San Petersburgo en 1915. G. en San Petersburgo. Una conversación sobre los grupos. Alusión al trabajo «esotérico». La «prisión» y la «evasión de la prisión». ¿Cómo evadirse? ¿Quién puede ayudar y de qué manera? Primeras reuniones de San Petersburgo. Una pregunta sobre la reencarnación y la vida futura. ¿Cómo llegar a la inmortalidad? La lucha del «si» y del «no». Cristalización sobre una base justa y cristalización sobre una base equivocada. Necesidad del sacrificio. Observaciones. Conversación con G. con motiva de una venta de tapices. Lo que G. contaba de su vida. Una pregunta sobre el saber antiguo: ¿por qué está escondido? Respuesta de G. El saber no está escondido. «Materialidad» del saber. El hombre rehúsa aun la parte del saber que se le ofrece. Una pregunta sobre la inmortalidad. Los «cuatro enojos del hombre». Ejemplo del crisol lleno de polvos metálicos. El camino del Faquir, el camino del Monje y el camino del yogui. El «cuarto camino». ¿Existen la civilización y la cultura?
En San Petersburgo el verano transcurrió en medio del habitual trabajo literario. Estaba preparando nuevas ediciones de mis libros, corrigiendo las pruebas… Era el terrible verano de 1915, con su atmósfera más y más deprimente, de la cual no llegaba a liberarme a pesar de todos mis esfuerzos. Se estaba luchando en territorio ruso, y la guerra día a día se acercaba a nosotros. Todo comenzaba a tambalearse. Esta secreta tendencia al suicidio que ha sido tan determinante en la vida rusa, se ponía más y más en evidencia. Se jugaba una «prueba de fuerza». Los impresores hacían continuas huelgas. Mi trabajo estaba detenido. Ya no podía dudar más que la catástrofe sobrevendría antes de que yo pudiera realizar mis proyectos. Sin embargo, mis pensamientos volvían a menudo a las conversaciones de Moscú. Cuántas veces, al ponerse las cosas particularmente difíciles, me dije: «Abandonaré todo e iré a reunirme con G. en Moscú». Ante este pensamiento siempre sentía alivio.
El tiempo pasaba. Un día, ya en otoño, fui llamado al teléfono y escuché la voz de G. Había venido a San Petersburgo por algunos días. Fui en seguida a verlo, y entre conversaciones con otros visitantes, me habló tal como lo había hecho en Moscú.
En la víspera de su partida me dijo que regresaría pronto. En su segunda visita, al contarle yo acerca de cierto grupo al cual concurría en San Petersburgo y en el cual se discutían todos los tópicos posibles, desde la guerra hasta la psicología, me dijo que sería útil entrar en relación con tales grupos puesto que él se proponía emprender en San Petersburgo un trabajo análogo al que dirigía en Moscú.
Partió a Moscú, prometiendo regresar a las dos semanas. Hablé acerca de él con algunos de mis amigos y quedamos en espera de su llegada.
Una vez más regresó solo por algunos días y sin embargo logré presentarle a algunas personas. Con respecto a sus planes e intenciones, dijo que deseaba organizar su trabajo en una escala mayor, dando conferencias públicas, disponiendo una serie de experimentos y demostraciones, todo con el fin de atraer a su trabajo gente con una preparación más amplia y variada. Todo esto me recordó algo de lo que había oído en Moscú. Pero no comprendí claramente de qué «experimentos» y «demostraciones» hablaba; esto solo se aclaró más tarde.
Recuerdo una conversación que tuvo lugar —como era habitual con G.— en un pequeño café en la Nevski.
G. me habló con cierto detalle, acerca de la organización de grupos para su trabajo, y sobre el papel de éstos en dicho trabajo. Una o dos veces, usó la palabra «esotérico», la cual nunca había pronunciado antes en mi presencia. Me habría gustado saber qué quería decir con ello, pero cuando traté de interrumpirlo y preguntarle el sentido que él le daba al término «esotérico», eludió la respuesta.
—No tiene importancia; llámelo como usted quiera. Ahí no está el problema. Lo esencial es esto: «un grupo» es el comienzo de todo. Un hombre solo no puede hacer nada, no puede alcanzar nada. Un grupo realmente dirigido puede hacer mucho. Al menos, tiene una posibilidad de llegar a resultados que un hombre solo nunca podrá alcanzar.
«Usted no se da cuenta de su propia situación. Usted está en una prisión. Todo lo que puede desear, si es sensato, es escapar. Pero ¿cómo escapar? Es necesario atravesar las murallas, cavando un túnel. Un hombre solo no puede hacer nada. Pero supongamos que sean diez o veinte que trabajen por turno; ayudándose los unos a los otros, pueden acabar el túnel y escapar».
«“Más aún, nadie puede escapar de la prisión sin la ayuda de aquellos que ya han escapado”. Solo ellos pueden decir cómo es posible la evasión y hacer llegar a los cautivos las herramientas, las limas, todo lo que necesitan. Pero un prisionero aislado no puede encontrar a dichos hombres libres ni entrar en contacto con ellos. Una organización es necesaria. Nada se puede lograr sin una organización».
G. volvió a menudo a este ejemplo de la «prisión» y la «evasión de la prisión». A veces era el punto de partida de todo lo que él decía, y le gustaba subrayar que cada prisionero puede un día encontrar su oportunidad de evadirse, siempre y cuando sepa darse cuenta de que está en prisión. Mientras no comprenda esto, mientras se crea libre, ¿qué posibilidad puede tener?
Nadie puede ayudar ni liberar por la fuerza a un hombre que no quiere ser libre, que desea todo lo contrario. La liberación es posible, pero solo como resultado de trabajos prolongados, de grandes esfuerzos y sobre todo de esfuerzos conscientes hacia una meta definida.
Poco a poco le fui presentando a G. un mayor número de personas. Y cada vez que él venía a San Petersburgo yo organizaba en casa de amigos, o con los grupos ya existentes, charlas y conferencias en las cuales él tomaba parte.
Treinta o cuarenta personas solían asistir a estas reuniones. A partir de enero de 1916, G. vino con regularidad a San Petersburgo cada quince días; algunas veces traía a algunos de sus alumnos de Moscú.
G. tenía una manera propia de organizar estas reuniones que yo no comprendía bien. Por ejemplo, rara vez me autorizaba a precisar por adelantado una fecha fija. Por lo general, al final de una reunión nos enterábamos que G. regresaría a Moscú al día siguiente. Pero al llegar la mañana, comunicaba haber decidido quedarse hasta la noche. El día entero transcurría en los cafés donde él se encontraba con las personas que querían verlo. No era sino poco antes de la hora de nuestras reuniones habituales cuando me decía:
—«¿Por qué no reunirse esta noche? Llame a aquéllos que quieran venir y dígales que estaremos en tal lugar».
Yo me precipitaba al teléfono, pero naturalmente a las siete o siete y media de la noche, todo el mundo estaba ya comprometido y no podía reunir sino a un pequeño número de personas.
Para aquéllos que vivían fuera de San Petersburgo, en Tsárskoye, etc., les era casi siempre imposible reunirse con nosotros.
En aquel entonces no veía por qué G. actuaba así. No podía captar sus motivos. Pero luego comprendí claramente el principal de ellos. De ninguna manera quería G. facilitar el acercamiento a su enseñanza. Por el contrario, estimaba que no era sino sobreponiéndose a las dificultades accidentales o aun arbitrarias, como la gente podía aprender a valorarla.
