LA BELLEZA DE MIL ESTRELLAS
Mayo, 2008
El aire comenzaba a mostrar la cálida promesa del verano: el sol brillaba, caluroso y resplandeciente, en la esquina de la calle Carroll con la Sexta Avenida, y los árboles que flanqueaban el edificio de piedra marrón estaba cargados de hojas verdes.
Clary se había sacado la chaqueta de camino al metro, y estaba en vaqueros y un top frente a la entrada de Saint Xavier, contemplando la puerta abrirse y a los alumnos salir en manada hacia la calle.
Isabelle y Magnus estaban apoyados en el árbol que tenían enfrente; Magnus con una chaqueta de terciopelo y vaqueros, e Isabelle con un corto vestido plateado de fiesta que dejaba ver sus Marcas. Clary supuso que sus propias Marcas también serían muy visibles: en los brazos; en el vientre, que el top dejaba al descubierto, y en la nuca. Algunas permanentes, otras temporales. Todas la marcaban como diferente; no solo diferente de los estudiantes que rondaban por la entrada del instituto, intercambiando despedidas, haciendo planes para ir al parque o encontrarse después en Java Jones, sino diferente de la persona que había sido antes. La persona que una vez fue una de ellos.
Una mujer de más edad con un caniche y un sombrerito silbaba caminando por la calle bajo el sol. El caniche fue hacia el árbol donde se apoyaban Isabelle y Magnus; la mujer se detuvo, todavía silbando. Isabelle, Clary y Magnus le resultaban totalmente invisibles.
Magnus lanzó una feroz mirada al caniche, y este se apartó con un gemido, medio arrastrando a su dueña por la calle. Magnus los miró.
—Los glamour de invisibilidad tienen sus pegas —comentó.
Isabelle esbozó una sonrisa torcida, que desapareció casi inmediatamente. Cuando habló, su voz estaba cargada de tensión contenida.
—Ahí está.
Clary volvió la cabeza al instante. La puerta del instituto se había abierto de nuevo, y tres chicos estaban bajando la escalera. Los reconoció desde el otro lado de la calle. Kirk, Eric y Simon. Eric y Kirk no habían cambiado nada; notó que la runa de visión distante que tenía en el brazo chispeaba mientras les pasaba la mirada por encima. Miró a Simon, absorbiendo cada detalle.
En diciembre lo había visto por última vez, pálido, sucio y ensangrentado, en el reino de los demonios. Ahora estaba haciéndose mayor, ya no seguía congelado en el tiempo. El pelo le había crecido. Le caía sobre la frente y lo llevaba largo por la nuca. Tenía color en las mejillas. Estaba parado con un pie en el último escalón, su cuerpo delgado y anguloso como siempre, quizá un poco más relleno de lo que lo recordaba. Llevaba una camisa azul desvaído que tenía hacía años. Se subió las gafas de montura cuadrada mientras hacía animados gestos con la otra mano, en la que sostenía unos papeles enrollados.
Sin apartar los ojos de él, Clary sacó la estela del bolsillo y se dibujó en el brazo, para cancelar las runas de glamour. Oyó a Magnus mascullar algo sobre tener más cuidado. Si alguien hubiera estado mirando, la habrían visto aparecer de pronto entre los árboles. Pero nadie parecía haberla visto, y Clary se volvió a meter la estela en el bolsillo. Le temblaba la mano.
—Buena suerte —dijo Isabelle sin preguntarle qué estaba haciendo. Clary supuso que era evidente. Isabelle seguía apoyada en el árbol; se la veía tensa, con la espalda muy recta. Magnus estaba ocupado dando vueltas al anillo de topacio que llevaba en la mano izquierda. Le hizo un guiño a Clary cuando esta bajó de la acera.
Isabelle nunca iría a hablar con Simon, pensó Clary, mientras cruzaba la calle. Nunca se arriesgaría a recibir una mirada sin expresión, la falta de reconocimiento. Nunca soportaría la prueba de haber sido olvidada. Clary se preguntó si ella sería algo masoquista por lanzarse directamente a eso.
Kirk se había marchado, pero Eric la vio antes que Simon. Clary se tensó un instante, pero era evidente que a él también le habían borrado todo recuerdo de ella. Le lanzó una mirada confusa y admirada; era evidente que se preguntaba si se estaba acercando a él. Clary asintió con la cabeza y señaló a Simon con la barbilla. Eric enarcó una ceja y le dio a Simon una palmada en el hombro antes de quitarse de en medio.
Este se volvió hacia Clary, y ella sintió como si le dieran un puñetazo en el estómago. Simon sonreía, el cabello castaño le caía sobre el rostro. Con la mano libre, se lo echó para atrás.
—Hola —dijo ella, y se detuvo ante él—. Simon.
Este la miró con los ojos cargados de duda.
—¿Nos… nos conocemos?
Clary se tragó la repentina amargura que notó en la boca.
—Antes éramos amigos —contestó, y luego se lo aclaró—. Hace mucho tiempo. En primaria.
Simon alzó una ceja con expresión de duda.
—Debo de haber sido un niño de seis años muy encantador, si aún te acuerdas de mí.
—Me acuerdo de ti —repuso ella—. Recuerdo a tu madre, Elaine, y también a tu hermana, Rebecca. Rebecca nos dejaba jugar con su Tragabolas, pero tú te comiste todas las canicas.
Simon se había quedado pálido bajo su leve bronceado.
—¿Cómo lo…? Sí que pasó, pero yo estaba solo —dijo, y su voz pasó de expresar perplejidad a otra cosa.
—No, no estabas solo. —Clary buscó en sus ojos, deseando que recordara, que recordara algo—. Ya te digo que éramos amigos.
—Es que… supongo que no… no me acuerdo —repuso lentamente, aunque había sombras, una oscuridad en sus ojos ya oscuros que dio que pensar a Clary.
—Mi madre se va a casar —dijo ella—. Esta noche. Lo cierto es que me dirigía hacia allí.
Él se frotó la sien con la mano libre.
—¿Y necesitas un acompañante para la boda?
—No, ya tengo uno. —No pudo decir si Simon estaba decepcionado o aún más confundido, como si la única razón lógica que podía imaginar para que ella le estuviera hablando acabara de desaparecer. Clary notó que le ardían las mejillas. De algún modo, ponerse en esa situación tan comprometida era peor que enfrentarse a una horda de demonios husa en Glick Park (y debía de saberlo mejor que nadie; lo había hecho la noche anterior)—. Es que… es que mi madre y tú erais muy buenos amigos. He pensado que lo debías saber. Es un día importante, y si las cosas fueran como deberían ser, tú estarías allí.
—Yo… —Simon tragó saliva—. ¿Perdona?
—No es culpa tuya —repuso Clary—. Nunca fue culpa tuya. Nada de todo esto. —Se puso de puntillas, con los ojos ardiéndole de lágrimas contenidas, y le dio un rápido beso en la mejilla—. Sé feliz —le dijo, y se dio la vuelta. Pudo ver las siluetas borrosas de Isabelle y Magnus esperándola al otro lado de la calle.
—¡Espera!
Clary se volvió. Simon corrió tras ella. Le tendía algo. Un flyer, que había sacado del rollo que llevaba en la mano.
—Mi grupo… —dijo, como medio disculpándose—. Deberías venir a vernos… alguna vez.
Clary cogió la octavilla con un silencioso gesto de la cabeza y corrió al otro lado de la calle. Lo notaba mirándola, pero no podía soportar la idea de volverse y ver la expresión de su rostro: tanto de confusión como de pena.
Isabelle se despegó del árbol cuando Clary fue corriendo hacia ellos. Bajó el ritmo solo para coger la estela y volverse a dibujar la runa de glamour en el brazo; le dolió, pero agradeció esa punzada.
—Tenías razón —le dijo a Magnus—. Esto ha sido una tontería.
—No dije que fuera una tontería. —Abrió las manos separando los dedos—. Dije que no te recordaría. Dije que debías hacerlo solo si aceptabas el resultado.
—Nunca lo aceptaré —soltó Clary, y luego respiró hondo, con rabia—. Lo siento —dijo—. Lo siento. No es tu culpa, Magnus. Izzy, para ti esto tampoco habrá sido divertido. Te agradezco que hayas venido conmigo.
Magnus se encogió de hombros.
—No tienes de qué disculparte, bomboncito.
Los oscuros ojos de Isabelle miraron a Clary, y esta le tendió la mano.
—¿Qué es eso?
—Propaganda de su grupo —contestó Clary. Izzy lo cogió arqueando una ceja—. No puedo mirarlo. Solía ayudarlo a copiarlos y repartirlos… —Hizo una mueca de pena—. No importa. Quizá después me alegre de haber venido. —Esbozó una sonrisa insegura y se volvió a poner la chaqueta—. Me voy. Os veo en la granja.
Isabelle vio partir a Clary, una pequeña forma subiendo por la calle que pasaba totalmente desapercibida por los otros peatones. Luego miró el flyer que tenía en la mano.
SIMON LEWIS, ERIC HILCHURCH, KIRK
DUPLESSE Y MATT CHARLTON
«LOS INSTRUMENTOS MORTALES»
19 DE MAYO, PROSPECT PARK BAND SHELL
¡¡¡ENTREGANDO ESTE FLYER,
TENDRÁS UN DESCUENTO DE 5 DÓLARES
EN EL PRECIO DE TU ENTRADA!!!
A Isabelle se le atragantó el aire en la garganta.
—Magnus.
Este había estado observando marcharse a Clary. Al oír a Isabelle se volvió, y su mirada cayó sobre el flyer. Ambos se lo quedaron mirando.
Magnus soltó un silbido.
—¿Los Instrumentos Mortales?
