24

LO LLAMAN PAZ

—¿Quién, entonces, se levantará para representar a la Corte de las Hadas? —preguntó Jia Penhallow.

La Sala de los Acuerdos estaba tapizada con las banderas azules de la victoria. Parecían trozos cortados del cielo. Cada una tenía estampada una runa dorada de triunfo. Era un claro día de invierno, y la luz que entraba a raudales por las ventanas iluminaba las largas hileras de sillas que se habían colocado de cara al estrado del centro de la estancia, donde la Cónsul y el Inquisidor estaban sentados ante una larga mesa. La propia mesa estaba decorada también con dorado y azul: grandes candelabros de oro que casi le tapaban a Emma la vista de los subterráneos que también se hallaban sentados tras la mesa: Luke, representando a los licántropos; una joven mujer llamada Lily representaba a los vampiros, y el famosísimo Magnus Bane, el representante de los brujos.

No se había colocado ningún asiento para el representante de las hadas. Lentamente, de entre la multitud que ocupaba las filas de asientos, se puso en pie una joven. Sus ojos eran totalmente azules, sin nada de blanco. Tenía unas orejas puntiagudas como las de Helen.

—Soy Kaelie Whitewillow —dijo—. Yo representaré a la corte seelie.

—¿Y también a la noseelie? —preguntó Jia, con la pluma planeando sobre un rollo de papel.

Kaelie negó con la cabeza. Tenía los labios apretados. Un murmullo se extendió por la sala. A pesar del brillo de las banderas, el ambiente era tenso, no alegre. En la fila de asientos delante de los Blackthorn se hallaban sentados los Lightwood: Maryse, con la espalda tiesa como un palo, y junto a ella, Isabelle y Alec, las melenas oscuras muy cerca una de otra mientras susurraban. Jocelyn Fairchild se hallaba sentada junto a Maryse, pero no había ni rastro de Clary Fray o de Jace Lightwood.

—La corte noseelie declina tener un representante —declaró Jia, y lo anotó en el acta. Miró a Kaelie por encima de la montura de sus gafas—. ¿Qué nos traes desde la corte seelie? ¿Aceptan nuestros términos?

Emma oyó a Helen, al final de su fila, inspirar con fuerza. A Dru, a Tavvy y a los mellizos se los consideraba demasiado pequeños para asistir a esa reunión. Técnicamente nadie menor de dieciocho años tenía permitida la entrada, pero se había tenido una consideración especial hacia los que, como Julian y ella, se habían visto directamente afectados por lo que ya se empezaba a llamar la Guerra Oscura.

Kaelie fue hasta el pasillo entre las filas de asientos y comenzó a caminar hacia el estrado. Robert Lightwood se puso en pie.

—Debes pedir permiso para acercarte a la Cónsul —dijo con su voz grave.

—Permiso denegado —repuso Jia con voz tensa—. Permanece donde estás, Kaelie Whitewillow. Puedo oírte perfectamente.

Emma sintió una repentina compasión por la chica hada; todo el mundo la miraba con ojos como cuchillos. Todos menos Aline y Helen, que estaban sentadas muy juntas y se cogían de la mano con tanta fuerza que tenían los nudillos blancos.

—La Corte de las Hadas pide clemencia —dijo Kaelie, y juntó las delgadas manos ante sí—. Los términos que habéis establecido son demasiado duros. Las hadas siempre han tenido sus propios soberanos, sus propias reinas y reyes. Siempre hemos tenido guerreros. Somos un pueblo muy antiguo. Lo que nos pides nos aplastará completamente.

Un murmullo recorrió la sala. No era un sonido amistoso. Jia cogió el papel que tenía en la mesa frente a ella.

—¿Lo revisamos? —preguntó—. Pedimos que la Corte de las Hadas acepte toda responsabilidad por la pérdida de vidas y por los daños causados a los cazadores de sombras y a los subterráneos durante la Guerra Oscura. Los seres mágicos serán responsables de los costes de reconstrucción de las salvaguardas destruidas, del restablecimiento del Praetor Lupus en Long Island y la reconstrucción de lo que ha sido destruido en Alacante. Pagarán con sus propias riquezas. En cuanto a los cazadores de sombras que nos han arrebatado…

—Si te refieres a Mark Blackthorn, fue la Cacería Salvaje —la interrumpió Kaelie—. No tenemos jurisdicción sobre ellos. Tendréis que negociar vosotros directamente, aunque no lo impediremos.

—Él no fue todo lo que se nos quitó —respondió Jia—. Hay todo aquello por lo que no puede haber compensación: la pérdida de vidas soportada por los cazadores de sombras y los licántropos en batalla, los que nos fueron arrancados por la Copa Infernal…

—Eso fue Sebastian Morgenstern, no la corte —protestó Kaelie—. Él era un cazador de sombras.

—Y por esa razón no os castigamos con una guerra que inevitablemente perderíais —replicó Jia con frialdad—. En vez de eso, insistimos en que disperséis vuestros ejércitos, que no haya más guerreros hada. No podéis seguir teniendo armas. Cualquier hada al que se encuentre con un arma sin una dispensa de la Clave será ejecutado al instante.

—Los términos son demasiado severos —protestó Kaelie—. ¡Los seres mágicos no pueden aceptarlos! Si no tenemos armas, ¡no podemos defendernos!

—Entonces, lo someteremos a votación —repuso Jia, y dejó el papel sobre la mesa—. Aquellos a favor de suavizar los términos a los seres mágicos, que hablen ahora.

Se hizo un largo silencio. Emma vio a Helen recorriendo la sala con la mirada, la boca tensa. Aline la cogía de las muñecas con fuerza. Finalmente, se oyó el ruido de una silla al arrastrarse por el suelo, resonando en el silencio, y una solitaria figura se puso en pie.

Magnus Bane. Seguía pálido por el sufrimiento que había padecido en Edom, pero los ojos verde dorados le brillaban con una intensidad que Emma podía distinguir desde la otra punta de la sala.

—Sé que la historia de los mundanos no es de gran interés para la mayoría de los cazadores de sombras —comenzó—. Pero hubo un tiempo antes de los nefilim. Un tiempo en el que Roma luchó contra la ciudad de Cartago, y durante muchos años fue victoriosa. Después de una de las guerras, Roma exigió a Cartago que le pagara tributo, que Cartago disolviera su ejército y que se sembrara sal en la tierra de Cartago. El historiador Tácito dijo de los romanos que «han creado un desierto y lo llaman paz». —Se volvió hacia Jia—. Los cartagineses jamás lo olvidaron. Al final, su odio por Roma provocó otra guerra, y esa guerra acabó en muerte y esclavitud. Eso no era la paz. Esto no es la paz.