—«Nadie valora lo que obtiene sin esfuerzos, decía. Y si un hombre ya ha sentido algo, créame, se quedará todo el día al lado del teléfono, por si fuera invitado. O bien él mismo llamará, se desplazará, buscará noticias. Si un hombre espera ser llamado o si se informa de antemano con el fin de facilitarse las cosas, bien puede seguir esperando. Por cierto, para aquéllos que no viven en San Petersburgo es difícil. Nada podemos hacer por ellos. Más tarde, quizás, tendremos reuniones en fechas fijas. Por ahora es imposible. Es necesario que la gente se manifieste y que nosotros podamos ver cómo valoran lo que han oído».
Todos estos puntos de vista y muchos más aun, permanecían a medias incomprensibles en ese entonces para mí.
Pero en general todo lo que decía G., ya sea en las reuniones o fuera de ellas, me interesaba cada vez más.
Durante una conferencia alguien hizo una pregunta sobre la reencarnación; también preguntó si se podía creer en los casos de comunicación con los muertos.
—Hay varias posibilidades, dijo G. Pero es necesario comprender que el ser de un hombre, tanto en la vida como después de la muerte —si es que existe después de su muerte— puede ser de calidad muy diferente. El «hombre máquina», para quien todo depende de influencias exteriores, a quien todo le sucede, que ahora es cierto hombre, y otro al momento siguiente, y más tarde un tercero, no tiene porvenir de ninguna clase; está enterrado y eso es todo. No es sino polvo y al polvo volverá. Estas palabras se aplican a él. Para que pueda haber una vida futura, del orden que sea, tiene que haber cierta cristalización, cierta fusión de cualidades interiores del hombre; tiene que haber cierta autonomía en relación a las influencias exteriores. Si hay en un hombre algo que puede resistir a las influencias exteriores, entonces esta misma cosa podrá resistir a la muerte del cuerpo físico. Pero yo les pregunto: ¿Qué es lo que podría resistir a la muerte del cuerpo físico en un hombre que se desmaya cuando se corta el dedo meñique? Si algo hay en un hombre, fuere lo que fuere, esto puede sobrevivir; pero si no hay nada, entonces nada puede sobrevivir… Sin embargo, aun si este «algo» sobrevive, su porvenir puede ser diverso. En ciertos casos de cristalización completa, se puede producir después de la muerte lo que la gente llama una «reencarnación», y en otros casos lo que llama una «existencia en el más allá». En ambos casos la vida continúa en el «cuerpo astral» o con la ayuda del «cuerpo astral». Ustedes saben lo que significa esta expresión. Pero los sistemas que ustedes conocen, y que hablan del cuerpo astral, sostienen que todos los hombres poseen uno. Esto es totalmente falso. Lo que puede ser llamado «cuerpo astral» se obtiene por fusión, esto es, por medio de una lucha y de un trabajo interior sumamente duro. El hombre no nace con un «cuerpo astral». Y solo muy pocos hombres lo adquieren. Si se forma, puede continuar viviendo después de la muerte del cuerpo físico, y puede volver a nacer en otro cuerpo físico.
Esto es «reencarnación». Si no vuelve a nacer, entonces, en el curso del tiempo, también muere; no es inmortal, pero puede vivir por mucho tiempo después de la muerte del cuerpo físico.
«Fusión y unidad interior se obtienen por “fricción”, por la lucha en el hombre entre el “sí” y el “no”. Si un hombre vive sin conflicto interior, si todo sucede en él sin que él se oponga, si va siempre con la corriente, por donde sopla el viento, entonces permanecerá tal cual es. Pero si comienza una lucha interior, y en especial si él sigue dentro de esta lucha una línea determinada, entonces gradualmente ciertos rasgos permanentes comienzan a formarse en él; empieza la “cristalización”. Pero si la cristalización es posible sobre una base justa, lo es también sobre una base equivocada. Por ejemplo, el temor al pecado, o una fe fanática en una idea cualquiera, puede provocar una lucha terriblemente intensa entre el “sí” y el “no”, y un hombre puede cristalizar sobre tales bases. Pero la cristalización en este caso se realizará mal, será incompleta. En tal caso un hombre perderá toda posibilidad de desarrollo ulterior. Para que la posibilidad de un desarrollo ulterior le sea ofrecida, él deberá ser previamente “refundido”, y esto no puede lograrse sino a través de sufrimientos terribles».
«La cristalización es posible sobre cualquier base. Tomen por ejemplo un bandolero de buena cepa, un bandolero auténtico. Yo he conocido de ésos en el Cáucaso. Un bandolero tal, fusil en mano, se tenderá al borde de un camino, detrás de una roca durante ocho horas sin hacer un movimiento. ¿Podrían ustedes hacer otro tanto? Dense cuenta que una lucha se libra en él a cada instante. Tiene calor, tiene sed, las moscas lo devoran; pero no se mueve. Otro ejemplo, un monje: teme al diablo; toda la noche se golpea la cabeza contra el suelo y reza. Así se logra la cristalización. Por tales caminos las personas pueden engendrar en ellas mismas una fuerza interior enorme; pueden soportar torturas; pueden obtener todo lo que quieren. Esto significa que ahora hay en ellos algo sólido, algo permanente. Tales personas pueden llegar a ser inmortales. Pero ¿qué se ha ganado con esto? Un hombre de esta clase deviene una “cosa” inmortal —“una cosa”, aunque una cierta cantidad de conciencia permanezca algunas veces en él. Sin embargo, hay que recordar que se trata aquí de casos excepcionales».
En las conversaciones que siguieron a la de esa noche, me impresionó un hecho: de todo lo que G. había dicho, nadie había comprendido la misma cosa; algunos solo habían prestado atención a las observaciones secundarias no esenciales, y no se acordaban de nada más. Los principios fundamentales expuestos por G. habían escapado a la mayoría. Muy pocos fueron los que hicieron preguntas sobre la esencia de lo que había sido dicho. Una de estas preguntas me ha quedado en la memoria:
—¿Cómo puede uno provocar la lucha entre el «sí» y el «no»?
—«El sacrificio es necesario, dijo G. Si nada es sacrificado, nada puede ser obtenido. Y es indispensable sacrificar lo que es precioso en el momento mismo, sacrificar mucho y sacrificar por mucho tiempo. Sin embargo, no para siempre. Por lo general, esto es poco comprendido —y empero nada es más importante. Los sacrificios son necesarios, pero una vez logrado el proceso de cristalización, los renunciamientos, las privaciones y los sacrificios ya no son necesarios. Un hombre puede entonces tener todo lo que quiere. Ya no hay ley para él; él es para sí mismo su propia ley».
Entre la gente que venía a nuestras reuniones se fue agrupando progresivamente un pequeño número de personas que jamás perdían una sola ocasión de escuchar a G., y que se reunían en su ausencia. Éste fue el comienzo del primer grupo de San Petersburgo.
En ese entonces, yo veía mucho a G. y comenzaba a comprenderlo mejor. Uno quedaba fuertemente impresionado por su gran simplicidad interior y por su naturalidad, que hacía olvidar completamente que él representaba para nosotros el mundo de lo milagroso y de lo desconocido. También se sentía en él con gran fuerza, la ausencia total de toda especie de afectación o de deseo de producir una impresión. Además, se le sentía plenamente desinteresado, enteramente indiferente a las facilidades y a su comodidad, y capaz de darse sin regateos a su trabajo, cualquiera que éste fuese. Le gustaba encontrarse en compañía alegre y vivaz, organizar comidas abundantes en las que eran engullidas toneladas de bebidas y de alimentos, pero en las que él casi ni bebía ni comía. Debido a esto, muchas personas se formaron la impresión de que era un glotón, que le gustaba en general la buena vida; pero a nosotros nos parecía a menudo que a propósito él buscaba crear esta impresión. Todos habíamos comprendido para entonces que él «desempeñaba un papel».
