La novela de los Polvos Blancos

Me llamo Helen Leicester. Mi padre, el general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una complicada afección de hígado contraída en el pernicioso clima de la India. Un año más tarde, Francis, mi único hermano, regresó a casa tras una carrera excepcionalmente brillante en la universidad y se entregó con la resolución de un ermitaño a dominar lo que se ha dado en llamar acertadamente el gran mito del derecho. Era un hombre que parecía vivir con absoluta indiferencia a todo lo que se entiende por placer, y aunque más guapo que la generalidad de los hombres, y muy capaz de hablar con la alegría y agudeza de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en una gran habitación de lo alto de la casa para prepararse como abogado. Al principio, se asignó diez horas diarias de estudio tenaz; desde que asomaban en oriente las primeras claridades, hasta que caía la tarde, permanecía encerrado con sus libros, almorzaba conmigo precipitadamente en media hora como si le molestase la pérdida de esos instantes, y salía a dar un corto paseo cuando empezaba a anochecer. Yo pensaba que este trabajo incesante debía de ser perjudicial, y trataba de apartarle de sus áridos libros de texto, pero su ardor parecía crecer en vez de disminuir, y el número de sus horas de estudio aumentaba. Hablé seriamente con él, le sugerí que se tomara un descanso de vez en cuando, aunque no fuera más que pasarse la tarde leyendo una sencilla novela; pero se echó a reír, y dijo que cuando tenía ganas de distraerse estudiaba el régimen de la propiedad feudal, y se burló de mi sugerencia de ir al teatro o pasar un mes en el campo. Yo no podía por menos de reconocer que tenía buen aspecto, y que no parecía resentirse de su trabajo: pero sabía que tan enorme esfuerzo acabaría desquitándose, y no me equivoqué. Empezó por asomar a sus ojos una expresión de ansiedad; luego pareció languidecer, y finalmente confesó que no se sentía completamente bien: tenía sensación de mareo, decía, y a veces se despertaba aterrado y bañado en sudores fríos, tras una noche de sueños espantosos. «Me estoy cuidando», dijo, «así que no debes preocuparte; ayer me pasé la tarde entera sin hacer nada, arrellanado en esa cómoda butaca que me diste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no pienso excederme en el trabajo. En una semana o dos estaré bien, ya verás».

Sin embargo, pese a sus palabras tranquilizadoras, podía ver que no mejoraba, sino que iba a peor. Entraba en el salón con la cara penosamente avejentada y desalentada, esforzándose en aparentar alegría cuando yo le miraba; me parecía que tales síntomas eran un mal presagio, y me asustaba a veces la nerviosa irritación de sus movimientos y unas miradas que no lograba descifrar. Muy contra su voluntad, conseguí que accediera a dejarse reconocer por un médico y, de mala gana, llamó a nuestro viejo médico.

El doctor Haberden me animó después de reconocer a su paciente.

—No es nada grave en realidad —me dijo—. Evidentemente, estudia demasiado, come con precipitación, vuelve a los libros demasiado de prisa, y el resultado lógico son los trastornos digestivos y alguna ligera alteración del sistema nervioso. Pero creo con toda sinceridad, señorita Leicester, que lo podemos remediar. Le he recetado una medicina que le irá muy bien; así que no esté preocupada.

Mi hermano se empeñó en que le preparase la receta un boticario de la vecindad. Tenía un establecimiento raro y anticuado, sin esa estudiada coquetería y lustre calculado que tan vistosos hacen los mostradores y los estantes de las modernas farmacias; pero a Francis le caía simpático el viejo boticario, y creía en la escrupulosa pureza de sus fármacos. Envió la medicina a su debido tiempo, y vi que mi hermano la tomaba regularmente después de las comidas. Eran unos polvos blancos de aspecto inocente, de los que disolvía una pequeña cantidad en un vaso de agua; se los removía yo, y desaparecían dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente: desapareció el cansancio de su rostro, y se volvió más alegre de lo que había sido nunca desde sus tiempos del colegio. Hablaba con animación de corregirse, y reconoció que había perdido el tiempo.

