Capítulo
doce

«El trabajo de los grupos se intensifica. Cada hombre tiene un limitado repertorio de papeles». Hay que elegir entre el trabajo sobre sí y la «vida tranquila». Dificultades de la obediencia. Donde intervienen las tareas. G. da una tarea definida. Reacciones de nuestros amigos ante las ideas de la enseñanza. La enseñanza hace surgir lo peor y lo mejor en un hombre. ¿Qué clase de gente puede venir al trabajo? Preparación. Hay que haber estado desilusionado. La pregunta que duele. Nueva evaluación de los amigos. Conversación sobre los tipos. G. nos da una nueva tarea. Cada uno trata de contar la historia de su propia vida. Entonaciones. «Esencia» y «personalidad». Sinceridad. Un mal estado de ánimo. G. promete contestar a cualquier pregunta. La «eterna recurrencia». Experimento en separar la personalidad de la esencia. Conversación sobre el sexo. Papel del sexo como principal fuerza motriz de toda la mecanicidad. Papel del sexo como principal posibilidad de liberación. Nuevo nacimiento. Transmutación de la energía sexual. Los abusos del sexo. ¿Es útil la abstinencia? Trabajo correcto de los centros. Un centro de gravedad permanente.

En esta época —era agosto de 1916— el trabajo de nuestros grupos comenzó a tomar formas nuevas y más intensas. G. pasaba la mayor parte del tiempo en San Petersburgo; ya no iba a Moscú sino por unos días, regresando muy a menudo con dos o tres de sus alumnos de Moscú. Para entonces nuestras reuniones y conversaciones ya habían perdido casi todo carácter convencional; nos conocíamos mejor, y desde entonces, sumando todo, a pesar de algunas fricciones formábamos un grupo muy coherente, unido por estas nuevas ideas que se nos enseñaban y por las amplias perspectivas del saber y del conocimiento de sí que se nos estaban abriendo. Éramos entonces unas treinta personas. Nos reuníamos casi todas las noches. A veces, al llegar de Moscú, G. decidía hacer largas excursiones o picnics en el campo, con shashlik,[12] lo que nos hacía salir completamente del ambiente de San Petersburgo. Recuerdo especialmente una caminata a Ostrosfki remontando el río Nevá, porque ese día de repente capté el porqué G. organizaba estas giras campestres, aparentemente sin propósito. Comprendí que nos observaba todo el tiempo, y que en estas ocasiones muchos mostrábamos aspectos completamente nuevos de nosotros mismos, que nunca habrían aparecido durante las reuniones en San Petersburgo.

En esta época mis relaciones con los alumnos moscovitas de G. eran absolutamente diferentes de las que había tenido en mi primer encuentro con ellos, en la primavera del año anterior. Ahora ya no me parecían seres artificiales, que desempeñaban un papel aprendido de memoria. Por el contrario, siempre esperaba ansiosamente su llegada. Traté de descubrir en qué consistía el trabajo que hacían en Moscú, y lo nuevo que G. les había dicho. Así fue como aprendí de ellos muchas cosas que más tarde me fueron muy útiles en mi trabajo. Además, vi de inmediato que estas nuevas conversaciones tomaban lugar dentro del desarrollo de un plan establecido por G. Nuestra tarea no consistía solamente en aprender de él, sino también en aprender unos de otros. De esta manera los grupos de G. me parecían comparables a las «escuelas» de los pintores de la Edad Media, en las que los alumnos vivían con su maestro y mientras aprendían de él, tenían que enseñarse mutuamente. Al mismo tiempo comprendí por qué los alumnos de G. no habían podido responder a las preguntas que yo les había hecho en nuestro primer encuentro. Éstas habían sido de una ingenuidad ilimitada: «¿En qué se basa su trabajo sobre sí mismo?, ¿cuál es la doctrina que estudian?, ¿de dónde viene esta enseñanza?», etc…

Ahora veía la imposibilidad de contestar a tales preguntas. Pero hay que aprender, para comenzar a comprender esto. En ese tiempo, es decir un poco más de un año antes, creía por el contrario tener todo el derecho para plantear tales preguntas. Exactamente como lo creían los que venían ahora a nosotros.

Siempre comenzaban haciéndonos preguntas del mismo orden, totalmente sorprendidos de que no las contestáramos y, como ya habíamos podido percibir, a partir de entonces nos miraban como seres artificiales o que desempeñaban un papel aprendido.

Los recién llegados no asistían sino a las reuniones generales, en las que G. tomaba parte. En esta época, los grupos de los mayores siempre se reunían separadamente. La razón era sencilla. Ya no teníamos más el mismo aplomo, ni la misma pretensión de conocerlo todo —actitud inevitable para todos los que se aproximan al trabajo por primera vez— y por este hecho, podíamos ahora comprender a G. mejor que antes.

En estas reuniones generales, era verdaderamente muy interesante para nosotros constatar que los recién llegados hacían exactamente las mismas preguntas que hacíamos nosotros al comienzo; escapaban a su comprensión las mismas cosas que nosotros también habíamos sido incapaces de comprender, y que ahora nos parecían tan sencillas y elementales. Estas experiencias nos dejaban muy satisfechos con nosotros mismos.

Pero cuando estábamos de nuevo solos con G., a menudo destruía con una palabra todo lo que habíamos imaginado sobre nosotros mismos: nos forzaba a ver que, de hecho, todavía no sabíamos ni comprendíamos nada, ni de nosotros mismos, ni de los demás.

—«Toda la desgracia viene de la certeza que tienen ustedes de ser siempre uno y el mismo, dijo. Pero yo tengo una visión muy diferente de ustedes. Por ejemplo, veo que hoy un Uspenskiï ha venido aquí, mientras que ayer estuvo otro Uspenskiï. En cuanto al doctor —antes de la llegada de ustedes— nosotros dos estábamos juntos, y hablábamos: él era un cierto doctor. Entonces llegaron ustedes. Se me ocurrió echarle una mirada: ya era totalmente otro doctor. Ustedes ven muy rara vez al que yo había visto cuando estaba solo con él».

«Nótenlo bien, dijo G. con respecto a esto: cada hombre tiene un repertorio definido de papeles que desempeña en circunstancias ordinarias. Tiene un papel para cada clase de circunstancias en que se encuentra habitualmente; pero colóquenlo en circunstancias ligeramente diferentes, y será incapaz de descubrir el papel que concuerda con ellas, y por un breve instante se tornará él mismo. El estudio de los papeles que cada uno desempeña es una parte indispensable del conocimiento de sí. El repertorio de cada hombre es extremadamente limitado. Si un hombre dice simplemente “Yo” e “Iván Ivanovich”, no se verá a sí mismo todo entero, porque “Iván Ivanovich” tampoco es uno solo; cada hombre tiene por lo menos cinco o seis de ellos: uno o dos para su familia, uno o dos para su oficina (uno para sus superiores y el otro para sus subordinados), uno para sus amigos en el restaurante, y otro también, quizá, para las conversaciones intelectuales sobre temas sublimes. Según los momentos, este hombre está completamente identificado con uno u otro, y es incapaz de separarse de él. Ver sus papeles, conocer su propio repertorio, y sobre todo saber cuán limitado es, ya es saber mucho. Pero he aquí lo más importante: fuera de su repertorio, es decir tan pronto algo le haga salir de su rutina, aunque solo sea por un momento, un hombre se sentirá terriblemente incómodo, y entonces hará todo esfuerzo para volver cuanto antes a uno u otro de sus papeles habituales. Recae en el camino trillado, y todo se encarrila de nuevo sin tropiezos para él: todo sentimiento de malestar y de tensión ha desaparecido. Siempre es así en la vida. Pero en el trabajo, para observarse a sí mismo, es absolutamente necesario admitir este malestar y esta tensión, y no temer los estados de incomodidad e impotencia. Solo a través de éstos puede un hombre realmente aprender a verse. Y es fácil captar la razón. Cada vez que un hombre no se encuentra en uno de sus papeles habituales, cada vez que no puede hallar dentro de su repertorio el papel que convenga a una situación dada, se siente como un hombre desnudo. Tiene frío, tiene vergüenza, quisiera huir para que nadie le vea. Sin embargo, surge la pregunta: ¿qué es lo que quiere? Si quiere una vida tranquila, ante todo nunca debe salir de su repertorio. En sus papeles habituales, se siente a sus anchas y en paz. Pero si quiere trabajar sobre sí mismo, tiene que destruir su paz. Pues el trabajo y la paz son incompatibles. Un hombre tiene que escoger, sin engañarse a sí mismo. Esto es lo que le sucede más frecuentemente. En palabras, dice que escoge el trabajo, cuando en realidad no quiere perder su paz. Resulta que se sienta entre dos sillas. Ésta es la más incómoda de todas las posiciones. Un hombre no hace ningún trabajo y sin embargo tampoco obtiene ninguna comodidad. Desgraciadamente, le es muy difícil mandarlo todo al diablo y comenzar el trabajo real. Y ¿por qué es tan difícil? Ante todo, porque su vida es demasiado fácil. Aun aquéllos que creen que su vida es mala, están habituados a ella, y como ya están habituados, en el fondo poco les importa que sea mala. Pero aquí se encuentran ante algo nuevo y desconocido, de lo cual no saben si podrán o no obtener un resultado. Y lo peor es que tendrán que obedecer a alguien, les será necesario someterse a la voluntad de otro. Si un hombre pudiera inventar para sí mismo dificultades y sacrificios, algunas veces iría muy lejos. De hecho esto es imposible. Es indispensable obedecer a otro hombre y seguir una dirección general de trabajo que no puede ser controlada sino por una sola persona. Para un hombre que se estima capaz, en su vida, de decidir todo y de hacer todo, nada le sería más difícil que esta subordinación. Naturalmente, cuando logra liberarse de sus fantasías y ver lo que es en realidad, la dificultad desaparece. Pero es precisamente esta liberación la que no puede producirse sino en el curso del trabajo. Es difícil comenzar a trabajar y sobre todo continuar trabajando, y es difícil porque la vida corre demasiado fácilmente».

