Prólogo
—Veo que es usted un resuelto racionalista —dijo la dama—. ¿No le he contado que tuve experiencias todavía más terribles? Yo también fui escéptica una vez, pero después de lo que me he enterado no puedo seguir fingiendo que dudo.
—Madam —replicó el señor Phillipps—, nadie me hará renegar de mi fe. Nunca creeré, ni fingiré creer, que dos y dos son cinco, ni admitiré bajo ningún pretexto la existencia de triángulos de dos lados.
—Es usted un poco apresurado —contestó la dama—. Pero, ¿puedo preguntarle si ha oído alguna vez el nombre del profesor Gregg, experto en etnología y materias afines?
—Mucho más que oír simplemente su nombre —dijo Phillipps—. Siempre lo he considerado como uno de los más agudos y perspicaces investigadores; y su última publicación «Tratado de Etnología» me impresionó por ser completamente admirable en su género. En verdad, el libro acababa de llegar a mis manos cuando me enteré del terrible accidente que truncó la carrera de Gregg. Según creo, durante el verano había alquilado una casa de campo al oeste de Inglaterra, y se supone que cayó a un río. Si mal no recuerdo, su cadáver nunca se recuperó.
—Señor, no me cabe la menor duda que es usted discreto. Su conversación parece revelarlo con creces, y el mismo título de la obrita que mencionó me asegura que no es usted un huero frívolo. En una palabra, presiento que puedo confiar en usted. Parece tener usted la impresión de que el profesor Gregg ha muerto; yo no tengo ninguna razón para creer que ése es el caso.
—¿Qué? —gritó Phillipps, sorprendido y desasosegado—. ¿Insinúa usted que ha habido algo ignominioso? No puedo creerlo. Gregg era un hombre de carácter transparente, de gran generosidad en su vida privada, y, aunque no me hago demasiadas ilusiones, creo que ha sido un sincero y devoto cristiano. ¿No pretenderá usted insinuar que alguna deshonrosa historia le ha obligado a huir del país?
—De nuevo se precipita usted —replicó la dama—. No he dicho nada de eso. En resumen, le referiré que el profesor Gregg abandonó esta casa una mañana en perfecto estado de salud, tanto mental como física. Jamás regresó, pero tres días después, en una desierta y escabrosa ladera a varias millas del río, se encontraron su reloj y su cadena, una bolsa conteniendo tres soberanos de oro, algunas monedas de plata y un anillo que habitualmente llevaba consigo. Aparecieron junto a una piedra caliza de forma fantástica, envueltos en una especie de tosco pergamino sujeto con cuerda de tripa. Cuando abrieron el paquete descubrieron en el reverso del pergamino una inscripción trazada con cierta sustancia roja; los caracteres eran indescifrables, pero parecían una adulteración de la escritura cuneiforme.
—Me interesa usted sobremanera —dijo Phillipps—. ¿Le importaría proseguir con su historia? Las circunstancias que ha mencionado me parecen a todas luces inexplicables y ansío una aclaración.
La joven dama pareció meditar por un momento, y luego procedió a contar la
Novela del Sello Negro
Ahora debo darle más amplios detalles sobre mi historia.
Soy hija de un ingeniero civil llamado Steven Lally, tan desgraciado que murió de repente en los comienzos de su carrera, antes de que hubiera acumulado suficientes medios para mantener a su esposa y a sus dos hijos.
Mi madre se las ingenió para mantener nuestra pequeña familia con recursos que deben haber sido increíblemente pequeños. Vivíamos en una remota aldea campesina, donde casi todo lo indispensable para la vida es más barato que en la ciudad, pero aun así fuimos educados según la más rigurosa economía. Mi padre era un hombre inteligente e instruido, y nos legó una pequeña pero selecta biblioteca, conteniendo los mejores clásicos griegos, latinos e ingleses; esos libros fueron el único entretenimiento de que disponíamos. Recuerdo que mi hermano aprendió latín en las Meditationes de Descartes, y yo, en lugar de los cuentos que los niños suelen leer, no tuve nada más precioso que una traducción de los Gesta Romanorum. Así crecimos como dos niños callados y estudiosos, y con el paso del tiempo mi hermano se estableció en la forma que le he mencionado. Yo continué viviendo en casa; mi pobre madre había quedado inválida y necesitaba mis continuos cuidados; hace unos dos años murió, tras varios meses de dolorosa enfermedad. Mi situación era terrible; los raídos muebles apenas bastaron para pagar las deudas que me había visto obligada a contraer y los libros que le envié a mi hermano, sabiendo cuánto los apreciaría. Estaba completamente sola. Me daba cuenta de lo poco que ganaba mi hermano; y, aunque vino a Londres con la esperanza de encontrar empleo, confiando en que él sufragaría mis gastos, juré que sólo esperaría un mes, y que si en ese tiempo no podía hallar algún trabajo me moriría de hambre antes de privarle de las miserables libras que había guardado para un momento de apuro. Alquilé una pequeña habitación en un suburbio distante, el más barato que pude encontrar. Subsistía a base de pan y té, y pasaba el tiempo contestando en vano a los anuncios y visitando más vanamente aún las direcciones que había anotado. Transcurrieron varios días y semanas enteras sin que tuviera éxito, hasta que llegó a su término el plazo establecido y vi ante mí la horrible perspectiva de una muerte lenta por inanición. Mi casera era bondadosa a su manera; conocía la precariedad de mis recursos y estoy segura de que no me habría echado a la calle. Mi única alternativa era marcharme y tratar de morir en algún lugar tranquilo. Era entonces invierno y en las primeras horas de la tarde una espesa niebla blanquecina lo cubría todo, haciéndose cada vez más densa según avanzaba el día. Era domingo, lo recuerdo, y la gente de la casa estaba en la capilla. Hacia las tres salí furtivamente y me alejé lo más rápido que pude, aunque estaba débil por la abstinencia. La blanca neblina envolvía las silenciosas calles; una espesa escarcha se había acumulado en las desnudas ramas de los árboles, y los cristales de la helada resplandecían en las vallas de madera y en el frío y duro suelo bajo mis pies.
Seguí adelante, girando a derecha e izquierda completamente al azar, sin preocuparme de mirar los nombres de las calles, y lo único que recuerdo de mi andadura aquella tarde de domingo no parece sino los fragmentos inconexos de un mal sueño. En una visión confusa, a través de caminos a medias urbanos y a medias rurales, tropecé a un lado con campos grises que se desvanecían en el vaporoso mundo de la neblina, y al otro, cómodas villas en cuyas paredes tremolaba el resplandor de las chimeneas. Pero todo era irreal: las paredes de ladrillo rojo y las ventanas encendidas, los imprecisos árboles y la trémula campiña, las lámparas de gas que hacían resaltar las blancas sombras, la perspectiva en fuga de las vías del tren bajo los elevados terraplenes, el verde y el rojo de las señales luminosas, no eran más que imágenes fugaces que inflamaban mi agotado cerebro y mis sentidos entumecidos por el hambre. De vez en cuando oía resonar pasos apresurados en el duro camino, y pasaban a mi lado gentes bien arropadas, caminando apresuradamente para entrar en calor, y anticipando, sin duda, con vehemencia los placeres del hogar encendido, con las cortinas bien corridas sobre los helados cristales y la acogida de sus amigos.
Pero conforme la tarde oscurecía y la noche se aproximaba, los caminantes fueron decreciendo cada vez más, y atravesé sola una sucesión de calles. Daba traspiés en medio de aquel blanco silencio, tan desolada como si pisara las calles de una ciudad enterrada. Según me sentía más débil y exhausta, algo parecido al horror de la muerte me envolvía el corazón. Súbitamente, al doblar una esquina, alguien me abordó cortésmente bajo la farola, y oí una voz que me preguntaba si amablemente podía indicarle cómo llegar a la calle Avon. La súbita sacudida de la voz humana me postró todavía más y acabó con mis fuerzas; caí en la acera hecha un ovillo y lloré y sollocé y reí presa de un violento ataque de histeria. Había salido dispuesta a morir, y al traspasar el umbral que me había protegido dije adiós conscientemente a todas las esperanzas y todos los recuerdos.
Cuando la puerta rechinó tras de mí con atronador ruido sentí que un telón de acero había caído sobre el breve transcurso de mi vida, que me quedaba muy poco camino por recorrer en un mundo de tristeza y oscuridad; comenzaba la escena del primer acto de mi muerte. A continuación vino mi errabundeo entre la niebla, la blancura que todo lo envolvía, las calles vacías, el silencio velado, hasta que aquella voz me habló como si yo estuviese muerta y la vida retomara a mí. En pocos minutos logré calmar mis ánimos, y al levantarme me encontré en presencia de un caballero de mediana edad y aspecto agradable, pulcra y correctamente vestido. Me miró con piadosa expresión, pero, antes de que yo balbuciera mi ignorancia de la vecindad, ya que verdaderamente no tenía la más ligera noción de dónde me había extraviado, me habló.
—Querida señora —dijo—, parece usted en serios apuros. No puede imaginarse cuánto me alarma. Pero, ¿puedo preguntarle la naturaleza de su inquietud? Le aseguro que puede confiar tranquilamente en mí.
—Es usted muy amable —respondí—, pero me temo que no hay nada que hacer. Mi situación parece desesperada.
—¡Qué disparate! Es usted demasiado joven para hablar así. Venga, caminemos un rato, debe usted contarme sus dificultades. Quizá pueda ayudarla.
Había en sus modales algo muy tranquilizador y persuasivo, y mientras caminamos juntos le tracé un esbozo de mi historia, y le conté la desesperación que me había oprimido hasta casi morir.
—Hizo usted mal en ceder tan rotundamente —dijo cuando me callé—. En Londres un mes es demasiado poco tiempo para abrirse camino. Londres, permítame decirle, señorita Lally, no es una ciudad abierta ni indefensa; es una plaza fuerte, rodeada de un doble foso con extrañas intrincaciones. Como siempre suele ocurrir en las grandes ciudades, las condiciones de vida se han vuelto extremadamente artificiales; el hombre o la mujer que pretendan tomar por asalto la plaza no se enfrentarán a una simple empalizada, sino a apretadas filas de sutiles artefactos, minas y otros escollos que reclaman una rara habilidad para poder superarlos. Usted, en su inocencia, se imaginó que sólo tendría que gritar para que estas murallas se desvanecieran en la nada, pero ya ha pasado la época de tan asombrosas victorias. Tenga valor, aprenderá bien pronto el secreto del éxito.
—¡Ay de mí, señor! —contesté—. No dudo de que sus conclusiones sean correctas, pero en este momento creo estar a punto de morir de inanición. Habla usted de un secreto; por el amor de Dios, dígamelo si siente alguna compasión por mi aflicción.
El hombre rió afablemente.
—Eso es lo más extraño. Quienes conocen el secreto no pueden contarlo aunque quieran; es ciertamente tan inefable como la doctrina esencial de la francmasonería. Pero puedo decirle que usted al menos ha penetrado la capa exterior del misterio.
Y rió de nuevo.
—Le suplico que no se burle de mí —le dije—. ¿Qué he hecho, que sais-je? Soy tan ignorante que no tengo la más ligera idea de cómo me procuraré la próxima comida.
—Perdóneme. Me pregunta usted por lo que ha hecho. Se ha encontrado conmigo. Venga, no discutiremos más. Veo que es usted autodidacta, única forma de educación que no es infinitamente perniciosa, y estoy necesitado de una institutriz para mis dos hijos. Soy viudo desde hace varios años; me llamo Gregg. Le ofrezco a usted el puesto que he mencionado y un salario de, digamos, cien libras al año.