En ese momento se oyeron abucheos entre los reunidos.

—¡Quizá no queramos la paz, brujo! —gritó alguien.

—¡Entonces, ¿cuál es tu solución?! —gritó otro.

—Indulgencia —contestó Magnus—. Los seres mágicos hace mucho que odian a los nefilim por su dureza. ¡Mostradles algo que no sea dureza, y a cambio recibiréis algo que no será odio!

Esta vez, el ruido fue aún más fuerte. Jia alzó una mano, y la multitud se fue acallando.

—¿Alguien más habla por los seres mágicos? —preguntó.

Magnus se sentó de nuevo y miró de reojo a sus compañeros subterráneos, pero Lily sonreía petulante y Luke estaba mirando fijamente la mesa. Todo el mundo sabía que su hermana había sido la primera Oscurecida por Sebastian Morgenstern, que muchos lobos del Praetor habían sido sus amigos, incluido Jordan Kyle… Sin embargo, había duda en su rostro…

—Luke —dijo Magnus en voz baja pero que, de algún modo, resonó en toda la sala—. Por favor.

La duda se desvaneció. Luke negó con la cabeza tristemente.

—No me pidas lo que no puedo dar —dijo—. Todo el Praetor fue masacrado, Magnus. Como representante de los licántropos, no puedo hablar contra lo que ellos quieren. Si lo hiciera, se volverían contra la Clave, y no conseguiríamos nada con ello.

—Entonces, ya está —repuso Jia—. Habla, Kaelie Whitewillow. ¿Aceptaréis los términos, o habrá guerra entre nosotros?

La muchacha hada agachó la cabeza.

—Aceptamos los términos.

La asamblea estalló en aplausos. Solo unos pocos no aplaudieron: Magnus, la fila de los Blackthorn, la de los Lightwood y la propia Emma. Estaba demasiado ocupada observando a Kaelie sentarse de nuevo. Podría haber inclinado la cabeza, sumisa, pero su expresión era de una intensa ira.

—Así sea —concluyó Jia, claramente complacida—. Ahora pasemos al tema de los…

—Esperad. —Un delgado cazador de sombras con cabello negro se había puesto en pie. Emma no lo reconoció. Podría haber sido cualquiera. ¿Un Cartwright? ¿Un Pontmercy?—. Queda el asunto de Mark y Helen Blackthorn.

Helen cerró los ojos. Parecía alguien que había estado esperando tanto una sentencia de culpabilidad en un juicio como el indulto, y ese era el momento en que la sentencia se había dictado.

Jia se detuvo, con la pluma en la mano.

—¿Qué quieres decir, Balogh?

Balogh se irguió con petulancia.

—Ya se ha hablado de que las fuerzas de Morgenstern penetraron en el Instituto de Los Ángeles con mucha facilidad. Tanto Mark como Helen Blackthorn tienen sangre de hada. Sabemos que el chico ya se ha unido a la Cacería Salvaje, así que está más allá de nuestro alcance, pero la chica no debería estar entre los cazadores de sombras. No es decente.

Aline se puso en pie al instante.

—¡Eso es ridículo! —estalló—. Helen es una cazadora de sombras, ¡siempre lo ha sido! Tiene sangre del Ángel en las venas, ¡no puedes darle la espalda a eso!

—Y sangre de hadas —repuso Balogh—. Puede mentir. Ya hemos sido engañados por uno de los suyos, para nuestra desgracia. Yo digo que le saquemos las Marcas…

Luke dejó caer la mano sobre la mesa con una fuerte palmada. Magnus estaba encorvado hacia adelante y se cubría el rostro con sus largos dedos.

—La chica no ha hecho nada —dijo Luke—. No podéis castigarla por un accidente de nacimiento.

—Accidentes de nacimiento son lo que nos hace ser lo que somos —replicó Balogh, obstinado—. No puedes negar que tiene sangre de hada. No puedes negar que puede mentir. Si vuelve a haber una guerra, ¿de qué lado estará su lealtad?

Helen se puso en pie.

—Donde ha estado todo este tiempo —replicó—. He luchado en el Burren, y en la Ciudadela, y en Alacante, para proteger a mi familia y proteger a los nefilim. Nunca he dado ningún motivo para dudar de mi lealtad.

—Esto es lo que pasa —dijo Magnus, levantando el rostro—. ¿No veis que así es como empieza de nuevo?

—Helen tiene razón —asintió Jia—. No ha hecho nada malo.

Otro cazador de sombras se puso en pie, una mujer con cabello negro recogido en lo alto de la cabeza.

—Disculpa, Cónsul, pero no eres objetiva —manifestó—. Todos conocemos la relación de tu hija con la chica hada. No deberías tomar parte en esta discusión.

—A Helen Blackthorn se la necesita, señora Sedgewick —dijo Diana Wrayburn, puesta en pie. Parecía indignada. Emma la recordó en la Sala de los Acuerdos, el modo en que había tratado de llegar hasta ella, de ayudarla—. Sus padres han sido asesinados, y tiene cinco hermanos pequeños a los que cuidar.

—No se la necesita —repicó Sedgewick—. Vamos a reabrir la Academia. Los niños pueden ir allí, o pueden dividirse entre varios Institutos…

—No —susurró Julian. Apretaba los puños sobre las rodillas.

—¡Absolutamente no! —gritó Helen—. Jia, debes…

Jia la miró a los ojos y asintió, lenta y con cierta renuencia.

—Arthur Blackthorn —llamó—. Por favor, ponte en pie.

Emma notó que Julian, junto a ella, se quedaba helado de la impresión cuando un hombre al otro lado de la sala, escondido entre la gente, se puso en pie. Era una versión más delgada, pálida y baja del padre de Julian, con cabello castaño y los ojos de los Blackthorn medio escondidos tras unas gafas. Se apoyaba pesadamente en un bastón de madera, con una incomodidad que hacía pensar que la herida que lo obligaba a usar el bastón era reciente.

—Quería esperar hasta después de esa reunión para que los niños pudieran conocer a su tío de una manera adecuada —explicó Jia—. Lo llamé inmediatamente al conocer la noticia del ataque al Instituto de Los Ángeles, claro, pero había sido herido en Londres. Ha llegado a Idris esta mañana. —Suspiró—. Arthur Blackthorn, puedes presentarte.

El hombre tenía un rostro ovalado y agradable, y parecía estar terriblemente incómodo bajo la mirada de tanta gente.