En otra ocasión, siempre con relación al trabajo de los grupos dijo una vez más:

—«Más tarde, verán ustedes que cada alumno recibe sus propias tareas individuales, las que corresponden a su tipo y a su rasgo más característico; estas tareas tienen como fin el darle ocasión de luchar con más intensidad contra su defecto principal. Pero además de estas tareas individuales hay tareas generales que son dadas al grupo considerado como un todo; entonces, es el grupo entero el responsable de su realización —lo que no quiere decir que en ciertos casos el grupo no sea responsable por las tareas individuales. Pero consideremos primero las tareas generales. Hoy día, ustedes comprenden hasta cierto punto la naturaleza de esta enseñanza y de sus métodos; por lo tanto, deben ser capaces de comenzar a transmitir estas ideas. Ustedes recordarán que al principio me oponía a que hablaran de las ideas de la enseñanza fuera de los grupos. Había puesto como regla que nadie debía decir nada, excepto aquéllos a quienes había indicado especialmente que lo hicieran. Les expliqué entonces por qué era necesario esto: ustedes no hubiesen sido capaces de dar a la gente una idea fiel ni una impresión justa. Lejos de eso, en vez de darles la posibilidad de venir a la enseñanza, los hubiesen apartado; aun tal vez los habrían privado de la posibilidad de venir a ella más tarde. Pero ahora la situación es diferente. Ya les he dicho mucho. Y si ustedes han hecho realmente esfuerzos para comprender lo que han oído, entonces deben ser capaces de transmitirlo a otros. Por esto, les daré a todos una tarea precisa».

«Ustedes tratarán de orientar las conversaciones con sus amigos hacia nuestras ideas, tratarán de preparar a las personas que manifiesten interés, y si ellas se lo piden, tráiganlas a las reuniones. Pero tómelo cada uno de ustedes como su propia tarea sin esperar que otro la realice por él. Si lo logran, les mostrará primero que han asimilado algo, y en segundo lugar, que son capaces de evaluar a la gente, de comprender con quien vale la pena hablar, y con quién es inútil. En efecto, la mayor parte de la gente no puede interesarse en estas ideas. ¿De qué provecho sería entonces tratar de convencerlos? Pero ciertas personas pueden apreciarlas, y hay que hablar con ellas».

La reunión siguiente fue muy interesante. Todos habíamos sido vívidamente impresionados por las conversaciones con nuestros amigos; todos teníamos muchas preguntas que hacer, pero también estábamos un poco desilusionados y descorazonados.

Esto mostraba que los amigos habían hecho preguntas embarazosas, y que no habíamos sabido hallar las respuestas. Habían preguntado, por ejemplo, qué resultados habíamos obtenido de nuestro trabajo, y expresaron las más categóricas dudas sobre nuestro «recuerdo de sí». O bien se mostraban totalmente convencidos de que ellos eran capaces de «recordarse a sí mismos». Ciertas personas habían hallado el «rayo de creación» y los «siete cosmos» ridículos e inútiles: «¿Qué tiene que ver la “geografía” con todo esto?», había preguntado uno de mis amigos, no sin humor, parodiando así cierta réplica graciosa de una comedia que acababa de presentarse en San Petersburgo; otros habían preguntado quién había visto a los centros y cómo podían ser vistos; otros encontraron absurda la idea de que no podíamos hacer. Otros más habían considerado la idea del esoterismo «seductora, pero no convincente». O bien, habían declarado que el esoterismo era una «nueva invención». Algunos no estaban dispuestos de ninguna manera a sacrificar su «descendencia» del mono. Algunos otros constataron la ausencia de amor por la humanidad en esta enseñanza. En fin, otros dijeron que nuestras ideas surgían del materialismo corriente, que queríamos hacer máquinas de todos los hombres, que nos faltaba totalmente el idealismo, el sentido de lo sobrenatural, y así sucesivamente…

G. se rio cuando le contamos las conversaciones con nuestros amigos.

—«Esto no es nada, dijo. Si recogieran todo lo que la gente es capaz de decir, ustedes mismos no lo creerían. Esta enseñanza tiene una propiedad maravillosa: el menor contacto con ella hace surgir del fondo del hombre lo peor y lo mejor. Se puede conocer a alguien muchos años, y pensar que es un buen hombre, más bien inteligente. Pero traten de hablarle de estas ideas, y verán que es completamente tonto. En cambio otro les parece una persona poco interesante, pero si le exponen los principios de esta enseñanza verán inmediatamente que este hombre piensa, y que piensa aun muy seriamente».

—¿Cómo se puede reconocer a las personas capaces de venir al trabajo?, preguntó uno de nosotros.

—«Cómo se les puede reconocer, dijo G., eso es otro asunto. Para ser capaz de hacerlo, es necesario “ser”, hasta cierto punto. Hablaremos de esto en otra oportunidad. Ahora, hay que establecer qué clase de gente puede venir al trabajo y qué clase no puede».

«En primer lugar, deben ustedes comprender que se debe tener cierta preparación, cierto bagaje. Es necesario saber en general todo lo que es posible saber por los medios ordinarios sobre la idea de esoterismo, sobre la idea del conocimiento escondido, sobre las posibilidades de una evolución interior del hombre, y así sucesivamente. Quiero decir que tales ideas no deben correr el riesgo de parecer algo enteramente nuevo. De otro modo sería difícil hablar. También puede ser bueno haber recibido una formación científica y filosófica. Puede ser útil también un conocimiento religioso bien basado. Pero el que se apega a una forma religiosa particular sin comprender su esencia, encontrará grandes dificultades. En general, cuando un hombre no sabe casi nada, cuando ha leído poco y pensado poco, es difícil hablar con él. Sin embargo, si tiene una buena esencia hay otro camino para él —se puede prescindir de toda conversación; pero en este caso, él debe ser obediente, deberá renunciar a su propia voluntad. En todo caso, de una manera u otra, tendrá que llegar a ello, pues esto es una regla general que vale para todos. Para acercarse a esta enseñanza en forma seria, es necesario haber estado anteriormente desilusionado, es necesario haber perdido toda confianza, ante todo en sí mismo, es decir en sus propias posibilidades, y por otra parte en todos los caminos conocidos. Un hombre no puede sentir lo más valioso de nuestras ideas, si no ha sido desilusionado por todo lo que hacía y todo lo que buscaba. Si era un hombre de ciencia, es necesario que la ciencia lo haya desilusionado. Si era devoto, es necesario que la religión lo haya desilusionado. Si era político, es necesario que la política lo haya desilusionado. Si era filósofo, es necesario que la filosofía lo haya desilusionado. Si era teósofo, es necesario que la teosofía lo haya desilusionado. Si era ocultista, es necesario que el ocultismo lo haya desilusionado. Y así sucesivamente. Pero comprendan bien: digo, por ejemplo, que un devoto debe haber sido desilusionado por la religión. Esto no quiere decir que deba haber perdido la fe. Por el contrario. Esto significa que debía estar “desilusionado” solamente de la enseñanza religiosa ordinaria y de sus métodos. Entonces comprende que la religión, tal como nos es dada ordinariamente, no basta para alimentar su fe, y no lo puede llevar a ninguna parte».