Sólo pude balbucir mi agradecimiento, y el señor Gregg, deslizándome en la mano una tarjeta con su dirección, y un billete de banco a modo de señal, me dijo adiós, pidiéndome que le fuera a ver un par de días después.
Así fue como conocí al profesor Gregg, y no debe extrañarle que el recuerdo de la desesperación y de la helada ráfaga que sopló sobre mí desde las mismas puertas de la muerte me hiciera considerarle como un segundo padre. Antes de concluir la semana estaba instalada en mis nuevos deberes. El profesor había arrendado un viejo caserón de ladrillo en un suburbio al oeste de Londres, y allí, rodeada de agradables prados y huertos, y sosegada por el murmullo de los antiguos olmos que sacudían sus ramas sobre el tejado, empezó un nuevo capítulo de mi vida. Conociendo la naturaleza de las ocupaciones del profesor, no le sorprenderá oír que la casa estaba atestada de libros, y de vitrinas repletas de extraños, e incluso horrendos, objetos, ocupando hasta el último rincón de los vastos aposentos de la planta baja. Gregg era un hombre únicamente interesado en el saber, y en poco tiempo también yo me contagié de su entusiasmo, y me esforcé por participar en su pasión por la investigación. En pocos meses era más su secretaria que la institutriz de sus dos hijos, y muchas noches me sentaba ante el escritorio al resplandor de la velada lámpara, mientras él, paseándose de un lado para otro en la penumbra de la chimenea, me dictaba el contenido de su Tratado de Etnología. Pero entre esos estudios tan serios y exactos siempre detecté algo oculto, un anhelo y un deseo acerca de algún objeto al que no había aludido; y, de vez en cuando, se interrumpía en lo que iba diciendo y caía en un ensueño, arrebatado, así me lo parecía a mí, por alguna lejana visión de descubrimientos aventureros. Concluido al fin el tratado, empezamos a recibir pruebas de imprenta, que fueron confiadas a mí en su primera lectura para que, luego, el profesor hiciera la revisión final. Mientras tanto, aumentaba su cautela acerca del asunto que le ocupaba, y un día me entregó un ejemplar del libro con la alegre risa de un escolar al terminar el curso.
—He mantenido mi palabra —dijo—. Prometí escribirlo y lo he hecho. Ahora podré dedicarme a cosas más raras. Le confieso, señorita Lally, que ambiciono el renombre de Colón; espero que me verá interpretar el papel de explorador.
—Sin duda —dije— queda poco por explorar. Ha nacido usted unos pocos siglos tarde para eso.
—Creo que se equivoca —respondió él—. Todavía quedan fantásticos países por descubrir y continentes de extensión desconocida. ¡Ay, señorita Lally! Créame usted, vivimos entre sacramentos y misterios que nos llenan de temor, y ni siquiera sabemos lo que será de nosotros. La vida, créame, no es cosa sencilla, ni se reduce a la masa de materia gris y el montón de venas y músculos que el bisturí del cirujano deja al descubierto; el hombre es el secreto que pretendo explorar, y antes de que pueda descubrirlo deberé surcar mares verdaderamente revueltos, y océanos, y nieblas de varios miles de años. Acuérdese del mito de la desaparición de la Atlántida; ¿y si fuera cierto, y estuviera yo destinado a ser el descubridor de esa maravillosa tierra?
Podía ver la excitación que hervía bajo sus palabras, y en su rostro la pasión del cazador, me encontraba frente a un hombre que se creía emplazado a un torneo con lo desconocido. Una súbita alegría se apoderó de mí al pensar que, en cierta manera, iba a estar asociada a él en la aventura, y también me inflamó la codicia de la caza, sin que me parara a pensar que no sabía bien lo que estábamos buscando.
A la mañana siguiente el profesor Gregg me recibió en su estudio privado, donde, alineado contra la pared, tenía un casillero, de estantes primorosamente etiquetados, que clasificaba en unos cuantos pies de espacio los resultados de años de laborioso trabajo.
—Aquí —dijo— está mi vida; aquí están todos los datos que he reunido con tanta fatiga, que, sin embargo, no son nada. No, nada en comparación con lo que voy a acometer ahora. Mire esto —y me llevó hasta un viejo escritorio, una destartalada y fantástica pieza en uno de los rincones del aposento, del que levantó el tablero y abrió uno de los cajones interiores.
—Unos pocos fragmentos de papel —prosiguió, señalando al cajón— y una piedra negra, toscamente anotada con misteriosas marcas y rasguños, es todo lo que guarda el cajón. Esto que ve aquí es un viejo sobre con el sello rojo oscuro de hace veinte años, pero en el dorso he escrito a lápiz unas pocas líneas; esto es una hoja manuscrita y esto otro algunos recortes de oscuros periódicos locales. Y si me pregunta el objeto de la colección, no le parecerá extraordinario: una sirvienta de una granja, que desapareció y nunca más se supo de ella, un niño a quien se le supone haberse extraviado en las montañas, unos misteriosos garabatos en una roca caliza, un hombre asesinado mediante el golpe de una extraña arma; esa es la pista tras la que debo ir. Sí, como usted dice, hay una adecuada explicación para todo esto: la chica puede haber huido a Londres, Liverpool o Nueva York, el niño puede estar en el fondo de algún pozo de mina en desuso, y las letras sobre la roca pueden ser resultado del ocioso capricho de algún vagabundo. Sí, sí, admito todo eso; pero sé que tengo la verdadera clave. ¡Mire! —y me ofreció un trozo de papel amarillento.
Leí: Caracteres encontrados en una roca de caliza en Colinas Grises, y a continuación había una palabra borrada, probablemente el nombre de un condado, y una fecha de unos quince años atrás. Debajo había una serie de toscos caracteres, que parecían cuñas o cruces, tan extraños y estrafalarios como los del alfabeto hebreo.
—Ahora el sello —dijo el profesor Gregg, entregándome la piedra negra, de unas dos pulgadas de largo, y algo parecida a un anticuado atacador para la pipa, aunque mucho más grande.
Alcé la piedra hasta la luz y vi para mi sorpresa que los caracteres del papel se repetían en el sello.
—Sí —dijo el profesor— son los mismos. Y las marcas sobre la piedra caliza se hicieron hace quince años, con alguna sustancia de color rojo, mientras que los caracteres del sello tienen por lo menos cuatro mil años. Quizá mucho más.
—¿Es una broma? —le dije.
—No, ya lo he previsto. No iba a dedicar mi vida en pos de un chasco. He comprobado todo el asunto con sumo cuidado. Solamente una persona, aparte de mí, conoce la existencia de este sello negro. Además, existen otras razones en las que ahora no puedo entrar.
—Pero ¿qué significa todo esto? —dije—. No puedo entender a qué conclusión nos lleva.
—Mi querida señorita Lally, ésa es una pregunta que preferiría dejar sin respuesta durante algún tiempo. Tal vez nunca sea capaz de contarle los secretos aquí encerrados: unos pocos y vagos indicios, el esbozo de tragedias aldeanas, algunas marcas de tierra roja sobre una roca, y un antiguo sello. ¿Extraño conjunto de datos en que apoyarse? Media docena de evidencias, y veinte años atrás ni siquiera hubiera podido reunirlas. ¿Quién sabe qué espejismo o terra incognita puede haber más allá de todo esto? Miro a través de aguas profundas, señorita Lally, y la tierra de más allá bien pudiera ser, después de todo, una ilusión. Pero, con todo, no lo creo así, y bastarán unos cuantos meses para saber si estaba o no equivocado.
Cuando el profesor me dejó a solas, me esforcé en desenmascarar el misterio, preguntándome a dónde podían conducimos tan insólitos retazos de evidencia. No estoy desprovista por entero de imaginación, y tenía buenas razones para respetar el rigor intelectual del profesor, sin embargo, me parecía que el cajón sólo contenía material para una fantasía, y en vano intenté imaginar qué teoría podría extraerse de los fragmentos esparcidos ante mí. En verdad, lo único que podía descubrir en lo que había oído y visto era el primer capítulo de una extravagante novela. Y, sin embargo, en lo más profundo de mi corazón ardía de curiosidad, y día tras día buscaba ansiosamente en el rostro del profesor Gregg algún indicio de lo que iba a ocurrir.
La señal llegó una noche después de cenar.
—Espero que podrá hacer sus preparativos sin muchas dificultades —me dijo súbitamente—. Nos marchamos dentro de una semana.
—¡De verdad! —dije con asombro—. ¿A dónde vamos?
—He alquilado una casa de campo al oeste de Inglaterra, no lejos de Caermaen, un tranquilo pueblecito que antaño fue ciudad y sede de una legión romana. Es un lugar muy aburrido, pero el campo es precioso y el aire saludable.
Noté un destello en sus ojos, y supuse que esta repentina mudanza tenía alguna relación con nuestra conversación unos pocos días antes.
—Sólo me llevaré unos cuantos libros —dijo el profesor Gregg—. Eso es todo. El resto permanecerá aquí hasta nuestra vuelta. Voy a tomarme unas vacaciones —prosiguió, sonriéndome— y no sentiré librarme por un tiempo de mis viejos huesos, piedras y desechos. Hace treinta años, sabe usted, que llevo dándole vueltas a los hechos; ahora es tiempo de fantasías.
Los días pasaron rápidamente. Cuando dejamos atrás el viejo caserón y comenzó nuestro viaje, pude advertir que el profesor se estremecía de excitación contenida, pero apenas presté atención a la vehemente impaciencia de su mirada. Partimos al mediodía, y a la caída de la noche llegamos a una pequeña estación rural.
Me encontraba cansada y excitada, y el trayecto a través de las vías férreas me pareció un sueño. Primero, las desiertas calles de una aldea olvidada, mientras oía la voz del profesor Gregg hablando de la Legión Augusta y del estruendo de armas y la impresionante pompa que solían acompañar a las águilas romanas.
Después, el ancho río deslizándose con todo su caudal, con los últimos resplandores crepusculares centelleando lúgubremente sobre las amarillentas aguas, los grandes prados, los trigales blanqueados, y la angosta senda que serpentea por la ladera entre las colinas y el agua.
Finalmente empezamos a ascender, y el aire se fue enrareciendo. Miré hacia abajo y vi la blanca neblina que silueteaba el curso del río como un sudario, y una región indefinida y sombría: imágenes y ensueños de onduladas colinas y bosques colgantes, más allá imprecisos contornos de cerros, y a lo lejos el fulgor deslumbrante de la hoguera en la montaña, lanzando intermitentemente columnas de resplandecientes llamas para luego desvanecerse hasta un rojo apagado. Subíamos despacio en un carruaje, y hasta mí llegó el helado soplo y el misterio del gran bosque que nos envolvía; me parecía estar vagando por sus más profundos abismos, y percibía el rumor del agua goteando, el perfume de las hojas verdes y el aliento de la noche de verano. Al fin el carruaje se detuvo y a duras penas pude distinguir la forma de la casa, mientras esperaba un momento entre las columnas del porche. El resto de la velada fue como un extraño sueño, limitado por el gran silencio del bosque, el valle y el río.