—Soy Arthur Blackthorn, el hermano de Andrew Blackthorn —dijo. Tenía acento británico. Emma siempre olvidaba que el padre de Julian era originario de Londres, aunque había perdido el acento muchos años atrás—. Me trasladaré al Instituto de Los Ángeles lo más pronto posible, y me llevaré a mis sobrinos y sobrinas conmigo. Los niños quedarán bajo mi protección.

—¿Ese es tu tío de verdad? —susurró Emma, mirándolo fijamente.

—Sí, es él —contestó Julian con otro susurro, claramente nervioso—. Es que… esperaba… quiero decir que estaba comenzando a pensar que no vendría. Yo… yo preferiría que nos cuidara Helen.

—Bueno, estoy seguro de que todos estamos inmensamente aliviados de que vayas a ocuparte de los niños Blackthorn —dijo Luke—. Helen es una de ellos. ¿Estás diciendo, al asumir la responsabilidad del cuidado de los más jóvenes, que estás de acuerdo con que se le borren las Marcas?

Arthur Blackthorn lo miró horrorizado.

—En absoluto —contestó—. Mi hermano quizá no fuera muy inteligente con sus… aventuras…, pero todos los informes muestran que los hijos de los cazadores de sombras son cazadores de sombras. Como dicen: Ut incepit fidelis sic permanet.

Julian se deslizó en su asiento.

—Más latín —masculló—. Igual que papá.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Emma.

—«Comienza leal y acaba leal», o algo así. —Julian pasó la mirada por la sala. Todos murmuraban y se miraban unos a otros. Jia estaba conferenciando en voz baja con Robert y los representantes de los subterráneos. Helen seguía en pie, pero parecía como si Aline fuera todo lo que la sostenía.

El grupo del estrado se separó, y Robert Lightwood avanzó. Su rostro era tormentoso.

—Para que no haya discusión sobre la posibilidad de que la amistad personal de Jia con Helen Blackthorn pueda influir en su decisión, la Cónsul se ha recusado a sí misma. El resto hemos decidido que, como Helen ya tiene dieciocho años, la edad en la que muchos jóvenes cazadores de sombras son destinados a otros Institutos para aprender, a ella la destinaremos a la isla de Wrangel, para que estudie las salvaguardas.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Balogh inmediatamente.

—Por tiempo indefinido —contestó Robert, y Helen se hundió en su asiento, con Aline a su lado. Su rostro era una máscara de dolor y asombro. La isla de Wrangel era el centro de todas las salvaguardas que protegían el mundo, un puesto de prestigio en muchos sentidos, pero también era una minúscula isla en el helado Ártico, más al norte de Rusia, a miles de kilómetros de Los Ángeles.

—¿Es esto suficiente para vosotros? —preguntó Jia con voz helada—. ¿Señor Balogh? ¿Señora Sedgewick? ¿Debemos someterlo a votación? Todos aquellos a favor de asignar a Helen Blackthorn a un puesto en la isla de Wrangel hasta que se decida su lealtad, decid «sí».

Un coro de «sí» y un otro menor de «no», corrió por la sala. Emma no dijo nada, ni tampoco Jules; ambos eran demasiado jóvenes para votar. Emma le cogió la mano a Julian y se la apretó con fuerza. Tenía los dedos helados. Mostraba el aspecto de alguien que había recibido tantos golpes que ya no quería levantarse. Helen sollozaba suavemente en brazos de Aline.

—Queda la cuestión de Mark Blackthorn —dijo Balogh.

—¿Qué cuestión? —preguntó Robert Lightwood, claramente exasperado—. ¡Al chico lo ha cogido la Cacería Salvaje! Aun suponiendo que fuéramos capaces de negociar su liberación, cosa en absoluto fácil, ¿no sería este un problema del que deberíamos ocuparnos entonces?

—Exactamente —contestó Balogh—. Mientras no negociemos su liberación, el problema se resuelve solo. De todas formas, es muy posible que el chico esté mejor con los de su especie.

El rostro redondo de Arthur Blackthorn palideció.

—No —dijo—. Mi hermano no habría querido eso. Habría querido que el chico estuviera en casa con su familia. —Hizo un gesto hacia Emma, Julian y el resto—. Ya les han arrebatado mucho. ¿Cómo podemos arrebatarles más?

—Estamos protegiéndolos —soltó Sedgewick—. De un hermano y una hermana que acabarán traicionándolos cuando pase el tiempo y se den cuenta de que su auténtica lealtad es hacia la corte. Todos los que estén a favor de abandonar permanentemente la búsqueda de Mark Blackthorn que digan «sí».

Emma cogió a Julian cuando este se encogió en su silla, Y se aproximó torpemente a su lado. Julian tenía todos los músculos rígidos y duros como el hierro, como si estuviera preparándose para una caída o un golpe. Helen se inclinó hacia él, susurrándole, con el rostro anegado de lágrimas. Cuando Aline pasó la mano por detrás de Helen para acariciar a Jules en la cabeza, Emma vio el anillo Blackthorn destellándole en el dedo. Mientras el coro de «sí» recorría la sala como una terrible sinfonía, el brillo hizo pensar a Emma en el resplandor de una señal de socorro en medio del mar, donde nadie podía verla, donde a nadie le importaba.

Si eso era la paz y la victoria, pensó Emma, quizá, a fin de cuentas, la guerra fuera mucho mejor.

Jace se dejó caer del lomo del caballo y alzó la mano para ayudar a bajar a Clary.

—Ya hemos llegado —dijo, y se volvió de cara al lago.

Se hallaban en una estrecha playa de rocas en el borde oriental del lago Lyn. No era la misma playa en la que Valentine había invocado al ángel Raziel, ni la misma en la que Jace había perdido la vida y la había vuelto a recuperar, pero Clary no había estado en un lago desde aquella vez, y verlo le provocó un intenso estremecimiento.

Era un lugar hermoso, de eso no había duda. El lago se perdía en la distancia, teñido con el color del cielo invernal, dibujado en plata, la superficie pulida y ondeada de modo que parecía un trozo de papel de metal ondulándose bajo el viento. Las blancas nubes estaban altas, y las colinas de alrededor parecían desnudas.