«Con excepción naturalmente de las religiones degeneradas de los salvajes, de las religiones inventadas y de algunas sectas de nuestra época moderna, todas las religiones comportan dos partes en sus enseñanzas: una visible y la otra escondida. Estar desilusionado de la religión significa estar desilusionado de su parte visible y sentir la necesidad de hallar su parte escondida o desconocida. Estar desilusionado de la ciencia no significa que uno haya tenido que perder todo interés por el conocimiento. Significa haber llegado a la convicción de que los métodos científicos usuales no solo son inútiles sino nefastos, pues no pueden llevar sino a la construcción de teorías absurdas o contradictorias. Y es necesario entonces buscar otros caminos. Estar desilusionado de la filosofía, significa haber comprendido que la filosofía ordinaria es simplemente —como dice el proverbio ruso— “verter la nada en el vacío”, por lo tanto lo contrario de una verdadera filosofía, pues es cierto que puede y que debe haber también una verdadera filosofía. Estar desilusionado del ocultismo no significa haber perdido la fe en lo milagroso, es solamente haberse convencido que el ocultismo ordinario y aun el ocultismo “sabio”, bajo cualquier nombre que se presente, no es sino charlatanería y engaño. En otros términos, no es haber renunciado a la idea de que algo existe en alguna parte, sino haber comprendido que todo lo que el hombre conoce actualmente, o es capaz de aprender por los caminos habituales, no es en absoluto lo que le hace falta».

«Poco importa lo que haga un hombre o lo que le interesaba antes. Es a partir del momento en que llegue a desilusionarse de los caminos accesibles, que vale la pena hablarle de nuestras ideas, porque solo entonces puede venir al trabajo. Pero si persiste en creer que al seguir su rutina, o al explorar otros caminos —pues aún no los ha explorado todos— puede por sí mismo encontrar o hacer cualquier cosa; esto significa que todavía no está listo. No digo que deba arrojar por la borda todo lo que estaba acostumbrado a hacer antes. Eso sería totalmente inútil. No, a menudo hasta es preferible que continúe viviendo como de costumbre. Pero ahora debe darse cuenta de que no se trataba sino de una profesión, o de un hábito, o de una necesidad. De aquí en adelante la cuestión cambia: ya no podrá “identificarse”».

«No hay sino una cosa incompatible con el trabajo y es el ocultismo profesional, dicho de otra manera: la charlatanería. Todos estos espiritistas, curanderos, todos estos clarividentes y otros, y aun la mayoría de los que los siguen, no tienen ningún valor para nosotros. Deben ustedes recordarlo siempre. Cuídense de no decirles demasiado, porque se servirán de todo lo que aprendan de ustedes para continuar burlando a pobres ingenuos».

«Hay todavía otras categorías de personas que no son mejores. Hablaremos de ellas más tarde. Entre tanto recuerden solamente estos dos puntos: no basta que un hombre se haya desilusionado de los caminos habituales, también es necesario que sea capaz de conservar o de aceptar la idea de que puede haber algo —en alguna parte. Si pueden descubrir tal hombre, él podrá discernir en sus palabras, por torpes que sean, un sabor de verdad. Pero si hablan con otras clases de personas, todo lo que ustedes les digan les sonará como absurdo, y hasta no los escucharán seriamente. No vale la pena que pierdan su tiempo con ellos. Esta enseñanza es para los que ya han buscado y se han quemado. Los que no han buscado, o no están buscando en la actualidad, no tienen necesidad de ella. Los que todavía no se han quemado, tampoco la necesitan».

—Pero no es de eso de lo que habla la gente, dijo uno de nuestros compañeros. Ellos preguntan: ¿Admiten ustedes la existencia del éter? ¿Cómo conciben el problema de la evolución? ¿Por qué no creen en el progreso? ¿Por qué no reconocen que la vida se puede y se debe organizar sobre la base de la justicia y del bien común?, y otras pamplinas de este tipo.

—«Todas las preguntas son buenas, contestó G., y ustedes pueden partir de cualquiera con tal que sea sincera. Compréndanme: cualquier pregunta sobre el éter o el progreso o el bien común puede ser planteada por alguien, simplemente por decir algo, para repetir lo que ha dicho otro, o lo que ha leído en un libro —o bien la puede plantear porque es una pregunta que le duele. Si es una pregunta que le duele, ustedes pueden darle una respuesta y llevarlo a la enseñanza a través de ella, a partir de todo lo que pregunte. Pero es indispensable que su pedido, su pregunta, le duela».

Nuestras conversaciones sobre las personas que podrían interesarse en la enseñanza y venir al trabajo, ineludiblemente nos hicieron evaluar a nuestros amigos desde un nuevo punto de vista. Todos sufrimos amargas decepciones a este respecto. Aún antes que G. nos hubiera encargado formalmente de hablar, demás está decir que de una forma u otra, todos habíamos tratado de convencer a nuestros amigos, por lo menos a aquéllos con quienes nos encontrábamos más a menudo. En la mayoría de los casos nuestro entusiasmo había recibido una glacial acogida. No nos comprendían. Ideas que nos parecían primordiales y nuevas les parecían completamente caducas, aburridas, desesperantes, o aun repugnantes. Esto nos dejaba estupefactos. No salíamos de nuestro asombro al constatar que fuese posible que personas que habían sido íntimas nuestras, con quienes poco antes habíamos podido hablar de todo lo que nos preocupaba y en las cuales habíamos encontrado un eco, ahora no vieran lo que nosotros veíamos, y que hasta vieran exactamente lo contrario. Debo decir que esta experiencia fue muy extraña para mí, aun dolorosa. Quiero hablar de la absoluta imposibilidad de hacerse comprender. Naturalmente, en la vida ordinaria, en el terreno de los problemas corrientes, estamos acostumbrados a ello; sabemos que las personas que nos son básicamente hostiles, o que por su mente estrecha son incapaces de pensar, pueden comprender al revés, falsear, desnaturalizar todo lo que decimos y atribuirnos pensamientos que nunca hemos tenido, palabras que nunca hemos pronunciado. Pero ahora producía en nosotros una impresión desalentadora, el ver que los que acostumbrábamos a considerar como de los nuestros, con quienes por lo general pasábamos mucho tiempo, y que no hacía mucho nos habían parecido capaces de comprendernos mejor que nadie, eran como los demás. Por supuesto que estos casos eran la excepción; la mayoría de nuestros amigos permanecían indiferentes, y todas nuestras tentativas para «contagiarles» nuestro interés por la enseñanza de G. no conducían a nada. Algunas veces, hasta tenían una muy curiosa impresión de nosotros. Como no tardamos en darnos cuenta, generalmente nuestros amigos consideraban que nos habíamos vuelto peores. Nos encontraban mucho menos interesantes que en otros tiempos. Nos decían que nos habíamos vuelto insípidos e incoloros, que habíamos perdido nuestra espontaneidad y nuestra sensibilidad siempre alerta, que estábamos convirtiéndonos en máquinas, perdiendo nuestra originalidad, nuestra capacidad de vibrar, en fin, que no hacíamos sino repetir como loros todo lo que le habíamos oído a G.

G. se rio mucho cuando le contamos todo esto. —«Esperen, nos dijo, lo peor todavía no ha llegado. Dense cuenta que han dejado de mentir, o en todo caso que no mienten tan bien como antes; ya no pueden mentir de una manera tan interesante. ¡El que miente bien es un hombre interesante! Pero a ustedes ya les da vergüenza mentir. Ahora están algunas veces en condiciones de confesarse a sí mismos que ignoran ciertas cosas, y ya no pueden hablar como si lo comprendieran todo. Esto vuelve a significar que se han tornado menos interesantes, menos originales y menos sensibles, como ellos dicen. De esta manera pueden ver qué clase de gente son sus amigos. Hoy, se entristecen por ustedes y desde su punto de vista tienen razón: ustedes ya han comenzado a morir— (acentuó esta palabra). El camino que conduce a la muerte total es todavía largo, sin embargo ustedes ya se han despojado de cierta capa de tontería. Ya no pueden mentirse a sí mismos con tanta sinceridad como antes. Ahora tienen el sabor de la verdad».