A la mañana siguiente, cuando desperté y observé a través del mirador de mi espacioso y anticuado dormitorio, vi, bajo un cielo gris, que la región rebosaba todavía misterio. El precioso y largo valle, con el río serpenteando allá abajo, cruzado por un puente medieval de bóvedas en piedra; la clara presencia de las tierras altas, en lontananza; y los bosques que la noche anterior únicamente viera en sombras: todo parecía teñido de encanto, y el suave soplo del aire que penetraba por la abierta cristalera no se parecía a ninguna otra brisa. Miré en dirección al valle, y más allá, a las colinas que se sucedían una tras otra como olas en el mar; en primer término, una columna de humo azul pálido se elevaba todavía de la chimenea de una antigua y lúgubre granja, al pie de una escarpada cumbre coronada de abetos sombríos, y a lo lejos vislumbré la blanca cinta de un camino que ascendía y se perdía en alguna inimaginable región. Pero toda la vista estaba limitada por una gran muralla montañosa, inmensa hacia el oeste, que terminaba como una fortaleza en una cuesta empinada y un túmulo abovedado recortándose contra el cielo.
Vi al profesor Gregg paseando por el sendero de la terraza bajo las ventanas, y era evidente que saboreaba tanto la sensación de libertad como el pensamiento de que por un tiempo se había despedido de sus obligaciones. Cuando me uní a él había exultación en su voz al señalarme la extensión del valle y el serpenteo del río por entre las encantadoras colinas.
—Sí —dijo—, es un país extrañamente hermoso, y, para mí al menos, lleno de misterios. ¿No habrá olvidado, señorita Lally, el cajón que le mostré? No; y no habrá supuesto que he venido aquí solamente por el bien de los niños y el aire puro.
—Creo que he supuesto algo parecido —le respondí—. Pero debe recordar que no conozco ni siquiera la naturaleza de sus investigaciones; y en cuanto a la relación entre la búsqueda y este maravilloso valle, no se me ocurre nada. Me sonrió misteriosamente.
—No debe usted creer que estoy haciendo un misterio de esto simplemente por gusto —dijo—. No me atrevo a hablar porque hasta ahora, no ha habido nada que decir, nada definido, quiero decir, nada que pueda ponerse por escrito, tan aburrido, seguro e irreprochable como cualquier documento diplomático. Y, además, tengo otra razón. Hace muchos años me llamó la atención un suelto de periódico que al momento me hizo concretar en una determinada hipótesis las vagas ideas y las fantasías a medio formar en muchas horas de ocio y especulación. Enseguida comprendí que pisaba un terreno resbaladizo; mi teoría era descabellada y fantástica en grado sumo, y bajo ninguna consideración hubiera escrito un solo detalle de ella para su publicación. Pero pensé que, delante de hombres de ciencia como yo, que conocen el curso de los descubrimientos, y son conscientes de que el gas que arde y destella en la taberna fue una vez hipótesis descabellada, ante hombres como éstos pensé que podría arriesgar mi sueño —digamos la Atlántida, o la piedra filosofal, o lo que usted quiera—, sin miedo al ridículo. Comprobé que estaba completamente equivocado; mis amigos me miraron y se miraron entre ellos confusamente, y en las miradas que intercambiaron pude vislumbrar un poco de compasión y algo también de desprecio insolente. Uno de ellos me visitó al día siguiente e insinuó que debía estar padeciendo agotamiento cerebral por un exceso de trabajo. «Sin rodeos», dije, «piensa usted que me estoy volviendo loco. No lo crea». Y le mostré la salida con muy poca cortesía. Desde ese día prometí solemnemente que nunca más susurraría a ninguna alma viviente la naturaleza de mi teoría; a nadie más que a usted le he mostrado el contenido de ese cajón. Después de todo, puedo estar persiguiendo una quimera; puedo haber sido engañado por una simple coincidencia; pero mientras permanezca aquí, en este místico silencio, entre bosques y yermas colinas, estoy más convencido que nunca de estar tras la pista segura. Vamos, es hora de que entremos.
Todo esto me maravillaba y excitaba a la vez. Sabía que el profesor Gregg solía emprender su trabajo paso a paso, examinando el terreno que pisaba, y no aventurando nunca una afirmación sin disponer de una prueba irrefutable. Sin embargo, adiviné, más por su mirada y la vehemencia de su tono de voz que por las palabras pronunciadas, que no se apartaba de su pensamiento la visión de algo casi increíble; y yo, que aun poseyendo algo de imaginación era muy escéptica, me sobresaltaba a la menor insinuación de lo maravilloso, y no podía menos que preguntarme si no estaría padeciendo el profesor una monomanía, excluyendo de este tema el método científico que presidiera el resto de su vida.
Con todo, pese a esta imagen de misterio que obsesionaba mis pensamientos, me rendí completamente al encanto del lugar. Por encima de la ajada casa de la ladera empezaba el gran bosque, una franja larga y oscura vista desde las colinas opuestas, que se extendía varias millas de norte a sur por encima del río, terminando al norte en parajes todavía más salvajes, cerros yermos y desolados, y ásperos campos, un territorio extraño que nadie visitaba, más desconocido para los ingleses que el corazón mismo de África. La casa estaba separada del bosque únicamente por un par de escarpados campos, y a los niños les encantaba seguirme por los largos senderos de maleza, entre suaves muros entretejidos de resplandecientes hayas, hasta el punto más elevado de la floresta, desde donde contemplábamos a un lado, a través del río, la elevación y hundimiento del terreno hasta la gran muralla montañosa del oeste, y del otro, la agitación e inclinación de los múltiples árboles, los prados altos, y el reluciente mar amarillo con la imperceptible costa. Solía sentarme en este lugar, sobre la hierba caldeada por el sol que señalaba el rastro de la Calzada Romana, mientras los dos niños competían a carreras para coger bayas de tojo que crecían en los márgenes. Aquí, bajo el profundo cielo azul y las grandes nubes en movimiento, como viejos galeones con las velas hinchadas, del mar a las colinas, escuchando el susurrante hechizo del enorme y viejo bosque, vivía únicamente para el deleite, y sólo recordaba extrañas cosas cuando al volver a casa encontrábamos al profesor Gregg encerrado en el pequeño aposento que había convertido en su estudio, o bien paseando por la terraza, con el aspecto paciente y entusiasta de estar absorto en alguna investigación.
Una mañana, ocho o nueve días después de nuestra llegada, me asomé a la ventana y vi que todo el paisaje se transformaba ante mí. Las nubes habían descendido súbitamente hasta ocultar al oeste la montaña; el viento del sur impulsaba la lluvia valle arriba en columnas móviles, y el arroyuelo que irrumpe bajo la casa, al pie de la colina, ahora se precipitaba enfurecido río abajo como un torrente rojo. Por fuerza, nos vimos obligados a permanecer escondidos puertas adentro; y cuando hube atendido a mis pupilos, me senté en el gabinete, donde los restos de una biblioteca todavía atestaban una anticuada estantería. Había inspeccionado los estantes una o dos veces, pero su contenido no había logrado interesarme. Lo mejor de la biblioteca eran unos volúmenes de sermones del siglo dieciocho, un viejo tratado de veterinaria, una colección de poemas escritos por «personas de calidad», la Connection de Prideaux, y algún tomo suelto de Pope; parecía indudable que habían retirado todo lo que era interesante o valioso. Sin embargo, comencé a revisar desesperadamente las mohosas encuadernaciones en piel de carnero o becerro, y encontré, con sumo placer, un magnífico y viejo volumen en cuarto impreso por los Stephani, conteniendo los tres libros de Pomponio Mela, De situ orbis, y otro de antiguos geógrafos. Sabía suficiente latín para orientarme en un texto corriente, y pronto quedé absorta en la singular mezcla de realidad y fantasía que era como una luz brillando en un reducido espacio del mundo, y el resto, niebla, sombras y formas atroces. Examinando las páginas cuidadosamente impresas, mi atención recayó en el encabezamiento de un capítulo de Solino, y leí las siguientes palabras:
MIRA DE INTIMIS GENTIBUS
LYBYAE, DE LAPIDE
HEXECONTALITHO
(«Maravillas de las gentes que habitan el interior de Libia, y de la piedra llamada Sesenta».)
El curioso título me atrajo, y seguí leyendo:
Gens ista avia et secreta habitat, in montibus horrendis foeda mysteria celebrat. De hominibus nihil aliud illi praeferunt quam figuram, ab humano ritu prorsus exulant, oderunt deum lucis. Stridunt potius quam loquuntur: Vox absona nec sine horrore auditur. Lapide quodam gloriantur, quem Hexecontalithon vocant; dicunt enim hunc lapidem sexaginta notas ostendere. Cujus lapidis nomen secretum ineffabile colunt: quod Ixaxar[1].
«Estas gentes», traduje para mí, «moran en lugares remotos y secretos, y celebran nefandos misterios en montes horrendos. Nada tienen en común con los hombres salvo el rostro, y las costumbres humanas les son completamente ajenas; y odian al sol. Sisean más que hablan; sus voces son ásperas y no pueden oírse sin temor. Se jactan de cierta piedra que llaman Sesenta porque dicen que ostenta sesenta caracteres. Esta piedra tiene un nombre secreto e indecible, que es Ixaxar».
Me reí de la rara incoherencia de todo esto, que consideré digna de «Simbad el Marino» o de cualquier otro suplemento de las Mil y una noches. Cuando vi al profesor Gregg en el transcurso del día, le conté mi hallazgo en la estantería y los fantásticos disparates que había estado leyendo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que me miraba con una expresión del más vivo interés!
—Realmente esto es muy curioso —dijo—. Nunca pensé que mereciera la pena leer a los antiguos geógrafos, y acaso me haya perdido algo bueno. ¡Ah!, éste es el pasaje, ¿no? Lamento tener que privarle de su entretenimiento, pero creo sinceramente que debo llevarme el libro.
Al día siguiente, el profesor me invitó a pasar a su estudio. Le encontré sentado frente a una mesa, a la plena luz de una ventana, escrutando algo muy atentamente con una lupa.
—¡Ay, señorita Lally! —comenzó diciendo—. Quisiera valerme de sus ojos. Esta lupa es bastante buena, pero no tanto como la que dejé en la ciudad. ¿Le importaría examinar usted misma la cosa, y decirme cuántos caracteres hay en ella grabados?
Me entregó el objeto que tenía en su mano. Era el sello negro que me había mostrado en Londres, y mi corazón comenzó a latir más deprisa ante el pensamiento de que dentro de poco iba a saber algo. Cogí el sello y, alzándolo hasta la luz, verifiqué uno a uno los grotescos caracteres en forma de daga.
—Yo calculo sesenta y dos —dije por fin.
—¿Sesenta y dos? ¡Qué absurdo! Es imposible. ¡Ah!, ya veo lo que usted ha hecho: ha contado ésta y ésta —y señaló dos marcas que seguramente había tomado yo por letras iguales al resto.
—Sí, sí —prosiguió el profesor Gregg— pero obviamente son rasguños, hechos accidentalmente; enseguida me di cuenta. Sí, entonces está muy bien. Muchas gracias, señorita Lally.
Me marchaba ya, un poco decepcionada de que me hubiese llamado simplemente para contar las marcas del sello negro, cuando repentinamente destelló en mi mente lo que había leído por la mañana.
—Pero, profesor Gregg —grité, falta de aliento— ¡el sello, el sello! Por supuesto es la piedra Hexecontalithos de la que escribió Solino; es Ixaxar.
—Sí —dijo—, supongo que sí. O quizá es una simple coincidencia. Con estas cosas, ya lo sabe usted, nunca se puede estar demasiado seguro. La coincidencia mató al profesor.