—He dedicado demasiadas horas al derecho —dijo riendo—; creo que me has salvado a tiempo. Aún puedo llegar a ministro de Justicia; pero no debo olvidarme de vivir. Tú y yo vamos a tomamos unas vacaciones dentro de poco: nos iremos a París, nos divertiremos y procuraremos no acercarnos a la Bibliothèque Nationale.

Le confesé que me encantaba el plan.

—¿Cuándo saldremos? —pregunté—. Por mi parte, podemos irnos pasado mañana, si quieres.

—Bueno, eso es quizá un poco demasiado pronto. A decir verdad, todavía no conozco Londres, y supongo que hay que empezar por saborear los placeres del propio país. Pero saldremos dentro de una semana o dos, así que procura pulir tu francés. Yo sólo conozco el francés de la jurisprudencia, y me temo que no servirá de mucho.

Estábamos terminando de cenar, y se bebió la medicina como simulando estar en una juerga, como si fuese un vino de la bodega más selecta.

—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.

—No; no sabría que no estoy bebiendo agua —y se levantó de la silla y se puso a pasear de un lado a otro de la habitación como si no supiese qué hacer a continuación.

—¿Pasamos al salón a tomar el café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?

—No; creo que voy a salir a dar una vuelta. Es un atardecer maravilloso. Mira qué resplandor; es como una inmensa ciudad en llamas, y como si, abajo, entre las cosas oscuras, estuviese diluviando sangre. Sí. Voy a salir. Puede que no tarde en regresar, pero me llevaré mi llave. Así que buenas noches, cariño, si no te veo hasta mañana.

Se cerró la puerta de golpe tras él, y le vi alejarse con paso ligero por la calle, balanceando su bastón de bambú. Me sentí agradecida al doctor Haberden por esta mejoría.

Creo que mi hermano regresó muy tarde esa noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.

—Anduve sin un rumbo fijo —me contó—, disfrutando del aire fresco y animado por la multitud al llegar a los barrios más concurridos. Después, me encontré con un antiguo compañero de la universidad, un tal Orford, en medio de la gente, y después… bueno, nos divertimos. He experimentado lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. He quedado con Orford para esta noche. Habrá una pequeña fiesta en un restaurante. Sí, me dedicaré a divertirme una semana o dos y oiré dar las doce todas las noches; y después, nos iremos tú y yo de viaje.

Fue tal la transmutación del carácter de mi hermano que en pocos días se convirtió en un amante del placer, en uno de esos haraganes desocupados que patean el pavimento del oeste, un buscador de restaurantes íntimos, y un crítico excelente de los bailes singulares; engordaba a ojos vista, y no hablaba ya de París, puesto que había encontrado su paraíso en Londres. Yo me sentía contenta y, no obstante, un poco preocupada; porque había algo en su alegría que me desagradaba vagamente, aunque no sabía qué era. Y poco a poco, se operó un cambio en él: siguió regresando a las frías horas de la madrugada, aunque no volví a saber nada más de sus placeres, y una mañana, mientras estábamos desayunando, le miré de repente a los ojos y vi a un extraño delante de mí.

—¡Oh, Francis! —exclamé—. ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho? —y unos sollozos violentos me impidieron decir nada más. Salí llorando de la habitación; porque, aunque yo no sabía nada, sin embargo lo sabía todo, y por una singular asociación de ideas, recordé el atardecer en que salió por primera vez, y el cuadro del cielo crepuscular se inflamó ante mí: las nubes como una ciudad incendiada y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra tales pensamientos, y concluí que tal vez, después de todo, no había ocurrido nada grave; y por la noche, durante la cena, decidí apremiarle para que fijara la fecha en que emprenderíamos nuestro viaje de vacaciones a París. Habíamos charlado bastante animadamente; mi hermano acababa de tomarse su medicina, cosa que aún seguía haciendo. Iba yo a abordar la cuestión, cuando se me borraron las palabras del pensamiento y me pregunté, por un segundo, qué peso frío e intolerable me oprimía el corazón y me sofocaba con el inexpresable horror del que, no habiendo muerto, siente cómo clavan la tapa de su ataúd.