Clary avanzó hasta el borde del agua. Había pensado que su madre iba a ir con ella, pero en el último momento Jocelyn le dijo que no, aduciendo que hacía mucho tiempo que se había despedido de su hijo y que era el momento de que lo hiciera Clary. La Clave había quemado el cuerpo a petición de Clary. La incineración de un cadáver era un honor, y a los que morían en desgracia se los enterraba en un cruce de caminos, enteros y sin quemar, como había sido el caso de la madre de Jace. La incineración había sido más que un favor, pensaba Clary, había sido una manera infalible de que la Clave no dudara de que estaba muerto. Pero las cenizas de Jonathan jamás descansarían en la morada de los Hermanos Silenciosos. Nunca formarían parte de la Ciudad de Hueso, nunca sería un alma entre las almas de los nefilim.

No descansaría entre aquellos a los que había hecho asesinar, y eso, pensaba Clary, era justo. Los Oscurecidos habían sido incinerados y sus cenizas enterradas en un cruce de caminos cerca de Brocelind. Allí se elevaría un monumento, una necrópolis para recordar a aquellos que en un tiempo fueron cazadores de sombras, pero no habría ningún monumento para recordar a Jonathan Morgenstern, a quien nadie quería recordar. Incluso Clary deseaba poder olvidar, pero nada era tan fácil.

El agua del lago era clara, con un ligero resplandor irisado, como una mancha de aceite. Lamió la punta de las botas de Clary cuando esta abrió la caja de plata que llevaba entre las manos. Dentro estaban las cenizas, un polvo gris salpicado de trocitos de hueso carbonizado. Entre las cenizas reposaba el anillo Morgenstern, brillante y plateado. Se lo habían colgado a Jonathan de una cadena al cuello al incinerarlo, y permanecía intacto, no afectado por el fuego.

—Nunca he tenido un hermano —dijo Clary—. No de verdad.

Notó que Jace le ponía la mano en la espalda, entre los omoplatos.

—Sí lo has tenido —repuso—. Tenías a Simon. Él era tu hermano en todos los sentidos que importan. Creció contigo, te defendió, luchó contigo y por ti, se ocupó de ti toda tu vida. Era el hermano que elegiste. Incluso si ahora se ha… ido, nada ni nadie te puede arrebatar eso.

Clary respiró hondo y tiró la caja tan lejos como pudo. Voló a bastante distancia sobre el agua irisada, con las oscuras cenizas dejando una estela tras ella como el chorro de un avión a reacción, y el anillo cayó con ellas, dando vueltas y vueltas, y enviando destellos plateados mientras caía y caía y desaparecía bajo las aguas.

Ave atque vale —dijo Clary, y recitó todo el verso del antiguo poema—: Ave atque vale in perpetuum, frater. «Salve y adiós para siempre, hermano mío».

El viento del lago era frío. Lo notó en las mejillas heladas, y solo entonces se dio cuenta de que había estado llorando, y que el frío en la cara era por las lágrimas. Se había preguntado, desde que descubrió que Jonathan estaba vivo, por qué su madre había llorado cada uno de sus cumpleaños. ¿Por qué llorar, si lo odiaba? Pero ahora lo entendía. Su madre había llorado por el hijo que nunca tendría, por todos los sueños construidos al ir a tener un hijo, por sus fantasías de cómo sería ese chico. Y había llorado por el amargo destino que destruyó a ese niño antes incluso de haber nacido. E igual que Jocelyn había hecho durante todos esos años, Clary se quedó ante el Espejo Mortal y lloró por el hermano que jamás tendría, por el chico que nunca había tenido una oportunidad de vivir. Y lloró también por los otros perdidos en la Guerra Oscura, y lloró por su madre y por la pérdida que había sufrido, y lloró por Emma y los Blackthorn, recordando cómo contuvieron las lágrimas cuando les explicó que había visto a Mark en los túneles de las hadas, y cómo ahora pertenecía a la Cacería, y lloró por Simon y por el agujero que le había dejado su ausencia en el corazón y porque iba a echarlo de menos todos los días hasta su muerte, y lloró por sí misma y por el destino que le había tocado, porque, a veces, incluso un cambio para mejor era como una pequeña muerte.

Jace permaneció a su lado mientras ella lloraba, y le cogió la mano en silencio, hasta que las cenizas de Jonathan se hundieron bajo el agua sin dejar ni rastro.

—No escuches —dijo Julian.

Emma lo miró mal. Vale, sí que oía las fuertes voces a través de la gruesa madera de la puerta de la oficina de la Cónsul, que solo estaba abierta una rendija. Y quizá sí que se había inclinado hacia la puerta atraída por esas voces, que casi podía entender pero no del todo. ¿Y? ¿No era mejor saber las cosas que no saberlas?

«¿Y qué?», articuló sin sonido a Julian, que la miró con una ceja alzada. A Julian no le gustaban demasiado las reglas, pero las obedecía. Emma pensaba que las reglas estaban para romperlas, o al menos para doblarlas un poco.

Además, estaba aburrida. Uno de los miembros del Consejo los había llevado hasta la puerta y los había dejado allí, al final del largo pasillo que casi ocupaba toda la longitud del Gard. Había tapices colgando en la entrada del despacho, deshilachados por el paso del tiempo. La mayoría de ellos mostraban pasajes de la historia de los cazadores de sombras: el Ángel alzándose del lago con los Instrumentos Mortales, el Ángel entregando el Libro Gris a Jonathan Cazador de Sombras, los Primeros Acuerdos, la batalla de Shanghai, el Consejo de Buenos Aires. Había también otro tapiz, pero este parecía nuevo y recién colgado. Mostraba al Ángel alzándose en el lago, esta vez sin los Instrumentos Mortales. Un hombre rubio estaba de pie a la orilla del lago, y cerca de él, casi invisible, una chica menuda con cabello rojo sujetaba una estela…

—Algún día habrá un tapiz sobre ti —dijo Jules.

Emma lo miró.

—Tienes que hacer algo muy importante para que hagan un tapiz sobre ti. Como ganar una guerra.

—Tú podrías ganar una guerra —afirmó él con toda seguridad. Emma notó un tironcito en el corazón. Cuando Julian la miraba de esa manera, como si fuera brillante e increíble, el dolor en el corazón por la ausencia de sus padres disminuía un poco. Tener a alguien que se preocupara por ti de ese modo tenía algo que te hacía sentir que nunca estabas totalmente sola.

A no ser que decidieran apartarla de Jules, claro. Dejarla en Idris, o en uno de los Institutos en los que tenía parientes lejanos, en Inglaterra, o en China, o en Irán. De repente le entró el pánico, sacó la estela y se dibujó una runa de audio en el brazo antes de apoyar la oreja contra la puerta de madera, sin hacer caso de la mirada enfadada de Julian.

Pudo entender las voces. Primero reconoció la de Jia, y luego, al cabo de un instante, la segunda: la Cónsul estaba hablando con Luke Garroway.