Me marché confundida por lo que había oído, sin saber, menos que nunca, cómo encontrar la pista adecuada en este laberinto de extrañas evidencias. Durante tres días persistió el mal tiempo, pasando de una enérgica lluvia a una densa niebla, sutil y goteante, y parecía que estuviésemos aprisionados en una nube blanca que nos aislara del resto del mundo. Entretanto, el profesor Gregg estaba a oscuras en su aposento, no dispuesto, al parecer, a dispensar confidencias o charlas de ninguna clase; le oía paseando de aquí para allá con paso rápido e impaciente, como si estuviese en cierta manera cansado de tanta inacción. La cuarta mañana fue excelente, y en el desayuno el profesor me comentó animadamente:
—Necesitamos ayuda extra para la casa; un muchacho de quince o dieciséis años, ya sabe usted. Hay muchos trabajos sueltos que privan de tiempo a las doncellas y un chico podría hacerlos mucho mejor.
—Las chicas no se me han quejado —le respondí—. Al contrario, Anne dijo que tenía menos trabajo que en Londres, debido a que aquí apenas hay polvo.
—¡Ah, sí, son unas buenas chicas! Pero pienso que nos arreglaríamos mejor con un chico. De hecho, eso es lo que me ha tenido preocupado los dos últimos días.
—¿Preocupado usted? —dije con asombro, pues en honor a la verdad el profesor jamás había mostrado el más mínimo interés por los asuntos de la casa.
—Sí —dijo—, el tiempo, ya sabe usted. Realmente no podría irme con esta niebla escocesa; no conozco bien la región y podría extraviarme. Pero esta misma mañana voy a buscar al muchacho.
—¿Y cómo sabe usted que hay por estos alrededores un chico como el que quiere?
—¡Ay, sobre eso no tengo dudas! Tendré que caminar todo lo más una o dos millas, pero estoy seguro de encontrar exactamente al chico que requiero.
Pensé que el profesor bromeaba, pero aunque su tono era bastante alegre, había en sus facciones algo de severidad y de obstinación que me confundió. Luego cogió su bastón, se detuvo en la puerta mirando al frente meditabundo, y me llamó al pasar yo por el vestíbulo.
—A propósito, señorita Lally, hay una cosa que quería decirle. Acaso haya oído usted decir que algunos de estos jóvenes campesinos son cerrados de mollera; «idiota» sería una palabra excesivamente cruel, por lo que acostumbran a llamarlos «naturales» o algo por el estilo. Espero que no le molestará si el chico que busco no resulta demasiado agudo; será completamente inofensivo, por supuesto, y para dar lustre a las botas no se necesitan muchos esfuerzos mentales.
Dicho esto se fue, ascendiendo a marchas forzadas el camino que conduce al bosque, y dejándome a mí estupefacta; y entonces, por vez primera, mi asombro se mezcló con un repentino acento de terror, que no sabía de dónde procedía y era completamente inexplicable incluso para mí, y por un momento sentí en mi corazón algo parecido al escalofrío de la muerte, y ese miedo a lo desconocido que no tiene forma y es peor que la misma parca. Intenté recobrar mi valor en la suave brisa que soplaba desde el mar y en la luz del sol después de la lluvia, pero los misteriosos bosques parecieron oscurecerse en torno mío; y la imagen del río serpenteando entre los cañaverales y el gris plateado del antiguo puente, evocaron en mi mente símbolos de un vago temor, de la misma manera que las cosas más inofensivas y familiares evocan terrores en la imaginación de un niño.
Dos horas más tarde volvió el profesor Gregg. Lo encontré mientras descendía por el camino, y tranquilamente le pregunté si había podido encontrar algún chico.
—¡Oh, sí! —me contestó—. Encontré uno con bastante facilidad. Se llama Jervase Cradock y espero que nos será muy útil. Su padre murió hace muchos años, y la madre, a la que vi, parecía muy contenta ante la perspectiva de unos pocos chelines extra cada sábado por la noche. Como esperaba, no es demasiado despierto, y, según la madre, a veces tiene convulsiones; pero como no se le confiará la porcelana, eso no importa demasiado, ¿no es cierto? Y no es peligroso en modo alguno, como usted sabe, simplemente un poco débil mental.
—¿Cuándo vendrá?
—Mañana por la mañana a las ocho en punto. Anne le mostrará lo que tiene que hacer y cómo hacerlo. Al principio volverá a su casa por las noches, pero tal vez más adelante le convenga más dormir aquí y volver a casa sólo los domingos.
No encontré ninguna objeción que hacerle.
El profesor Gregg hablaba en un tono tranquilo y prosaico, como si realmente las circunstancias lo justificaran; y, sin embargo, no pude reprimir mi asombro por todo el asunto. Sabía que realmente no necesitábamos ayuda en las tareas domésticas, y me impresionó la predicción del profesor de que el chico que iba a emplear podía resultar un poco «simple», seguida de su exacto cumplimiento. A la mañana siguiente oí decir a la sirvienta que el chico Cradock había llegado a las ocho, y que ella había intentado que fuera de utilidad. «No parece estar del todo en sus cabales, no lo creo, señorita», fue su único comentario. Más tarde le vi ayudando en sus faenas al anciano que cuidaba el jardín. Era un joven de unos catorce años, de pelo y ojos negros y piel aceitunada, y en cuanto advertí la curiosa vacuidad de su expresión comprendí que era un retrasado mental. Según pasaba yo, se tocó la frente torpemente, y le oí responder al jardinero con una voz extraña y áspera que me llamó la atención; me dio la impresión de alguien hablando desde lo más profundo de la tierra, y percibí un ruido sibilante, como el siseo del fonógrafo cuando el estilete recorre el cilindro. Me dijeron también que parecía ansioso por hacer todo lo que pudiera, y que era del todo dócil y obediente, y el jardinero Morgan, que conocía a su madre, me aseguró que era completamente inofensivo.
—Siempre ha sido un poco raro —me dijo— y no es de extrañar con todo lo que pasó la madre antes de que él naciera. Conocí bien a su padre, Thomas Cradock, que verdaderamente fue un excelente trabajador. Cogió algo malo en los pulmones a causa de su trabajo en los húmedos bosques, nunca se recobró, y de repente falleció. Y cuentan que la señora Cradock estaba fuera de sí; de cualquier modo, la encontró el señor Hillyer, Ty Coch, encogida en lo alto de las Colinas Grises llorando y sollozando como alma en pena. Y Jervase nació unos ocho meses después, y, como le iba diciendo, siempre fue un poco raro. Y cuentan que apenas pudo andar, aterrorizaba a los otros niños con los ruidos que hacía.
Una de las palabras de esta historia despertó algún recuerdo dentro de mí, y, vagamente curiosa, le pregunté al anciano dónde estaban las Colinas Grises.
—Allá arriba —dijo, con el mismo ademán que empleara antes—. Debe pasar la taberna «Fox and Hounds» y atravesar el bosque por las viejas ruinas. Desde aquí hay sus buenas cinco millas, y es un lugar de lo más extraño. Dicen que es la peor tierra de aquí a Monmouth, aunque es buen pasto para ovejas. Sí, fue triste para la pobre señora Cradock.
El viejo volvió a su trabajo, y yo seguí paseando por el sendero entre las espalderas hinchadas y torcidas por los años, pensando en la historia que había escuchado y buscando a tientas el detalle que había despertado mi memoria. De pronto se me reveló: había visto la frase «Colinas Grises» en el trozo amarillento de papel que el profesor Gregg tomó del cajón de su escritorio. De nuevo fui presa de terribles angustias por una mezcla de miedo y curiosidad. Recordé los extraños caracteres copiados de la roca caliza, así como su identidad con la inscripción del antiguo sello y las fantásticas fábulas del geógrafo latino. Comprendí, sin duda, que a menos que la coincidencia hubiera montado toda la escena disponiendo estos extravagantes acontecimientos con curioso arte, iba a convertirme en espectadora de hechos muy alejados del usual y acostumbrado tráfago de la vida. Día tras día observaba al profesor Gregg: seguía de cerca su pista adelgazando visiblemente por la ansiedad; y al atardecer, cuando el sol se oculta tras el vértice de la montaña, paseaba sin rumbo por la terraza sin levantar la vista del suelo, mientras la niebla se espesaba en el valle, la quietud del crepúsculo acercaba las voces lejanas, y una columna de humo azul se elevaba de la chimenea en forma romboidal de la lúgubre alquería, como había visto la primera mañana. Le dije que solía ser escéptica; pero, aunque entendía poco o nada, empecé a tener miedo, repitiéndome en vano los dogmas científicos de que la vida es únicamente material y de que en el universo no quedan tierras por descubrir, ni aun en las más remotas estrellas, donde lo sobrenatural pueda encontrar arraigo. Sin embargo, estas reflexiones me sugirieron el pensamiento de que realmente la materia es tan atroz y desconocida como el espíritu, que la propia ciencia se detiene en el umbral, y apenas llega a vislumbrar las maravillas del interior.
Un día destaca sobre todos los demás como un odioso faro rojo, presagiando las desgracias por venir. Estaba sentada en un banco del jardín, viendo escardar al chico de Cradock, cuando súbitamente me alarmó un ruido áspero y ahogado, como el aullido de una bestia salvaje acosada, y me conmocionó indeciblemente ver al pobre muchacho temblando y sacudiendo todo su cuerpo como si pasaran a través de él descargas eléctricas, rechinándole los dientes, echando espuma por la boca y con la cara hinchada y amoratada hasta convertirse en una espantosa máscara humana. Chillé aterrada, y el profesor Gregg llegó corriendo; y, según le señalaba a Cradock, el muchacho cayó de bruces con un estremecimiento convulsivo y permaneció sobre la húmeda tierra, retorciéndose como un lución herido y prorrumpiendo sus labios en un inconcebible barboteo de sonidos estertóreos y siseantes. Parecía mascullar una infame jerga, con palabras, o lo que parecían palabras, que podían haber pertenecido a alguna lengua muerta desde tiempos inmemoriales y enterrada bajo el lodo del Nilo o en el más recóndito escondrijo de la selva mexicana. Por un momento cruzó por mi mente, mientras mis oídos se rebelaban contra ese clamor infernal, el pensamiento de que «seguramente se trata del mismísimo idioma del infierno», y luego grité repetidas veces y huí estremecida hasta lo más profundo de mi alma. Había visto la cara del profesor Gregg al inclinarse sobre el desdichado muchacho y levantarle, y me aterró la exultación que brillaba en todas sus facciones.
Cuando me senté en mi habitación con las persianas bajadas y los ojos ocultos bajo las manos oí pasos abajo y luego me dijeron que el profesor Gregg había traído a Cradock a su estudio y había cerrado la puerta. Escuché un vago murmullo de voces y temblé pensando en lo que podía estar pasando a sólo unos pocos pies de donde estaba sentada; anhelaba escaparme al bosque en busca de la claridad solar, pero temía las visiones con las que podía cruzarme por el camino. Por fin, mientras cogía nerviosamente el tirador de la puerta, oí la voz del profesor Gregg que me llamaba alegremente.
—Ya pasó todo, señorita Lally —dijo—. El pobre se ha recobrado y he dispuesto que duerma aquí a partir de mañana. Quizá pueda hacer algo por él.
—Sí —dijo poco después—, fue una visión muy penosa y no me extraña que se haya alarmado. Podemos esperar que bien alimentado se repondrá un poco, pero me temo que nunca se curará del todo.