Habíamos cenado sin encender las velas. La habitación había pasado de una luz de atardecer a la penumbra, y las paredes y los rincones estaban oscuros. Pero desde donde yo me hallaba miré hacia la calle; y mientras pensaba lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecer y a brillar, igual que en un atardecer que yo recordaba bien. Y en el espacio que se abría entre las oscuras masas de dos edificios apareció un grandioso espectáculo de llamas: inmensos remolinos de nubes retorcidas, abismos enormes de fuego, masas grises como las emanaciones que desprende una ciudad humeante, y un resplandor maligno e inflamado, muy arriba, acribillado de lenguas de un fuego más ardiente; y abajo, como un profundo lago de sangre. Volví los ojos hacia mi hermano, sentado delante de mí, y ya mis labios iban a formular las palabras, cuando vi su mano que descansaba sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice de aquella mano había una señal, una mancha del tamaño de una moneda de seis peniques; una magulladura, a juzgar por su coloración. Sin embargo, sin saber por qué, tuve la certeza de que no era consecuencia de un golpe; ¡ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si esas llamas fuesen negras como la pez, entonces sería eso lo que tenía ante mí. Sin un pensamiento, y sin proferir una sola palabra, me produjo un tremendo horror el verla, y una célula recóndita de mi ser comprendió que era un estigma. Durante unos segundos, el cielo teñido de color se me oscureció como la medianoche, y cuando la luz volvió a mí, estaba sola en la habitación. Poco después, oí que se marchaba mi hermano.

A pesar de la hora, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden, y en la amplia sala de su consulta, mal iluminada por una vela que el doctor había entrado consigo, con labios temblorosos y voz vacilante a pesar de mi determinación, se lo conté todo, desde el día en que mi hermano empezó a tomar la medicina hasta la espantosa señal que le había visto apenas hacía media hora.

Al terminar, el doctor me miró un momento con una expresión de gran compasión en su rostro.

—Querida señorita Leicester —dijo—, está usted angustiada por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro. Vamos, ¿no es así?

—Es verdad que me tiene preocupada —dije—. Hace una semana o dos que no me siento tranquila.

—Claro; y por supuesto, sabe qué misterioso mecanismo es el cerebro, ¿verdad?

—Comprendo adónde quiere ir a parar, pero no he sufrido ninguna ilusión óptica. He visto lo que le he dicho con mis propios ojos.

—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que hemos tenido hoy. Es la única explicación. Mañana lo verá bajo una luz apropiada, estoy seguro. De todos modos, recuerde que me tiene siempre dispuesto a prestarle la ayuda que esté en mi mano. No vacile en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en algún apuro.

Me marché muy poco convencida, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber adónde dirigirme. Cuando, al día siguiente, nos reunimos mi hermano y yo, le lancé una rápida mirada y observé con sobresalto que llevaba la mano derecha, la mano en la que le había visto claramente aquella mancha como de fuego negro, envuelta con un pañuelo.

—¿Qué te pasa en la mano, Francis? —le pregunté con voz firme.

—Nada importante. Me corté anoche en un dedo y me ha sangrado de manera molesta. Me lo he vendado lo mejor que he podido.

—Yo te lo vendaré bien, si quieres.

—Déjalo, gracias. Así está bien. Vamos a desayunar; estoy que me muero de hambre.

Nos sentamos, y no le quité ojo de encima. Apenas si comió ni bebió nada. Le echaba la comida al perro cuando creía que yo no miraba; había una expresión en sus ojos que hasta ahora nunca le había visto; y de repente me cruzó por la cabeza la idea de que aquella expresión apenas era humana. Tuve la firme convicción de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era ilusión, no era ningún engaño de mis sentidos enajenados, y en el transcurso de la tarde, fui otra vez a casa del médico.

El doctor Haberden meneó la cabeza con gesto perplejo e incrédulo, y meditó unos minutos.

—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? A mi entender, todos los síntomas de que se quejaba han desaparecido hace mucho. ¿Por qué sigue tomando ese potingue, si se encuentra completamente bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que se lo prepararan? ¿En casa de Sayce? Jamás le envío a nadie: el viejo se está volviendo descuidado. Venga conmigo a verle; me gustaría hablar con él. Fuimos juntos a la farmacia; el viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y se mostró dispuesto a facilitarle toda clase de información.

—Creo que lleva usted varias semanas enviándole esto al señor Leicester por prescripción mía —dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel escrito a lápiz.

El boticario se puso sus gruesos lentes con temblorosa inseguridad, y sostuvo en alto el papel con manos agitadas.