Nuestro sentimiento de su «actuar» era excepcionalmente fuerte. A menudo nos decíamos que no lo veíamos y que jamás lo veríamos. En cualquier otro hombre tanto «actuar» hubiera producido una impresión de falsedad. En él, daba una impresión de fuerza —aunque como ya lo he mencionado, no siempre era éste el caso: sucedía a veces que el «actuar» era excesivo—.
Me gustaba particularmente su sentido del humor y la completa ausencia en él de toda pretensión de «santidad» o de posesión de poderes «milagrosos», aunque, como nos convencimos más tarde, poseía el conocimiento y la capacidad para crear fenómenos desusados de orden psicológico. Pero siempre se reía de la gente que esperaba milagros de él. Los talentos de este hombre eran extraordinariamente variados; sabía todo y podía hacer todo. Me contó un día que había traído de sus viajes en el Oriente una colección de alfombras entre las cuales muchas eran duplicadas, y otras sin valor artístico particular. Por otro lado, había descubierto que el precio de las alfombras era más elevado en San Petersburgo que en Moscú, y en cada uno de sus viajes traía un buen lote.
Según otra versión, simplemente compraba sus alfombras en Moscú, en la «Tolkuchka», y las traía para venderlas en San Petersburgo.
Yo no comprendía muy bien las razones de estos manejos, pero sentía que estaban conectados con la idea del «actuar».
La venta de estas alfombras era de por sí notable. G. hacía publicar un anuncio en los periódicos, lo que hacía acudir a toda clase de gente. En tales ocasiones, se le tomaba, naturalmente, como un simple comerciante caucasiano en alfombras. Tuve la ocasión de pasar horas observándolo mientras le hablaba a la gente. Vi como algunas veces los tomaba por sus lados débiles.
Un día que tenía prisa, o estaba cansado de hacer de mercader de alfombras, le ofreció a una dama, visiblemente rica pero avara, que había escogido una docena de bellas piezas por las que regateaba desesperadamente, todas las alfombras que había en el cuarto, por aproximadamente una cuarta parte del precio de las que ella había escogido. En el primer momento se mostró sorprendida, pero enseguida se puso de nuevo a regatear. G. sonrió; le dijo que reflexionaría y le daría su respuesta al día siguiente. Pero al día siguiente se había marchado ya de San Petersburgo, y la mujer no consiguió absolutamente nada.
Episodios de este género se repetían a menudo.
En su papel de comerciante en alfombras G. daba la impresión de un hombre disfrazado, de una especie de Haroun-al-Raschid o del hombre del «gorro que torna invisible» de los cuentos de hadas.
Un día que no me encontraba allí, vino a buscarlo un «ocultista» del tipo charlatán. El hombre era más o menos conocido en los círculos espiritistas de San Petersburgo; más tarde, bajo los bolcheviques, llegaría a ser promovido a la dignidad de Profesor. Comenzó por decir que había oído hablar mucho de G. y de su ciencia y que deseaba conocerlo.
Como él mismo me lo contó, G. asumió su papel de mercader de alfombras. Con su más fuerte acento caucasiano y en un ruso entrecortado, se puso a convencer de su error al «ocultista», afirmando que nunca había vendido otra cosa que alfombras, e inmediatamente las desplegó para hacerle comprar algunas.
El «ocultista» se marchó sin dudar de que había sido burlado por sus amigos.
—«El muy pillo seguramente no tenía ni un centavo, me contó G. De otra manera lo hubiera clavado por lo menos con un par de mis alfombras».
Solía ir un persa a reparar las alfombras. Un día, encontré a G. observando con gran atención este trabajo.
—«Quisiera comprender, dijo G., cómo lo hace, y hasta ahora no lo consigo. ¿Ve usted esa aguja en forma de gancho que utiliza? Todo el secreto está ahí. He querido comprársela, pero rehúsa venderla».
Al día siguiente yo había llegado más temprano que de costumbre. G. estaba sentado en el suelo, reparando una alfombra exactamente como lo hacía el persa. Alrededor de él estaban esparcidas lanas de todos colores, y se servía del mismo tipo de gancho que yo había visto en manos del persa. Era evidente que se lo había fabricado él mismo, limando la hoja de un cortaplumas de dos céntimos, y en el transcurso de una mañana había sondeado todos los misterios de la reparación de alfombras.
Aprendí mucho de él sobre las alfombras, que representaban, según me dijo, una de las formas más arcaicas del arte. Habló de las antiguas costumbres relativas a su fabricación, aún en vigor en ciertas localidades del Asia. Toda una aldea trabaja en la misma alfombra. Todos, jóvenes y viejos, se reúnen, durante las largas veladas de invierno, en una gran casa donde se reparten en grupos, sentados o de pie, de acuerdo a un orden conocido de antemano y fijado por la tradición. Entonces cada grupo comienza su trabajo. Unos sacan de la lana las piedrecillas o las astillas de madera. Otros la hacen más flexible con bastones. Un tercer grupo la peina. Un cuarto la hila. Un quinto la tiñe. Un sexto, o quizás el vigésimo sexto, teje la verdadera alfombra. Hombres, mujeres, niños, todos tienen su propio trabajo tradicional. Y desde el comienzo hasta el fin, el trabajo se acompaña con música y cantos. Las tejedoras, manipulando sus husos, bailan una danza especial y en su diversidad, los gestos de todos hacen como un único y mismo movimiento, siguiendo un único y mismo ritmo. Además, cada localidad tiene su propio aire musical, sus propios cantos, sus propias danzas, asociados desde un tiempo inmemorial a la fabricación de alfombras.
Mientras me hablaba, atravesó mi mente el pensamiento de que quizás el diseño y los colores de las alfombras correspondían con la música, y que eran su expresión por medio de la línea y el color; que las alfombras bien podían ser los registros de esta música, las partituras que permitirían la reproducción de melodías. Para mí no había nada de extraño en esta idea ya que a menudo llegaba a «ver» la música bajo la forma de diseños coloreados y complejos.
Por ciertas conversaciones fortuitas con G. me pude formar una idea de su vida.
Había pasado su infancia en la frontera del Asia Menor, en condiciones de existencia extrañas, arcaicas, casi bíblicas. Innumerables rebaños de carneros. Andanzas de lugar en lugar… Encuentros con pueblos extraordinarios… Su imaginación había sido particularmente impresionada por los Yesidas, los «Adoradores del Diablo», sus costumbres incomprensibles y su dependencia extraña con respecto a leyes desconocidas. Me contó por ejemplo haber observado de niño que los muchachos Yesidas eran incapaces de salir de un círculo trazado alrededor de ellos en el suelo.
Sus primeros años habían transcurrido en una atmósfera de cuento de hadas, de leyendas y de tradiciones. Alrededor de él lo «milagroso» había sido un hecho real. Predicciones que había escuchado y a las cuales los que lo rodeaban daban una fe plena, se habían realizado y le habían abierto los ojos sobre muchas otras cosas.
Desde su más tierna edad, el concierto de todas estas influencias había creado en él una inclinación hacia lo misterioso, lo incomprensible y lo mágico.