Y afectó el aire lúgubre y convencional con que se suele hablar de las enfermedades incurables; aunque, debajo de él, yo percibía el placer que se agitaba con violencia en su interior y luchaba por expresarse. Era como mirar a la superficie del mar, clara e inmóvil, y ver debajo insondables abismos y un tumulto de olas pugnando entre sí. Realmente me torturaba y ofendía que este hombre, que tan generosamente me rescató de la misma muerte y que se mostró en todas las relaciones de su vida lleno de benevolencia y piedad, y afectuosamente precavido, pudiera estar por una vez tan manifiestamente del lado de los demonios y encontrara un horrible placer en los tormentos de un afligido prójimo. Aparte, yo luchaba contra esta diabólica dificultad y me esforzaba por hallar la solución; pero, sin la más ligera pista, estaba acosada por el misterio y la contradicción. No veía nada que pudiera ayudarme y empecé a preguntarme si, después de todo, no me había librado de la blanca niebla del suburbio a un precio excesivamente alto. Insinué al profesor algo de lo que pensaba; dije lo bastante como para hacerle saber que estaba sumida en la más absoluta perplejidad, pero un momento después lamenté lo que había hecho al ver que su rostro se retorcía en un espasmo de dolor.
—Mi querida señorita Lally —dijo—, ¿no estará tal vez pensando en dejarnos? No, no, no lo haría. No sabe cuánto me fío de usted, cómo avanzo confiadamente seguro de que usted está aquí para velar por mis hijos. Es usted, señorita Lally, mi retaguardia, pues, déjeme decirle, el asunto que me tiene tan ocupado no está del todo desprovisto de peligro. No habrá olvidado usted lo que le dije la primera mañana; mis labios están sellados por una antigua y firme resolución de no manifestar hipótesis ingeniosas o vagas conjeturas, sino solamente hechos incontestables, tan ciertos como una demostración matemática. Piense en ello, señorita Lally; no me empeñaría ni por un momento en retenerla aquí en contra de su voluntad, y, sin embargo, le confieso francamente que estoy persuadido de que es precisamente aquí, en medio de estos bosques, donde está su deber.
Me conmovió la elocuencia de su tono y el recuerdo de que, después de todo, el hombre había sido mi salvación, y le tendí la mano con la promesa de servirle lealmente y sin preguntas. Algunos días más tarde vino a verme el rector de nuestra iglesia —una pequeña iglesia lúgubre, severa y pintoresca, que asomaba a las mismas orillas del río, vigilando los flujos y reflujos de las mareas—, y el profesor Gregg le persuadió con facilidad para que se quedara y compartiese nuestra cena. El señor Meyrick era miembro de una antigua familia de terratenientes, cuya vieja casa solariega estaba situada entre colinas, a unas siete millas de distancia; así enraizado en la tierra, el rector era un depósito viviente de las antiguas y marchitas costumbres y tradiciones del país. Sus afables modales, algo excéntricos, se ganaron al profesor Gregg; y a los quesos, cuando un delicado borgoña había iniciado sus conjuros, los dos hombres ardían como el vino y hablaban de filología con el entusiasmo de un burgués por los títulos de nobleza. Estaba exponiendo el clérigo la pronunciación de la ll galesa, produciendo sonidos semejantes al gorgoteo de sus arroyos oriundos, cuando intervino el profesor Gregg:
—A propósito —dijo—, el otro día escuché una palabra muy extraña. Usted ya conoce a mi chico, el pobre Jervase Cradock. Ha adquirido la mala costumbre de hablar solo, y anteayer, mientras paseaba por el jardín, le oí, aunque él, evidentemente, no advirtió mi presencia. No pude entender mucho de lo que dijo, pero una palabra me impresionó ciertamente. Era como un sonido muy extraño, medio sibilante, medio gutural, y tan raro como esas eles dobles de las que usted acaba de hacer una demostración. No sé si podré darle una idea de ese sonido: lo más parecido es, quizá, Ishakshar. Pero la k debería ser una χ griega o una j española. ¿Qué significa eso en galés?
—¿En galés? —dijo el clérigo—. No existe en galés semejante palabra, ni ninguna otra que remotamente se le parezca. Conozco el galés libresco, como lo llaman, y los dialectos coloquiales tan bien como cualquiera, pero no encontrará una palabra como esa desde Anglesea a Usk. Además, ninguno de los Cradock habla ni una palabra de galés; por esta zona está desapareciendo gradualmente.
—¿De veras? Lo que dice me interesa sobremanera, señor Meyrick. Le confieso que la palabra no me sonaba a galés. Pero pensé que podría ser alguna corrupción local.
—No, nunca oí tal palabra, ni ninguna otra que se le parezca. Realmente —añadió el clérigo, sonriendo caprichosamente— si pertenece a alguna lengua yo diría que debe ser a la de las hadas, las Tylwydd Têg, como las llamamos aquí.
La conversación pasó al descubrimiento en la vecindad de una villa romana; y poco después abandoné la habitación y me senté aparte extrañándome de la coincidencia de tan esquivos indicios de evidencia. Cuando el profesor me habló de esa rara palabra había sorprendido un destello en sus ojos; y, aunque la pronunciación que le dio fue en extremo grotesca, reconocí el nombre de la piedra de sesenta caracteres mencionada por Solino, el sello negro encerrado en un cajón secreto del estudio, en el que una raza ya desaparecida estampó para siempre unos signos que nadie puede descifrar, signos que, por lo que yo sé, podrían ocultar atrocidades de tiempos remotos, ya olvidadas antes de que las colinas cobrasen forma.
Cuando bajé de mi habitación a la mañana siguiente encontré al profesor Gregg en su eterno pasear por la terraza.
—Mire aquel puente —dijo al verme—. Observe el fantástico diseño gótico, los ángulos entre los arcos y el gris plateado de la piedra a la misteriosa luz del amanecer. Confieso que me parece simbólico: podría ilustrar una alegoría mística del paso de un mundo a otro.
—Profesor Gregg —dije tranquilamente—, es hora de que sepa algo de lo ocurrido y de lo que va a ocurrir.
Por el momento no me respondió, pero volví a hacerle la misma pregunta por la tarde y el profesor no pudo contener su excitación.
—¿No lo entiende usted todavía? —exclamó—. Pero si le he contado y le he mostrado una buena parte; ha oído usted casi todo lo que yo he oído, y visto lo que yo; o, al menos —y su voz se estremeció al hablar—, lo suficiente para aclarar una buena parte. Los sirvientes le contarían, no me cabe la menor duda, que el infeliz chico de Cradock tuvo otro ataque anteanoche; me despertó gritando con la misma voz que oyó usted en el jardín, y fui a su lado, y no le permita Dios ver lo que yo vi aquella noche. Pero todo esto es inútil; mi tiempo aquí está llegando a su fin; debo regresar a la ciudad dentro de tres semanas, pues tengo que preparar unas conferencias y necesito rodearme de todos mis libros. En muy pocos días todo habrá terminado y ya no tendré que insinuar ni me veré ya más expuesto al ridículo como si fuese un loco o un charlatán. No, hablaré claro y me escucharán con una emoción que tal vez nadie ha logrado nunca despertar en el pecho de sus congéneres.
Se detuvo, y pareció resplandecer en él la alegría de un importante y maravilloso descubrimiento.
—Pero todo esto será en el futuro, el futuro próximo ciertamente, pero al fin y al cabo futuro —prosiguió finalmente—. Hay algo todavía que hacer. ¿Recuerda que le conté que mis investigaciones no estaban enteramente desprovistas de peligro? Sí, debemos enfrentamos a una serie de peligros; cuando antes hablé del asunto no sabía cuántos, y hasta cierto punto sigo todavía a oscuras. Pero será una extraña aventura, la última de todas, el último eslabón de la cadena.
Mientras hablaba caminaba en perpendicular por la habitación, y pude oír en su voz los contrapuestos tonos de la exultación y el abatimiento, o quizá debería decir temor, el temor de los hombres que se hacen a la mar en aguas desconocidas, y pensé en su alusión a Colón la noche que me enseñó su libro. La tarde era un poco fría y un fuego de leños había sido encendido en el estudio en donde nos encontrábamos; la remitente llama y el resplandor en las paredes me recordaban los viejos tiempos. Estaba sentada en un sillón junto al fuego, preguntándome en silencio por todo lo que había oído, y todavía especulaba vanamente sobre los secretos móviles ocultos bajo la fantasmagoría de que fui testigo, cuando de repente tuve la sensación de que en la habitación se había producido algún tipo de cambio, que había algo poco común en su aspecto general. Durante algún tiempo miré en torno mío, tratando en vano de localizar la alteración que sabía que se había producido. La mesa junto a la ventana, las sillas, el descolorido canapé, todo estaba como lo había conocido. De pronto, como un recuerdo buscado irrumpe en la mente, supe lo que estaba fuera de lugar. Me encontraba frente al escritorio del profesor, situado al otro lado de la chimenea, y sobre él había un busto tiznado de Pitt, que nunca había estado allí antes. Y entonces recordé la verdadera posición de esa obra de arte: en la más lejana esquina junto a la puerta había una vieja alacena, que resaltaba en la habitación, encima de la cual, a unos quince pies del suelo, había estado el busto y allí, sin duda, había permanecido acumulando polvo desde los primeros años del siglo.
Estaba completamente asombrada y me senté en silencio, sumida todavía en la confusión. Por lo que yo sabía, en la casa no había escalera de tijera, pues había pedido una para arreglar las cortinas de mi dormitorio; e incluso a un hombre alto, encaramado a una silla, le resultaría imposible bajar el busto. Estaba colocado no al borde de la alacena, sino al fondo, contra la pared; y la estatura del profesor Gregg estaba, más bien, por debajo de la media.
—¿Cómo consiguió usted bajar a Pitt? —le dije finalmente.
El profesor me miró con curiosidad y pareció vacilar un poco.
—¿Le encontraron una escalera de tijera? ¿O, tal vez, el jardinero trajo de fuera una escala?
—No, no tuve ningún tipo de escalera. Y ahora, señorita Lally —prosiguió el profesor, simulando torpemente un tono jocoso—, tengo un pequeño rompecabezas para usted; un problema a la manera de Holmes. Existen hechos claros y patentes: aguce el ingenio y halle la solución del rompecabezas. ¡Válgame Dios! —gritó con la voz rota— ¡No se hable más del asunto! Le digo que nunca toqué ese busto —y salió de la habitación con una expresión de horror en el rostro, dando un portazo al irse.
Miré vagamente sorprendida en torno a la habitación, sin darme cuenta del todo de lo que había sucedido, haciendo vanas conjeturas a modo de explicación y admirándome de que una simple palabra y el trivial cambio de un adorno pudieran remover aguas tan estancadas. «No tiene importancia», reflexioné, «he debido tocarle algún punto sensible; tal vez el profesor sea escrupuloso y supersticioso aun en cosas baladíes y mi pregunta puede haber violentado miedos inconfesables, como si alguien mata una araña o derrama sal delante de una típica mujer escocesa». Estaba inmersa en estas afectuosas sospechas y empezaba a enorgullecerme un poco de mi inmunidad frente a semejantes miedos inútiles, cuando la verdad cayó pesadamente sobre mi corazón como un plomo, y tuve que reconocer, helada de terror, que alguna atroz influencia había estado actuando. El busto era sencillamente inaccesible; sin una escalera nadie podía moverlo.