—Sí —dijo—, y me queda muy poco. Este producto es bastante raro, y hace tiempo que lo tengo ahí; tendré que traer más si el señor Leicester sigue tomándolo.

—Deje que le eche yo una mirada, por favor —dijo Haberden, y el farmacéutico le dio un frasco de cristal. Le quitó el tapón, olió el contenido, y miró extrañado al anciano.

—¿De dónde ha sacado esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo he prescrito. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le repito que ésta no es la medicina.

—Lleva mucho tiempo ahí —dijo el anciano, algo aterrado—. La adquirí en el almacén de Burbage, como de costumbre. No se receta y hace algunos años que la tengo en el estante. Como ve, queda muy poca.

—Será mejor que me la dé —dijo Haberden—. Me temo que ha ocurrido una fatalidad. Salimos en silencio del establecimiento, llevándose el médico el frasco cuidadosamente envuelto en un papel, debajo del brazo.

—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato andando—, doctor Haberden.

—Sí —dijo él, mirándome sombríamente.

—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante todo este mes.

—Con franqueza, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa. Seguimos andando de prisa sin decir una palabra más, hasta que llegamos a su casa. Me rogó que me sentara y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación con la cara ensombrecida, según podía ver yo, por temores nada corrientes.

—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño; es natural que estuviera usted alarmada; en cuanto a mí, debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejemos aparte, si no le importa, lo que me contó anoche y esta mañana; el caso es que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo de un preparado totalmente desconocido para mí. Se lo aseguro, eso no es lo que yo le receté; y aún está por ver qué contiene realmente este frasco.

Lo desenvolvió, vertió cautamente unos granos de polvo blanco en un trozo de papel, y los examinó con atención.

—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice, en forma de escamitas. Pero huélalo.

Me tendió el frasco, y me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.

Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo que ha dedicado su vida entera a la ciencia de la química. Después sabremos a qué atenernos. No, no; no me diga nada sobre el otro asunto. No quiero saber nada de eso; y siga mi consejo y procure no pensar usted tampoco en ello.

Esa noche mi hermano no salió después de cenar como tenía por costumbre.

—He echado mi cana al aire —dijo con una risa extraña—, y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de derecho será el descanso adecuado, después de una dosis tan sobrecargada de placer —y sonrió para sí; y poco después subió a su habitación. Aún llevaba la mano toda vendada.

El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.

—No tengo ninguna novedad especial para usted —dijo—. Chambers está fuera de la ciudad, de manera que no sé más que usted sobre el producto. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.

—Se encuentra en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.

—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con entera tranquilidad. Quizá nos hayamos alarmado demasiado por poca cosa. Al fin y al cabo, sean lo que sean, parece que esos polvos blancos le han sentado bien.

Subió el doctor; y de pie en el vestíbulo, le oí llamar, abrirse la puerta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante una hora; la quietud se volvía más intensa cada vez, mientras giraban las manecillas del reloj. Luego, sonó arriba el ruido de una puerta al cerrarse violentamente, y bajó el médico. Sus pasos cruzaron el vestíbulo y se detuvieron en la puerta del salón donde yo estaba. Contuve la respiración, angustiada, y vi en un pequeño espejo que mi cara estaba pálida; entró y se quedó junto a la puerta, sosteniéndose con una mano en el respaldo de una silla; le temblaba el labio inferior, como a un caballo. Tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles antes de hablar.

—He visto a ese hombre —comenzó, con un balbuceo áspero—. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y en mis cinco sentidos! Me he enfrentado toda mi vida con la muerte, y conozco las ruinas en descomposición de nuestra envoltura terrena… ¡Pero eso no, eso no! —y se cubrió el rostro con las manos como para evitar la visión de algo que tuviera ante sí.

—No me vuelva a llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, algo más sereno—. Nada puedo hacer ya en esta casa. Adiós.

Al verle bajar vacilante la escalera y alejarse por la acera en dirección a su casa, me dio la impresión de que había envejecido lo menos diez años desde por la mañana.

Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con una voz que apenas reconocí que estaba muy atareado, y que quería que le subiesen la comida y se la dejasen junto a la puerta, de modo que así lo ordené a la servidumbre.