—El nombre de su grupo. —El papel tembló en la mano de Isabelle—. Vale, Magnus, tenemos que… Dijiste que si recordaba algo…
Magnus miró hacia donde se había ido Clary, pero ya no se la veía.
—Muy bien —repuso—. Pero si no funciona, si él no quiere, no podemos decírselo nunca a Clary.
Isabelle estaba arrugando el papel al mismo tiempo que sacaba la estela con la otra mano.
—Lo que tú digas. Pero al menos tenemos que intentarlo.
Magnus asintió, con sombras persiguiendo sombras en sus ojos verde dorado. Isabelle sabía que estaba preocupado por ella, que temía que sufriera, que se decepcionara, y ella quería estar enfadada con él y al mismo tiempo agradecida.
—Lo haremos.
Otro día raro, pensaba Simon. Primero la chica tras el mostrador del Java Jones, que le había preguntado dónde estaba su amiga, la chica guapa que siempre iba con él y pedía café solo. Simon se quedó sorprendido; no tenía ninguna amiga muy íntima, y ninguna cuyas preferencias en café pudiera conocer. Cuando le dijo a la camarera que debía de estar confundiéndolo con otra persona, ella lo miró como si estuviera loco.
Y luego la chica pelirroja que se había acercado a él en la puerta de Saint Xavier.
La puerta del instituto ya estaba desierta. Se suponía que Eric iba a llevarlo a casa en el coche, pero desapareció cuando la chica se había acercado a Simon, y luego no volvió a aparecer. Estaba bien que Eric pensara que podía ligar con chicas con tal facilidad, pensó Simon, pero era un fastidio cuando eso significaba que iba a tener que coger el metro para regresar a casa.
Simon ni siquiera había pensado en tirarle los tejos. Parecía tan frágil, a pesar de los tatuajes de dura que le cubrían los brazos y la clavícula. Quizá estuviera loca, las pruebas apuntaban en esa dirección, pero sus ojos negros le parecieron enormes y tristes al mirarlo; le habían recordado a sí mismo, el día del funeral de su padre. Como si algo le hubiera hecho un agujero en las costillas y le hubiese estrujado el corazón. Una pérdida así… No, ella no había estado tratando de ligárselo. Creía de verdad que, en un tiempo, habían sido importantes el uno para el otro.
Quizá sí la hubiera conocido, pensó. Tal vez era algo que había olvidado, ¿quién se acordaba de los amigos del parvulario? Y sin embargo, no podía sacarse de encima la imagen de la chica, y no triste, sino sonriendo y con la cabeza vuelta hacia él, con algo en la mano… ¿Un dibujo? Negó con la cabeza, frustrado. La imagen desapareció como un pececillo escapándose del anzuelo.
Trató de recordar desesperadamente. En los últimos tiempos se había encontrado haciéndolo muchas veces. Trocitos de recuerdos se le pasaban por la cabeza, fragmentos de poesía que no sabía cómo había aprendido, voces que creía recordar, sueños de los que se despertaba temblando y sudando y que era incapaz de recordar. Sueños de paisajes desiertos, de ecos, del sabor de la sangre, de un arco y una flecha en las manos (había aprendido a tirar con arco en el campamento de verano, pero nunca le había interesado mucho, así que ¿por qué soñaba con eso?). No ser capaz de volverse a dormir, la dolorosa sensación de que le faltaba algo, no sabía qué pero algo, como un peso en el pecho. Lo había achacado a demasiadas sesiones de D&M hasta altas horas de la noche, al estrés del último año en el instituto y a la preocupación por a qué universidad ir. Como decía su madre, cuando uno empezaba a preocuparse por el futuro, comenzaba a obsesionarse con el pasado.
—¿Hay alguien sentado aquí? —dijo una voz. Simon alzó la mirada y vio a un hombre alto con el pelo de punta de pie ante él. Llevaba un blazer de terciopelo de una escuela preparatoria con un escudo bordado con hilo brillante, y al menos una docena de anillos. Había algo raro en sus facciones…
—¿Qué? Ah, no —contestó Simon, y se preguntó cuántos desconocidos iban a acercársele ese día—. Puedes sentarte, si quieres.
El hombre miró hacia abajo e hizo una mueca.
—Veo que muchas palomas se han aliviado en esta escalera —comentó—. Me quedaré de pie, si no es demasiado grosero.
Simon negó con la cabeza sin decir nada.
—Soy Magnus. —Sonrió, y mostró unos cegadores dientes blancos—. Magnus Bane.
—¿Por casualidad fuimos amigos hace tiempo? —preguntó Simon—. Solo por curiosidad.
—No. Nunca llegamos a llevarnos muy bien —contestó Magnus—. ¿Conocidos hace tiempo? ¿Compadres? A mi gato le caías bien.
Simon se pasó la mano por la cara.
—Creo que me estoy volviendo loco —comentó a nadie en concreto.
—Bueno, entonces no tendrás problemas con lo que te voy a contar. —Magnus volvió la cabeza hacia un lado—. ¿Isabelle?
De la nada, apareció una chica. Quizá la chica más guapa que Simon había visto nunca. Tenía una larga melena negra que le caía sobre un vestido plateado y le hacía querer escribir malas canciones sobre noches estrelladas. También llevaba tatuajes: los mismos que la otra chica, negros y curvados, cubriéndole los brazos y las piernas.
—Hola, Simon —dijo ella.
Simon se la quedó mirando. Estaba totalmente más allá de lo que jamás había imaginado que una chica con ese aspecto pronunciara su nombre de esa manera. Como si fuera el único nombre importante. El cerebro le petardeó hasta detenerse, como un coche viejo.
—¿Ehmm? —farfulló.
Magnus extendió una mano de largos dedos y la chica le puso algo en ella. Un libro, encuadernado en cuero blanco con el título en letras doradas. Simon no llegó a ver las palabras, pero estaban trazadas en una elegante caligrafía.
—Eso —dijo Magnus—. Es un libro de hechizos.
No parecía haber una respuesta para eso, así que Simon no intentó buscarla.
—El mundo está lleno de magia —explicó Magnus, y los ojos le brillaron—. Demonios y ángeles, licántropos, hadas y vampiros. Tú antes sabías todo esto. Tenías magia, pero te la arrebataron. La idea era que vivieras el resto de tu vida sin ella, sin recordarla. Que olvidaras a la gente que querías, si sabían que existe la magia. Que pasaras el resto de tu vida de una forma corriente. —Le dio la vuelta al libro con sus finos dedos, y Simon captó un vistazo del título en latín. Al verlo, algo en él lanzó una chispa de energía por todo su cuerpo—. Y se podría decir algo a favor de eso, de ser aliviado de la carga de la grandeza. Porque tú eras grande, Simon. Eras un vampiro diurno, un guerrero. Salvaste vidas y mataste demonios, y la sangre de los ángeles pasaba por tus venas como la luz del sol. —Magnus estaba sonriendo, un poco maníaco—. Y no sé, pero me resulta un poco fascista quitarte todo eso.
Isabelle se echó la negra melena hacia atrás. Algo le brilló en la base del cuello. Un rubí. Simon sintió la misma chispa de energía, con más fuerza esta vez, como si su cuerpo ansiara algo que su mente no podía recordar.
—¿Fascista? —repitió ella.
—Sí —contestó Magnus—. Clary nació especial. A Simon le implantaron su ser especial. Se adaptó porque el mundo no se divide entre lo especial y lo corriente. Todo el mundo tiene el potencial de ser extraordinario. Mientras tengas un alma y libre albedrío, puedes ser cualquier cosa, hacer cualquier cosa, elegir cualquier cosa. Simon debería poder elegir.
Simon tenía la garganta reseca.
—Lo siento —dijo—, pero ¿de qué estás hablando?
Magnus tocó el libro que tenía en las manos.
—He estado buscando una manera de revertir este hechizo, esa maldición que te impusieron —explicó, y Simon estuvo a punto de replicar que él no estaba maldito, pero se calló—. Esa cosa que te hizo olvidar. Luego se me ocurrió. Debería habérseme ocurrido mucho antes, pero siempre han sido tan estrictos en eso de las Ascensiones… Tan puntillosos… Pero luego Alec me lo mencionó: están desesperados por conseguir nuevos cazadores de sombras. Han perdido tantos en la Guerra Oscura que sería fácil. Tenemos mucha gente que respondería por ti. Podrías ser un cazador de sombras, Simon. Como Isabelle. Yo puedo hacer un poco con este libro; no lo puedo arreglar por completo, y no puedo hacer que vuelvas a ser lo que eras antes, pero puedo prepararte para que puedas Ascender, y cuando lo hagas, cuando seas un cazador de sombras, él no te podrá tocar. Tendrás la protección de la Clave, y la regla de no hablarte sobre el Mundo de las Sombras ya no importará.
Simón miró a Isabelle. Era casi como mirar al sol, pero el modo en que ella lo miraba lo hacía más fácil. Era como si sus ojos le dijeran que lo había estado añorando, aunque él sabía que eso no era posible.
—¿Realmente existe la magia? —preguntó—. Vampiros, licántropos, encantadores…
—Brujos —corrigió Magnus.
—¿Y todo eso existe?
—Existe —afirmó Isabelle. Su voz era dulce, un poco ronca y… familiar. De repente, Simon recordó el olor del sol y de las flores, un gusto a cobre en la boca. Vio paisajes desiertos extendiéndose bajo un sol endemoniado, y una ciudad con torres que relucían como si estuvieran hechas de hielo y cristal—. No es ningún cuento de hadas, Simon. Ser cazador de sombras significa ser un guerrero. Es peligroso, pero si es lo que quieres, es maravilloso. Yo no habría querido ser otra cosa.