Fui a la cocina y hablé con la doncella lo más sosegadamente que pude.
—¿Quién ha movido ese busto de lo alto de la alacena, Anne? —le dije—. El profesor Gregg dice que él no lo ha tocado. ¿Encontró usted una vieja escalera en alguno de los cobertizos?
La muchacha me miró turbada.
—Jamás lo he tocado —dijo—. Lo encontré donde está ahora la otra mañana, cuando quité el polvo de la habitación. Fue el viernes por la mañana, ahora lo recuerdo, porque era la mañana siguiente a la noche en que Cradock se puso malo. Mi dormitorio está junto al suyo, ya lo sabe usted, señorita —prosiguió la chica lastimosamente— y era espantoso oírle gritar y pronunciar nombres que yo no podía entender. Me asusté mucho; y entonces llegó el señor y le oí hablar, y se bajó a Cradock al estudio y le dio algo.
—¿Y encontró usted el busto cambiado de sitio a la mañana siguiente?
—Sí, señorita. Cuando bajé y abrí las ventanas había en el estudio una especie de olor misterioso. Era un hedor desagradable, y me preguntaba qué podría ser. Como usted sabe, señorita, hace tiempo fui al Zoo de Londres con mi primo Thomas Barker, una tarde que tenía libre cuando estaba de servicio en casa de la señora Prince, en Stanhope Gate, y entramos en el pabellón de las serpientes, y había el mismo tipo de olor. Me hizo sentirme muy enferma, lo recuerdo, y logré que Barker me sacara afuera. Era exactamente el mismo olor del estudio, como le decía, y yo me estaba preguntando de dónde vendría, cuando vi ese busto de Pitt sobre el escritorio del señor, y pensé para mí: «¿Quién ha hecho eso? y ¿cómo lo ha hecho?» Y cuando vine a quitar el polvo, miré al busto y vi una gran marca donde el polvo no se había depositado, pues no creo que le hayan pasado un plumero en muchos años, y no era una huella de dedos, sino algo parecido a Un gran parche, amplio y extenso. Pasé la mano por encima, sin pensar en lo que hacía, y la mancha era pegajosa y viscosa, como si un caracol hubiera reptado por encima de ella. Muy extraño, ¿no, señorita? Y me pregunto quién puede haber dejado esa suciedad y cómo lo habrá hecho.
La bienintencionada charla de la criada me impresionó profundamente; me tumbé en la cama y me mordí los labios para no gritar angustiosamente de terror y perplejidad. Verdaderamente, casi enloquecí de pavor, creo que si hubiera sido de día habría huido más que de prisa, olvidando todo mi valor y la deuda de gratitud que le debía al profesor Gregg, sin importarme si mi destino era morir lentamente de hambre, con tal de escapar de la red de terror ciego y pánico que cada vez parecía ceñirse un poco más en torno mío. Si supiera, pensaba, si supiera a quién hay que temer, podría guardarme de él; pero en esta casa solitaria, rodeada por todas partes de antiguos bosques y de abovedadas colinas, el terror parece brotar por doquier, y la carne se horroriza ante los débiles murmullos de cosas horribles. Vanamente me esforzaba por emplazar al escepticismo en mi ayuda, y me aferraba al sentido común para sustentar mi fe en el orden natural del mundo, pues el aire que entraba por la ventana era un aliento misterioso, y en la oscuridad sentía el silencio pesado y afligido como una misa de réquiem, y conjuraba imágenes de extrañas formas moviéndose velozmente entre los juncos, junto al aluvión del río.
Desde el momento en que, a la mañana siguiente, bajé a desayunar, sentí que la desconocida trama estaba llegando a un desenlace; el profesor, con rostro firme y resuelto, apenas parecía oír nuestras voces cuando le hablábamos.
—Salgo para un paseo más bien largo —dijo, cuando terminó de comer—. No deben esperarme, ni pensar que me ha ocurrido algo, si no regreso a cenar. Últimamente he estado un poco embotado, y creo que una pequeña caminata me hará bien. Quizá pase incluso la noche en una posada, si encuentro alguna que parezca limpia y confortable.
Enseguida comprendí, por mi experiencia acerca de la manera de ser del profesor Gregg, que no era una ocupación ordinaria o el placer lo que le impelía a salir. No sabía, ni siquiera remotamente adivinaba, su destino, ni tenía la más vaga idea de su encargo, pero el miedo de la noche anterior volvió a apoderarse de mí, y cuando le vi sonriente en la terraza, listo para partir, le imploré que se quedara y olvidara todos sus sueños sobre el nuevo continente por descubrir.
—No, no, señorita Lally —contestó, todavía sonriente—. Es ya demasiado tarde. Como usted sabe Vestigia nulla retrorsum es el lema de los auténticos exploradores, aunque espero que en mi caso no resulte literalmente cierto. Verdaderamente no tiene usted razones para alarmarse; considero mi pequeña expedición como una cosa bastante común, no más excitante que un día con mis martillos de geólogo. Hay un riesgo, por supuesto, pero eso ocurre en cualquier excursión. Me puedo permitir esa gentileza; cualquier hijo de vecino corre más peligro un centenar de veces por lo menos cada día de fiesta. Así es que levante usted ese ánimo, y hasta mañana a más tardar.
Caminaba a buen paso, y le vi abrir la puerta que señala la entrada al bosque; luego, desapareció entre la frondosidad de los árboles.
El día transcurrió tristemente con una extraña oscuridad en el ambiente, y de nuevo me sentía aprisionada entre los antiguos bosques, encerrada en una arcaica tierra de misterio y temor, olvidada por el mundo exterior, como si todo hubiese sucedido hace mucho tiempo. Tenía a la vez esperanzas y temores, y cuando llegó la hora de la cena esperaba oír los pasos del profesor en el vestíbulo y su voz celebrando no sé qué triunfo. Apacigüé mi semblante para darle la bienvenida alegremente, pero cayó la noche y él no volvió.
Por la mañana, cuando la doncella golpeó a mi puerta, la llamé a gritos y le pregunté si había vuelto su señor. Cuando me contestó que la puerta de su dormitorio permanecía abierta y el recinto vacío, sentí el frío abrazo de la desesperación. Con todo, imaginé que habría encontrado agradable compañía y que regresaría para el almuerzo, o tal vez por la tarde, y me llevé a los niños a pasear por el bosque, haciendo todo lo posible por jugar y reírme con ellos, desterrando mis ideas de misterio y velado terror. Esperé hora tras hora, cada vez más inquieta. De nuevo cayó la noche y yo seguía aguardándole. Al fin, mientras me apresuraba a terminar de cenar, oí pasos afuera y el sonido de una voz humana.
La doncella entró y me miró extrañamente.
—Perdón, señorita —comenzó—, el señor Morgan, el jardinero, quiere hablarle un minuto, si no le importa.
—Hazle pasar, por favor —contesté yo, apretando los labios.
El anciano entró despacio en la habitación y la criada cerró la puerta tras él.
—Siéntese, señor Morgan —dije—. ¿Qué quiere decirme?
—Verá, señorita, el señor Gregg me dio algo para usted ayer por la mañana, justo antes de irse; insistió en que no se lo diera antes de las ocho en punto de esta noche, si todavía él no había regresado a casa, y que si volvía antes, tenía que devolvérselo en propias manos. Ya que el señor Gregg no ha vuelto todavía, como usted ve, supongo que lo mejor será entregarle inmediatamente el paquete.
Levantándose a medias, sacó algo del bolsillo y me lo dio. Lo cogí en silencio, y viendo que Morgan parecía no saber qué hacer, le di las gracias y le deseé buenas noches. Quedé sola en la habitación con el paquete en las manos, un paquete de papel cuidadosamente sellado y dirigido a mí, con las instrucciones que Morgan había citado, escritas con la letra grande y suelta del profesor. Al romper los sellos sentí un sofoco en el corazón, y dentro encontré un sobre, también destinado a mí, pero abierto; extraje la carta.
Mi querida señorita Lally Para citar el viejo manual de lógica, el hecho de que usted lea esta nota significa que he cometido algún tipo de desatino que, me temo, convierte estas líneas en una despedida. Es prácticamente seguro que ni usted ni nadie más volverá nunca a verme. Hice mi testamento previendo esta eventualidad, y espero que aceptará este pequeño recuerdo que le dejo, y mi sincero agradecimiento por la manera en que unió su suerte a la mía. El hado que me ha sido destinado es más desesperado y terrible que los más absurdos sueños humanos; pero si quiere, tiene usted derecho a conocerlo. Si mira en el cajón de la izquierda de mi tocador, encontrará usted la llave del escritorio, debidamente etiquetada. Al fondo del escritorio hay un sobre grande sellado y dirigido a su nombre. Le aconsejo que, sin dilación, lo arroje al fuego; dormirá mejor por las noches si así lo hace. Pero si quiere usted conocer la historia de lo ocurrido, allí está escrita para que pueda leerla.
La firma estaba impresa al pie con nitidez, y de nuevo volví a la página escrita y leí las palabras una a una, espantada y lívida, con las manos frías como el hielo, y faltándome la respiración. El silencio mortal de la habitación, y la idea de los bosques y colinas rodeándome por todas partes, me oprimían hasta la impotencia y la incapacidad, no sabiendo a quién recurrir. Finalmente resolví que, aunque la verdad me persiguiera toda la vida, tenía que conocer el significado de los extraños terrores que durante tanto tiempo me atormentaron, oscuros, confusos y atroces, como las sombras del bosque en el crepúsculo. Seguí cuidadosamente las instrucciones del profesor Gregg, y de mala gana rompí el sello del sobre, y extendí ante mí el manuscrito. Siempre llevo conmigo ese manuscrito y ya veo que no puedo negarme a su muda petición de leerlo. Esto es, pues, lo que leí aquella noche, sentada junto al escritorio al lado de una lámpara de pantalla.
La joven dama que se llamaba a sí misma señorita Lally procedió entonces a leer la
Declaración de William Gregg, F. R. S., etc.