—¿… Zachariah? Ya no es un cazador de sombras en activo —estaba diciendo Jia—. Se ha marchado hoy después de la reunión, diciendo que tenía que atar algunos cabos sueltos, y luego tenía una reunión urgente en Londres a principios de enero, algo a lo que no podía faltar.

Luke murmuró una respuesta que Emma no llegó a oír. No sabía que Zachariah se iba a marchar, y deseó haberle podido agradecer la ayuda que les había prestado la noche de la batalla. Y preguntarle cómo sabía que su segundo nombre era Cordelia.

Se apoyó más en la puerta y oyó a Luke a media frase.

—… debía comunicártelo a ti primero —estaba diciendo—. Tengo pensado renunciar a mi puesto de representante. Maia Roberts ocupará mi lugar.

Jia hizo una exclamación de sorpresa.

—¿No es un poco demasiado joven?

—Es muy capaz —contestó Luke—. Ni siquiera necesita mi respaldo…

—Es verdad —reconoció Jia—. Sin su aviso antes del ataque de Sebastian, habríamos perdido a muchos más cazadores de sombras de los que perdimos.

—Y como de ahora en adelante liderará la manada de Nueva York, tiene más sentido que sea ella la representante y no yo. —Suspiró—. Además, Jia, he perdido a mi hermana. Jocelyn ha perdido a su hijo… otra vez. Y Clary sigue destrozada por lo que ha pasado con Simon. Me gustaría poderle dedicar más tiempo a mi hija.

La voz de Jia sonó disgustada.

—Quizá no debería haberla dejado que intentara llamarlo.

—Tenía que saberlo —repuso Luke—. Es una gran pérdida. Aún tiene que asimilarlo. Tiene que llorarlo. Me gustaría estar ahí para ayudarla. Me gustaría casarme. Me gustaría estar con mi familia. Necesito retirarme.

—Bueno, tienes mi bendición, naturalmente —contestó Jia—. Aunque me habría ido bien tu ayuda para reabrir la Academia. Hemos perdido a muchos. Ha pasado mucho tiempo desde que la muerte se llevó a tantos nefilim. Debemos buscar entre los mundanos, encontrar a los que puedan Ascender, enseñarlos y entrenarlos. Habrá mucho que hacer.

—Y muchos que te ayuden a hacerlo. —El tono de Luke era inflexible.

Jia suspiró.

—Daré la bienvenida a Maia, no temas. Pobre Magnus, rodeado de mujeres.

—Dudo que le importe o se dé cuenta —contestó Luke—. Aunque debería decir que sabes que Magnus tiene razón, Jia. Abandonar la búsqueda de Mark Blackthorn, enviar a Helen Blackthorn a la isla Wrangel… ha sido de una crueldad desmedida.

Hubo un silencio.

—Lo sé —respondió luego Jia en voz baja—. ¿Crees que no sé lo que le he hecho a mi propia hija? Pero dejar que Helen se quedara… Vi el odio en mis cazadores de sombras y tuve miedo por Helen. Miedo por Mark, si llegábamos a encontrarlo.

—Bueno, yo vi la desesperación en los ojos de los niños Blackthorn —replicó Luke.

—Los niños son resistentes.

—Han perdido a su hermano y a su padre, y ahora los dejas para que los críe un tío al que solo han visto unas pocas veces…

—Llegarán a conocerlo; es un buen hombre. Diana Wrayburn ha pedido ser su tutora, también, y estoy tentada a darle el puesto. Se quedó muy impresionada por su valor…

—Pero no es su madre. Mi madre me dejó cuando yo era un niño —explicó Luke—. Se convirtió en una Hermana de Hierro. Cleophas. Nunca la he vuelto a ver. Amatis me crio. No sé lo que habría hecho sin ella. Era… todo lo que tenía.

Emma lanzó una rápida mirada a Julian para ver si lo había oído. Le pareció que no. Jules no estaba mirándola sino que tenía la mirada perdida en el vacío, sus ojos verde azul tan lejanos como el océano al que se parecían. Emma se preguntó si estaba recordando el pasado o temiendo el futuro. Deseó poder hacer retroceder el tiempo, recuperar a sus padres, devolverle a Jules a su padre y a Helen y a Mark, deshacer el daño sufrido.

—Siento lo de Amatis —dijo Jia—. Y me preocupan los niños Blackthorn, créeme. Pero siempre hemos tenido huérfanos; somos nefilim. Lo sabes tan bien como yo. En cuanto a la chica Carstairs, se quedará en Idris. Me preocupa que pueda ser un poco obstinada…

Emma abrió la puerta de un empujón. Esta cedió con más facilidad de lo que se esperaba y ella casi cayó al suelo. Oyó a Jules lanzar un gritito de sorpresa y luego seguirla y agarrarla por el cinturón de los pantalones para equilibrarla.

—¡No! —gritó Emma.

Tanto Jia como Luke se quedaron mirándola sorprendidos: Jia con la boca medio abierta y Luke empezando a sonreír.

—¿Un poco? —dijo mirando a Jia.

—Emma Carstairs —comenzó esta mientras se ponía en pie—. ¿Cómo te atreves…?

—¿Cómo te atreves tú?

Y Emma se quedó totalmente sorprendida de que hubiera sido Julian quien había hablado, sacando fuego por los ojos verde azules. En cinco segundos había pasado de ser un niño preocupado a ser un joven furioso, con el cabello castaño de punta y alborotado, como si también estuviera rabioso.

—¿Cómo te atreves a gritarle a Emma cuando fuiste tú la que lo prometiste? Prometiste que la Clave nunca abandonaría la búsqueda de Mark mientras estuviera vivo… ¡Lo prometiste!

Jia parecía avergonzada.

—Ahora está con la Cacería Salvaje —contestó—. No están vivos ni muertos.

—Así que lo sabías —replicó Julian—. Cuando lo prometiste sabías que tu promesa no significaba nada.

—Significaba salvar Idris —respondió Jia—. Lo siento. Os necesitábamos a los dos, y yo… —Parecía como si se estuviera ahogando con las palabras—. Habría cumplido mi promesa de haber podido. Si hubiera alguna manera… si se pudiera hacer… intentaría que se hiciera.

—Entonces, estás en deuda con nosotros —dijo Emma, y se plantó firmemente ante el escritorio de la Cónsul—. Nos debes una promesa rota. Así que tienes que hacer esto ahora.

—¿Hacer qué? —Jia parecía desconcertada.

—No me trasladaré a Idris. No lo haré. Mi sitio está en Los Ángeles.