—¿Por qué, entonces, algunas veces me parece que no comprendo absolutamente nada?, preguntó uno de nosotros. Antes acostumbraba a pensar que sin embargo había ciertas cosas que comprendía, pero en la actualidad ya no comprendo absolutamente nada.

—«Esto significa que usted está en el camino de la comprensión, dijo G. Cuando no comprendía nada, creía comprenderlo todo, o por lo menos estaba seguro de tener la facultad de comprenderlo todo. Ahora que ha comenzado a comprender, siente que no comprende. Esto se debe a que usted ha adquirido el sabor de la comprensión. Antes le era totalmente desconocido. Hoy usted experimenta el sabor de la comprensión como una falta de comprensión».

A menudo entre nosotros volvíamos a tratar sobre la impresión que causábamos a nuestros amigos, y sobre la que ellos nos daban. Habíamos comenzado a ver que estas ideas, más que cualquier otra cosa, podían unir a la gente o separarlas.

Un día hubo una muy larga y muy interesante conversación sobre los tipos. Con numerosas adiciones, G. volvió a todo lo que ya había dicho sobre este tema; y especialmente le agregó indicaciones para el trabajo personal.

—«Probablemente cada uno de ustedes ha encontrado en su vida personas del mismo tipo. Estas personas a menudo tienen el mismo aspecto exterior y sus reacciones interiores son también las mismas. Lo que a una le gusta, igualmente le gusta a la otra, y detestan las mismas cosas. Recuerden estos encuentros y las observaciones que hicieron, porque es imposible estudiar la ciencia de los tipos si uno no se encuentra con los tipos. No hay ningún otro método. Todo el resto es imaginario. Pero en las condiciones actuales de su vida, ustedes deben comprender que no pueden encontrar más de seis o siete tipos de hombres. Aunque en realidad hay un número mayor. Los otros tipos que pueden encontrar no son sino las diversas combinaciones de estos tipos fundamentales».

—¿Cuántos tipos fundamentales hay en total?, preguntó uno de nosotros.

—«Algunos dicen que doce, respondió G. Según la leyenda, los doce apóstoles representan los doce tipos. Pero otros dicen que hay más».

Se detuvo por un instante.

—¿Podemos conocer estos doce tipos, es decir, sus definiciones y características?

—«Esperaba esta pregunta, dijo G. Nunca me ha sucedido que hable de los tipos sin que alguna persona inteligente me haga esta pregunta. ¿Cómo es que no comprenden que si se pudiera explicar, hace ya mucho tiempo que se hubiera hecho? Pero la dificultad está en que no se pueden definir en el lenguaje ordinario ni los tipos ni sus diferencias, y ustedes todavía están lejos de conocer el lenguaje en que esto sería posible. Sucede exactamente lo mismo que con las “cuarenta y ocho leyes”; hay siempre alguien que me pregunta por qué no se pueden conocer estas cuarenta y ocho leyes. ¡Cómo si esto fuese posible! Comprendan que se les da todo lo que se les puede dar. ¡Con esta ayuda, de ustedes depende el resto! Pero yo sé que pierdo mi tiempo al decirles esto. Ustedes todavía no me comprenden, y pasará tiempo antes de que puedan hacerlo. Piensen en la diferencia entre saber y ser. Se necesita un cambio de ser para comprender ciertas cosas».

Alguien dijo:

—Pero si no hay más de siete tipos alrededor de nosotros, ¿por qué no podemos conocerlos, es decir, saber en qué consiste su principal diferencia, para poder distinguirlos uno de otro cuando los encontremos y reconocer a cada uno de ellos?

—«Deben comenzar por ustedes mismos y por las observaciones de las cuales ya les he hablado, respondió G. En cualquier otro caso se trataría de un conocimiento inutilizable por ustedes. Algunos de ustedes se imaginan que pueden ver los tipos, pero de ningún modo son tipos lo que ven. Para ver los tipos, primero es necesario conocer su propio tipo. Este debe ser el punto de partida. Y para conocer su propio tipo, hay que haber sabido llevar a cabo el estudio de su propia vida, de toda su vida desde el comienzo. Hay que saber por qué y cómo han sucedido las cosas. Les voy a dar una tarea. Será a la vez una tarea general y una tarea individual. Que cada uno de ustedes cuente su vida, en el grupo. Que lo diga todo, sin adornos y sin omisiones. Acentúen lo principal, lo esencial, pasando por alto los detalles accesorios. Deben ser sinceros y no temer que los otros reciban mal lo que ustedes digan, porque cada uno de ustedes se encontrará en la misma situación. ¡Qué cada uno se desenmascare, que se muestre tal cual es! Así comprenderán una vez más por qué nada debe traslucirse fuera del grupo. Nadie osaría hablar jamás si pensara o si supusiera que sus palabras pudieran repetirse afuera. Debe estar pues firmemente convencido de que no se repetirá nada. Entonces podrá hablar sin miedo, sabiendo que los otros tendrán que hacer lo mismo que él».

Poco después, G. regresó a Moscú y en su ausencia tratamos de llevar a cabo la tarea que nos había dado. A mi sugerencia, y para mayor facilidad, algunos de nosotros tratamos primero de contar la historia de nuestra vida, no en la reunión general del grupo, sino en pequeños grupos compuestos por personas que conocíamos mejor.

Estoy obligado a decir que todos estos ensayos no condujeron a nada. Algunos dijeron demasiado, otros no lo suficiente. Algunos se perdieron en detalles inútiles o en descripciones de lo que consideraban como sus características particulares y originales: otros se concentraban en sus «pecados» y en sus errores. Pero todo esto, tomado en conjunto, estaba lejos de dar lo que aparentemente G. esperaba. El resultado se componía de anécdotas, relatos cronológicos sin interés, o recuerdos de familia que hacían bostezar a todo el mundo. Algo no iba bien. Pero ¿dónde estaba la falla? Aun aquéllos que se esforzaban por ser tan sinceros como les era posible, habían sido incapaces de decirlo. Recuerdo mis propias tentativas. Los recuerdos que conservo de mis primerísimos años nunca me han dejado de asombrar; traté entonces de evocar ciertas impresiones de mi primera infancia que me parecían psicológicamente interesantes. Pero esto no le interesaba a nadie, y vi rápidamente que no era eso lo que se nos pedía. Yo proseguí, pero casi inmediatamente, fui invadido por la certidumbre de que había, muchas cosas sobre las cuales no tenía la menor intención de hablar. Esto era totalmente inesperado para mí. Había aceptado la idea de G. sin ninguna oposición, y pensaba poder contar la historia de mi vida sin mayor dificultad. Pero esta tarea se mostró completamente imposible. Algo en mí elevaba una protesta tan vehemente que ni siquiera traté de luchar. Y cuando llegué a ciertos períodos de mi vida, me contenté con dar un esbozo e indicar solo el sentido de los hechos que quería reservar. En lo que toca a esto, me di cuenta de que mi voz y sus entonaciones cambiaban mientras hablaba de esta manera. Esto me ayudó a comprender a los otros. Me di cuenta de que al hablar de sí mismos y de sus vidas, ellos también tenían voces diferentes y entonaciones cambiantes. Y algunas veces, por haberlas ya oído en mí mismo, capté de pasada ciertas inflexiones de voz de una clase especial; ellas me marcaban los instantes en que querían esconder algo. Pero sus entonaciones los traicionaban. Más tarde, la observación de las «voces» llegaría a permitirme comprender las otras cosas.

Cuando G. estuvo de regreso en San Petersburgo (esta vez se quedó en Moscú dos o tres semanas) le participamos nuestras tentativas. Escuchó todo y dijo simplemente que no sabíamos separar la «personalidad» de la «esencia».

—«La personalidad, dijo él, se esconde detrás de la esencia, y la esencia se esconde detrás de la personalidad; de esta manera una enmascara a la otra».

—¿Cómo se puede separar la esencia de la personalidad?, preguntó alguien.

—«¿Cómo separarían ustedes lo que les pertenece de lo que no les pertenece?, contestó G. Hay que pensar en ello; es necesario preguntarse de dónde viene tal o cual de sus características. Y sobre todo, no olviden nunca que la mayoría de las personas, especialmente en el medio de ustedes, no posee casi nada propio. Nada de lo que tienen les pertenece; en la mayoría de los casos lo han robado. Lo que llaman sus ideas, sus convicciones, sus teorías, sus concepciones, todo ha sido hurtado de diversas fuentes. Es este conjunto lo que constituye su personalidad. Y es esto lo que se debe despejar, desechar».