—Tú decides, Simon Lewis —dijo Magnus—. Continuar con la existencia que llevas, ir a la universidad, estudiar música, casarte. Vivir tu vida. O… puedes tener una incierta vida de sombras y peligro. Puedes tener el placer de leer historias de acontecimientos increíbles, o puedes ser parte de esa historia. —Se acercó más a él, y Simon vio la luz destellar en sus ojos. Eran verde dorado y con las pupilas verticales de un gato. No eran ojos humanos—. Tú eliges.
Siempre sorprendía que los licántropos tuvieran tanto gusto para los arreglos florales, pensó Clary. La antigua manada de Luke, que ahora lideraba Maia, se había volcado en la decoración de los terrenos de la granja, donde tenía lugar la recepción, y el viejo granero en el que se había celebrado la ceremonia. La manada había cubierto toda la estructura. Clary recordaba haber jugado con Simon en el viejo pajar que crujía, la cuarteada pintura saltándose, los irregulares tablones del suelo. Todo había sido lijado y tenía un nuevo acabado, y el edificio brillaba con el suave resplandor de la madera vieja. Y alguien había empleado el sentido del humor: las vigas estaban envueltas en guirnaldas de lupino salvaje.
Grandes jarrones de madera contenían espadañas, plumeros amarillos y lilas. El ramo de Clary era de flores silvestres, aunque se había puesto un poco mustio de tenerlo agarrado durante tantas horas. Toda la ceremonia había transcurrido como algo impreciso: los votos, las flores, la luz de las velas, el rostro feliz de su madre, el brillo en los ojos de Luke. Al final, Jocelyn había pasado de llevar un vestido elegante y se había puesto en un sencillo vestido de verano blanco y se había recogido el cabello en un revuelto moño con, sí, otro lápiz de color clavado en él para sujetarlo. A Luke, muy elegante en su traje de color gris paloma, no había parecido importarle.
En ese momento, los invitados estaban departiendo. Varios hombres lobo estaban quitando las filas de sillas con mucha eficiencia y apilando los regalos en una larga mesa. El regalo de Clary, un retrato que había pintado de su madre y Luke, colgaba de una pared. Había disfrutado haciéndolo; le había encantado volver a tener entre las manos los pinceles y las pinturas, dibujar no solo para hacer runas, sino para hacer algo bonito de lo que alguien pudiera disfrutar.
Jocelyn estaba ocupada abrazando a Maia, a la que parecía divertirle el entusiasmo de aquella. Bat charlaba con Luke, que parecía atontado por el acontecimiento. Clary sonrió en su dirección y salió sigilosamente del granero al camino de fuera.
La luna estaba alta, y rielaba en el lago al pie de los prados, envolviendo la granja en un plateado resplandor. Se habían colgado farolillos en los árboles, que se mecían bajo la suave brisa. Los senderos estaba flanqueados de cristalitos brillantes, una de las contribuciones de Magnus, y por cierto… ¿dónde estaba Magnus? Clary no lo había visto entre el gentío de la ceremonia, aunque sí había visto a casi todos los demás: Maia y Bat, Isabelle envuelta en un vestido plata, Alec muy serio en un traje oscuro y Jace, que, desafiante, había perdido la corbata por algún lado, seguramente por los arbustos cercanos. Incluso Robert y Maryse se hallaban allí, como correspondía. Clary no tenía ni idea de lo que pasaba con su relación, y no quería preguntárselo a nadie.
Se dirigió hacia la carpa blanca más grande, donde se había preparado una cabina de DJ para Bat, y algunos de los lobos y otros invitados estaban abriendo espacio para bailar. Las mesas tenían largos manteles blancos sobre los que habían colocado la porcelana antigua de la granja. Luke la había reunido durante años de recorrer los mercadillos de los pueblos cercanos. Nada hacía juego con nada; los vasos eran antiguos tarros de mermelada y los centros de mesa consistían en tréboles y pequeñas margaritas azules cogidas a mano flotando en cuencos de cerámica desparejados. Clary pensó que era la boda más bonita que había visto.
Una larga mesa estaba preparada con las copas de champán. Jace se hallaba cerca de ella, y cuando la vio, alzó una copa y le guiñó un ojo. Se había decantado por un look descuidado: chaqueta arrugada, cabello revuelto y sin corbata. Ya tenía la piel dorada por el inicio del verano, y era tan guapo que a Clary le dolía el corazón con solo verlo.
Estaba junto a Isabelle y Alec. Ella estaba espectacular con el cabello recogido en un moño bajo. Clary sabía que nunca sería capaz de conseguir esa elegancia, y no le importaba. Isabelle era Isabelle, y Clary agradecía su existencia, que hacía el mundo un poco más fiero con cada una de sus sonrisas. En ese momento, Isabelle lanzó un silbido mirando al otro lado de la tienda.
—Mirad eso.
Clary miró… y volvió a mirar. Vio una chica que parecía tener unos diecinueve años; lucía una melena castaña y tenía un rostro dulce. Llevaba un vestido verde, un poco anticuado, y un collar de jade al cuello. Clary la había visto antes, en Alacante, hablando con Magnus en la fiesta de la Clave en la plaza del Ángel.
Daba la mano a un muchacho muy guapo de despeinado cabello negro. A él lo conocía, y se lo veía alto y larguirucho en un elegante traje negro con una camisa blanca que remarcaba sus prominentes pómulos. Mientras Clary los observaba, él se inclinó para susurrar algo a la chica, y a ella se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—El hermano Zachariah —dijo Isabelle—. ¡Meses de enero a diciembre del calendario sexy de los Hermanos Silenciosos! ¿Qué está haciendo aquí?
—¿Hay un calendario sexy de los Hermanos Silenciosos? —preguntó Alec—. ¿Y lo venden?
—Oh, calla ya. —Isabelle le dio un codazo—. Magnus llegará en cualquier momento.
—¿Dónde está Magnus? —preguntó Clary.
Isabelle sonrió desde detrás de su copa.
—Tenía que hacer un recado.
Clary buscó de nuevo con la mirada a Zachariah y a la chica, pero se habían perdido entre la gente. Ojalá que no, porque había algo en esa chica que la fascinaba. En aquel momento, Jace le rodeó la cintura con el brazo mientras dejaba su copa.
—Ven a bailar conmigo —le pidió él.
Clary miró hacia el escenario. Bat estaba en su puesto de DJ, pero aún no sonaba la música. Alguien había colocado un piano vertical en el rincón, y Catarina Loss, con la piel azul brillante, estaba jugueteando con las teclas.
—No hay música —protestó Clary.
Jace le sonrió.
—No la necesitamos.
—Y… este es el momento en que nos marchamos —dijo Isabelle, y cogió a Alec por el codo y lo arrastró entre la gente. Jace le sonrió.
—Isabelle es alérgica a la sensiblería —comentó Clary—. Pero, de verdad, no podemos bailar sin música. Todos se nos quedarían mirando…
—Entonces vayamos a donde no nos vean —contestó Jace, y salieron de la carpa. Era lo que Jocelyn llamaba «la hora azul», cuando todo quedaba bañado en la luz del ocaso. La carpa blanca parecía una estrella y la hierba era suave, cada brizna brillante como la plata.
Jace se le pegó por detrás, acoplando su cuerpo al de ella, rodeándole la cintura con los brazos, rozándole la nuca con los labios.
—Podríamos ir a la casa —propuso—. Hay dormitorios.
Ella se volvió y le dio un empujón en el pecho.
—Es la boda de mi madre —le recordó—. No vamos a acostarnos. En absoluto.
—Pero «en absoluto» es mi forma favorita de practicar el sexo.
—La casa está llena de vampiros —le dijo ella alegremente—. Los han invitado y llegaron anoche. Están esperando dentro a que baje el sol.
—¿Luke ha invitado a los vampiros?
—Lo ha hecho Maia. Un gesto de paz. Están intentando llevarse bien.
—Sin duda los vampiros respetarían nuestra intimidad.
—Sin duda que no —replicó Clary. Lo apartó con firmeza del camino de la casa y lo llevó hacia un grupo de árboles. Era sombrío y oculto, el suelo de tierra y raíces, menta salvaje con florecitas blancas estrelladas que crecía en ramilletes alrededor de los árboles.
Clary apoyó la espalda en un árbol y tiró de Jace hacia sí, para que se apretara contra ella, con las manos a ambos lados de los hombros, encerrándola entre sus brazos. Le pasó las manos por la fina tela de la chaqueta.
—Te amo.
Él la miró.
—Creo que sé lo que quería decir madame Dorothea —repuso—. Cuando dijo que me enamoraría de la persona equivocada.
Clary abrió mucho los ojos. Se preguntó si estaba a punto de ser rechazada. En tal caso, tendría una cosa o dos que decir sobre la oportunidad de Jace, después de que lo ahogara en el lago.
Este respiró hondo.
—Haces que me cuestione a mí mismo —explicó—. Siempre, todos los días. Me educaron para creer que tenía que ser perfecto. El guerrero perfecto, el hijo perfecto. Incluso cuando fui a vivir con los Lightwood, pensé que tenía que ser perfecto, porque de otro modo me echarían de allí. No creía que el amor fuera acompañado del perdón. Y entonces llegaste tú, e hiciste trizas todo lo que yo había creído, y comencé a verlo todo de un modo diferente. Tenías… tanto amor, tanto perdón y tanta fe… Así que comencé a pensar que quizá me merecía esa fe. Que no tenía que ser perfecto; bastaba con que lo intentara. —Bajó los párpados. Clary podía ver el leve latido de su pulso en la sien, y notó su tensión—. Así que creo que eras la persona equivocada para el Jace que era entonces, pero no para el Jace que soy ahora, el Jace que me has ayudado a ser. Quien, por cierto, es un Jace que me gusta mucho más que el de antes. Me has cambiado para mejor, e incluso si me dejaras seguiría teniendo eso. —Se calló un instante—. No es que tengas que dejarme, claro —añadió rápidamente, y apoyó la frente en la de ella—. Di algo, Clary.