Desde ese día, me pareció como si esa noción arbitraria que llamamos tiempo se hubiese esfumado para mí. Viví con una sensación de horror constantemente presente, llevando a cabo maquinalmente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con las criadas. A veces salía a deambular por las calles una hora o dos, y luego regresaba a continuación. Pero dentro o fuera de casa, mi espíritu se demoraba en la puerta cerrada de la habitación superior y esperaba temblando a que se abriese. He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero creo que debió ser un par de semanas después de la visita del doctor Haberden cuando, después de mi paseo, emprendí el regreso algo reconfortada y con cierta sensación de alivio. El aire era suave y agradable, y las formas vagas del follaje verde que flotaban en la plaza como una nube y el perfume de las flores transportaban mis sentidos y me hacían sentirme más feliz, y caminar animadamente.

Al detenerme en la acera para esperar a que pasara un carruaje, antes de cruzar a casa, miré hacia las ventanas de manera fortuita, e instantáneamente se me llenaron los oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frías, el corazón me dio un salto, se me hundió como en un vacío sin fondo, y me paralizó un miedo y un terror sin forma ni figura. Extendí a ciegas una mano entre repliegues de espesa oscuridad, desde el valle sombrío y tenebroso, y evité caerme, mientras el empedrado oscilaba y se ondulaba bajo mis pies, y todas las cosas sólidas parecían disolverse debajo de mí. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se había retirado la cortina, y algo dotado de vida se había asomado a mirar el mundo.

No, no puedo decir que viera rostro ni apariencia humana ninguna: fue un ser vivo, dos ojos llameantes que me observaron desde el centro de algo amorfo como mi terror, símbolo y presencia de todo mal y de toda espantosa corrupción. Me quedé donde estaba, presa de temblores y escalofríos, como dominada por la fiebre, ahogada por una angustia, una repugnancia y un horror inexpresables, y durante cinco minutos no fui capaz de recobrar la fuerza o el movimiento de mis piernas. Cuando crucé la puerta, eché a correr escaleras arriba hasta la habitación de mi hermano, y llamé.

—¡Francis, Francis! —grité—. ¡Por el amor del Cielo, contéstame! ¿Qué es ese animal horrible que tienes en la habitación? ¡Arrójalo, Francis, échalo de aquí!

Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y torpes, y un balbuceo ahogado y gorgoteante, como si alguien hiciese esfuerzos para decir algo; luego, el sonido de una voz cascada y ahogada, y unas palabras que entendí con dificultad.

—No hay nada aquí —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.

Me marché horrorizada e impotente. No podía hacer nada. Me pregunté por qué me habría mentido Francis, puesto que, aunque de manera fugaz, había visto aquella aparición de detrás del cristal demasiado claramente para equivocarme. Permanecí sentada sin moverme, convencida de que había habido algo más, algo que había visto en el primer instante de terror, antes de que se clavaran en mí aquellos ojos llameantes. Y súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, se estaban volviendo a cerrar las cortinas; pero pude ver lo que las movían, y al evocarlo comprendí que aquella imagen espantosa no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había dedos que cogieran la cortina, sino que la había apartado un muñón negro; y su perfil consumido y su torpe gesto, como el de la zarpa de una bestia, se habían grabado en mis sentidos antes de que la tenebrosa oleada de terror me sepultara al hundirme en el abismo. Me horroricé ante tal imagen, y de pensar en la criatura que vivía con mi hermano en su habitación; fui a su puerta y le llamé otra vez, pero no recibí respuesta. Esa noche, una de las criadas vino a susurrarme que hacía tres días que le colocaba regularmente la comida junto a la puerta, y después la retiraba intacta. La doncella había llamado, pero no había recibido respuesta: sólo había oído el arrastrar de pies que había notado yo.

Pasaron los días, y siguieron dejándole a mi hermano los platos de comida delante de la puerta, y retirándolos sin que él los hubiese probado; y aunque yo tocaba repetidamente a la puerta y le llamaba, no conseguía que me contestase. Las criadas comenzaron entonces a hablarme; al parecer, estaban tan alarmadas como yo; la cocinera dijo que, al principio de recluirse mi hermano en su habitación, solía oírle salir por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del vestíbulo, y cerrarse a continuación. Pero llevaba varias noches que no oía ruido ninguno. Finalmente, se produjo la crisis: fue al atardecer, estaba yo sentada en el salón, cada vez más poblado de sombras, cuando un alarido terrible desgarró el silencio, y oí escabullirse escaleras abajo unos pasos precipitados. Me quedé en suspenso, entró la doncella, y se detuvo delante de mí, pálida y temblorosa.