Me dijo haber viajado mucho por el Oriente cuando era todavía muy joven.
¿Qué había de cierto en estos relatos? Jamás pude precisarlo. Pero seguramente, a lo largo de sus viajes, había entrado en contacto con mil fenómenos que evocaron para él la existencia de un cierto conocimiento, de ciertos poderes, de ciertas posibilidades del hombre y había conocido personalmente gente que poseía el don de la clarividencia y otros poderes milagrosos. Poco a poco, me dijo, sus salidas de la casa natal y sus viajes comenzaron a seguir una dirección definida. Salió en busca del conocimiento y de las personas que lo poseían. Después de grandes dificultades descubrió al fin las fuentes de este conocimiento en compañía de varios camaradas que partieron también en busca de lo «milagroso».
En todas las historias que él contaba sobre sí mismo había muchos elementos contradictorios y poco creíbles. Pero ya me había dado cuenta de que no podía esperar de él nada ordinario. Él no se dejaba reducir a ninguna de nuestras medidas.
Con él no se podía estar seguro de nada. Hoy podía decir una cosa y mañana otra totalmente diferente, sin que en un sentido nunca se le pudiera acusar de contradicción; había que comprender y que descubrir el lazo que unía el todo.
Hablaba muy poco y siempre de una manera evasiva acerca de las escuelas mismas y de los lugares donde había encontrado el conocimiento que indudablemente poseía. Mencionó monasterios tibetanos, el Chitral, el Monte Athos, escuelas sufíes en Persia, en Bokhara, y en el Turquestán Oriental; también citaba derviches de diferentes órdenes que había conocido pero sin dar jamás datos precisos.
Comenzó a tomar forma un grupo permanente. Un día que estábamos con G., le pregunté: «¿Por qué se mantiene el conocimiento tan cuidadosamente en secreto? Si el antiguo conocimiento ha sido preservado y, en general, si existe un conocimiento distinto de nuestra ciencia y de nuestra filosofía, que aun llega a sobrepasarlas ¿por qué no se conviene en propiedad común? ¿Por qué sus poseedores se niegan a dejarlo entrar en la circulación general de la vida, en aras de una lucha más feliz o más decisiva contra la mentira, el mal y la ignorancia?».
Creo que esta pregunta debe surgir en toda mente que encuentre por primera vez las ideas del esoterismo.
—Hay dos respuestas, me dijo él. Primeramente, este conocimiento no se mantiene secreto; luego por su propia naturaleza le está prohibido llegar a ser jamás propiedad común. Primero examinaremos este segundo punto. Le probaré que el conocimiento —acentuó esta palabra— es mucho más accesible de lo que generalmente se cree para aquéllos que son capaces de asimilarlo; y todo el problema estriba en que la gente o no lo quiere o no lo puede recibir.
«Pero ante todo, es necesario comprender que el conocimiento no puede pertenecer a todos, ni aun puede pertenecer a muchos. Así es la ley. Usted no la comprende porque no se da cuenta de que como toda cosa en el mundo, el conocimiento es material. Es material —esto significa que posee todas las características de la materialidad—. Ahora bien, una de las primeras características de la materialidad implica una limitación de la materia, quiero decir que la cantidad de materia, en un lugar dado y en condiciones dadas, es siempre limitada. La misma arena del desierto y el agua del mar existen en una cantidad invariable y estrictamente medida. Por consiguiente, decir que el conocimiento es material es decir que hay una cantidad definida en un lugar y en un tiempo dado. Por tanto se puede afirmar que durante el curso de un cierto período, digamos un siglo, la humanidad dispone de una cantidad definida de conocimiento. Pero sabemos, por una observación elemental de la vida misma, que la materia del conocimiento posee cualidades enteramente diferentes según que ésta sea absorbida en pequeña o gran cantidad. Tomada en gran cantidad en un lugar dado —por un hombre, por ejemplo, o por un grupo pequeño de hombres— produce resultados muy buenos; tomada en pequeña cantidad por cada uno de los individuos que componen una gran masa de hombres, no da ningún resultado, salvo algunas veces resultados negativos, contrarios a los que se esperan. Entonces, si una cantidad definida de conocimiento llega a distribuirse entre millones de hombres, cada individuo recibirá muy poco y esta pequeña dosis de conocimiento no podrá cambiar nada ni en su vida ni en su comprensión de las cosas. Cualquiera que sea el número de aquéllos que absorbiesen esta pequeña dosis, el efecto sobre su vida será nulo salvo quizá que ésta se haga aún más difícil».
«Pero si por el contrario un pequeño número pudiera concentrar grandes cantidades de conocimiento, entonces éste dará resultados muy grandes. Desde este punto de vista es mucho más ventajoso que el conocimiento sea preservado por un pequeño número y no difundido entre las masas».
«Si para dorar objetos, tomamos una cierta cantidad de oro, debemos conocer el número exacto de objetos que ésta nos permitirá dorar. Si tratamos de dorar un gran número, se dorarán desigualmente, por partes, y se verán mucho peor que si no tuvieran ningún oro; de hecho, habremos derrochado nuestro oro».
«La distribución del conocimiento se basa sobre un principio rigurosamente análogo. Si hubiera que dar el conocimiento a todo el mundo nadie recibiría nada. Si está reservado a un pequeño número, cada uno recibirá, no solamente para guardar lo que reciba sino para incrementarlo».
«A primera vista, esta teoría parece muy injusta porque la situación de aquéllos a quienes, en alguna forma, se les niega el conocimiento para que otros puedan recibir algo más, parece muy triste, inmerecida y más cruel de lo que debería ser. Sin embargo, la realidad es totalmente diferente; en la distribución del conocimiento no hay ni sombra de injusticia».
«Es un hecho que la gran mayoría de la gente ignora el deseo de conocer; rehúsa su cuota de conocimiento y descuidan aun tomar en la distribución general la porción que les está destinada para las necesidades de su vida. Esto se hace particularmente evidente en períodos de locura colectiva, de guerras y de revoluciones, cuando los hombres parecen perder súbitamente hasta ese pequeño grano de sentido común que tenían de ordinario, y convertidos en perfectos autómatas, se entregan a matanzas gigantescas, como si ya no tuvieran instinto de conservación. Es así como grandes cantidades de conocimiento, de cierta manera permanecen sin reclamar, y pueden ser distribuidas a los que saben apreciar su valor».
«No hay nada de injusto en todo esto, porque aquéllos que reciben el conocimiento no toman algo que pertenece a otros, no privan a nadie de nada; toman solamente lo que los otros han rechazado como inútil y que, en todo caso, se perdería si no fuera tomado».
«La acumulación del conocimiento por los unos depende del rechazo del conocimiento por los otros».
«En la vida de la humanidad hay períodos que coinciden generalmente con el comienzo de la declinación de las civilizaciones, cuando las masas pierden irremediablemente la razón y se ponen a destruir todo lo que ha sido creado en siglos y milenios de cultura. Tales períodos de locura, a menudo concordantes con cataclismos geológicos, con perturbaciones climáticas y otros fenómenos de carácter planetario, liberan gran cantidad de esta materia del conocimiento. Se hace entonces necesario un trabajo de recuperación sin el cual ésta se perdería. Es así como el trabajo de recolectar la materia esparcida del conocimiento coincide frecuentemente con la declinación y la ruina de las civilizaciones».