Jace tenía las manos en los hombros de ella, cálidas contra la fría piel. Clary las sintió temblar. Los ojos de Jace eran dorados incluso bajo la luz azul del ocaso. Clary recordó que hubo un tiempo en que los encontraba duros y distantes, incluso inquietantes, pero después se dio cuenta de que a lo que miraba era a un sofisticado escudo producto de diecisiete años de autoprotección. Diecisiete años de proteger su corazón.
—Estás temblando —dijo ella, con cierto asombro.
—Tú me haces temblar —contestó él. Su aliento le rozó la mejilla a Clary mientras le pasaba las manos por los brazos desnudos—, siempre… siempre.
—¿Puedo explicarte un aburrido dato científico? —susurró ella—. Apuesto a que no lo aprendiste en las clases de historia de los cazadores de sombras.
—Si estás tratando de distraerme para que no hable de mis sentimientos, no estás siendo demasiado sutil. —Le acarició el rostro—. Ya sabes que yo suelto discursos. Pero no tienes por qué hacerlos tú también. Basta con que me digas que me quieres.
—No trato de distraerte. —Alzó la mano y agitó los dedos—. Hay cien billones de células en el cuerpo humano —explicó—. Y cada una de esas células de mi cuerpo te ama. Las células se mueren y nacen otras nuevas, y mis células nuevas te aman más que las antiguas, y por eso te amo cada día más que el anterior. Es pura ciencia. Y cuando muera y me incineren, y me convierta en cenizas que se mezclen con el aire, y sea parte del suelo, de los árboles y las estrellas, cualquiera que respire el aire o vea las flores que crecen en la tierra o mire las estrellas, te recordará y te amará, porque así es como te amo yo. —Sonrió—. ¿Qué tal el discurso?
Él la miró, incapaz de hablar por primera vez en su vida. Antes de que pudiera responderle, ella se puso de puntillas para besarlo; una casta presión de labios sobre labios al principio, pero enseguida él le separó los labios con los suyos, y le acarició la boca con la lengua. Ella notó su sabor: la dulzura de Jace especiada con el champán. Jace le acariciaba la espalda con las manos, por encima de las vértebras, los tirantes de seda del vestido, los desnudos omoplatos, apretándola contra sí. Ella le metió las manos bajo la chaqueta y se preguntó si quizá deberían ir a la casa después de todo, aunque estuviera llena de vampiros…
—Interesante —dijo una voz divertida, y Clary se apartó rápidamente de Jace. Vio a Magnus en un claro entre dos árboles, su alta silueta recortada por la luz de luna. Había evitado nada especialmente escandaloso e iba vestido con un traje negro perfectamente bien cortado que parecía una mancha de tinta contra el cielo del ocaso.
—¿Interesante? —repitió Jace—. Magnus, ¿qué haces aquí?
—He venido a buscaros —contestó Magnus—. Hay algo que creo que debéis ver.
Jace cerró los ojos como si tratara de no perder la paciencia.
—ESTAMOS OCUPADOS.
—Ya lo veo —replicó Magnus—. ¿Sabes?, la vida es muy corta, pero no tan corta. Puede ser bastante larga, y tenéis toda la vida para pasarla juntos, así que os sugiero muy en serio que vengáis conmigo, porque si no, lo vais a lamentar.
Clary se apartó del árbol y cogió a Jace de la mano.
—De acuerdo —dijo.
—¿De acuerdo? —soltó Jace, dejándose llevar—. ¿Lo dices en serio?
—Confío en Magnus —contestó Clary—. Si es importante, es importante.
—Y si no lo es, lo ahogaré en el lago —replicó Jace, como un eco de la idea que Clary había tenido antes. Ella ocultó una sonrisa en la oscuridad.
Alec se hallaba en un extremo de la carpa, viendo bailar a la gente. Del sol solo quedaba una raya roja pintada en el distante cielo, y los vampiros habían salido de la casa y se habían unido a la fiesta. Algunos discretos arreglos se habían llevado a cabo para complacer sus gustos, y se mezclaban entre los otros sujetando largas copas de metal que habían cogido de la mesa del champán y cuya opacidad ocultaba el líquido que contenían.
Lily, la líder del clan de vampiros de Nueva York, estaba al piano. Pulsaba las teclas de marfil y llenaba el espacio con los sonidos del jazz.
—Me ha parecido una ceremonia encantadora —dijo una voz al oído de Alec, por encima de la música.
Este se volvió y vio a su padre, con su enorme mano alrededor de una frágil copa de champán, mirando a los invitados. Robert era un hombre grande, de anchos hombros. Los trajes nunca le habían quedado bien: parecía un escolar demasiado crecido al que un insistente padre ha obligado a ponerse un traje.
—Hola —lo saludó Alec. Vio a su madre, al otro lado de la carpa, hablando con Jocelyn. Maryse tenía más mechones grises en el cabello de los que él recordaba, y se la veía elegante, como siempre—. Ha sido un detalle que vinieras —añadió sin muchas ganas. Sus padres habían estado casi dolorosamente agradecidos de que Isabelle y él regresaran con ellos después de la Guerra Oscura, demasiado agradecidos para estar enfadados o reñirlos. Demasiado agradecidos para que Alec les hablara mucho a ninguno de ellos sobre Magnus. Cuando su madre regresó a Nueva York, él recogió el resto de sus cosas del Instituto y se trasladó al loft de Brooklyn. Seguía yendo al Instituto casi todos los días y veía a su madre muy a menudo, pero Robert se había quedado en Alacante, y Alec no había tratado de ponerse en contacto con él—. Fingir ser atento con mamá y todo eso… Muy bien.
Alec vio que su padre se encogía, incómodo. Había intentado ser amable, pero no le solía salir bien. Siempre parecía estar mintiendo.
—No fingimos ser atentos —repuso Robert—. Sigo amando a tu madre. Nos queremos. Pero… no podemos estar casados. Deberíamos habernos separado antes. Estábamos seguros de estar haciendo lo correcto. Nuestras intenciones eran buenas.
—El camino al Infierno —replicó Alec, escueto, y miró su copa.
—A veces —continuó Robert—, eliges con quién quieres estar cuando eres demasiado joven, y luego cambias, y la otra persona no cambia contigo.
Alec respiró hondo y lento; de repente le hervía la sangre en las venas.
—Si eso va dirigido a Magnus y a mí, te lo puedes ahorrar —replicó—. Perdiste el derecho a cualquier jurisdicción sobre mí y mis relaciones cuando dejaste muy claro que, por lo que a ti respecta, un cazador de sombras gay no es realmente un cazador de sombras. —Dejó la copa sobre un altavoz cercano—. No me interesa…
—Alec. —Algo en la voz de Robert hizo que Alec se volviera. No parecía enfadado, solo… hundido—. Es verdad, dije… cosas imperdonables. Lo sé. Pero siempre he estado orgulloso de ti, y no lo estoy menos ahora.
—No te creo.
—Cuando tenía tu edad, o incluso menos, tuve un parabatai —explicó Robert.
—Sí, Michael Wayland —repuso Alec, sin importarle si sonaba áspero, sin importarle la expresión del rostro de su padre—. Lo sé. Por eso acogiste a Jace. Siempre he pensado que no debíais de estar demasiado unidos. No parecías echarlo mucho de menos, o que te importara que estuviera muerto.
—No creía que estuviera muerto —contestó Robert—. Sé que puede ser difícil de entender; nuestro lazo se cortó por la sentencia de exilio que dictó la Clave, pero incluso antes nos habíamos ido distanciando. Pero hubo un tiempo en el que estábamos muy unidos, los mejores amigos. Hubo un tiempo en que me dijo que me amaba.
Algo en el énfasis que su padre puso en esas palabras llamó la atención de Alec.
—¿Michael Wayland estaba enamorado de ti?
—No fui… muy amable con él al oír eso —confesó Robert—. Le dije que no me lo volviera a decir nunca. Tuve miedo, y lo dejé solo con sus pensamientos, sentimientos y miedo, y nunca volvimos a estar tan unidos como antes. Acogí a Jace para reparar, en cierta medida, lo que había hecho, pero sé que no se puede reparar. —Miró a Alec; sus oscuros ojos eran firmes—. Crees que me avergüenzo de ti, pero me avergüenzo de mí mismo. Te miro, y veo el espejo de mi propia crueldad hacia alguien que jamás se la mereció. En nuestros hijos volvemos a encontrarnos. Alec, tú eres mucho mejor hombre de lo que yo fui, o nunca seré.
Alex se quedó helado. Recordó su sueño en el reino de los demonios, su padre diciéndoles a todos lo valiente que era, el gran cazador de sombras y guerrero que era su hijo, pero nunca se había imaginado a su padre diciéndole que era una buena persona.
En cierto modo, era mucho mejor.
Robert lo miraba con claras arrugas de tensión en los ojos y la boca. Alec no pudo evitar preguntarse si alguna vez le habría contado a alguien lo de Michael, y lo que le habría costado contárselo a él.
Le puso la mano a su padre en el brazo, un roce ligero, pero era la primera vez que lo había tocado voluntariamente en meses, y luego dejó caer la mano.
—Gracias —le dijo—. Por decirme la verdad.
No era un perdón, exactamente, pero sí un comienzo.