Hace muchos años que tuve el primer vislumbre de la teoría, ahora casi, si no completamente, confirmada por los hechos. Mis dilatadas y frecuentes lecturas de libros anticuados y misceláneos prepararon en buena medida el terreno, y luego, cuando me convertí de algún modo en especialista, sumergiéndome en los estudios conocidos como etnológicos, de vez en cuando me sorprendieron algunos hechos que no cuadraban con la opinión científica ortodoxa, y algunos descubrimientos que parecían aludir a algo todavía ignoto para nuestra investigación. En particular, llegué a convencerme de que gran parte del folklore del mundo no es sino una exagerada relación de acontecimientos realmente sucedidos, y especialmente me atrajeron los cuentos de hadas, la buena gente de las razas célticas. Ahí creía detectar una pizca de adorno y exageración, el disfraz fantástico, la gente pequeña vestida de verde y oro retozando entre las flores, y me parecía observar una indudable analogía entre el nombre dado a esta raza (supuestamente imaginaria) y la descripción de su aspecto y costumbres. Lo mismo que nuestros remotos antepasados llamaron a estos seres terribles «hadas buenas», precisamente porque los temían, así los han ataviado con formas encantadoras, sabiendo que de verdad eran todo lo contrario. También la literatura se ocupó de ellos desde un principio y prestó una inestimable ayuda a su transformación, de modo que los juguetones elfos de Shakespeare están ya muy lejos del original auténtico, y el verdadero horror se disfraza de traviesa malicia. Pero en los viejos cuentos, esas historias que solían provocar que los hombres se persignaran al sentarse alrededor del fuego a oírlas, la situación es bien diferente. Encontré un espíritu completamente opuesto en ciertos relatos de niños, hombres y mujeres que desaparecieron extrañamente de la tierra. Fueron vistos en el campo por un labriego caminando en dirección a un altozano verde y redondeado y nunca más se les volvió a ver, y se cuentan historias de madres que dejaron a sus hijos durmiendo tranquilamente, con la puerta de la cabaña toscamente atrancada con un leño, y al regresar no encontraron al regordete y sonrosado pequeño sajón, sino a una criatura delgada y consumida, de piel cetrina y penetrantes ojos negros, producto de otra raza. Pero existieron, además, otros mitos más siniestros todavía: el miedo a las brujas y a los hechiceros, la espeluznante malignidad del aquelarre, y la creencia en demonios que se mezclaron con los hijos de los hombres. Y así como hemos convertido a las terribles hadas en un grupo de elfos benignos, aunque monstruosos, ocultamos la negra perfidia de la bruja y sus compañeras bajo una imagen popular de diablerie de viejas, palos de escoba y cómicos gatos de rabo enhiesto. Así, los griegos consideraban a sus horribles Furias como damas benéficas, y los pueblos del norte han seguido su ejemplo. Proseguí mis investigaciones, hurtando horas a otros trabajos más imperativos, y me formulé esta pregunta: suponiendo que estas tradiciones fuesen ciertas, ¿quiénes eran los demonios que, según los relatos, asistían a los aquelarres?
No necesito decir que deseché lo que llamaría las hipótesis sobrenaturales de la Edad Media y llegué a la conclusión de que las hadas y los diablos eran de la misma raza y origen; una invención que, sin duda, la fantasía gótica de los viejos tiempos exageró y distorsionó, aunque creo firmemente que bajo toda esa imaginería subyacía un oscuro fondo de verdad. En cuanto a algunas de las supuestas maravillas, dudaba. Aunque me resistía a aceptar que algún caso concreto de espiritismo moderno pudiera contener un ápice de autenticidad, no estaba, sin embargo, del todo preparado para negar que, de vez en cuando, tal vez un caso entre diez millones, el cuerpo humano encubre poderes que nos parecen mágicos, poderes que, lejos de proceder de las alturas y conducirnos a ellas, son en realidad supervivencias de las profundidades del ser. La ameba y el caracol tienen poderes que nosotros no poseemos y creí posible que la teoría de la regresión pudiera explicar muchas cosas que parecen completamente inexplicables. Ésa era mi posición; tenía buenas razones para creer que gran parte de la más antigua e incólume tradición sobre las llamadas hadas tiene una base real, y pensaba que el elemento genuinamente sobrenatural de estas tradiciones se explicaría con la hipótesis de que una raza que se hubiera rezagado en la larga marcha de la evolución pudiera retener, como una supervivencia, ciertos poderes que para nosotros serían enteramente milagrosos.
Ésa era la teoría que concebí; y trabajando en esa dirección me pareció encontrar confirmación en todas partes: en los restos de un túmulo, en la crónica de un periódico provinciano acerca de un congreso de anticuarios locales, y en todo tipo de literatura. Entre otros ejemplos, recuerdo la impresión que me produjo la frase de Homero «hombres de habla articulada», como si el escritor supiera o hubiese oído hablar de gentes cuyo idioma fuese tan tosco que apenas pudiera llamarse articulado; con mi hipótesis de una raza que se rezagó bastante con respecto al resto podía concebir fácilmente que tales gentes hablaran una jerga poco distante de los ruidos inarticulados de las bestias feroces.
En ésas estaba, persuadido de que, en todo caso, mi conjetura no se alejaba mucho de la realidad, cuando un día me llamó la atención un párrafo al azar en una pequeña publicación de provincias. Se trataba, en apariencia, de la breve relación de una sórdida tragedia típica de aldea: una joven inexplicablemente desaparecida y su reputación mancillada por el vil rumor. Sin embargo, podía leer entre líneas que el escándalo era mera suposición, probablemente inventada para explicar lo que de otra manera era inexplicable. Una fuga a Londres o a Liverpool, un cuerpo desnudo con un peso alrededor del cuello en el sucio fondo de una charca del bosque, o tal vez un asesinato; tales eran las teorías de los vecinos de la desgraciada muchacha. Pero mientras daba un vistazo al párrafo distraídamente, una idea cruzó veloz por mi mente con la violencia de una descarga eléctrica: ¿y si la enigmática y horrible raza de las colinas sobrevivía todavía, inalterada e inalterable como los turanios del shelta[2] o los vascos españoles, vagando por lugares solitarios y montañas áridas, repitiendo de vez en cuando el comportamiento maligno de la leyenda gótica? He dicho que la idea me asaltó con violencia; en realidad me quedé sin aliento, y, presa de una extraña mezcla de horror y júbilo, me agarré con las dos manos a los brazos de mi sillón. Era como si uno de mis confrères de ciencias físicas, vagando por un tranquilo bosque inglés, se hubiera topado de repente con el viscoso y repugnante ictiosaurio, modelo terrible de los cuentos de atroces serpientes muertas por valerosos caballeros, o hubiera visto oscurecerse el sol a causa del pterodáctilo, el dragón de la tradición. Sin embargo, en tanto que resuelto explorador del saber, la idea de semejante descubrimiento me llenó de alegría, y recorté el pedazo de papel y lo guardé en un cajón de mi viejo buró, decidido a convertirlo en la primera pieza de una colección de la más inesperada trascendencia. Esa noche permanecí sentado largo tiempo, soñando con las conclusiones que establecería, y ni siquiera una reflexión más serena quebró mi confianza. Con todo, cuando empecé a considerar el caso imparcialmente, comprendí que podía estar edificando sobre bases inestables; tal vez los hechos ocurrieron de acuerdo con la opinión local y yo contemplaba el asunto con excesiva reserva.
En cualquier caso, resolví mantenerme a la expectativa y me afirmé en la idea de que únicamente yo estaba al acecho, mientras que la gran multitud de pensadores e investigadores permanecía descuidada e indiferente, dejando pasar inadvertidos los más destacados hechos.
Transcurrieron varios años antes de que pudiera ampliar el contenido del cajón; y el segundo hallazgo, más que valioso en sí mismo, fue, en realidad, una mera repetición del primero, con la única diferencia de proceder de otra localidad, igualmente distante. Sin embargo, algo gané; pues en el segundo caso, como en el primero, la tragedia tuvo lugar en una región desolada y solitaria, confirmando al parecer mi teoría. Pero la tercera pieza fue mucho más decisiva. De nuevo entre sierras foráneas, lejos de cualquier carretera principal, encontraron a un anciano muerto, y a su lado el instrumento de ejecución. A decir verdad, hubo rumores y conjeturas, pues la mortal herramienta era una primitiva hacha de piedra, atada con cuerda de tripa a un mango de madera, lo que permitía las más extravagantes e improbables suposiciones. Sin embargo, como yo estimaba con cierto júbilo, las conjeturas más descabelladas estaban muy lejos de la realidad; y me tomé el trabajo de escribir al médico local que participó en la pesquisa. Hombre de cierta agudeza, se quedó pasmado. «Estas cosas no dan mucho que hablar por estas tierras —me escribió—, pero, francamente, aquí hay un espantoso misterio. He conseguido la posesión del hacha de piedra y he sido tan curioso como para probar sus poderes. La cogí en el jardín de atrás de mi casa una tarde de domingo en que mi familia y el servicio habían salido, y allí hice mis experimentos al resguardo de los setos de álamos. Me fue completamente imposible manejarla; no sé si requerirá algún peculiar balanceo, algún preciso ajuste de pesos que suponga una incesante práctica, o si solamente se puede golpear con ella mediante una cierta habilidad muscular, pero puedo asegurarle que entré en casa con una pésima opinión acerca de mis capacidades atléticas. Me sentía como un inexperto que prueba el “juego del martillo” en una verbena: mi propia fuerza parecía volverse contra mí, y me vi lanzado hacia atrás con violencia, mientras el hacha caía inofensiva al suelo. En otra ocasión intenté el experimento con un hábil leñador del lugar, pero este hombre, que ha manejado su hacha durante cuarenta años, nada pudo hacer con el utensilio de piedra y erró todos los golpes de la manera más ridícula.
En resumen, si no fuera un supremo absurdo, diría que durante cuatro mil años nadie ha sido capaz de dar un golpe efectivo con la herramienta, que indudablemente se utilizó para asesinar al anciano.» Como puede imaginar, estas noticias fueron para mí preciosas; y poco después, cuando me enteré del resto de la historia y averigüé que el pobre viejo había estado contando lo que podía verse por las noches en cierta colina agreste, insinuando prodigios jamás escuchados, y que lo encontraron muerto en esa misma colina, mi exultación fue extrema, pues comprendí que estaba dejando atrás el terreno de las conjeturas.
El paso siguiente fue todavía más importante. Hace muchos años que poseo un extraordinario sello de piedra, un trozo deslustrado de piedra negra, de dos pulgadas de largo entre el mango y la estampilla, cuyo extremo es un tosco hexágono de una pulgada y cuarto de diámetro. En conjunto, tiene la apariencia de uno de esos largos y anticuados atacadores para la pipa. Me fue enviado de Oriente por un agente, que me informó que había sido encontrado cerca del solar de la antigua Babilonia. Pero los caracteres grabados en el sello eran para mí un enigma insufrible. Tenían algo del tipo cuneiforme, aunque con llamativas diferencias que detecté a primera vista, y fueron inútiles todos mis esfuerzos por leer la inscripción según las hipótesis que estipulan las normas para el desciframiento de la escritura en punta de flecha.
Semejante enigma hería mi orgullo, y a ratos perdidos sacaba el Sello Negro del estuche y lo escrutaba con tan vana perseverancia que llegué a familiarizarme con cada signo, y podría haber trazado de memoria la inscripción sin el más ligero error. Juzgue, entonces, mi sorpresa cuando un día recibí de un corresponsal del oeste de Inglaterra[3] una carta y un anexo que me dejaron ciertamente perplejo. Sobre una gran hoja de papel alguien había trazado cuidadosamente los mismos caracteres del Sello Negro, sin ningún tipo de alteración, y arriba de la inscripción mi amigo había escrito: Inscripción encontrada sobre una roca caliza en las Colinas Grises. Monmouthshire. Hecha con tierra roja y bastante reciente. Volví a la carta. Mi amigo decía en ella: «Le envío la inscripción adjunta con todas las reservas debidas. Un pastor que pasó junto a la roca hace una semana jura que entonces no había marca de ningún tipo. Los caracteres, como ya he apuntado, han sido dibujados con tierra roja sobre la piedra y son de una altura media de una pulgada. A mi juicio parecen una especie de escritura cuneiforme, en buena medida alterada, aunque esto es, por supuesto, imposible. Podría ser una mistificación, o más probablemente garabatos de gitanos, que tanto abundan en este salvaje país. Como usted sabe, los gitanos tienen muchos jeroglíficos que usan para comunicarse entre sí. Por casualidad pude ver la piedra en cuestión hace un par de días, con ocasión de un incidente bastante penoso que ocurrió en el lugar.»