—Pero usted mismo dijo que el trabajo comienza por la personalidad.

—«Es la pura verdad, respondió G. También debemos comenzar por establecer con precisión de qué etapa del desarrollo de un hombre y de qué nivel de ser queremos hablar. Acabo de hablar simplemente de un hombre en la vida, sin lazo alguno con el trabajo. Tal hombre, sobre todo si pertenece a la clase “intelectual”, está casi exclusivamente constituido de la personalidad. En la mayoría de los casos, su esencia ha sufrido en su más tierna edad una detención en su crecimiento. Conozco respetables padres de familia, profesores llenos de ideas, escritores conocidos, hombres de Estado, en quienes el desarrollo de la esencia se ha detenido cerca de la edad de doce años. Y esto no es tan malo. Sucede a veces que la esencia definitivamente cesa de crecer a los cinco o seis años. De allí en adelante, todo lo que un hombre pueda adquirir no le pertenecerá; solo será un repertorio de cosas muertas, tomadas de los libros; solo será una imitación».

Hubo después numerosas conversaciones, en que G. tomó parte. Quisimos comprender por qué no habíamos podido realizar la tarea que nos había dado. Pero cuanto más hablábamos, menos comprendíamos lo que en efecto G. esperaba de nosotros.

—«Esto solo muestra hasta qué punto ustedes no se conocen a sí mismos, dijo. No dudo de que algunos al menos han querido sinceramente hacer lo que les pedí, es decir, contar la historia de su vida. Sin embargo, han visto que no lo pudieron hacer y que ni siquiera sabían por dónde comenzar. No es sino un asunto aplazado, porque de todas maneras les será necesario pasar por ello. Ésta es una de las primeras pruebas en el camino. El que no ha pasado por ella no podrá ir más lejos».

—¿Qué es lo que no comprendemos?, preguntó alguien.

—«Ustedes no comprenden lo que significa ser sincero».

«Están tan habituados a mentir, tanto a sí mismos como a los demás, que no encuentran ni palabras ni pensamientos cuando quieren decir la verdad. Decir toda la verdad acerca de sí mismo es muy difícil. Antes de decirla es necesario conocerla. Y ustedes ni siquiera saben en qué consiste. Algún día hablaré a cada uno de ustedes de su rasgo principal o su defecto principal. Veremos entonces si podemos comprendernos o no».

En ese tiempo, tuvimos una conversación que me interesó muchísimo. Era una época en que yo me hallaba particularmente sensible a todo lo que pasaba en mí, y sobre todo, sentía que a pesar de todos mis esfuerzos seguía siendo incapaz de recordarme a mí mismo durante el más breve espacio de tiempo. Al comienzo había creído lograr algo, pero después lo había perdido todo, y ya no podía tener la menor duda en cuanto al sueño profundo en el cual me sentía sumergido.

El fracaso de mis tentativas de contar la historia de mi vida, y sobre todo el hecho de que ni siquiera había logrado comprender claramente lo que G. pedía, aumentaba aún más mi mal humor, que como siempre en mi caso, no se expresaba por depresión sino por irritación.

En este estado fui un día a almorzar con G. en un restaurante de la Sadovaya frente a la Puerta Gostinoy. Había saludado a G. muy secamente, después de lo cual guardé silencio.

—«¿Qué le pasa hoy?», preguntó G.

—Ni yo mismo lo sé, respondí. Comienzo simplemente a sentir que no llegamos a nada, o más bien, que yo no llego a nada. No puedo hablar de los demás. Pero para mí, he cesado de comprenderle a usted, y usted ya no explica nada, como tenía la costumbre de hacer al comienzo. Siento que de esta manera no lograremos nada.

—«Espere un poco, me dijo G., y pronto tendremos nuevas conversaciones. Compréndame: hasta ahora hemos tratado de poner cada cosa en su lugar; pronto llamaremos a las cosas por sus nombres».

Las palabras de G. me han quedado en la memoria, pero en ese momento rehusé mostrarme conforme con él, y persistí en seguir mis propios pensamientos.

—¿Qué me puede dar, dije, el que encontremos nombres para las cosas, cuando no puedo ver sus conexiones? Usted nunca contesta a ninguna de mis preguntas.

—«Muy bien, dijo G. riéndose. Le prometo contestar enseguida a cualquiera de sus preguntas…¡cómo en los cuentos de hadas!».

Sentí que él quería liberarme de mi mal humor e interiormente se lo agradecía, aunque algo en mí rehusaba apaciguarse.

Y de repente recordé que ante todo quería saber lo que G. pensaba de la «recurrencia eterna», de la repetición de las vidas, tal como yo lo comprendía. Muchas veces había tratado de entablar una conversación sobre este tema y de darle a conocer a G. mi punto de vista. Pero estas conversaciones siempre habían quedado casi en monólogos. Él escuchaba en silencio, y después se ponía a hablar de otra cosa.

—Muy bien, repliqué. Dígame lo que piensa de la «recurrencia eterna». ¿Hay en ella algo de verdad? Ésta es mi pregunta: ¿vivimos una sola vida, para desaparecer luego, o es que todo se repite una vez tras otra, quizá un número incalculable de veces, sin que lo sepamos ni guardemos el menor recuerdo?

—«La idea de la repetición, dijo G., no es la verdad total y absoluta, sino su aproximación más cercana. En este caso no se puede expresar la verdad en palabras. Lo que usted ha dicho se le acerca mucho. Pero si comprende por qué nunca hago alusión a ello, estará todavía más cerca. ¿De qué le serviría a un hombre saber la verdad sobre la “recurrencia eterna”, si no es consciente de ella, y si no cambia? Hasta se puede decir que si un hombre no cambia, la repetición no existe para él. Si usted le habla de la repetición no hará sino aumentar su sueño. ¿Por qué haría esfuerzos hoy sí todavía tiene tanto tiempo y tantas posibilidades por delante, toda una eternidad? ¿Por qué tomarse el trabajo hoy? Ésa es la razón precisa por la que la enseñanza no dice nada de la repetición y considera solamente la vida que conocemos. La enseñanza no tiene ningún contenido, ningún sentido, si uno no lucha para que se opere un cambio en sí mismo. Y a fin de cambiarse a sí mismo, el trabajo debe comenzar hoy, inmediatamente. Una vida basta para alcanzar la visión de todas las leyes. Un conocimiento relativo de la repetición de las vidas no puede aportar nada a un hombre que no ve cómo se repiten todas las cosas en una vida, es decir en esta vida, y que no lucha para cambiarse a sí mismo con el fin de escapar de esta repetición. Pero si realiza un cambio esencial en sí mismo y si logra un resultado, este resultado no se puede perder».

—¿Tendría razón al deducir que todas las tendencias innatas o adquiridas deben crecer?, pregunté.

—«Si y no. En la mayoría de los casos es verdad, como lo es para la totalidad de la vida. Sin embargo, en una gran escala, pueden intervenir nuevas fuerzas. No se lo voy a explicar ahora; pero reflexione sobre esto: también son susceptibles de cambio las influencias planetarias. Éstas no son permanentes. Al lado de esto, las tendencias mismas pueden ser diferentes; hay tendencias que una vez que aparecen ya no desaparecen más y se van desarrollando mecánicamente por sí mismas, mientras que hay otras que siempre tienen que ser estimuladas nuevamente, porque se debilitan sin cesar y aun se pueden desvanecer por completo o convertirse en sueños, cuando un hombre deja de trabajar sobre ellas. Además, hay un plazo señalado para cada cosa. Para cada cosa (acentuó estas palabras) existen posibilidades —pero solamente por un tiempo limitado».

Me interesaban extremadamente todas las ideas que G. acababa de expresar. La mayoría coincidía con lo que ya había «adivinado». Pero el hecho de que él reconociera lo bien basado de mis premisas fundamentales —y todo el contenido que él les había dado— era para mí de una importancia enorme. De inmediato, todas las cosas comenzaron a conectarse para mí. Y tuve la sensación de ver aparecer delante de mí las grandes líneas de este «majestuoso edificio», del cual se trataba en las «Vislumbres de la Verdad». Mi mal humor se había desvanecido, aun sin yo percibirlo.