Emma notó que Jules se quedaba helado a su espalda.

—Claro que no te van a trasladar a Idris —dijo—. ¿De qué estás hablando?

Emma señaló a Jia con un dedo acusador.

—Ella lo ha dicho.

—Rotundamente no —espetó Julian—. Emma vive en Los Ángeles; es su hogar. Se puede quedar en el Instituto. Eso es lo que hacen los cazadores de sombras. Se supone que el Instituto es un refugio.

—Tu tío será el director del Instituto —repuso Jia—. Es él quien decide.

—¿Y qué es lo que ha dicho? —quiso saber Julian, y detrás de esas pocas palabras había grandes sentimientos. Cuando Julian quería a alguien, lo quería para siempre; cuando odiaba a alguien, lo odiaba para siempre. Emma tenía la sensación de que la cuestión de si iba a odiar a su tío para siempre dependía exactamente de la respuesta en ese momento.

—Ha dicho que la acogería —contestó Jia—. Pero, la verdad, creo que hay un puesto para Emma en la Academia de cazadores de sombras aquí en Idris. Tiene un talento excepcional. Aquí estaría con los mejores instructores, y hay muchos otros estudiantes que han perdido a sus familias y que podrían ayudarla con su dolor…

«Su dolor». De repente, a Emma se le llenó la cabeza de imágenes: las fotos de los cadáveres de sus padres en la playa, cubiertos de marcas. La evidente falta de interés de la Clave por descubrir qué les había ocurrido. Su padre inclinándose para besarla antes de irse hacia el coche en el que esperaba su madre. Sus risas en el viento.

—Yo he perdido familia —dijo Julian con los dientes apretados—. Yo puedo ayudarla.

—Tienes doce años —respondió Jia, como si eso lo explicara todo.

—¡No los tendré siempre! —gritó Julian—. Emma y yo nos conocemos desde siempre. Es como… es como…

—Vamos a ser parabatai —dijo Emma de repente, antes de que Julian pudiera decir que era como su hermana. Por alguna razón, no quería oír eso.

Todos abrieron los ojos sorprendidos, incluso Julian.

—Julian me lo ha pedido y yo le he dicho que sí —continuó Emma—. Tenemos doce años, edad suficiente para tomar esa decisión.

A Luke le brillaron los ojos al mirarla.

—No puedes separar a unos parabatai —recordó—. Va contra la Ley de la Clave.

—Tenemos que poder entrenar juntos —dijo Emma—. Hacer los exámenes juntos, realizar el ritual juntos…

—Sí, sí, ya lo entiendo —repuso Jia—. Muy bien. A tu tío no le importa, Julian, que Emma viva en el Instituto, y la institución de parabatai está por encima de cualquier otra consideración. —Miró a Emma y a Julian, al que le brillaban los ojos. Parecía feliz, realmente feliz, por primera vez en tanto tiempo que Emma casi ni podía recordar la última ocasión en que lo había visto sonreír así—. ¿Estáis seguros? —añadió la Cónsul—. Convertirse en parabatai es un asunto muy serio, nada que se pueda tomar a la ligera. Es un compromiso. Tendréis que cuidar el uno del otro, protegeros mutuamente, preocuparos por el otro más que por vosotros mismos.

—Ya lo hacemos —contestó Julian en un tono de confidencia.

A Emma le costó un momento hablar. Aún veía la imagen de sus padres. En Los Ángeles estaba la respuesta a lo que les había ocurrido. Una respuesta que necesitaba. Si nadie vengaba sus muertes, sería como si nunca hubieran vivido.

Y tampoco era que no quisiera ser la parabatai de Jules. La idea de pasar toda la vida sin separarse de él, la promesa de que nunca estaría sola, acallaba la voz en el fondo de su cabeza que le susurraba: «Espera…».

Asintió con firmeza.

—Absolutamente —dijo al fin—. Estamos absolutamente seguros.

Idris era verde, dorado y rojizo en otoño, cuando Clary estuvo allí por primera vez. Y tenía un desnudo esplendor entrado el invierno, tan cerca de Navidad: las montañas se alzaban en la distancia, coronadas de nieve, y los árboles que flanqueaban el camino que llevaba a Alacante desde el lago estaban desnudos; sus ramas deshojadas formaban intrincados dibujos contra el brillante cielo.

Cabalgaron sin prisa. Wayfarer pisando el camino con ligereza; Clary detrás de Jace, rodeándole el torso con los brazos. De vez en cuando, Jace detenía el caballo para señalarle las mansiones de las familias más ricas de cazadores de sombras, escondidas de la vista cuando las copas de los árboles estaban cargadas de hojas, pero visibles en ese momento. Clary notó que a Jace se le tensaban los hombros cuando pasaron una cuyas piedras cubiertas de hiedra casi se fundían con el bosque que la rodeaba. Era evidente que había sido reconstruida después de arder hasta los cimientos.

—La mansión Blackthorn —dijo él—. Lo que significa que después de esa curva del camino está… —Se calló mientras Wayfarer ascendía una pequeña colina, y luego Jace detuvo al caballo para que pudieran contemplar el lugar donde el camino se dividía en dos. Una dirección llevaba a Alacante, Clary podía ver las torres en la distancia; la otra bajaba hacia un gran edificio de pálida piedra dorada rodeado de un muro bajo—. La mansión Herondale —concluyó Jace.

El viento arreció, helado, y le revolvió el cabello a Jace. Clary se había subido la capucha, pero él llevaba la cabeza y las manos al aire, después de asegurarle que no le gustaba llevar guantes cuando cabalgaba. Le gustaba notar las riendas en las manos.

—¿Quieres ir a echar un vistazo? —preguntó ella.

El aliento le salió como una nubecilla blanca.

—No estoy seguro.

Ella se apretó contra él, temblando.

—¿Te preocupa haberte perdido la reunión del Consejo? —A ella sí, aunque iban a regresar a Nueva York al día siguiente y no había encontrado otro momento para esparcir las cenizas de su hermano en secreto. Había sido Jace quien había sugerido que cogieran el caballo de los establos y fueran al lago Lyn cuando casi todo el mundo en Alacante estaría en la Sala de los Acuerdos. Jace entendía lo que para ella representaba enterrar la idea de su hermano, aunque habría sido muy difícil explicárselo a alguien más.

Jace negó con la cabeza.