—¡Oh, señorita Helen! —balbuceó—. ¡Dios mío, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!

La llevé a la ventana, y vi que tenía una mancha negra y húmeda en la mano.

—No la comprendo —dije—. ¿Quiere explicarse?

—Estaba arreglando la habitación de usted en este momento —empezó—. Iba a abrir su cama, y de repente me ha caído en la mano algo mojado. Al mirar hacia arriba, he visto que el techo estaba negro y goteaba encima de mí.

La miré con firmeza y me mordí los labios.

—Venga conmigo —dije—. Traiga su vela.

La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al entrar me di cuenta de que yo temblaba también. Miré al techo y vi una mancha negra, húmeda, de la que caían gotas negras; y debajo, un charco de un líquido horrible empapaba las blancas ropas de mi cama.

Eché a correr escaleras arriba y llamé con fuerza a la puerta.

—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?

Presté atención. Hubo un sonido ahogado, y algo así como un regurgitar y gorgotear de agua, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.

A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarle. Le conté, con las mejillas bañadas en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con expresión grave y severa.

—Por la memoria de su padre —dijo finalmente—, iré con usted; aunque no puedo hacer nada.

Salimos juntos; las calles estaban oscuras y silenciosas, sofocantes a causa del calor y las muchas semanas sin llover. A la luz de los faroles de gas, vi que el doctor tenía la cara blanca; y cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.

Subimos directamente sin vacilar. Yo sostenía la lámpara, y él llamó con voz alta y decidida:

—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verle. Conteste ahora mismo.

No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel ruido ahogado al que me he referido.

—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta inmediatamente, o me veré obligado a derribarla.

Y aún volvió a llamar por tercera vez con una voz que tronó y resonó en las paredes:

—¡Señor Leicester! ¡Por última vez, le ordeno que abra la puerta! ¡Ah! —dijo tras una pausa de denso silencio—, estamos perdiendo el tiempo. ¿Tendría la bondad de traerme un atizador o algo parecido?

Corrí a un cuarto trastero donde guardábamos toda clase de cosas, y encontré una especie de azuela que me pareció apropiada para lo que el doctor se proponía.

—Muy bien —dijo—, esto servirá, creo. ¡Le comunico, señor Leicester —gritó al ojo de la cerradura—, que voy a abrir por la fuerza!

A continuación oí los golpes de la azuela, y astillarse y romperse la madera; con un crujido tremendo se abrió la puerta de repente, y retrocedimos sobrecogidos ante un alarido espantoso, una voz que no era humana, sino rugido de monstruo, que nos llegó inarticulado de la oscuridad.

—Sostenga en alto la lámpara —dijo el doctor—, y entramos y echamos una rápida mirada por la habitación.

—Ahí está —dijo el doctor Haberden, aspirando profundamente—, mire, en ese rincón.

Miré; una punzada de horror me traspasó el corazón como un hierro al rojo vivo. En el suelo había una masa oscura, pútrida, borboteante de corrupción y podredumbre, ni líquida ni sólida, que cambiaba y se derretía ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas viscosas, grasientas, como de pez hirviendo. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos; y noté también una agitación y contorsión como de miembros, y que alzaba algo que podía ser un brazo. Avanzó el doctor, levantó la azuela y descargó un golpe entre los dos puntos ardientes; enarboló a continuación la herramienta, y siguió golpeando, una y otra vez, con la furia de la repugnancia.

Una semana o dos más tarde, cuando ya me había recobrado algo de la terrible impresión, vino a verme el doctor Haberden.

—He vendido mi consulta —empezó—, y mañana embarco para un largo viaje. No sé si volveré alguna vez a Inglaterra; es muy probable que compre un pedazo de tierra en California y me establezca allí para el resto de mi vida. Le he traído este sobre, que podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerzas para hacerlo. Contiene el informe del doctor Chambers sobre lo que le pedí que analizara. Adiós, señorita Leicester, adiós.