«Este aspecto de la cuestión es claro. Las masas no se preocupan del conocimiento, no lo quieren, y sus jefes políticos, en su propio interés, no trabajan sino para reforzar la aversión y el temor que ellas tienen a todo lo que es nuevo y desconocido. El estado de esclavitud de la humanidad está basado en este temor. Es hasta difícil imaginar todo el horror de esto. Pero la gente no comprende el valor de lo que pierde de esta manera. Y para captar la causa de tal estado, basta con observar cómo vive la gente, lo que constituye sus razones para vivir, el objeto de sus pasiones o de sus aspiraciones, en qué piensan, de qué hablan, a qué sirven y qué adoran. Vean a dónde va el dinero de la sociedad culta de nuestra época; dejando de lado la guerra, consideren aquello por lo que se paga los más altos precios, a dónde van las muchedumbres más densas. Si se reflexiona un instante acerca de este despilfarro, entonces se hace claro que la humanidad, tal cual es ahora, con los intereses de los cuales vive, no puede esperar otra cosa que lo que tiene. Pero, como ya lo he dicho, nada de esto se puede cambiar. ¡Imagínese que no haya disponible sino media libra de conocimiento por año para toda la humanidad! Si este conocimiento se difunde entre las masas, cada uno recibirá tan poco que seguirá siendo el mismo tonto de antes. Pero, por el hecho de que tan solo algunos hombres desean este conocimiento, aquéllos que lo piden podrán recibir, por así decirlo, un grano de él, y adquirir la posibilidad de llegar a ser más inteligentes. No todos podrían llegar a ser inteligentes aunque lo desearan. Y si llegaran a ser inteligentes, esto no serviría de nada, pues existe un equilibrio general que no puede ser trastocado».
«He aquí un aspecto. El otro, como ya lo he dicho, se refiere al hecho de que nadie oculta nada; no hay el menor misterio. Pero la adquisición o la transmisión del verdadero conocimiento exige una gran labor y grandes esfuerzos, tanto de parte del que recibe como del que da. Y aquéllos que poseen este conocimiento hacen todo lo que pueden para transmitirlo y comunicarlo al mayor número posible de hombres, para facilitarles su acercamiento y tornarlos capaces de prepararse para recibir la verdad. Pero el conocimiento no puede ser impuesto por la fuerza a aquéllos que no lo quieren, y como acabamos de ver, el examen imparcial de la vida del hombre medio, de sus intereses, de lo que llena sus días, demostrará al instante que es imposible acusar a los hombres poseedores del conocimiento de que lo ocultan, de que no quieren transmitirlo o de que no desean enseñar a los otros lo que ellos mismos saben».
«Quien desee el conocimiento debe hacer por sí mismo los primeros esfuerzos para encontrar la fuente, para aproximarse a ella, ayudándose con las indicaciones dadas a todos, pero que la gente, por regla general, no desea ver ni reconocer. El conocimiento no puede llegar gratuitamente a los hombres, sin esfuerzos de su parte. Ellos comprenden esto muy bien cuando solo se trata de conocimientos ordinarios, pero en el caso del gran conocimiento, si es que admiten la posibilidad de su existencia, consideran que es posible esperar algo diferente. Todo el mundo sabe muy bien, por ejemplo, que un hombre tendrá que trabajar intensamente durante varios años si quiere aprender el chino; nadie ignora que para poder captar los principios de la medicina son indispensables cinco años de estudios, y quizás el doble para el estudio de la música o la pintura. Sin embargo, algunas teorías afirman que el conocimiento puede llegarle a la gente sin esfuerzos de su parte, que puede ser adquirido aun en el sueño. El mero hecho de la existencia de tales teorías constituye una explicación adicional del hecho de que el conocimiento no puede llegar a la gente. Sin embargo, no es menos esencial comprender que los esfuerzos independientes de un hombre por alcanzar lo que fuese en esta dirección, por sí mismos, no pueden dar ningún resultado. Un hombre no puede alcanzar el conocimiento sino con la ayuda de aquéllos que lo poseen. Esto debe ser comprendido desde el comienzo mismo. Hay que aprender de los que saben».
En una de las reuniones siguientes, en respuesta a una pregunta sobre la inmortalidad, G. desarrolló algunas de las ideas que había dado antes sobre la reencarnación y la vida futura.
Al comienzo de la reunión, alguien había preguntado:
—¿Se puede decir que el hombre posee la inmortalidad?
—La inmortalidad, dijo G., es una de esas cualidades que el hombre se atribuye sin tener una comprensión suficiente de lo que quiere decir. Otras cualidades de este género son la «individualidad», en el sentido de una unidad interior, el «Yo permanente e inmutable», la «conciencia» y la «voluntad». Todas estas cualidades pueden pertenecer al hombre —puso acento sobre la palabra «pueden»— pero por cierto que esto no significa que le pertenecen ya efectivamente o que pueden pertenecer a cualquiera.
«Para comprender qué es el hombre hoy en día, es decir al nivel actual de su desarrollo, es indispensable poder representarse hasta un cierto punto lo que puede ser, es decir lo que puede alcanzar. Porque es solo en la medida en que un hombre llega a comprender la secuencia correcta de su posible desarrollo como puede dejar de atribuirse lo que todavía no posee, y que no podrá alcanzar, quizás, sino tras grandes esfuerzos y grandes labores».
«Según una antigua enseñanza, de la que subsisten trazas en numerosos sistemas de ayer y de hoy, cuando un hombre alcanza el desarrollo más completo que en general le es posible, se compone de cuatro cuerpos. Estos cuatro cuerpos están constituidos por substancias que se hacen cada vez más y más finas, interpenetrándose y formando cuatro organismos que tienen entre sí una relación bien definida sin dejar de ser independientes, y que son capaces de actuar independientemente».
«Lo que permite la existencia de cuatro cuerpos es que el organismo humano, es decir el cuerpo físico, tiene una organización tan compleja que, bajo ciertas condiciones, se puede desarrollar en él un organismo nuevo e independiente que ofrezca a la actividad de la conciencia un instrumento mucho más adecuado y más sensible que el cuerpo físico. La conciencia que se manifiesta en este nuevo cuerpo es capaz de gobernarlo, y tiene pleno poder y pleno control sobre el cuerpo físico. Bajo ciertas condiciones en este segundo cuerpo se puede formar un tercero que tiene también sus características propias. La conciencia manifestada en este tercer cuerpo tiene pleno poder y pleno control sobre los dos primeros; y el tercer cuerpo puede adquirir conocimientos inaccesibles tanto al segundo como al primero. En el tercer cuerpo, bajo ciertas condiciones puede crecer un cuarto, que difiere tanto del tercero como éste del segundo, y el segundo del primero. La conciencia que se manifiesta en el cuarto cuerpo tiene completo control sobre su propio cuerpo y sobre los tres primeros».
«Estos cuatro cuerpos son definidos por las diversas enseñanzas de diferentes maneras».
G. dibujó el cuadro reproducido en la figura 1, y dijo:
—Según la terminología cristiana, el primero es el cuerpo físico, el cuerpo «carnal»; el segundo es el cuerpo «natural», el tercero es el cuerpo «espiritual», y el cuarto, según la terminología del Cristianismo esotérico, es el «cuerpo divino».