G. me miró sonriendo.

—«¡Vea cuán sencillo es voltearlo! Pero puede ser que simplemente le estuviera contando cuentos, quizás la “eterna recurrencia” no existe en absoluto. ¿A quién le gusta estar con un Uspenskiï gruñón, que no come ni bebe? Me he dicho: “¡Tratemos de animarlo!”. Y ¿cómo se anima a alguien? A tal persona hay que contarle anécdotas. Con tal otra, basta conocer su manía. Yo sabía que la manía de nuestro Uspenskiï… es la “eterna recurrencia”. Por lo tanto, le he ofrecido contestar cualquier pregunta: ¡bien sabía lo que él me preguntaría!».

Pero las bromas de G. no me afectaban. Me había dado algo muy substancial y ya no me lo podía quitar. Yo no daba ningún crédito a sus bromas, pues no concebía que él hubiera podido inventar lo que acababa de decir sobre la eterna recurrencia. También había aprendido a conocer sus entonaciones. Y el futuro me demostró que yo tenía razón; pues aunque nunca introdujo la idea de la eterna recurrencia en las exposiciones de su enseñanza, G. no dejaba de referirse a ella —sobre todo cuando hablaba de las posibilidades perdidas por la gente que se había aproximado a la enseñanza y que luego se había alejado—.

Los grupos continuaban reuniéndose como de costumbre. Un día G. nos dijo que quería emprender un experimento sobre la separación de la personalidad y de la esencia. Todos estábamos muy interesados porque hacía tiempo que había prometido «experimentos»; pero hasta ahora no habíamos visto nada. No voy a describir sus métodos, hablaré simplemente de los dos hombres que escogió esa noche para el experimento. Uno ya era de cierta edad, y ocupaba una posición social muy alta. En nuestras reuniones hablaba muchísimo de sí mismo, de su familia, del Cristianismo y de los sucesos del día, de la guerra y de toda clase de «escándalos» escogidos entre los que más lo horrorizaban. El otro era más joven. Muchos de nosotros no lo tomábamos en serio. En muchas circunstancias se hacía el bufón, como se dice; o se mezclaba en interminables discusiones de tal o cual detalle de la enseñanza que, en el fondo, no tenía la menor importancia. Era muy difícil comprenderlo. Hablaba de una manera confusa, embrollando las cosas más simples, mezclando de una manera inextricable los puntos de vista y los términos relacionados con los más diferentes niveles y campos.

No diré nada sobre el comienzo del experimento.

Estábamos sentados en el salón.

La conversación seguía su curso habitual.

—«Ahora, observen», dijo G. en voz baja.

El mayor de los dos, que estaba hablando acaloradamente, casi fuera de sí, ya no recuerdo de qué, se detuvo de repente en medio de una frase, y hundiéndose en su silla, comenzó a mirar fijamente hacia adelante. A una señal de G., continuamos hablando, esquivando el mirarlo. El más joven comenzó por escuchar lo que decíamos, y luego, él mismo se puso a hablar. Nos miramos todos unos a otros. Su voz había cambiado. Nos participó algunas observaciones que había hecho sobre sí. Hablaba de una manera clara, sencilla e inteligible, sin palabras superfinas, sin extravagancias y sin bufonerías. Después se calló. Fumaba un cigarrillo y obviamente pensaba en algo. En cuanto al primero, seguía manteniéndose inmóvil, como haciendo una bola de sí mismo.

—«Pregúntele en qué está pensando», dijo G. tranquilamente.

—¿Yo? —y levantó la cabeza, como si esta pregunta lo acabara de despertar: «En nada».

Sonrió débilmente, como disculpándose. Parecía sorprendido de que se le preguntara en qué pensaba.

—Bueno, usted justamente hablaba de la guerra y de lo que sucedería si hiciéramos la paz con los alemanes, dijo uno de nosotros. ¿Todavía le sigue preocupando esa pregunta?

—Realmente, no sé, dijo con voz insegura. ¿Hablaba yo de eso?

—¡Claro que sí! Hace solo un instante usted decía que todo el mundo debía pensar en ello, que nadie tenía el derecho de olvidar la guerra ni de despreocuparse de ella, que todo el mundo debía tener una opinión bien definida: si o no, en favor o en contra de la guerra.

Escuchaba como si no comprendiera nada de lo que se decía. —¿Sí?, preguntó—. Qué extraño. No me acuerdo de nada.

—Pero ¿no le interesan estos asuntos?

—No, no me interesan en absoluto.

—¿No le preocupan todas las consecuencias de los sucesos actuales, y sus posibles resultados para Rusia y para la civilización?

Sacudió la cabeza con una expresión de pesar.

—Simplemente no comprendo de qué están hablando, dijo. Esto no me interesa en absoluto y no sé nada de ello.

—Bien. Usted hablaba hace poco de los miembros de su familia. Si se interesaran por nuestras ideas y vinieran al trabajo, ¿no le sería todo mucho más fácil?

—Sí, puede ser, —siempre con voz insegura. Pero ¿por qué debería yo pensar en esto?

—Pero ¿no decía que le asustaba el abismo —tal era su expresión— que se abría entre usted y ellos?

No hubo respuesta.

—Pero ¿qué piensa de esto ahora?

—No pienso en esto en ninguna forma.

—Si alguien le preguntara qué es lo que quiere, ¿qué respondería?

Otra vez una mirada vaga.

—No quiero nada.

—Pero sí, piénselo, ¿qué le gustaría?

Sobre una mesita, a su lado, había un vaso de té que no había terminado. Se fijó en él por un largo momento como si considerara algo. Dos veces paseó su mirada alrededor de él, luego se fijó de nuevo en el vaso, y en voz muy seria, con una entonación tan solemne que nos miramos unos a otros, pronunció estas palabras:

Pienso que me gustaría un poco de mermelada de frambuesa. Desde el fondo de la sala vino una voz que apenas reconocimos.

Era el segundo sujeto del experimento.

—¿No ven ustedes que está dormido?

—¿Y usted mismo?, preguntó alguien.

—Yo, por el contrario, estoy despierto.

—¿Por qué se ha dormido él, mientras que usted se ha despertado?

—No lo sé.

Así terminó el experimento.

Al día siguiente, ni uno ni otro se acordaba de nada. G. nos explicó que todo lo que constituía el tema ordinario de las conversaciones, de las preocupaciones, de la agitación del primer hombre, estaba en su personalidad. Cuando su personalidad estaba dormida no le quedaba prácticamente nada. En contraste, si había mucha habladuría superflua en la personalidad del otro hombre, detrás de ella se escondía una esencia que sabía tanto como su personalidad y lo sabía mejor; mientras la personalidad dormía, la esencia tomaba su lugar, al cual tenía infinitamente más derecho.

—«Noten que, contrariamente a su costumbre, él ha hablado muy poco, dijo G. Pero observaba a cada uno de ustedes y no se le escapaba nada de todo lo que pasaba».

—Pero ¿de qué le sirve eso si ya no lo recuerda?, dijo uno de nosotros.

—«La esencia lo recuerda, dijo G., la personalidad ha olvidado. Y le era necesario, porque de otra manera la “personalidad” habría pervertido todo. Se habría adjudicado todo a sí misma».

—Pero esto es una especie de magia negra, dijo uno de nosotros.

—«Peor, dijo G. Esperen y verán cosas aún mucho peores».

Hablando de «tipos», G. dijo un día:

—«¿Han notado el enorme papel del “tipo” en las relaciones del hombre y la mujer?».

—He notado, dije, que en el curso de toda su vida, un hombre no entra en contacto sino con solo cierto tipo de mujer, y una mujer con cierto tipo de hombre. Es como si un tipo de mujer estuviera predeterminado para cada hombre, y un tipo de hombre para cada mujer.

—«Es cierto, me dijo G. Pero dicho en esta forma naturalmente es demasiado general. En efecto, usted nunca ha visto ningún tipo de hombre ni de mujer, sino solo tipos de sucesos. Lo que estoy diciendo se refiere al tipo real, es decir a la esencia. Si la gente pudiera vivir en su esencia, un tipo de hombre siempre encontraría al tipo de mujer que le corresponde, y nunca habría una conjunción equivocada de tipos. Pero la gente vive en su personalidad que tiene sus propios intereses, sus propios gustos. Éstos no tienen nada en común con los intereses y los gustos de la esencia. En tal caso, la personalidad es el resultado del trabajo equivocado de los centros. Por esta razón, puede no querer lo que la esencia quiere —y querer precisamente lo que la esencia no quiere. Es así como comienza el conflicto entre la esencia y la personalidad. La esencia sabe lo que desea, pero no lo puede explicar. La personalidad no quiere ni oírla y no toma en cuenta para nada sus deseos. Ella tiene sus propios deseos, y actúa a su manera. Pero allí termina su poder. Después de esto, de una u otra manera las dos esencias, la del hombre y la de la mujer, tienen que vivir juntas. Y se odian. En este campo, no hay comedia posible; de todas maneras, es la esencia, el tipo, que finalmente toma el mando y decide».