No pude esperar. En cuanto se hubo marchado, lo abrí y leí el documento de un tirón. Aquí está el manuscrito; con su permiso, le voy a leer la asombrosa historia que contiene:

Mi querido Haberden —empezaba la carta—: Me he retrasado inexcusablemente en contestar a su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. Para serle sincero, he estado algún tiempo sin saber qué determinación tomar, porque en las ciencias físicas existe tanta intransigencia y tanto dogmatismo como en teología, y sabía que si le decía la verdad, podía ofender perjuicios arraigados, en otro tiempo tan caros para mí. No obstante, he decidido ser franco con usted; así que, en primer lugar, permítame que empiece con una breve explicación personal.

Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, y sabe que soy hombre de ciencia. Hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido sobre el abismo infranqueable que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se apartan de la vía ordinaria del experimento y la observación de las cosas materiales. Recuerdo el desprecio con que me hablaba usted una vez de esos científicos que han escarbado un poco en lo oculto e insinúan tímidamente que tal vez no son los sentidos, en última instancia, el límite eterno e impenetrable de todo conocimiento, la frontera inmutable que ningún ser humano ha rebasado jamás. Los dos nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías «ocultistas» actuales disfrazadas con nombres diversos: mesmerismos, espiritismos, materializaciones, teosofías, y toda la caterva de imposturas, con su penoso montaje de trucos lamentables y conjuros irrisorios, verdadera trastienda de las calles sórdidas de Londres.

Con todo, pese a lo que acabo de decir, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción usual Hace ya muchos años que me he convencido —yo, un escéptico, como recordará— de que la vieja y férrea teoría es total y absolutamente falsa. Quizá esta confesión no le hiera tan acerbamente como lo habría hecho hace veinte años; porque creo que no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, surgen hombres de pura ciencia que formulan nada menos que hipótesis trascendentales, y sospecho que la mayoría de los actuales químicos y biólogos de reputación no dudarían en suscribir el dictum del viejo escolástico: Omnia exeunt in mysterium, que significa, creo, que cada rama del saber humano, si tratamos de remontarnos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué aburrirle ahora con una relación detallada de los penosos pasos que me han llevado a mis conclusiones; unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi punto de vista de entonces; y la cadena de pensamientos que arrancó de unas circunstancias relativamente insignificantes me llevó muy lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo, y me encuentro en un mundo que me resulta tan extraño, espantoso y tremendo como las olas interminables del océano vistas por primera vez desde un pico de Darién. Ahora sé que las murallas de los sentidos, que parecían tan impenetrables, que parecían elevarse hasta los cielos y hundir sus cimientos en las profundidades, encerrándose en su interior para siempre, no son barreras tan inexorablemente infranqueables como imaginábamos, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no ha adoptado jamás una postura materialista extremada; no ha tratado de establecer un negativismo universal, dado que su sentido de la lógica le ha apartado de tamaño absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará extraño lo que digo, y que repugnará a su forma habitual de pensar. No obstante, Haberden, es cierto lo que le digo; es más, para expresarlo en nuestro lenguaje corriente, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia; y el universo es, en verdad, más espléndido y más espantoso que lo que nosotros solemos soñar. El universo entero, mi buen amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza y energía místicas e inefables, veladas por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y los demás astros, y la flor de la yerba, y el cristal del tubo de ensayo, son tanto materiales como espirituales, y están todos sujetos a una actividad interior.

Probablemente se preguntará, Haberden, adónde voy a parar con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá ponerlo en claro.

Comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción de todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo puede ser perfectamente posible. En resumen, debemos mirar la leyenda y la fe con otros ojos, y estar dispuestos a aceptar historias que se habían convertido en meras fábulas. Desde luego, no es pedir demasiado. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite muchas cosas, aunque de manera hipócrita. No se trata, evidentemente, de creer en la brujería; pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas han pasado de moda, pero aún hay mucho que decir sobre telepatía. Casi podría ser un proverbio lo siguiente: Dad nombre griego a una superstición, y creeréis en ella.