Según la terminología teosófica, el primero es el cuerpo físico, el segundo es el “cuerpo astral”, el tercero es el “cuerpo mental” y el cuarto es el «cuerpo causal».[3]
1.º Cuerpo |
2.º Cuerpo |
3.º Cuerpo |
4.º Cuerpo |
Cuerpo carnal |
Cuerpo natural |
Cuerpo espiritual |
Cuerpo divino |
«Carruaje» (cuerpo). |
«Caballo» (sentimientos, deseos). |
«Cochero» (pensamiento). |
(Yo, conciencia, voluntad). |
Cuerpo físico |
Cuerpo astral |
Cuerpo mental |
Cuerpo causal |
Fig. 1
«En el lenguaje lleno de imágenes de ciertas enseñanzas orientales, el primero es el carruaje (cuerpo), el segundo es el caballo (sentimientos, deseos), el tercero es el cochero (el pensar), y el cuarto es el Amo (Yo, conciencia, voluntad)».
«Se encuentran paralelos o comparaciones de este género en la mayoría de los sistemas que reconocen algo más en el hombre que el cuerpo físico. Pero casi todos estos sistemas, aun cuando repiten bajo una forma más o menos familiar las definiciones y las divisiones de la antigua enseñanza, han olvidado u omitido su característica más importante, a saber que el hombre no nace con los cuerpos sutiles, y que éstos requieren ser cultivados artificialmente, lo que es posible solo bajo ciertas condiciones favorables exteriores e interiores».
El «cuerpo astral» no es indispensable para el hombre. Es un gran lujo que no está al alcance de todos. El hombre puede muy bien vivir sin el cuerpo astral. Su cuerpo físico posee todas las funciones necesarias para la vida. Un hombre sin cuerpo astral puede aun producir la impresión de ser muy intelectual, hasta muy espiritual, y engañar así no solamente a los otros, sino a sí mismo.
Esto, naturalmente, es aún más cierto para el «cuerpo mental» y para el cuarto cuerpo. El hombre ordinario no posee estos cuerpos ni las funciones que les corresponden. Pero a menudo, él cree y llega a hacer creer a los demás, que los posee. Las razones de este error son en primer lugar el hecho de que el cuerpo físico trabaja con las mismas substancias con las que se constituyen los cuerpos superiores, pero estas substancias no se cristalizan en él, no le pertenecen; y en segundo lugar, el hecho de que todas las funciones del cuerpo físico son análogas a las de los cuerpos superiores, aunque naturalmente difieren mucho. Entre las funciones de un hombre que no posee sino su cuerpo físico, y las funciones de los cuatro cuerpos, la diferencia principal es que en el primer caso, las funciones del cuerpo físico gobiernan todas las otras; en otros términos, todo está gobernado por el cuerpo, que es, a su vez, gobernado por las influencias exteriores. En el segundo caso, el mando o el control emana del cuerpo superior.
«Las funciones del cuerpo físico pueden ponerse en paralelo con las funciones de los cuatro cuerpos».
G. dibujó otro cuadro (figura 2) que representaba las funciones paralelas de un hombre de cuerpo físico y un hombre de cuatro cuerpos.
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Autómata Que trabaja bajo la presión de influencias exteriores. |
Deseos Producidos por este automatismo. |
Pensamientos Que resultan de los deseos. |
«Voluntades» Múltiples y contradictorias producidas por los deseos. |
Cuerpo Que obedece a los deseos o a las emociones sometidos a la inteligencia. |
Poderes Emocionales y deseos que obedecen al pensamiento inteligente. |
Funciones Del pensar obedecen a la conciencia y a la voluntad. |
Yo Ego Conciencia Voluntad. |
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Fig. 2
—En el primer caso, dijo G., es decir, en el caso de las funciones de un hombre de cuerpo físico solamente, el autómata depende de las influencias exteriores, y las otras tres funciones dependen del cuerpo físico y de las influencias exteriores que éste recibe. Los deseos o las aversiones —«yo deseo», «yo no deseo», «me gusta», «no me gusta»— es decir, las funciones que ocupan el lugar del segundo cuerpo, dependen de choques y de influencias accidentales. El pensar, que corresponde a las funciones del tercer cuerpo, es un proceso enteramente automático. En el hombre mecánico, falta la voluntad; no hay más que deseos, y lo que se llama su fuerte o su débil voluntad no es sino la mayor o menor permanencia de sus deseos, de sus ganas.
En el segundo caso, es decir en el caso de un hombre en posesión de cuatro cuerpos, el automatismo del cuerpo físico depende de la influencia de los otros cuerpos. En lugar de la actividad discordante y a menudo contradictoria de los diferentes deseos, hay un solo Yo, entero, indivisible y permanente; hay una individualidad que domina al cuerpo físico y sus deseos y que puede sobreponerse a sus repugnancias y a sus resistencias. En lugar de un pensar mecánico está la conciencia. Y hay la voluntad, es decir un poder, ya no simplemente compuesto de deseos variados que pertenecen a los diferentes «yoes», y que son muy a menudo contradictorios, sino un poder nacido de la conciencia y gobernado por la individualidad o un Yo único y permanente. Solo esta voluntad puede llamarse «libre», porque es independiente del accidente y ya no puede más ser alterada ni dirigida desde afuera.
«Una enseñanza oriental describe las funciones de los cuatro cuerpos, su crecimiento gradual y las condiciones de este crecimiento, de la siguiente manera»:
«Imaginemos un vaso o un crisol lleno de diversos polvos metálicos. Entre estos polvos que están en contacto uno con otro, no existen relaciones definidas. Cada cambio accidental de la posición del crisol modifica la posición relativa de los polvos. Si se sacude el crisol o si se le golpea con el dedo, el polvo que se encontraba arriba puede aparecer al fondo, en medio o inversamente. No hay nada permanente en la situación respectiva de estos polvos y en tales condiciones no puede haber nada permanente. Ésta es una imagen fiel de nuestra vida psíquica. A cada momento nuevas influencias pueden modificar la posición de los granos que se encuentran arriba, y poner en su lugar otros granos de naturaleza absolutamente opuesta. La ciencia llama a este estado relativo de los polvos, el estado de mezcla mecánica. La característica fundamental de las relaciones mutuas en este estado de mezcla es su versatilidad y su inestabilidad».
«Es imposible estabilizar las relaciones mutuas de los polvos que se encuentran en un estado de mezcla mecánica. Pero ellos pueden ser fundidos; su naturaleza metálica hace posible la operación. Con este fin se puede encender un fuego especial bajo el crisol; al calentarlos y derretirlos los hará fusionar. Así fusionados, los polvos se encuentran en el estado de un compuesto químico. Desde luego, no pueden ser agitados tan fácilmente como en su estado de mezcla mecánica en el que era suficiente un pequeño golpe para separarlos y hacerlos cambiar de lugar. Ahora lo que contenía el crisol ha llegado a ser indivisible, “individual”. Es una imagen de la formación del segundo cuerpo. El fuego, gracias al cual se ha obtenido la fusión, es el producto de una “fricción” que es a su vez el producto de la lucha en el hombre entre el “sí” y el “no”. Si un hombre no resiste jamás a algunos de sus deseos, si está en connivencia con ellos, si los favorece, si aun los alienta, no tendrá jamás un conflicto interior en él, nunca tendrá “fricción” y por lo tanto no habrá fuego. Pero si para alcanzar una meta definida combate los deseos que se atraviesan en su camino, crea de esta manera un fuego que transformará gradualmente su mundo interior en un Todo».
«Volvamos a nuestro ejemplo. El compuesto químico obtenido por fusión posee ciertas cualidades, cierto peso específico, cierta conductibilidad eléctrica, y así sucesivamente. Estas cualidades constituyen las características de la substancia en cuestión. Pero si se la trabaja de cierta manera, el número de sus características puede ser acrecentado, es decir que se le puede dar a la aleación propiedades nuevas que no le pertenecían primitivamente. Será posible imantarla, volverla radioactiva, etc».