—Somos demasiado jóvenes para votar. Además, creo que se las pueden arreglar sin nosotros. —Frunció el ceño—. Tendríamos que allanarla —explicó—. La Cónsul me ha dicho que mientras quiera seguir llamándome Jace Lightwood, no tengo derecho legal a las propiedades de los Herondale. Ni siquiera tengo un anillo Herondale. No existe. Las Hermanas de Hierro tendrán que hacer uno nuevo. De hecho, cuando cumpla los dieciocho, perderé el derecho al nombre por completo.

Clary estaba inmóvil, cogida a su cintura. Había momentos en los que él quería hablar y que le preguntaran, y otros que no; este era uno de los segundos. Ya llegaría a ese punto por sí solo. Clary lo abrazó y respiró con calma hasta que de repente lo notó tensarse bajo sus manos y clavar los talones en los costados de Wayfarer.

El caballo descendió al trote por el camino que llevaba a la mansión. La verja, decorada con un motivo de hierro de pájaros en vuelo, estaba abierta, y el camino llevaba a una placita circular de gravilla en cuyo centro había una fuente de piedra que debía de llevar mucho tiempo seca. Jace dirigió al caballo hasta los amplios escalones que subían a la puerta principal y miró a las oscuras ventanas.

—Aquí fue donde nací yo —dijo—. Aquí fue donde murió mi madre y Valentine me arrancó de su cuerpo. Y Hodge me cogió y me escondió, para que nadie lo supiera. También era invierno.

—Jace… —Clary extendió las manos sobre el pecho del muchacho y notó los latidos de su corazón bajo los dedos.

—Creo que quiero ser un Herondale —dijo él de pronto.

—Entonces, sé un Herondale.

—No quiero traicionar a los Lightwood —repuso Jace—. Son mi familia. Pero me he dado cuenta de que si no adopto el apellido Herondale, desaparecerá conmigo.

—No eres responsable de…

—Lo sé —la interrumpió—. En la caja, la que me dio Amatis, había una carta de mi padre dirigida a mí. La escribió antes de que yo naciera. La he leído unas cuantas veces. Las primeras veces solo lo odié, aunque él decía que me quería. Pero había unas cuantas frases que no podía sacarme de la cabeza. Decía: «Quiero que seas mejor hombre de lo que yo lo he sido. No permitas que nadie te diga quién eres o quién debes ser». —Echó la cabeza hacia atrás, como si pudiera leer su futuro en las espirales de los aleros de la mansión—. Cambiarte el nombre no cambia tu naturaleza. Mira a Jonathan. Llamarse Sebastian no le sirvió para nada al final. Yo quería rechazar el nombre de Herondale porque creía odiar a mi padre, pero no lo odio. Puede que fuera débil y que tomara las decisiones equivocadas, pero lo sabía. No hay razón para que yo lo odie. Y antes de él ha habido generaciones de Herondale; es una familia que ha hecho muchas cosas buenas, y dejar que toda la casa desaparezca solo para vengarme de mi padre sería una tontería.

—Es la primera vez que te oigo mencionar a tu padre de esa manera —dijo Clary—. Normalmente solo te refieres a él como Valentine.

Notó que él suspiraba, y luego le cubrió las manos con las suyas. Tenía los dedos fríos, largos y finos, tan familiares, que ella los habría reconocido en la oscuridad.

—Quizá algún día vivamos aquí —dijo él—. Juntos.

Ella sonrió, sabiendo que él no podía verla, pero incapaz de evitarlo.

—¿Crees que me puedes conquistar con una casa elegante? —le bromeó—. No te des esos aires, Jace. Jace Herondale —añadió, y lo rodeó con los brazos en el frío.

Alec estaba sentado en el borde del tejado, con los pies colgando. Supuso que si cualquiera de sus padres volvía a la casa y miraba hacia arriba, lo vería y le gritaría que bajara, pero dudaba que Maryse o Robert regresaran pronto. Los habían convocado al despacho de la Cónsul después de la reunión y seguramente aún estaban allí. El nuevo tratado con los seres mágicos se acabaría de redactar a lo largo de la semana próxima, en la que ellos permanecerían en Idris mientras que el resto de los Lightwood regresaría a Nueva York y celebrarían el Año Nuevo sin ellos. Técnicamente, Alec dirigiría el Instituto durante esa semana. Le sorprendió descubrir que le hacía ilusión.

Las responsabilidades eran un buen modo de no pensar en otras cosas. Cosas como en el aspecto de Jocelyn al morir su hijo, o el modo en que Clary había tratado de apagar sus silenciosos sollozos contra el suelo cuando se dio cuenta de que habían regresado de Edom, pero sin Simon. La expresión en el rostro de Magnus, cargada de desesperación, al decir el nombre de su padre.

Perder a seres queridos era parte de ser cazador de sombras; era algo que cabía esperar, pero eso no había ayudado a Alec a sentirse mejor cuando vio el rostro de Helen en la Sala del Consejo al ser exilada a la isla de Wrangel.

—No podrías haber hecho nada. No te castigues. —La voz a su espalda era conocida. Alec cerró los ojos, tratando de calmarse antes de responder.

—¿Cómo has subido hasta aquí? —preguntó. Oyó el roce de la ropa mientras Magnus se sentaba junto a él en el borde del tejado. Alec se atrevió a lanzarle una mirada de soslayo. Solo había visto a Magnus dos veces, brevemente, desde que regresaron de Edom: una cuando los Hermanos Silenciosos les habían levantado la cuarentena, y otra ese mismo día, en la Sala del Consejo. Ninguna de esas veces habían podido hablar. Alec lo miró con un anhelo que supuso que no disimulaba muy bien. Magnus ya había recuperado su saludable color habitual después del aspecto exhausto que mostraba en Edom. Los hematomas también habían desaparecido, y volvía a tener los ojos brillantes, que le destellaban bajo el cielo del ocaso.

Alec recordó haber abrazado a Magnus en el reino demoníaco, después de encontrarlo encadenado, y se preguntó por qué las cosas eran siempre mucho más fáciles cuando creías que estabas a punto de morir.

—Debería haber dicho algo —dijo Alec—. Voté en contra de enviarla allí.

—Lo sé —repuso Magnus—. Tú y unos diez más. Fue aplastantemente a favor. —Negó con la cabeza—. La gente se asusta, y lo pagan con cualquiera que creen que es diferente. Es el mismo círculo que he visto miles de veces.

—Hace que me sienta tan inútil…

—Eres cualquier cosa menos inútil. —Magnus echó la cabeza hacia atrás, y recorrió el cielo con los ojos mientras las estrellas comenzaban a aparecer, una a una—. Me salvaste la vida.

—¿En Edom? —preguntó Alec—. Ayudé un poco, pero la verdad… tú te salvaste solo.

