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | |||
H1536 | H768 | H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | ||
H3072 | H1536 | H768 | H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 | |
H6144 | H3072 | H1536 | H768 | H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 | H1 |
H12288 | H6144 | H3072 | H1536 | H768 | H384 | H192 | H96 | H48 | H24 | H12 | H6 |
Tabla 4
Comprendí entonces que había allí algo importante. Salí de Moscú con el sentimiento de que no solamente no había aprendido nada nuevo, sino que aparentemente había perdido lo adquirido, es decir, lo que creía haber comprendido antes.
En nuestro grupo habíamos convenido que quienquiera que fuese a Moscú y recibiera nuevas explicaciones o nuevas ideas, a su regreso debía participarlo íntegramente a los demás. Pero en el vagón que me llevaba a San Petersburgo, mientras revisaba mentalmente con atención todo lo que había oído en Moscú, sentí que no sería capaz de comunicar lo más importante a mis amigos por la simple razón de que no lo comprendía yo mismo. Esto me irritaba y no sabía qué hacer. En ese estado mental llegué a San Petersburgo, y al día siguiente me dirigí a nuestra reunión.
Al tratar de reconstruir en la medida de lo posible los diferentes puntos de partida en los «diagramas» —llamábamos así a esta parte de la enseñanza de G. que se relaciona a las cuestiones generales y a las leyes— me puse a evocar las impresiones generales de mi viaje. Y mientras hablaba, otra pregunta totalmente diferente acaparaba mi pensamiento: «¿Por dónde comenzaré? ¿Qué significa la transición de 1, 2, 3 a 1, 3, 2? ¿Se puede encontrar un ejemplo de tal transición entre los fenómenos que conocemos?».
Sentía que debía encontrar una respuesta ahora, inmediatamente. Mientras yo mismo no pudiera hallarla, no podría decir nada a los demás.
Comencé por trazar el diagrama sobre la pizarra. Era el diagrama de las tres octavas de radiaciones: Absoluto Sol Tierra Luna. Ya estábamos acostumbrados a esta terminología y a la forma de exposición de G. Pero yo no sabía en absoluto qué diría luego que ellos ya no conociesen.
De repente me vino a la mente una simple palabra, que nadie había pronunciado en Moscú, pero que conectó y explicó todo: «Un diagrama moviente», Comprendí que era indispensable representárselo como un diagrama moviente, en el cual todos los eslabones cambiarían sus lugares como en alguna danza mística.
Sentí que había en esa simple palabra un contenido de riqueza tan grande que durante cierto tiempo, yo mismo no oía lo que estaba diciendo. Pero después de haber reunido mis pensamientos, vi que mis compañeros me escuchaban y que les había explicado todo lo que yo mismo no comprendía cuando me dirigía a la reunión. Esto me dio una sensación extraordinariamente fuerte y clara, como si hubiera descubierto nuevas posibilidades, un nuevo método de percepción y de comprensión conectado al hecho de dar explicaciones a los demás. Y bajo el golpe de esta sensación, tan pronto hube dicho que se pueden encontrar en el mundo real ejemplos o analogías de la transición de las fuerzas 1, 2, 3 y 1, 3, 2, súbitamente vi tales ejemplos simultáneamente en el organismo humano, en el mundo astronómico y, en la mecánica, en los movimientos ondulatorios.
Tuve luego una conversación con G. sobre las diversas gradaciones a las cuales no encontraba razón de ser.
—Desperdiciamos nuestro tiempo descifrando enigmas, dije. ¿No sería más sencillo que usted nos ayudara a resolverlos más rápidamente? Usted sabe cuántas dificultades nos esperan, pero al paso que vamos, no llegaremos ni siquiera a ellas. ¿Usted mismo no nos ha dicho muchas veces que tenemos muy poco tiempo?
—«Es precisamente porque falta tiempo y porque nos esperan muchas dificultades, por lo que es indispensable hacerlo como lo hago, respondió G. Si ahora les asustan estas dificultades, ¿cómo será mañana? ¿Creen que jamás se haya dado algo en las escuelas en forma completa? Ustedes miran esto muy ingenuamente. Hay que ser ladino, hay que aparentar; al hablar con las personas, deben llevarlas al fondo de las cosas, A veces se aprenden algunas de ellas partiendo de una anécdota o de un chiste. Y ustedes querrían que todo fuera sencillo. El caso nunca es así. Ustedes deben saber cómo tomar cuando nada es dado, cómo robar si es necesario, y no esperar siempre que se les venga a ofrecer todo».