«El proceso por el cual se pueden comunicar nuevas propiedades a la aleación corresponde al proceso de la formación del tercer cuerpo, así como a la adquisición de un nuevo conocimiento y nuevos poderes con la ayuda del tercer cuerpo».
«Cuando el tercer cuerpo ha sido formado y cuando ha adquirido todas las propiedades, poderes y conocimientos que le son accesibles, queda aún el problema de fijarlos; todas estas propiedades nuevas, que le han sido comunicadas por cierta clase de influencias, pueden de hecho serle quitadas tanto por las mismas influencias como por otras. Pero, por un trabajo especial que los tres cuerpos tienen que hacer juntos, los caracteres adquiridos pueden ser convertidos en propiedad permanente e inalterable del tercer cuerpo».
«El proceso de fijación de estos caracteres adquiridos corresponde al proceso de formación del cuarto cuerpo».
«Y en verdad, ningún hombre tiene derecho de ser llamado un Hombre, en el pleno sentido de la palabra, hasta que sus cuatro cuerpos no se hayan desarrollado totalmente. Por eso, el hombre verdadero posee numerosas propiedades que el hombre ordinario no tiene. Una de estas propiedades es la inmortalidad. Todas las religiones, todas las antiguas enseñanzas aportan la idea de que al adquirir el cuarto cuerpo, el hombre adquiere la inmortalidad; y todas indican caminos que llevan a la adquisición del cuarto cuerpo, es decir, a la conquista de la inmortalidad».
«En este sentido, algunas enseñanzas comparan al hombre con una casa de cuatro habitaciones. El hombre vive en la más pequeña y miserable de todas, y hasta que le sea dicho, no tiene la menor sospecha de la existencia de las otras tres, llenas de tesoros. Cuando oye hablar de ellas, comienza a buscar las llaves de estas habitaciones, especialmente de la cuarta, la más importante de todas. Y cuando un hombre ha encontrado el medio de penetrar en ella se convierte realmente en el amo de la casa, porque es solamente entonces que la casa le pertenece plenamente y para siempre».
«La cuarta habitación le da al hombre la inmortalidad hacia la cual todas las enseñanzas religiosas se esfuerzan en mostrarle el camino. Hay un gran número de caminos, más o menos largos. Más o menos duros; pero todos, sin excepción, conducen o se esfuerzan por conducir hacia una misma dirección, que es la de la inmortalidad».
En la reunión siguiente, G. prosiguió:
—Dije la última vez que la inmortalidad no es una propiedad con la que nace el hombre, pero que ella puede ser adquirida. Todos los caminos que conducen a la inmortalidad —los que son generalmente conocidos y los otros— pueden dividirse en tres categorías:
El camino del faquir:
«Pero en realidad, el camino del faquir, el camino del monje y el camino del yogui, son enteramente diferentes. Hasta ahora no he hablado sino de los faquires. Es el primer camino».
El segundo es el del monje:
«Un monje tiene que llegar a ser un yogui y un faquir. Son muy escasos los que llegan tan lejos; más escasos aún los que llegan a triunfar sobre todas las dificultades. La mayoría muere antes de arribar a esto o no llegan a ser “monjes” sino en apariencia».
El tercer camino es el del yogui:
«Los caminos también difieren mucho los unos de los otros en relación al maestro, o al guía espiritual».
«En el camino del faquir un hombre no tiene maestro en el verdadero sentido de la palabra. En este caso, el maestro no enseña, simplemente sirve de ejemplo. El trabajo del alumno se limita a imitar al maestro».
«El hombre que sigue el camino del monje tiene un maestro y parte de sus deberes, parte de su tarea, consiste en tener una fe absoluta en él, en someterse por completo a su maestro, en obedecer. Pero lo esencial en el camino del monje es la fe en Dios, el amor a Dios, los esfuerzos ininterrumpidos para obedecer a Dios y servirlo, aunque en su comprensión de la idea de Dios y del servicio de Dios, pueda haber una gran parte de subjetividad y muchas contradicciones».
«En el camino del yogui no hay que hacer nada, y no se debe hacer nada, sin un maestro. El hombre que emprende este camino, al comienzo debe imitar a su maestro como el faquir y creer en él como el monje. Pero después, paulatinamente, llega a ser su propio maestro, aprende los métodos de su maestro y gradualmente se ejercita en aplicárselos a sí mismo».
«Pero todos los caminos, tanto el del faquir como el del monje y el del yogui, tienen un punto en común. Todos comienzan por lo que es más difícil, un cambio total de vida, un renunciamiento a todo lo que es de este mundo. Un hombre que tiene un hogar, una familia, debe abandonarlos, debe renunciar a todos los placeres, apegos y deberes de la vida, y partir al desierto, entrar en un monasterio o en una escuela de yoguis. Desde el primer día, desde el primer paso sobre el camino, debe morir para el mundo; solo así puede esperar obtener algo en uno de estos caminos».
«Para captar la esencia de esta enseñanza es indispensable darse cuenta cabal de que los caminos son los únicos métodos capaces de asegurar el desarrollo de las posibilidades ocultas del hombre. Además muestra cuán raro y difícil es un desarrollo de esta clase. El desarrollo de estas posibilidades no es una ley. La ley para el hombre es una existencia dentro del círculo de las influencias mecánicas, es el estado del “hombre máquina”. El camino del desarrollo de las posibilidades ocultas es un camino contra la naturaleza, contra Dios. Esto explica las dificultades y el carácter exclusivo de los caminos. Son estrictos y estrechos. Sin embargo, nada se puede alcanzar sin ellos. En el océano de la vida ordinaria, y especialmente de la vida moderna, los caminos aparecen solo como un fenómeno minúsculo, apenas perceptible, que desde el punto de vista de esta vida no tiene la menor razón de ser. Pero este fenómeno minúsculo contiene en sí mismo todo cuanto el hombre dispone para el desarrollo de sus posibilidades ocultas. Los caminos se oponen a la vida de todos los días que está basada en otros principios y sometida a otras leyes. He aquí el secreto de su poder y de su significación. En una vida ordinaria, aunque esté llena de intereses filosóficos, científicos, religiosos o sociales, no hay nada y no puede haber nada en ella que ofrezca las posibilidades contenidas en los caminos. Porque éstos llevan al hombre o pueden llevarlo a la inmortalidad. La vida mundana, aun la más exitosa, lleva a la muerte y no puede llevar a ninguna otra cosa. La idea de los caminos no puede ser comprendida si se admite la posibilidad de la evolución del hombre sin su ayuda».
«Por regla general, es duro para un hombre resignarse a esta idea; le parece exagerada, injusta y absurda. Tiene una comprensión pobre del sentido de la palabra “posibilidad”. Se imagina que si tiene algunas posibilidades en sí mismo, éstas tendrán que desarrollarse y que por cierto los medios de desarrollo están a su alcance. Partiendo de un total rechazo a reconocer en sí mismo cualquier clase de posibilidad, por lo general el hombre pasa súbitamente a la imperiosa exigencia de su desarrollo inevitable. Para él es difícil adaptarse a la idea de que sus posibilidades no solo pueden permanecer en su estado actual de infradesarrollo, sino aun atrofiarse definitivamente, y que por lo tanto su desarrollo reclama de él prodigiosos y perseverantes esfuerzos. De una manera general, si consideramos a las personas que no son ni faquires, ni monjes, ni yoguis, y de las que podemos afirmar sin temor que jamás serán faquires, monjes o yoguis, estamos en condición de afirmar con certeza absoluta que sus posibilidades no pueden ser desarrolladas y que no se desarrollarán jamás. Es indispensable persuadirse profundamente de esto para comprender lo que voy a decir».