«Y en tal caso, nada se puede hacer ni por la razón, ni por el cálculo. Ni por “amor”, porque en el sentido real de la palabra el hombre mecánico no puede amar —en él, ello ama o ello no ama».

«Al mismo tiempo, el sexo desempeña un papel enorme en el mantenimiento de la mecanicidad de la vida. Todo lo que hace la gente tiene relación con el sexo; la política, la religión, el arte, el teatro, la música, todo es “sexo”. ¿Creen ustedes que la gente va a la iglesia para rezar, o al teatro para ver alguna pieza nueva? No, éstos no son sino pretextos. Lo principal, tanto en el teatro como en la iglesia, es que allí se pueden encontrar hombres o mujeres. He allí el centro de gravedad de todas las reuniones. ¿Qué es lo que lleva a la gente a los cafés, los restaurantes, las fiestas de toda clase? Una sola cosa; el Sexo. Allí está la principal fuente de energía de toda la mecanicidad. Todo sueño, toda hipnosis deriva de ella».

«Traten de comprender lo que quiero decir. La mecanicidad es particularmente peligrosa cuando la gente no la quiere tomar por lo que es y trata de explicarla como otra cosa. Cuando el sexo es claramente consciente de sí mismo, cuando no se refugia detrás de pretextos, ya no se trata de la mecanicidad de la cual hablo. Por el contrario, el sexo que existe por sí solo y que no depende de otra cosa ya es un gran logro. Pero ¡el mal estriba en esta mentira perpetua a sí mismo»!

—¿Y a qué conclusión llega usted?, preguntó alguien. ¿Debemos dejar las cosas así, o cambiarlas? G. sonrió.

—«Esto es lo que siempre se pregunta. Cualquiera sea el asunto de que se habla, la gente pregunta: “¿Es admisible que sea así?, y ¿no se puede cambiar este estado de cosas?”. ¡Como si fuera posible cambiar cualquier cosa, o hacer cualquier cosa! Ustedes al menos ya deberían haber visto la ingenuidad de tales preguntas. Fuerzas cósmicas han creado esta situación y fuerzas cósmicas la rigen. Y ustedes preguntan: ¿debemos dejar las cosas así o cambiarlas? ¡Vamos! Dios mismo no podría cambiar nada. ¿Se acuerdan de lo que se ha dicho sobre las cuarenta y ocho leyes? Éstas no se pueden cambiar, pero uno puede librarse de un gran número de ellas, quiero decir que hay una posibilidad de cambiar el estado de las cosas para uno mismo. Se puede escapar de la ley general, pero la ley general no puede ser cambiada ni en este ni en ningún otro. Pero un hombre puede cambiar su propia situación respecto a esta ley: puede escapar de ella. Tanto más cuanto que la ley de la cual hablo, es decir el poder del sexo sobre la gente, ofrece muy diversas posibilidades. El sexo es la principal razón de nuestra esclavitud, pero también nuestra principal posibilidad de liberación».

«El “nuevo nacimiento” del cual hemos hablado depende tanto de la energía sexual como el nacimiento físico y la propagación de la especie».

«El hidrógeno Si 12 es el hidrógeno que representa el producto final de la transformación del alimento en el organismo humano. Es la materia a partir de la cual el sexo trabaja y produce. Es la “semilla” o el “fruto”».

«El hidrógeno Si 12 puede pasar a do de la octava siguiente con la ayuda de un “choque adicional”. Pero este “choque” puede ser de naturaleza doble, y dos octavas diferentes pueden comenzar, una fuera del organismo que ha producido Si, la otra dentro del organismo mismo. La unión de los Si 12 masculino y Femenino —y todo lo que se acompaña— constituye el “choque” de la primera clase y la nueva octava, comenzada con su ayuda, se desarrolla independientemente como un nuevo organismo o una nueva vida».

«Tal es la forma normal y natural de utilizar la energía de Si 12. Sin embargo, hay otra posibilidad en el mismo organismo. Es la posibilidad de crear una nueva vida dentro del organismo donde Si 12 ha sido elaborado, pero esta vez sin la unión de los dos principios masculino y femenino. Desde entonces una nueva octava se desarrolla dentro del organismo y no afuera. Es el nacimiento del “cuerpo astral”. Deben comprender que el “cuerpo astral” nace de la misma manera que el cuerpo físico. Solo difiere el proceso. El cuerpo físico entero en todas sus células es penetrado por así decirlo, por las emanaciones de la materia Si 12. Y cuando la saturación ha llegado a un grado suficiente, la materia Si 12 comienza a cristalizarse. La cristalización de esta materia equivale a la formación del “cuerpo astral”».

«El pasaje de la materia Si 12 al estado de emanaciones, y la saturación gradual de todo el organismo por estas emanaciones, es lo que la alquimia llama transformación o “transmutación”. Es justamente esta transformación del cuerpo físico en cuerpo astral lo que la alquimia llama la transformación de lo grosero en sutil o la transmutación de metales viles en oro».

«La transmutación total, es decir la formación del “cuerpo astral”, solo es posible en un organismo sano, que funciona normalmente. En un organismo enfermo, o anormal, o inválido, no hay transmutación posible».

—¿Es necesaria la continencia absoluta para la transmutación?, y, de manera general, ¿es útil la abstinencia sexual para el trabajo sobre sí?, preguntó alguien.

—«Su pregunta abarca muchas otras, dijo G. En efecto, la abstinencia sexual es necesaria para la transmutación, pero solamente en ciertos casos, es decir para ciertos tipos de hombre. Para otros tipos no es necesaria en forma alguna. Y para otros aún, viene por sí sola cuando comienza la transmutación. Voy a explicárselo más claramente. Para ciertos tipos es indispensable una larga y total abstinencia sexual para que comience la transmutación; sin esta larga y total abstinencia, no puede comenzar. Pero una vez que el proceso esté bien encaminado, la abstinencia deja de ser necesaria. En otros casos, es decir con otros tipos, la transmutación muy bien puede comenzar, por el contrario, en una vida sexual normal; puede aun realizarse más pronto y desenvolverse mucho mejor con un gran expendio exterior de energía sexual. En el tercer caso, al comienzo la transmutación no requiere abstinencia, pero luego toma toda la energía del sexo y pone fin a la vida sexual normal, o al expendio exterior de la energía sexual».

«Pasemos a la otra pregunta: “la abstinencia sexual ¿es útil o no para el trabajo?”».

«Es útil si hay abstinencia en todos los centros. Si hay abstinencia solo en un centro, y plena libertad de imaginación en los otros, no puede haber nada peor. Además, la abstinencia puede ser útil si un hombre sabe utilizar la energía que ahorra de esta manera. Si no lo sabe, no se puede obtener de la abstinencia ventaja alguna».

—Con relación a esto, ¿cuál es, en general, la forma de vida más justa desde el punto de vista del trabajo?

—«Es imposible decirlo. Lo repito, mientras un hombre no sabe, es preferible para él no emprender nada. Hasta que no tenga un conocimiento nuevo y exacto, le será del todo suficiente que dirija su vida según las reglas y los principios comunes. En este campo, cuando un hombre comienza a hacer teorías o a soltar las riendas de su imaginación, esto solo lleva a la psicopatía. Pero una vez más, hay que recordar que en el trabajo solo personas completamente normales con relación a lo sexual tienen una posibilidad. Toda clase de “originalidades”, todo gusto extraño, los deseos raros, el miedo y la acción constante de los “topes”, todo esto debe ser destruido desde el comienzo. La educación moderna y la vida moderna crean un número incalculable de psicópatas sexuales. En el trabajo, no tienen la menor posibilidad».

«De manera completamente general, se puede decir que solo hay dos formas legítimas de expender la energía sexual: la vida sexual normal y la transmutación. En este campo, toda invención es de lo más peligrosa».