La hierba estaba húmeda por el fresco de la noche que comenzaba. Clary notaba el frío atravesándole las sandalias mientras volvía a la carpa con Jace y Magnus. Veía las filas de mesas que estaban preparando, los destellos de la porcelana y la plata. Todos estaban ayudando, incluso la gente que ella solía creer que eran los más inaccesibles: Kadir, Jia, Maryse.
Llegaba música desde la carpa. Bat estaba tumbado en la cabina de DJ, pero alguien interpretaba jazz al piano. Vio a Alec junto a su padre, hablando seriamente, y luego la gente se separó y vio pasar varios rostros familiares: Maia y Aline charlando, e Isabelle cerca de Simon, que parecía un poco incómodo…
¡Simon!
Clary se quedó clavada en el sitio. El corazón le dio un salto, y luego otro; notó calor y frío por todas partes, como si estuviera a punto de desmayarse. No podía ser Simon, tenía que ser otra persona. Algún otro chico delgaducho con cabello castaño alborotado y gafas, pero llevaba la misma camisa desteñida con la que lo había visto por la mañana, y el pelo seguía estando demasiado largo y le caía sobre la cara, y le estaba sonriendo con cierta inseguridad desde el otro lado, y era Simon, y era Simon, y era Simon.
Ni siquiera recordaba haber comenzado a correr, pero de repente Magnus le puso la mano en el hombro y la sujetó como una tenaza de hierro.
—Ten cuidado —le dijo—. No lo recuerda todo. He podido devolverle algunos recuerdos, no muchos. El resto tendrá que esperar, pero Clary… recuerda que no recuerda. No esperes nada.
Debió de asentir, porque Magnus la soltó, y luego se encontró corriendo hacia la carpa y se lanzó sobre Simon con tanta fuerza que este se tambaleó hacia atrás y casi cayó al suelo.
«Ya no tiene la fuerza de un vampiro; tómatelo con calma, con calma», le decía su cabeza, pero el resto no escuchaba. Lo había rodeado con los brazos, y medio sollozaba con el rostro enterrado en su abrigo.
Sabía que Isabelle, Jace y Maia estaban cerca, y también Jocelyn, que se acercó a toda prisa. Clary se apartó de Simon lo suficiente para mirarlo a la cara. Y era sin duda Simon. Tan cerca que le veía las pecas de la mejilla izquierda, la pequeña cicatriz en el labio de un accidente jugando al fútbol a los nueve años.
—Simon —susurró, y luego le preguntó—: ¿Me… me conoces? ¿Sabes quién soy?
Él se subió las gafas. La mano le temblaba un poco.
—Yo… —Miró alrededor—. Es como una reunión familiar en la que no conozco a nadie pero todos me conocen —dijo—. Es…
—¿Apabullante? —lo ayudó Clary. Intentó disimular su decepción, en lo más profundo, de que él no la reconociera—. No pasa nada si no me reconoces. Tenemos tiempo.
La miró. Había incerteza y esperanza en su expresión, y una mirada un tanto perpleja, como si acabara de despertarse de un sueño y no supiera muy bien dónde se hallaba. Luego sonrió.
—No lo recuerdo todo —contestó—, aún no, pero te recuerdo a ti. —Levantó la mano y le tocó el anillo de oro que ella llevaba en el dedo índice, el metal de las hadas caliente al tacto—. Clary —dijo Simon—. Eres Clary. Eres mi mejor amiga.
Alec subió la colina hasta donde se hallaba Magnus, en el camino desde el que se veía la carpa. Estaba apoyado en un árbol, con las manos en los bolsillos, y Alec se puso junto a él para observar cómo Simon, tan perplejo como un patito recién nacido, era rodeado por sus amigos: Jace, Maia y Luke, e incluso Jocelyn, llorando de alegría mientras lo abrazaba. Solo Isabelle permanecía apartada del grupo, con las manos cogidas ante sí, el rostro casi carente de expresión.
—Casi dirías que no le importa —comentó Alec, mientras Magnus le ponía bien la corbata. Magnus lo había ayudado a elegir el traje, y estaba muy orgulloso de que tuviera una fina raya azul que realzaba los ojos de Alec—. Pero estoy seguro de que sí.
—No te equivocas —repuso Magnus—. Le importa muchísimo; por eso se ha quedado aparte.
—Te preguntaría qué has hecho, pero no estoy seguro de querer saberlo —dijo Alec, y se apoyó en Magnus, agradeciendo el sólido calor del cuerpo que había tras él. Magnus apoyó la barbilla en el hombro de Alec, y por un momento permanecieron inmóviles, mirando la carpa y la escena de feliz caos que se desarrollaba en su interior—. Has sido muy bueno haciéndolo.
—Se toma la decisión que se tiene que tomar en cada momento —le dijo Magnus al oído—. Y se espera que no haya consecuencias, o al menos, que no sean graves.
—No crees que tu padre se enfade, ¿verdad? —dijo Alec, y Magnus soltó una seca carcajada.
—Tiene muchas más cosas en las que fijarse que en mí —le contestó Magnus—. ¿Y tú qué? Te he visto hablando con Robert.
Alec notó que Magnus se tensaba cuando le repitió lo que su padre le había dicho.
—¿Sabes?, eso no me lo habría imaginado —declaró Magnus cuando Alec acabó—. Y conocí a Michael Wayland. —Alex notó cómo se encogía de hombros—. Para que veas. «El corazón nunca aprende», y todo eso.
—¿Qué crees? ¿Debería perdonarlo?
—Creo que lo que te ha dicho ha sido una explicación, pero no excusa el modo en que se comportó. Si lo perdonas, hazlo por ti, no por él. Estar enfadado es una pérdida de tu tiempo —contestó Magnus—, cuando eres una de las personas más cariñosas que conozco.
—¿Es por eso que me perdonaste? ¿Por mí o por ti? —preguntó Alec, sin enfado, solo por curiosidad.
—Te perdoné porque te amo y odio estar sin ti. Yo lo odio, mi gato lo odia. Y porque Catarina me convenció de que estaba siendo un estúpido.
—Humm. Me cae bien.
Magnus lo rodeó con los brazos y le puso las manos sobre el pecho, como si le buscara los latidos del corazón.
—Y tú me perdonaste. Por no ser capaz de hacerte inmortal o por no dejar mi propia inmortalidad.
—No hay nada que perdonar —contestó Alec—. No quiero vivir eternamente. —Puso una de las manos sobre las de Magnus y entrelazó los dedos con los suyos—. Quizá no tengamos mucho tiempo. Envejeceré y moriré. Pero te prometo que no te dejaré hasta entonces. Es la única promesa que puedo hacer.
—Hay muchos cazadores de sombras que no llegan a viejos —le dijo Magnus secamente. Alec notó el latido de su pulso. Era raro ver a Magnus así, sin las palabras que le solían resultar tan fáciles.
Alex se volvió entre los brazos de Magnus para mirarlo, absorbiendo todos los detalles de los que nunca se cansaba: los angulosos huesos de su rostro, el verde dorado de sus ojos, la boca que siempre parecía estar a punto de sonreír, aunque en ese momento parecía preocupado.
—Incluso si solo fueran días, querría pasarlos todos contigo. ¿Significa eso algo?
—Sí —contestó Magnus—. Significa que de ahora en adelante tenemos que hacer que cada día sea importante.
Estaban bailando.
Lily estaba tocando algo lento y suave en el piano, y Clary se movía entre los otros invitados a la boda con los brazos de Jace envolviéndola. Era exactamente la clase de baile que le gustaba: no demasiado complicado, sobre todo era cuestión de coger a tu pareja y no hacer nada para que tropezara.
Tenía la mejilla apoyada en la pechera de la camisa de Jace, la tela arrugada bajo su piel. Sus manos jugueteaban con los rizos que se le habían escapado a ella del moño y le recorrían la nuca. No pudo evitar recordar un sueño que había tenido hacía mucho, en el que bailaba con Jace en la Sala de los Acuerdos. En aquel entonces, él era muy reservado, a menudo frío. A veces se sorprendía cuando lo miraba, le sorprendía que fuera el mismo Jace.
«El Jace que me has ayudado a ser —le había dicho—. Un Jace que me gusta mucho más».
Pero no era el único que había cambiado; ella también había cambiado. Abrió la boca para decírselo cuando alguien la tocó en el hombro. Era su madre, sonriéndoles a ambos.
—Jace —dijo Jocelyn—. ¿Te puedo pedir un favor?
Jace y Clary dejaron de bailar. Ninguno dijo nada. A Jocelyn le gustaba más Jace en los últimos seis meses de lo que le había gustado antes; Clary incluso se habría atrevido a decir que le tenía cariño, pero seguía sin estar encantada con su novio cazador de sombras.
—Lily está cansada de tocar, pero todos están disfrutando mucho con el piano… y tú lo tocas, ¿verdad? Clary me dijo que tenías mucho talento. ¿Tocarías para nosotros?
Jace lanzó una mirada a Clary, tan rápida que ella la vio solo porque lo conocía lo suficiente como para esperársela. Tenía unos modales exquisitos, cuando decidía emplearlos. Sonrió a Jocelyn como un ángel y se dirigió hacia el piano. Un momento después, los acordes de música clásica llenaron la carpa.
Tessa Gray y el chico que había sido el hermano Zachariah estaban sentados al fondo de la mesa y observaban los ágiles dedos de Jace Herondale sobre el piano. Jace no llevaba corbata y tenía la camisa medio desabrochada, su rostro era un ejemplo de concentración mientras se abandonaba con pasión a la música.
—Chopin. —Tessa identificó lo que estaba tocando y sonrió—. Me pregunto… me pregunto si la pequeña Emma Carstairs tocará el violín algún día.