«En las condiciones ordinarias de la vida civilizada, la situación de un hombre, aun inteligente, que busca el conocimiento, es sin esperanza, porque no tiene la menor posibilidad de encontrar alrededor de él algo que se asemeje a una escuela de faquires o a una escuela de yoguis. En cuanto a las religiones del Occidente, han degenerado hasta tal punto que desde hace mucho tiempo ya no hay nada viviente en ellas. En fin, del lado “ocultista” o “espiritista”, ya no hay nada que esperar sino experiencias ingenuas».
«La situación sería realmente desesperada, si no existiese otra posibilidad, la de un cuarto camino».
El cuarto camino:
El método del cuarto camino es el siguiente:
«A veces al cuarto camino se le llama el camino del hombre ladino. El “hombre ladino” conoce un secreto que no conocen el faquir, el monje ni el yogui. Cómo ha aprendido este secreto el hombre ladino —nadie lo sabe. Quizás lo ha encontrado en un libro antiguo, quizás lo ha heredado, quizás lo ha comprado o a lo mejor se lo ha robado a alguien. No importa. El hombre ladino conoce el secreto y con su ayuda, deja muy atrás al faquir, al monje y al yogui».
«Entre los cuatro, el faquir es el que actúa de la manera más tosca; sabe muy poco, y comprende muy poco. Supongamos que después de un mes de torturas intensivas, llega a desarrollar cierta energía, cierta substancia que produce en él cambios definidos. Esto lo hace absolutamente en la oscuridad, con los ojos cerrados, sin conocer ni la meta, ni los métodos, ni los resultados, por simple imitación».
«El monje sabe un poco mejor lo que quiere; lo guía su sentimiento religioso, su tradición religiosa, un deseo de realización, de salvación; tiene fe en su maestro que le dice lo que debe hacer y cree que sus esfuerzos y sacrificios “complacen a Dios”. Supongamos que en una semana de ayuno, de oraciones continuas, de privaciones y penitencias, llega a alcanzar lo que el faquir no ha podido desarrollar en sí mismo sino en un mes de torturas».
«El yogui sabe mucho más. Sabe lo que quiere, sabe por qué lo quiere y sabe cómo lo puede alcanzar. Sabe, por ejemplo, que para arribar a sus fines, tiene que desarrollar en él cierta substancia. Sabe que esta substancia se puede producir en un día, a través de cierta clase de ejercicio mental o a través de concentración intelectual. De este modo, fija su atención sobre un ejercicio por un día entero, sin permitirse una sola idea ajena, y así obtiene lo que necesita. De esta manera, en solo un día, un yogui llega a lo mismo que llega el monje en una semana y el faquir en un mes».
«Pero en el cuarto camino, el conocimiento es aún más exacto y más perfecto. El hombre que lo sigue conoce con precisión qué substancias necesita para alcanzar sus fines y sabe que estas substancias pueden ser elaboradas en el cuerpo por un mes de sufrimiento físico, una semana de tensión emocional o un día de ejercicios mentales —y también, que estas substancias pueden ser introducidas desde afuera en el organismo, si se sabe cómo arreglárselas. Y así, en lugar de perder un día entero en ejercicios como el yogui, una semana en oraciones como el monje o un mes en suplicios como el faquir, el hombre que sigue el cuarto camino se contenta con preparar y engullir una pequeña píldora que contiene todas las substancias requeridas y de esta manera sin pérdida de tiempo obtiene los resultados deseados».
—«Igualmente hay que tener en cuenta, dijo G., que fuera de estos caminos justos y legítimos, hay también caminos artificiales, que no dan sino resultados temporales, y caminos francamente malos que aun pueden dar resultados permanentes, pero nefastos. Igualmente en estos caminos el hombre busca la llave de la cuarta habitación y algunas veces la encuentra. Pero lo que encuentra en la cuarta habitación, nadie lo sabe».
«También sucede que la puerta de la cuarta habitación sea abierta artificialmente, por medio de una ganzúa».
«Y en estos dos casos se puede encontrar la habitación vacía».
Durante una de las reuniones siguientes, se abordó una vez más la cuestión de los caminos.
—Para un hombre de cultura occidental, dije, naturalmente es difícil creer y aceptar la idea de que un faquir ignorante, un monje ingenuo, o un yogui retirado del mundo pueda estar en el camino de la evolución mientras que un europeo cultivado, armado de su «ciencia exacta» y de los últimos métodos de investigación, no tiene ninguna oportunidad y gira en un círculo del cual no puede esperar salir.
—«Sí, esto es porque la gente cree en el progreso y en la cultura, dijo G. Pero no hay ningún progreso, de ninguna clase. Nada ha cambiado en miles de años. Solo la forma exterior cambia. La esencia no cambia. El hombre sigue siendo exactamente igual. La gente “culta” y “civilizada” vive movida por los mismos intereses que los salvajes más ignorantes. La civilización moderna está basada en la violencia, la esclavitud y las frases bellas. Pero todas las frases bellas sobre la civilización y el progreso no son más que palabras».
Esto no podía dejar de producir en nosotros una impresión particularmente profunda, porque fue dicho en 1916, cuando el último beneficio de la «civilización», bajo la forma de una guerra como el mundo jamás había visto, no hacía sino crecer y ampliarse, arrastrando en su órbita de semana en semana a nuevos millones de hombres.
Recordaba haber visto, unos días antes, en la Liteyni, dos enormes camiones cargados hasta la altura de un primer piso, de muletas nuevas de madera, todavía sin pintar. No sé por qué estos camiones me habían asustado particularmente. En estas montañas de muletas, para las piernas que todavía no habían sido mutiladas, había, con respecto a todas las ilusiones con que la gente se arrulla, una ironía particularmente cínica. A pesar mío, me representé el hecho de que camiones exactamente semejantes rodaban en Berlín, París, Viena, Londres, Roma y Constantinopla. Y actualmente todas estas ciudades, que yo conocía y amaba, justamente en razón de sus diferencias y contrastes, se habían tornado hostiles para mí, así como en adelante serían hostiles entre sí, separadas por nuevos muros de odio y de crimen.
Un día que nos encontrábamos reunidos, hablé de aquellos camiones y de su carga de muletas, y de los pensamientos que se habían suscitado en mí.
—«¿Qué quiere usted?, me dijo G. Los hombres son máquinas. Las máquinas son necesariamente ciegas, inconscientes. No pueden ser de otra manera y todas sus acciones tienen que corresponder a su naturaleza. Todo sucede. Nadie hace nada. El “progreso” y la “civilización”, en el sentido real de estas palabras, no pueden aparecer sino al término de esfuerzos conscientes. No pueden aparecer como resultado de acciones inconscientes y mecánicas. ¿Qué esfuerzos conscientes puede hacer una máquina? Y si una máquina es inconsciente, lo son también cien y mil máquinas y cientos de miles y millones de máquinas. Ahora bien, la actividad inconsciente de millones de máquinas se reúne necesariamente para el exterminio y la ruina. Es precisamente en las manifestaciones inconscientes o involuntarias en las que reside todo el mal. Ustedes no comprenden todavía, y no pueden imaginar todas las consecuencias de esta plaga. Pero llegará el tiempo en que comprenderán».