«Desde tiempos inmemoriales la abstinencia ha sido experimentada. Muy rara vez ha dado resultados, pero en la mayoría de los casos lo que se llama abstinencia es solamente el trueque de sensaciones normales por sensaciones anormales, porque estas últimas son más fáciles de esconder; sin embargo, no es de esto de lo que quiero hablar. Quisiera hacerles comprender dónde estriba el mayor mal y el factor principal de nuestra esclavitud. No es en el sexo mismo, sino en el abuso del sexo. Pero casi nunca se comprende lo que significa el abuso del sexo. No se trata aquí de excesos sexuales o de perversiones sexuales. Éstas son solo formas relativamente inofensivas del abuso del sexo. No, es indispensable conocer muy bien la máquina humana para comprender lo que es el abuso del sexo, en el sentido verdadero de esta expresión. Indica el trabajo equivocado de los centros en sus relaciones con el centro sexual; en otros términos, la acción del sexo operando a través de los otros centros, y la acción de los otros centros operando a través del centro sexual; o para ser todavía más preciso, indica el funcionamiento del centro sexual con la ayuda de energía prestada por los otros centros y el funcionamiento de los otros centros con la ayuda de energía prestada por el centro sexual“la abstinencia sexual ¿es útil o no para el trabajo?”».

«Es útil si hay abstinencia en todos los centros. Si hay abstinencia solo en un centro, y plena libertad de imaginación en los otros, no puede haber nada peor. Además, la abstinencia puede ser útil si un hombre sabe utilizar la energía que ahorra de esta manera. Si no lo sabe, no se puede obtener de la abstinencia ventaja alguna».

—¿Se puede considerar al sexo como un centro independiente?, preguntó uno de los oyentes.

—«Sí, respondió G. Pero al mismo tiempo, si consideramos el piso inferior como una totalidad, entonces el sexo se puede considerar como la parte neutralizante del centro motor».

—¿Con qué hidrógeno trabaja el centro sexual?, preguntó otro.

Esta pregunta nos había interesado a todos durante largo tiempo, pero no le habíamos podido encontrar solución. Y G., siempre eludía una respuesta directa cuando le planteábamos la pregunta.

—«El centro sexual trabaja con hidrógeno 12, dijo esta vez».

«Es decir, que debería trabajar con éste. El hidrógeno 12 es Si 12. Pero el hecho es que trabaja muy rara vez con su hidrógeno propio. Las anomalías en el trabajo del centro sexual exigen un estudio especial».

«En primer lugar, se debe notar que normalmente en el centro sexual, así como en el centro emocional superior y en el centro intelectual superior, no hay lado negativo. En todos los otros centros, con excepción de los centros superiores, es decir en los centros intelectual, emocional, motor e instintivo, hay, por así decirlo, dos mitades —una positiva y otra negativa; afirmación y negación, “sí” y “no” en el centro intelectual; sensaciones agradables y desagradables en los centros instintivo y motor. Pero tal división no existe en el centro sexual. No hay lados positivos y negativos en él. No hay sensaciones desagradables ni sentimientos desagradables en él: o bien hay sensación agradable, sentimiento agradable, o no hay nada— ausencia de toda sensación, una indiferencia completa. Pero como consecuencia del trabajo equivocado de los centros, a menudo sucede que el centro sexual entra en contacto con la parte negativa del centro emocional o del centro instintivo. De ahí que ciertos estímulos particulares, o aun cualquier estímulo del centro sexual, pueden evocar sentimientos desagradables, sensaciones desagradables. Las personas que experimentan tales sensaciones o tales sentimientos, suscitados en ellas por las ideas o imaginaciones ligadas al sexo, llegan a considerarlos como pruebas de virtud o como algo original; de hecho, estas personas simplemente son enfermas. Todo lo que está relacionado con el sexo debería ser o agradable o indiferente. Las sensaciones y los sentimientos desagradables vienen todos del centro emocional o del centro instintivo».

«Tal es el abuso del sexo. Pero una vez más hay que recordar que el centro sexual trabaja con hidrógeno 12. Esto significa que es más fuerte y más rápido que todos los otros centros. De hecho, el sexo gobierna a todos los otros centros. La única cosa que lo mantiene preso en las circunstancias ordinarias, es decir cuando un hombre no tiene ni conciencia ni voluntad, es lo que hemos llamado “topes”. Éstos pueden reducirlo literalmente a nada, es decir, pueden impedir sus manifestaciones normales, pero no pueden destruir su energía. La energía subsiste y pasa a los otros centros a través de los cuales se expresa; dicho de otra manera, los otros centros le roban al centro sexual la energía que él mismo no emplea. La energía del centro sexual en el trabajo de los centros intelectual, emocional y motor, se reconoce por un “sabor” particular, por un cierto ardor, una vehemencia que de ninguna manera es necesaria. El centro intelectual escribe libros, pero cuando explota la energía del centro sexual, no se ocupa simplemente de filosofía, de ciencia o de política —siempre está combatiendo algo, discutiendo, criticando, creando nuevas teorías subjetivas. El centro emocional predica el Cristianismo, la abstinencia, el ascetismo, el terror, el horror al pecado, el infierno, el tormento de los pecadores, el fuego eterno, y todo esto con la energía del sexo. O bien fomenta revoluciones, roba, incendia, asesina, con esta misma energía robada al sexo. Y siempre con esta energía, el centro motor se apasiona por el deporte, bate récords, salta vallas, escala montañas, lucha, combate, etc. En todos los casos en que los centros intelectual, emocional o motor utilizan la energía del sexo, se encuentra esta vehemencia característica, al mismo tiempo que aparece la inutilidad del trabajo emprendido. Ni el centro intelectual, ni el centro emocional, ni el centro motor, pueden jamás crear algo útil con la energía del centro sexual. Éste es un ejemplo del abuso del sexo».

«Pero aquí no se trata sino de un solo aspecto. Un segundo aspecto está representado por el hecho de que cuando la energía del sexo es hurtada por los otros centros y desperdiciada en un trabajo inútil, no le queda nada para él mismo y entonces tiene que robar la energía de los otros centros, que es de una calidad muy inferior a la suya y mucho más grosera. Sin embargo, el centro sexual es muy importante para la actividad general, particularmente para el crecimiento interior del organismo, porque al trabajar con el hidrógeno 12, este centro puede aprovechar un alimento de impresiones muy fino, que ninguno de los otros centros ordinarios puede recibir. Este alimento fino de impresiones es muy importante para la producción de los hidrógenos superiores. Pero cuando el centro sexual trabaja con una energía que no es la suya, es decir, con los hidrógenos relativamente inferiores 48 y 24, sus impresiones se tornan mucho más groseras, y deja de mantener el papel que podría desempeñar en el organismo. Al mismo tiempo, su unión con el centro intelectual y la utilización de su energía por el centro intelectual provocan un exceso de imaginación de orden sexual, y lo que es más, una tendencia a satisfacerse con esta imaginación. Su unión con el centro emocional crea el sentimentalismo, o por el contrario, celos y crueldad. Éstos son algunos otros aspectos del abuso del sexo».

—¿Qué debe hacer uno para luchar contra el abuso del sexo?, preguntó alguien.

G. se echó a reír.

—«Estaba esperando esta pregunta, dijo. Pero deberían haber comprendido que, para un hombre que todavía no ha comenzado a trabajar sobre sí mismo y que no conoce la estructura de la máquina humana es tan imposible explicarle la significación del abuso del sexo como explicarle la manera de evitarlo. El trabajo sobre sí, correctamente dirigido, comienza con la creación de un centro de gravedad permanente. Cuando un centro de gravedad permanente ha sido creado, todo el resto, al subordinarse a éste, se organiza poco a poco. La pregunta se resume entonces de esta manera: ¿a partir de qué, y cómo se puede crear un centro de gravedad? Ésta es la respuesta que podemos dar: solamente la justa actitud de un hombre con respecto al trabajo, con respecto a la escuela, su apreciación justa del valor del trabajo y su comprensión de la mecanicidad o de lo absurdo de todo el resto, pueden crear en él un centro de gravedad permanente».

«El papel del centro sexual en la creación de un equilibrio general y de un centro de gravedad permanente puede ser muy grande. En virtud de su energía, es decir si emplea su propia energía, el centro sexual se sitúa al nivel del centro emocional superior. Y todos los otros centros le están subordinados. Por consiguiente, sería una gran cosa si trabajara con su propia energía. Esto solo bastaría para indicar un grado de ser relativamente elevado. Y en este caso, es decir, si el centro sexual trabajara con su propia energía y en su propio lugar, todos los otros centros podrían trabajar correctamente, en su lugar y con su propia energía».