Como puede suponerse, escribí inmediatamente a mi amigo, agradeciéndole la copia de la inscripción y preguntándole con fingida indiferencia por el incidente a que hacía mención. Para ser breve, me enteré que una mujer llamada Cradock, que había perdido a su marido un día antes, se había propuesto comunicar las malas noticias a un primo que vivía a unas cinco millas de distancia y tomó un atajo que atraviesa las Colinas Negras. La señora Cradock, que entonces era bastante joven, nunca llegó a casa de su pariente. Entrada la noche, un granjero, que había perdido un par de ovejas de su rebaño, caminaba por las Colinas Grises con una linterna y un perro. Le llamó la atención un ruido, que describió como una especie de lamento, lúgubre y lastimero; guiado por él encontró a la desdichada señora Cradock encogida junto a la roca caliza, sacudiendo el cuerpo de un lado a otro, y lamentándose y llorando tan angustiosamente que el granjero no tuvo más remedio, según dijo, que taparse los oídos para no salir corriendo. La mujer permitió que la llevaran a su casa, y una vecina fue a cuidarla. No paró de llorar en toda la noche, mezclando sus lamentos con palabras de una jerga ininteligible, y cuando llegó el médico la declaró loca. Guardó cama una semana, gimiendo, según decía la gente, como alma en pena eternamente condenada, y luego se sumió en un profundo sopor. Se pensó que el pesar por la pérdida de su marido había trastornado su juicio, y el médico, en un primer momento, no albergaba esperanzas de que viviera. No necesito decirle lo profundamente interesado que estaba yo en la historia, hasta conseguir que mi amigo me escribiera con frecuencia poniéndome al corriente de todos los detalles del caso.
Supe entonces que en el transcurso de seis semanas la mujer recuperó gradualmente el uso de sus facultades, y algunos meses después dio a luz un niño, bautizado Jervase, que por desgracia resultó ser retrasado mental. Ésos eran los hechos conocidos en el pueblo. Pero a mí, aunque palidecía con sólo imaginar las espantosas perversidades que sin duda se habían cometido, todo el episodio me pareció convincente, y me aventuré incautamente a insinuar la verdad a algunos amigos científicos. En cuanto pronuncié las palabras sentí amargamente haber hablado, revelando así el gran secreto de mi vida, pero comprobé, con una buena dosis de alivio mezclada con indignación, que mis temores estaban fuera de lugar, pues mis amigos me ridiculizaron en mi propia cara y me miraron como a un loco; y bajo la natural ira reí para mis adentros, sintiéndome tan seguro entre esos necios como si hubiese confiado lo que sabía a las arenas del desierto.
Habiendo llegado a conocer tanto, decidí saberlo todo y concentré mis esfuerzos en la tarea de descifrar la inscripción del Sello Negro. Durante muchos años hice de este enigma el único objeto de mis ratos de ocio, ya que la mayor parte de mi tiempo lo dedicaba, por supuesto, a otros deberes, y sólo de vez en cuando podía robar una semana para investigar. Si tuviera que relatar la historia entera de esta curiosa investigación la exposición sería en extremo fastidiosa, pues contendría simplemente el informe de un largo y tedioso fracaso. Con lo que ya sabía de las antiguas escrituras estaba bien equipado para la caza, como siempre llamé a mi trabajo. Tenía corresponsales entre todos los hombres de ciencia de Europa y hasta del mundo entero, y no podía creer que en esta época ninguna escritura, por antigua y embrollada que fuera, resistiera mucho tiempo el proyector que sobre ella pensaba dirigir. En realidad, pasaron exactamente catorce años hasta que tuve éxito. Cada año aumentaban mis deberes profesionales y mi tiempo libre disminuía. Eso me retrasó, sin duda, en buena medida; y, sin embargo, cuando pienso en esos años, me asombra el vasto alcance de mi investigación sobre el Sello Negro. Convertí mi estudio en un centro y reuní antiguas transcripciones de todas las partes del mundo y de todas las épocas. Decidí que nada debía pasarme desapercibido, que aceptaría y seguiría el más imperceptible de los indicios. Pero, a la vez que probaba inútilmente un significado tras otro, empecé a desesperarme con los años, y me preguntaba si no sería el Sello Negro la única reliquia de alguna raza que desapareció de la tierra sin dejar ninguna otra huella de su existencia, que pereció finalmente, como se dice de la Atlántida, en algún gran cataclismo, anegados, tal vez, sus secretos bajo el océano, o sepultados en las entrañas de las montañas. Este pensamiento enfrió un poco mi entusiasmo, y aunque seguí perseverando, ya no fue con la misma convicción. El azar vino en mi ayuda. Estando de paso por una importante ciudad del norte de Inglaterra, tuve la oportunidad de visitar el más que estimable museo que hace tiempo fue fundado en aquel lugar. El conservador era uno de mis corresponsales. Mientras curioseábamos la vitrina de los minerales, me llamó la atención un espécimen —un trozo de piedra negra de unas cuatro pulgadas cuadradas— cuyo aspecto me recordaba, hasta cierto punto, al Sello Negro. Lo cogí descuidadamente, y al darle la vuelta descubrí, con asombro, que en la parte inferior había una inscripción. Procurando que la voz no me traicionara, le dije a mi amigo el conservador que me interesaba el espécimen y que le agradecería que me permitiera llevármelo al hotel por un par de días. No tuvo, por supuesto, ningún inconveniente, y me apresuré a retirarme, comprobando que, a primera vista, no me había engañado. Había dos inscripciones: una en caracteres cuneiformes ordinarios, y la otra en los mismos caracteres del Sello Negro; y en el acto me hice cargo de que mi tarea estaba cumplida. Hice copias exactas de ambas inscripciones y cuando las llevé a mi estudio londinense, con el sello delante, pude enfrentarme seriamente al problema. La inscripción del espécimen del museo, aunque bastante curiosa en sí misma, no tenía relación alguna con mi búsqueda, pero su transcripción me permitió adueñarme del secreto del Sello Negro. Por supuesto, tuve que recurrir en mis cálculos a algunas conjeturas; aquí y allí dudaba ante determinado ideograma, y un signo que se repetía una y otra vez en el sello me desconcertó durante varias noches consecutivas. Pero al fin el secreto se reveló ante mí en correcto inglés, y leí la clave de la espantosa transmutación ocurrida en las montañas. Apenas escrita la última palabra, rompí con dedos temblorosos e inseguros el fragmento de papel en diminutos pedazos, los vi arder y ennegrecerse en la chimenea y luego trituré lo que quedaba hasta reducirlo a polvo finísimo.
No he vuelto a escribir esas palabras desde entonces; nunca escribiré las frases que cuentan cómo un hombre puede ser reducido al limo del cual procede y forzado a introducirse en el cuerpo de un reptil o una serpiente. Sólo quedaba una cosa por hacer. Sabía la verdad, pero deseaba comprobarlo. Pasado algún tiempo pude alquilar una casa en los alrededores de las Colinas Grises, y no lejos de la cabaña donde vivían la señora Cradock y su hijo Jervase. No es necesario que haga una relación completa y detallada de los sucesos aparentemente inexplicables ocurridos aquí, donde escribo esto. Sabía que Jervase Cradock llevaba en sus venas una parte de sangre de la «Gente Pequeña», y más tarde descubrí que se había encontrado más de una vez con sus parientes en lugares solitarios de esta desierta tierra. Cuando un día me llamaron al jardín y lo encontré en pleno ataque, hablando o siseando la horrible jerga del Sello Negro, me temo que la alegría prevaleció sobre la compasión. De sus labios se escapaban los secretos del mundo subterráneo, y la ominosa palabra «Ishakshar», cuyo significado me excuso por no dar.
Pero hay un incidente que no puedo dejar pasar inadvertido. En el desolado vacío de la noche, me despertó el sonido de esas sílabas siseantes que tan bien conocía; y, al ir a la habitación del pobre muchacho, lo encontré presa de terribles convulsiones y echando espuma por la boca, retorciéndose en la cama como si tratara de librarse de las garras de demonios que le estuvieran torturando. Lo bajé a mi habitación y encendí la lámpara, mientras él se retorcía por el suelo, suplicando al poder que se había metido en su cuerpo que lo dejara. Vi cómo su cuerpo se hinchaba y se distendía como una vejiga, mientras su rostro ennegrecía ante mis ojos; y cuando llegó la crisis hice lo necesario según las instrucciones del Sello, y, dejando a un lado cualquier escrúpulo, me convertí en un hombre de ciencia, observador de lo que está pasando. No obstante, la visión que tuve que presenciar fue horrible, más allá casi de toda concepción humana y de la más delirante fantasía. Algo surgió del cuerpo tendido en el suelo, y alargó un viscoso y ondulante tentáculo a través de la habitación, que se apoderó del busto que había encima de la alacena y lo dejó sobre mi escritorio.
Cuando todo terminó, permanecí el resto de la noche paseando de un lado a otro, lívido y estremecido, el cuerpo empapado en sudor, tratando en vano de razonar para mis adentros. Me dije, y es bastante cierto, que en realidad no había presenciado nada sobrenatural, que un caracol que saca y mete sus cuernos era un ejemplo, en menor escala, de lo que había visto; y, sin embargo, el horror venció todos estos razonamientos y me dejó quebrantado y detestándome a mí mismo por la parte que me correspondía en lo sucedido aquella noche.
Poco más queda por decir. Ahora me dirijo hacia la prueba final y el encuentro, pues he decidido que allí nada escaseará y podré ver cara a cara a la «Gente Pequeña». El Sello Negro y el conocimiento de sus secretos me ayudarán, y si por desgracia no regreso de mi expedición, no es necesario evocar aquí un cuadro completo de la atrocidad de mi hado.
Tras detenerse brevemente al final de la exposición del profesor Gregg, la señorita Lally prosiguió con su relato en las siguientes palabras:
Ésta fue la historia casi increíble que el profesor dejó tras él. Cuando terminé de leerla, la noche estaba muy avanzada, pero a la mañana siguiente cogí a Morgan y procedimos a explorar las Colinas Grises buscando alguna pista del profesor perdido. No le aburriré con una descripción de la salvaje desolación de aquella región, en la más completa soledad y con peladas colinas verdes salpicadas de peñascos grises de caliza, desgastados por los estragos del tiempo en fantásticas apariencias de hombres y bestias. Finalmente, tras muchas horas de agotadora búsqueda, encontramos las cosas que le conté: el reloj y la cadena, la bolsa y el anillo, envueltos en un trozo de tosco pergamino. Cuando Morgan cortó la cuerda de tripa que sujetaba el paquete y vi su contenido, estallé en lágrimas, pero al ver los pavorosos caracteres del Sello Negro repetidos sobre el pergamino me quedé sin habla, sobrecogida de terror, y creo que por vez primera comprendí la espantosa suerte que había corrido mi reciente patrón.
Solamente añadiré que el abogado del profesor Gregg trató mi versión de lo ocurrido como un cuento de hadas, e incluso se negó a mirar siquiera por encima los documentos que le presenté. Él fue el responsable de que apareciera en la prensa que el profesor Gregg se había ahogado y que su cuerpo debía haber sido arrastrado mar adentro.
La señorita Lally paró de hablar y miró al señor Phillips con ojos interrogantes. Él, por su parte, se hallaba sumido en un profundo ensueño, y al levantar la vista y contemplar el bullicio de las reuniones vespertinas en la plaza, hombres y mujeres apresurándose a participar de la cena, y multitudes acercándose ya a los teatros de variedades, todo el zumbido y la prisa de la vida actual le pareció irreal y quimérico, un sueño matinal después de despertar.