—Cuidado —dijo su compañero con la risa bailándole en la voz—. No puedes forzar esas cosas.
—Es duro —repuso ella, mientras lo miraba con intensidad—. Me gustaría que pudieras explicarle más sobre la conexión que hay entre vosotros, para que no se sintiera tan sola.
El pesar se dibujó en las comisuras de la boca del antiguo hermano Zachariah.
—Ya sabes que no puedo. Aún no. Le di una pista. Eso es todo lo que puedo hacer.
—Estaremos pendientes de ella —dijo Tessa—. Siempre estaremos pendientes de ella. —Le tocó las marcas en la mejilla, reliquias del tiempo en que había sido un Hermano Silencioso, casi con reverencia—. Recuerdo que dijiste que esta era una historia de Lightwoods, Herondales y Fairchilds, y lo es, y también de Blackthorns y Carstairs, y es increíble verlos. Pero cuando lo hago, es como si viera el pasado que se extiende tras ellos. Miro a Jace Herondale tocar y veo el fantasma que se alza en la música. ¿Tú no?
—Los fantasmas son recuerdos, y cargamos con ellos porque aquellos a los que amamos no dejan este mundo.
—Sí —asintió ella—. Pero me gustaría que él estuviera aquí para ver esto con nosotros, solo aquí, con nosotros, una vez más.
Tessa notó la aspereza de su negro cabello cuando él se inclinó para besarle los dedos suavemente, un gesto cortés de una época pasada.
—Está con nosotros, Tessa. Puede vernos. Eso es lo que creo. Lo percibo, del mismo modo que solía saber si estaba triste, o enfadado, o solo, o feliz.
Ella se tocó el brazalete de perlas que llevaba en la muñeca y luego lo tocó a él, con dedos ligeros y cariñosos.
—¿Y ahora cómo está? —susurró—. ¿Feliz, melancólico, triste o solo? No me digas que se siente solo. Porque debes de saberlo. Siempre lo sabías.
—Está feliz, Tessa. Le alegra vernos juntos, como siempre me alegró veros juntos a vosotros. —Sonrió, con esa sonrisa que contenía toda la verdad del mundo, y le soltó los dedos mientras se recostaba en la silla. Dos personas se estaban acercando a ellos: una mujer alta y pelirroja y una chica con el mismo cabello y ojos verdes—. Y hablando del pasado —dijo él—. Creo que hay alguien que quiere hablar contigo.
Clary estaba observando divertida a Iglesia cuando su madre se puso a su lado. Habían engalanado al gato con una docena de campanitas de boda, y él, en un ataque de venganza rabiosa, estaba royendo una de las patas del piano.
—Mamá —dijo Clary con suspicacia—. ¿Qué vas a hacer?
Su madre le acarició el cabello, cariñosa.
—Hay alguien a quien quiero que conozcas —contestó, y la cogió de la mano—. Ha llegado la hora.
—¿La hora? ¿La hora de qué? —Clary permitió que la llevara, solo protestando a medias, hasta una mesa cubierta con un mantel blanco al fondo de la carpa. Ante ella estaba sentada la chica con el cabello castaño que había visto antes. La muchacha miró a Clary mientras esta se acercaba. El hermano Zachariah se estaba poniendo en pie. Sonrió a Clary y se fue al otro lado de la carpa a hablar con Magnus, que había bajado la colina con Alec, cogidos de la mano.
—Clary —dijo Jocelyn—, quiero que conozcas a Tessa.
—Isabelle.
Esta alzó la mirada. Había estado apoyada contra el piano, dejando que la música de Jace (y el vago ruido de Iglesia royendo la madera) la sosegara. Era música que le recordaba su infancia, a Jace pasando las horas en la sala de música, llenando las salas del Instituto con una cascada de notas.
Era Simon. Se había desabrochado la chaqueta vaquera por el calor que hacía en la carpa, y ella le vio el rubor y la incomodidad en las mejillas. Había algo extraño en eso, un Simon que se sonrojaba y tenía calor y frío, y crecía y se alejaba… de ella.
Él la miró con curiosidad. Isabelle vio un cierto reconocimiento en esa mirada, pero no era total. No era el modo en que Simon la había mirado antes, y añoró ese dulce dolor y la sensación de que había alguien que la veía a ella, veía a Isabelle, la Isabelle que se presentaba al mundo y la Isabelle que se ocultaba entre las sombras, donde solo unos pocos la podían ver.
Simon había sido uno de esos pocos. En ese momento era… otra cosa.
—Isabelle —repitió, y ella notó que Jace los miraba con curiosidad mientras sus manos volaban sobre las teclas del piano—. ¿Bailas conmigo?
Ella suspiró y asintió.
—Muy bien —asintió, y lo dejó que la llevara a la pista. Con los tacones, Isabelle era tan alta como él; sus ojos se encontraban al mismo nivel. Tras las gafas, sus ojos eran del mismo color de café.
—Me han dicho —comenzó Simon, y se aclaró la garganta—, o al menos me ha dado la sensación, de que tú y yo…
—No —lo cortó ella—. No hables de eso. Si no lo recuerdas, entonces no quiero oírlo.
Simon tenía una mano en su hombro y la otra en la cintura. Ella le notaba la piel caliente, no fría, como la recordaba. Parecía increíblemente humano, y frágil.
—Pero quiero recordarlo —dijo, y ella se acordó de lo argumentativo que siempre había sido. Al menos eso no había cambiado—. Recuerdo partes… No es que no sepa quién eres, Isabelle.
—Tú me llamarías Izzy —replicó ella, y de repente se sintió muy cansada—. Izzy, no Isabelle.
Simon se inclinó hacia ella, e Isabelle notó su aliento en el cabello.
—Izzy —dijo él—. Recuerdo haberte besado.
Ella se estremeció.
—No, no lo recuerdas.
—Sí, lo recuerdo —afirmó. Le pasó las manos por la espalda y le acarició con los dedos el espacio justo bajo el omoplato, lo que siempre la hacía retorcerse—. Iban pasando los meses —continuó él en voz baja—, y nada acababa de cuadrar. Siempre he tenido la sensación de que me faltaba algo. Y ahora sé lo que era: todo esto, pero también eras tú. No lo recordaba durante el día, pero soñaba contigo por las noches, Isabelle.
—¿Soñabas con nosotros?
—Solo contigo. La chica de los ojos oscuros, oscuros. —Le rozó las puntas de la melena—. Magnus me ha dicho que yo era un héroe —continuó—. Y veo en tu rostro cuando me miras que estás buscando a ese tipo. El tipo que conocías que era un héroe, que hizo grandes cosas. No recuerdo haber hecho esas cosas. No sé si eso hace que ya no sea un héroe. Pero me gustaría intentar volver a serlo. Ser ese tipo que puede besarte porque se lo ha ganado. Si tienes la paciencia suficiente para dejarme intentarlo.
Todo eso era tan de Simon… Isabelle lo miró, y por primera vez sintió que el pecho se le hinchaba de esperanza, y no quiso moverse ni un centímetro para no perder aquella sensación.
—Quizá te deje —respondió ella—. Intentarlo, me refiero. No puedo prometerte nada.
—No esperaría que lo hicieras. —Su rostro se iluminó, y ella vio la sombra de un recuerdo movérsele tras los ojos—. Eres una rompecorazones, Isabelle Lightwood. Al menos eso sí lo recuerdo.
—Tessa es una bruja —dijo Jocelyn—, aunque una bruja de una clase muy especial. ¿Recuerdas lo que te conté, cuando te expliqué que estaba asustada por cómo hacer el hechizo que todos los cazadores de sombras reciben al nacer? ¿El hechizo de protección? ¿Y que el hermano Zachariah y una bruja me ayudaron con la ceremonia? Esta es la bruja de la que te hablaba: Tessa Gray.
—Me dijiste que fue de ahí de donde sacaste la idea para el nombre de Fray. —Clary se sentó frente a Tessa en la mesa redonda—. F de Fairchild —dijo al darse cuenta—. Y el resto de Gray.
Tessa sonrió y se le iluminó el rostro.
—Fue un honor.
—Eras un bebé. No lo recordarías —dijo Jocelyn, pero Clary pensó en que Tessa le había resultado familiar la primera vez que la vio, y ahora no estaba tan segura de no recordar.
—¿Por qué me estás contando esto ahora? —preguntó Clary, mirando a su madre, que se hallaba de pie junto a su silla y le daba vueltas ansiosamente a su anillo de bodas recién estrenado—. ¿Por qué no antes?
—Le había pedido estar presente cuando te lo dijera, si era posible —contestó en su lugar Tessa; su voz era musical, suave y dulce, con un rastro de acento inglés—. Y me temo que he estado separada de los cazadores de sombras durante un largo tiempo. Mis recuerdos de aquel tiempo son dulces y amargos, a veces más amargos que dulces.
Jocelyn besó a Clary en la cabeza.
—¿Por qué no habláis un rato? —sugirió, y se alejó hacia Luke, que estaba charlando con Kadir.
Clary miró la sonrisa de Tessa.
—Eres una bruja, pero eres amiga de un Hermano Silencioso. Más que amigos… Eso es un poco raro, ¿no?
Tessa apoyó el codo en la mesa. Un brazalete de perlas le brilló en la muñeca, y se lo tocó distraída, como por costumbre.
—Todo en mi vida es bastante fuera de lo corriente, pero claro, lo mismo se puede decir de la tuya, ¿no es cierto? —Le brillaron los ojos—. Jace Herondale toca muy bien el piano.
—Y lo sabe.