Hasta aquí, mi explicación personal. Ahora bien, usted me ha enviado un frasco tapado y sellado, conteniendo cierta cantidad de unos polvos blancos escamosos que un farmacéutico ha estado suministrando a uno de sus pacientes. No me sorprende saber que no ha conseguido ningún resultado en su análisis. Es una sustancia conocida por unos pocos desde hace cientos de años, pero que nunca habría esperado que me llegara de una farmacia moderna. No parece haber razón para dudar de la veracidad del farmacéutico. Efectivamente, ha podido adquirir en un almacén, como dice, esas raras sales que usted prescribió; y es probable que las haya tenido en el estante veinte años, o tal vez más.

Aquí comienza a intervenir lo que solemos llamar azar o casualidad: durante todos esos años, las sales han estado expuestas a determinadas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilaron entre los 40° y los 80°. Y, por lo que se ve, tales cambios, repetidos año tras año a intervalos irregulares, con diversa intensidad y duración, han constituido un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, sería capaz de producir el mismo resultado. Los polvos blancos que usted me ha enviado son algo muy distinto del medicamento que recetó: son los polvos con que se preparaba el vino de los aquelarres, el Vinum Sabbati. Sin duda habrá leído algo sobre los aquelarres de las brujas, y se habrá reído de las historias que hacían temblar de miedo a nuestros antepasados: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una suerte que se crea en todas estas supercherías, porque ocultan muchas cosas que es preferible no divulgar. Sin embargo, si usted se toma la molestia de leer el apéndice de la monografía de Payne Knight, encontrará que el verdadero aquelarre era algo muy diferente, aunque el autor se ha abstenido de publicar todo lo que sabía. Los secretos del verdadero aquelarre eran secretos de tiempos remotos que subsistían en la Edad Media, secretos de una ciencia maligna que existía mucho antes de que los arios entrasen en Europa. Hombres y mujeres, sacados de sus hogares con pretextos engañosos, eran recibidos por unos seres capacitados para asumir, como efectivamente hacían, el papel de demonios, y llevados por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados e ignorado por el resto del mundo. Quizá era la caverna de algún monte inhóspito y barrido por el viento, o algún lugar recóndito de un gran bosque; y allí se celebraba el aquelarre.

Allí, en la hora más tenebrosa de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, que así participaban de su sacramento infernal; sumentes calicem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de repente, cada uno de los que habían bebido se encontraba acompañado de una pareja, una figura de encanto y atractivo ultraterrenos que le hacía señas para que fuese a compartir con ella goces más intensos, más vivos que las emociones de ningún sueño, a la consumación de las nupcias del sabbat. Es difícil hablar de esto, sobre todo porque aquella figura que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, él mismo.

Debido al poder de aquel vino del sabbat —unos cuantos granos de polvos blancos disueltos en un vaso de agua—, se hendía el habitáculo de la vida, se disolvía la trinidad humana, y el gusano que nunca muere, y duerme dentro de nosotros, se transformaba en un ser tangible y externo y se vestía con una envoltura carnal Y entonces, a la hora de la medianoche, se repetía y representaba la caída original y se cumplía el drama espantoso que se oculta tras el mito del Árbol de la Ciencia. Tales eran las nuptiae sabbati.

Prefiero no seguir; usted, Haberden, sabe tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más insignificantes de la vida, y que a un acto tan terrible como éste, en el que se profana el santuario más íntimo del hombre, tenía que seguirle una venganza feroz. Lo que comenzó en la corrupción, terminó también en la corrupción.

Debajo hay una nota añadida con letra del doctor Haberden:

Lo que precede es, por desgracia, estricta y absolutamente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que le visité en su habitación. Lo primero que me llamó la atención fue su mano vendada, y le obligué a que me la enseñara. Lo que vi, y eso que hace ya bastantes años que ejerzo la medicina, me puso enfermo de repugnancia. Y la historia que tuve que escuchar fue infinitamente más espantosa que lo que hubiese creído posible. He estado tentado de dudar de la Bondad Eterna, que permite que la naturaleza ofrezca tan horrendas posibilidades. Si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le diría: no crea nada de todo esto. Tengo la impresión de que a mí no me queda demasiado tiempo de vida; pero usted es joven, y podrá olvidarlo.

Doctor Joseph Haberden

Dos o tres meses más tarde me enteré de que el doctor Haberden había fallecido poco después de zarpar su barco de Inglaterra.