—Eso suena a Herondale —rio Tessa—. Debo decirte, Clary, que solo hace poco supe que Jace había decidido ser un Herondale y no un Lightwood. Ambas son familias honorables, y a ambas las he conocido, pero mi destino siempre ha estado más ligado a los Herondale. —Miró a Jace con cierta expresión melancólica—. Hay familias, los Blackthorn, los Herondale, los Carstairs, por las que siempre he sentido una especial inclinación; las he observado desde la distancia, aunque he aprendido a no interferir. Eso es en parte por lo que me retiré al Laberinto Espiral después del Alzamiento. Es un lugar tan lejano del mundo, tan escondido, que pensé que allí podría encontrar paz después de saber lo que les había pasado a los Herondale. Y luego, después de la Guerra Mortal, le pregunté a Magnus si debía acercarme a Jace, hablar con él de los Herondale pasados, pero él me dijo que le diera tiempo. Que el peso del conocimiento del pasado es una gran carga. Así que regresé al Laberinto. —Tragó saliva—. Ha sido un año oscuro, un año muy oscuro para los cazadores de sombras, para los subterráneos, para todos nosotros. Tanta muerte y dolor. En el Laberinto Espiral se oían rumores, y luego llegaron los Oscurecidos, y pensé que lo mejor que podía hacer para ayudar era encontrar una cura. Ojalá hubiera podido encontrarla. A veces no es posible. —Miró a Zachariah y los ojos se le llenaron de una luz especial—. Pero claro que también, a veces, ocurren milagros. Zachariah me ha explicado cómo volvió a ser mortal. Me ha dicho que era «una historia de Lightwoods, Herondales y Fairchilds». —Miró de nuevo a Zachariah, que estaba ocupado acariciando a Iglesia. El gato se había subido a la mesa del champán y estaba tirando copas alegremente. Su mirada era de exasperación y cariño mezclados—. No sabes lo que eso significa para mí, lo mucho que agradezco lo que hiciste por mí… por Zachariah, lo que todos hicisteis por él.
—Fue Jace, más que nadie. Yo era… ¿Zachariah acaba de coger a Iglesia? —Clary miró asombrada. Zachariah sujetaba al gato, que parecía haberse quedado sin huesos, con la cola enrollada en el brazo del antiguo Hermano Silencioso—. ¡Ese gato odia a todo el mundo!
Tessa sonrió.
—Yo no diría a todo el mundo.
—Así que… ¿Zachariah es mortal ahora? —preguntó Clary—. ¿Solo… un cazador de sombras vulgar y corriente?
—Sí —contestó Tessa—. Él y yo hace mucho tiempo que nos conocemos. Nos encontrábamos una vez al año, a principios de enero. Este año, cuando llegó él, para mi sorpresa, volvía a ser mortal.
—¿Y no lo supiste hasta que apareció? Yo lo habría matado.
Tessa sonrió de medio lado.
—Bueno, eso habría hecho que perdiera toda la gracia. Y creo que no estaba seguro de cómo lo iba a recibir, mortal como es, ya que yo no lo soy. —Su expresión le recordó a Magnus, esa mirada de ojos viejos en un rostro joven; le recordó una tristeza que era demasiado profunda para que pudieran entenderla los que solo tenían una corta vida humana—. Envejecerá y morirá, y yo seguiré como soy. Pero ha tenido una larga vida, mucho más larga que la mayoría, y me entiende. Ni él ni yo tenemos la edad que aparentamos. Y nos queremos. Eso es lo importante.
Tessa cerró los ojos, y por un momento pareció perderse en las notas del piano.
—Tengo algo para ti —dijo al abrir los ojos, que eran grises, del color del agua de lluvia—. Para los dos; para ti y también para Jace. —Sacó algo del bolsillo y se lo tendió a Clary. Era un aro de plata, un anillo de familia, en el que destacaba un dibujo de pájaros en vuelo—. Este anillo perteneció a James Herondale. Es un auténtico anillo Herondale, muy antiguo. Si Jace ha decidido que desea ser un Herondale, debería llevarlo.
Clary cogió el anillo. Le cabía en el pulgar.
—Gracias —dijo—, aunque se lo podrías dar tú. Quizá sea el momento de hablar con él.
Tessa negó con la cabeza.
—Mira lo feliz que está —repuso—. Está decidiendo quién es y quién quiere ser, y disfrutando de ello. Debería contar con un poco más de tiempo para ser feliz así antes de que vuelva a tomar alguna carga. —Cogió algo que estaba en la silla, a su lado, y se lo tendió a Clary. Era una copia del Códice del cazador de sombras, encuadernado en terciopelo azul—. Esto es para ti. Estoy segura de que tienes el tuyo, pero a este le tengo mucho cariño. Hay una inscripción en el dorso. —Cuando le dio la vuelta al libro, Clary vio que había letras estampadas en oro sobre el terciopelo.
—«Servimos libremente porque amamos libremente» —leyó Clary, y miró a Tessa—. Gracias, es muy hermoso. ¿Estás segura de que me lo quieres regalar?
Tessa sonrió.
—Los Fairchild también me han sido muy queridos durante toda mi vida —explicó. Se inclinó sobre la mesa y el colgante de jade se balanceó—. También me siento ligada a ti por familia, tú que has perdido a tu padre y a tu hermano. Sé que te han juzgado como la hija de Valentine Morgenstern y ahora como la hermana de Jonathan. Siempre habrá los que quieran decirte quién eres teniendo solo en cuenta tu nombre o la sangre de tus venas. No dejes que otros decidan quién eres. Decídelo tú. —Miró a Jace, cuyas manos seguían bailando sobre el piano. La luz de las velas se le reflejaba como estrellas en el cabello y le hacía brillar la piel—. Esa libertad no es un regalo; es un derecho de nacimiento. Espero que Jace y tú la empleéis.
—Pareces tan seria, Tessa. No me asustes. —Era Zachariah, que se había puesto detrás de la silla de Tessa.
—¡No lo estoy! —exclamó ella riendo. Había inclinado la cabeza hacia atrás, y Clary se preguntó si así sería como se la veía a ella cuando miraba a Jace. Esperaba que sí. Era una mirada segura y feliz, la mirada de alguien que confía en el amor que da y el que recibe—. Solo le estaba dando un consejo.
—Suena aterrador. —Resultaba raro cómo la voz de Zachariah podía sonar tanto igual como diferente de cómo en otro tiempo llegaba a la cabeza de Clary. Ahora, al hablar, su acento inglés era más marcado que el de Tessa. También había risa en su voz cuando se inclinó y ayudó a Tessa a levantarse de la silla—. Me temo que debemos irnos; tenemos un largo camino por delante.
—¿Adónde vais? —preguntó Clary, sujetando el Códice con cuidado en el regazo.
—A Los Ángeles —contestó Tessa, y Clary recordó que había dicho que los Blackthorn eran una familia por la que tenía un especial interés. Clary se alegró de oírlo. Sabía que Emma y los niños estaban viviendo en el Instituto con el tío de Julian, pero la idea de que tuvieran a alguien especial pendiente de ellos, una especie de ángel guardián, era tranquilizador.
—Me alegro de haberte conocido —dijo Clary—. Muchas gracias. Por todo.
Tessa sonrió radiante y desapareció entre la gente, diciendo que iba a despedirse de Jocelyn. Zachariah recogió su abrigo y el chal de Tessa, mientras Clary lo miraba con curiosidad.
—Recuerdo que una vez me dijiste que habías amado a dos personas más que a nada en el mundo. ¿Era Tessa una de ellas?
—Es una de ellas —contestó, mientras se ponía el abrigo—. Nunca he dejado de amarla, ni a mi parabatai. El amor no acaba cuando alguien muere.
—¿Tu parabatai? ¿Perdiste a tu parabatai? —preguntó Clary, sintiendo un sincero dolor por él. Sabía lo que eso significaba para los nefilim.
—No en mi corazón, porque no lo he olvidado —contestó, y Clary oyó un susurro de la tristeza de siglos en su voz, y lo recordó en la Ciudad Silenciosa, un espectro de humo de pergamino—. Somos todos los fragmentos de lo que recordamos. Tenemos en nuestro interior las esperanzas y los temores de aquellos que nos aman. Mientras haya amor y memoria, no existe la auténtica pérdida.
Clary pensó en Max, en Amatis, en Raphael, en Jordan e incluso en Jonathan, y notó la quemazón de las lágrimas en la garganta.
Zachariah se colgó el chal de Tessa de los hombros.
—Dile a Jace Herondale que toca el Concierto número 2 de Chopin muy bien —dijo, y desapareció entre la gente en pos de Tessa. Clary se lo quedó mirando, sujetando con fuerza el anillo y el Códice.
—¿Alguien ha visto a Iglesia? —dijo una voz a su lado. Era Isabelle, cogida del brazo de Simon. Maia se hallaba junto a ellos, tratando de cerrar un pasador dorado en su rizado cabello—. Creo que Zachariah acaba de robarnos el gato. Juraría que lo he visto metiendo a Iglesia en el asiento trasero de un coche.
—Eso es imposible —replicó Jace, que apareció junto a Clary. Se había arremangado hasta los codos y estaba sonrojado por el esfuerzo de tocar el piano—. Iglesia odia a todo el mundo.
—No a todo el mundo —murmuró Clary sonriendo.
Simon miraba a Jace como si lo fascinara y al mismo tiempo lo asustara.
—¿Alguna vez… alguna vez… te he mordido?
Jace se tocó una cicatriz del cuello.
—No puedo creer que recuerdes eso.
—¿Acaso… rodamos en el fondo de un barco?
—Sí, me mordiste, sí. Y me gustó, sí. No volvamos a hablar de eso —contestó Jace—. Ya no eres un vampiro. Céntrate.
—Para ser justos, te diré que también mordiste a Alec —añadió Isabelle.
—¿Cuándo pasó eso? —preguntó Maia, mientras el rostro se le iluminaba divertido. Bat se acercó a ella por detrás, y sin decir nada, le cogió el pasador de la mano y se lo puso bien en el pelo. Lo cerró fácilmente y dejó las manos por un instante sobre el cabello de Maia.
—Lo que ocurre en los reinos de los demonios se queda en los reinos de los demonios —repuso Jace. Miró a Clary—. ¿Quieres dar un paseo?
—¿Un paseo o un «paseo»? —preguntó Isabelle—. ¿Vais a…?
—Creo que deberíamos ir todos al lago —propuso Clary, y se puso en pie con el Códice en una mano y el anillo en la otra—. Es muy bonito, sobre todo por la noche. Me gustaría que mis amigos lo vieran.
—Lo recuerdo —dijo Simon, y le dedicó una sonrisa que hizo sentir a Clary que el corazón no le cabía en el pecho. Todos los veranos habían ido a la granja; esta siempre estaría ligada a Simon en el recuerdo de Clary. Que él la recordara la hizo mucho más feliz de lo que podía haber imaginado esa mañana.
Cogió a Jace de la mano mientras todos se alejaban de la carpa. Isabelle corrió para decirle a su hermano que buscara a Magnus y fueran con ellos. Antes Clary había querido estar sola con Jace, pero en ese momento quería estar con todos.
Había amado a Jace durante lo que le parecía mucho tiempo, lo amaba tanto que a veces había sentido como si fuera a morir por ello, porque era algo que necesitaba y no podía tener. Pero eso ya había desaparecido. A la desesperación la había sustituido la paz y una tranquila felicidad. Ya no sentía que cada momento que estaba con él había sido robado de la posibilidad del desastre, y ahora que podía imaginar toda una vida de momentos con él, tranquilos, divertidos, normales, relajados o amables, solo quería caminar hasta el lago con todos sus amigos y celebrar ese día.
Mientras bajaban al camino del lago, Clary miró hacia atrás. Vio a Jocelyn y a Luke en la carpa, mirándolos marchar. Vio a Luke sonreírle y a su madre alzar una mano y saludarla antes de volverla a bajar para dársela a su nuevo esposo. Con ellos había pasado lo mismo, años de separación y tristeza, y por fin tenían toda la vida para ellos. Toda una vida de momentos. Alzó la mano para devolverle el saludo a su madre y luego se apresuró a alcanzar a sus amigos.
Magnus estaba apoyado en el exterior del granero, observando a Clary y a Tessa conversar, cuando Catarina se acercó a él. Llevaba flores azules en el pelo que hacían juego con su piel de color azul zafiro. Él dirigió la mirada al campo, hacia donde el lago destellaba como el agua de una copa en la mano.
—Pareces preocupado —dijo Catarina mientras le ponía una amistosa mano en el hombro…—. ¿Qué pasa? Antes te he visto besándote con ese chico cazador de sombras, así que no puede ser eso.
Magnus negó con la cabeza.
—No. Con Alec todo está bien.
—También te he visto hablando con Tessa —continuó Catarina, mientras estiraba el cuello para mirar—. Resulta raro tenerla aquí. ¿Es eso lo que te preocupa? El pasado y el futuro coincidiendo; debe de ser un poco extraño.
—Quizá —repuso Magnus, aunque él no creía que lo fuera—. Viejos fantasmas, las sombras de lo que podría haber sido. Aunque siempre me gustaron Tessa y sus chicos.
—Su hijo era una buena pieza —dijo Catarina.
—Igual que su hija. —Magnus rio, aunque su risa sonaba tan frágil como una ramita en invierno—. Estos días noto el pasado pesándome mucho, Catarina. La repetición de antiguos errores. Oigo cosas, murmullos en el mundo subterráneo, el rumor de conflictos venideros. Los seres mágicos son orgullosos, los más orgullosos; no permitirán que la Clave los humille sin vengarse.
—Son orgullosos pero pacientes —remarcó Catarina—. Podrían esperar un largo tiempo, generaciones, para vengarse. No puedes temer que sea ahora, cuando la sombra puede tardar años en descender.
Magnus no la miró; estaba mirando a la carpa, donde Clary y Tessa seguían hablando, donde Alec se reía junto a Maia y Bat, donde Isabelle y Simon bailaban al son de la música que Jace tocaba al piano; las dulces notas de Chopin le recordaron otro tiempo, y el sonido de un violín en Navidad.
—Ah —repuso Catarina—. Estás preocupado por ellos; te preocupa que la sombra descienda sobre los que amas.
—Ellos o sus hijos —repuso. Alec se había separado de los otros y subía por la colina hacia el granero. Magnus lo observó acercarse: una sombra oscura contra un cielo aún más oscuro.
—Mejor amar y temer que no sentir nada. Así es como nos petrificamos —dijo Catarina, y le tocó el brazo—. Siento lo de Raphael, por cierto. No había tenido la oportunidad de decírtelo. Sé que una vez le salvaste la vida.
—Y luego él me salvó a mí —explicó Magnus, y alzó la mirada cuando Alec llegó junto a ellos. El cazador de sombras inclinó cortésmente la cabeza ante Catarina.
—Magnus, vamos al lago —dijo él—. ¿Quieres venir?
—¿Por qué? —preguntó Magnus.
—Clary dice que es bonito —contestó él—. La verdad es que yo ya lo he visto antes, pero había un gran ángel alzándose de él, y eso me despistó un poco. —Le tendió la mano—. Vamos. Todos los demás van.
Catalina sonrió.
—Carpe diem —dijo a Magnus—. No pierdas el tiempo preocupándote. —Se cogió la falda y fue hacia los árboles, sus pies como flores azules sobre la hierba.
Magnus cogió la mano que le tendía Alec.
En el lago había luciérnagas. Iluminaban la noche con sus destellos parpadeantes, mientras el grupo extendía chaquetas y mantas, que Magnus extrajo de lo que él dijo que era la nada, aunque Clary sospechó que habían sido ilegalmente reclamadas de Bed Bath & Beyond.
El lago era una moneda de plata, y reflejaba el cielo y sus miles de estrellas. Clary oyó a Alec indicando los nombres de las constelaciones a Magnus: el León, el Arco, el Caballo Alado. Maia se había sacado los zapatos y caminaba descalza por la orilla. Bat la había seguido, y mientras Clary los observaba, él le cogió la mano, vacilante.
Ella se lo permitió.
Simon e Isabelle estaban juntos, susurrando. De vez en cuando, Isabelle se reía. Su rostro se mostraba más brillante de lo que lo había estado en meses.
Jace se sentó en una de las mantas y tiró de Clary hacia sí. Le puso una pierna a cada lado. Ella apoyó la espalda contra su pecho, y notó el reconfortante latido del corazón de Jace contra la columna. Este la rodeó con los brazos y sus dedos rozaron el Códice que ella tenía en el regazo.
—¿Qué es eso?
—Un regalo, para mí. Y también hay uno para ti —dijo; le cogió la mano y le fue abriendo los dedos uno a uno hasta que quedó totalmente extendida. Le colocó el viejo anillo en la palma.
—¿Un anillo Herondale? —Parecía asombrado—. ¿Dónde lo has…?
—Había sido de James Herondale —respondió ella—. No tengo ningún árbol familiar a mano, así que no sé qué significa exactamente, pero sin duda era uno de tus antepasados. Recuerdo que dijiste que las Hermanas de Hierro tendrían que hacerte un nuevo anillo porque Stephen no te había dejado ninguno…, pues ahora ya lo tienes.
Él se puso el anillo en el dedo anular de la mano derecha.
—Siempre —dijo en voz baja—, siempre que creo que me falta una pieza de mí mismo, tú me la das.
No había palabras, así que ella no dijo nada; solo se volvió entre sus brazos y lo besó en la mejilla. Estaba muy guapo bajo el cielo nocturno, con las estrellas bañándolo con su luz, brillando en su cabello y en el anillo Herondale que le relucía en el dedo, un recordatorio de todo lo que había sido y de todo lo que llegaría a ser.
«Somos todos los trozos de lo que recordamos. Tenemos en nuestro interior las esperanzas y los temores de aquellos que nos aman. Mientras haya amor y memoria, no existe la auténtica pérdida».
—¿Te gusta el nombre de Herondale? —preguntó Jace.
—Es tu nombre, así que me encanta —contestó ella.
—Podría haber acabado con alguno de los nombre de cazadores de sombras que suenan bastante mal: Bloodstick, Ravenhaven.
—Bloodstick no puede ser un nombre.
—Quizá ya no esté nada de moda —reconoció—. Herondale, por otro lado, es melodioso. Armónico, podríamos decir. Piensa en cómo suenas: «Clary Herondale».
—Oh, Dios, suena horrible.
—Todos debemos sacrificarnos por amor. —Sonrió de medio lado y le cogió el Códice—. Es antiguo. Una edición antigua —dijo, dándole la vuelta—. La inscripción en el dorso es de Milton.
—Claro que lo sabes —repuso ella con cariño. Se apoyó contra él mientras Jace pasaba las hojas del libro. Magnus había encendido una hoguera, que ardía alegremente junto al lago, enviando chispas al cielo. El reflejo de las llamas corrió por el colgante escarlata de Isabelle cuando esta se volvió para decirle algo a Simon, y brilló en el agudo destello de los ojos de Magnus y por el agua del lago, convirtiendo las ondas en líneas de oro. Resaltó la inscripción escrita en el dorso del Códice mientras Jace se la leía en voz alta a Clary, su voz tan suave como música en la reluciente oscuridad.
Servimos libremente
porque amamos libremente, ya que es nuestro deseo
amar o no amar; y así nos alzamos o caemos.