—No solo en Edom —replicó Magnus—. Era… Tengo casi cuatrocientos años, Alexander. Los brujos, cuando se hacen viejos, comienzan a calcificarse. Dejan de ser capaces de sentir, de querer, de excitarse o sorprenderse. Siempre me había dicho que eso nunca me pasaría a mí. Que intentaría ser mejor que Peter Pan, no hacerme nunca viejo, mantener siempre la capacidad de maravillarme. Pero durante los últimos veinte años he sentido que me estaba comenzando a pasar. No ha habido nadie antes de ti durante mucho tiempo. Nadie a quien amara. Nadie que me sorprendiera o que me dejara sin aliento. Hasta que entraste en aquella fiesta, estaba comenzando a pensar que nunca volvería a sentir nada con intensidad.

Alec contuvo el aliento y se miró las manos.

—¿Qué estás diciendo? —Le temblaba la voz—. ¿Qué quieres, que volvamos juntos?

—Si tú quieres —contestó Magnus, y sonó inseguro, lo suficiente para que Alec lo mirara sorprendido. Magnus parecía muy joven, sus ojos grandes de color verde dorado, el cabello decorándole las sienes con toques de negro—. Si tú…

Alec se quedó sentado, inmóvil. Durante semanas había estado soñando despierto que Magnus le decía esas palabras, y ahora se las había dicho, y no se sentía como pensó que se iba a sentir. No estallaban fuegos artificiales en su pecho. Se sentía vacío y frío.

—No lo sé —contestó.

La luz murió en los ojos de Magnus.

—Bueno, entiendo que tú… No fui muy amable contigo.

—No —replicó Alec secamente—. No lo fuiste, pero supongo que es muy difícil romper con alguien de otro modo. La cuestión es que lamento lo que hice. Me equivoqué. Me equivoqué terriblemente. Pero la razón por la que lo hice no va a cambiar. No puedo seguir con mi vida sintiendo que no te conozco en absoluto. Tú siempre dices que el pasado es pasado, pero el pasado te ha hecho quien eres. Quiero saber de tu vida. Y si no estás dispuesto a contármela, entonces no debería estar contigo. Porque me conozco, y nunca conseguiré que no me importe. Así que no deberíamos volver a pasar por eso otra vez.

Magnus dobló las rodillas hasta el pecho. En el creciente ocaso, se lo veía desgarbado contra las sombras, todo piernas, brazos y delgados dedos relucientes de anillos.

—Te amo —dijo en voz baja.

—No… —repuso Alec—. No lo hagas. No es justo. Además… —miró hacia otro lado— dudo que yo haya sido el primero que te rompe el corazón.

—Me han roto el corazón más veces de las que se ha infringido la Ley de la Clave que dice que los cazadores de sombras no deben tener romances con los subterráneos —bromeó Magnus, pero su voz sonaba tensa—. Alec… tienes razón.

Alec lo miró de reojo. No creía haber visto nunca tan vulnerable al brujo.

—No es justo para ti —continuó Magnus—. Siempre me he dicho que iba a estar abierto a nuevas experiencias, y cuando comencé a… endurecerme… me quedé parado. Pensé que lo había hecho todo bien, que no había cerrado mi corazón. Y luego pensé en lo que me dijiste, y me di cuenta de que estaba comenzando a morirme por dentro. Si nunca cuentas a nadie la verdad sobre ti, finalmente comienzas a olvidarla. El amor, el desengaño, la alegría, el desespero, lo que hice bueno, las cosas vergonzosas que he hecho… si me lo guardaba todo dentro, mis recuerdos comenzarían a desaparecer. Y luego, yo desaparecería.

—Yo… —Alec no sabía qué decir.

—Después de que rompiéramos, he tenido mucho tiempo para pensar —prosiguió Magnus—. Y he escrito esto. —Sacó una libreta del bolsillo interior de la chaqueta; una libreta corriente de espiral con rayas en el papel, y cuando el viento la abrió, Alec vio que las páginas estaban cubiertas de una escritura fina e inclinada. La letra de Magnus—. He escrito mi vida.

Alec abrió los ojos, sorprendido.

—¿Toda tu vida?

—No toda —respondió Magnus con cautela—. Pero algunos de los incidentes que me han hecho ser como soy. Cómo conocí a Raphael cuando él era muy joven —explicó Magnus, y su voz era triste—. Cómo me enamoré de Camille. La historia del hotel Dumort, aunque Catarina tuvo que ayudarme con eso. Algunos de mis primeros amores y algunos de los últimos. Nombres que quizá conozcas… Herondale…

—Will Herondale —dijo Alec—. Camille lo mencionó. —Cogió la libreta. Las delgadas páginas parecían tener pequeños bultos, como si Magnus hubiera apretado mucho la pluma sobre el papel al escribir—. ¿Estuviste… con él?

Magnus rio y negó con la cabeza.

—No…, aunque hay un montón de Herondale en estas páginas. El hijo de Will, James Herondale, fue remarcable, y también su hermana Lucie, pero tengo que decir que Stephen Herondale me hizo alejarme de esa familia hasta que llegó Jace. Ese tipo era un borde. —Notó que Alec lo miraba, y añadió rápidamente—: Ningún Herondale. En realidad, ningún cazador de sombras.

—¿Ningún cazador de sombras?

—Ninguno en mi corazón como estás tú —contestó Magnus. Le dio unos toquecitos a la libreta—. Considera esto la primera entrega de todo lo que quiero contarte. No estaba seguro, pero esperaba… si tú querías estar conmigo como yo quiero estar contigo, que tomaras esto como prueba. Prueba de que estoy dispuesto a darte algo que jamás he dado a nadie: mi pasado, la verdad sobre mí. Quiero compartir mi vida contigo, y eso significa hoy, el futuro, y todo mi pasado, si lo quieres. Si me quieres.

Alec miró la libreta. Había algo escrito en la primera página, una inscripción que empezaba: «Querido Alec…».

Podía ver el camino ante sí con toda claridad. Podía devolverle la libreta y alejarse de Magnus, encontrar a otro, a algún cazador de sombras a quien amar, con quien estar, con quien compartir la camaradería de noches y días predecibles, la poesía diaria de la vida común.

O podía dar un paso hacia la nada y elegir a Magnus, la poesía mucho más extraña de él, su genialidad y su furia, sus malos humores y sus alegrías, las extraordinarias habilidades de su magia y la magia no mucho menos arrebatadora de su extraordinaria forma de amar.

No tenía mucho que pensar. Alec respiró hondo y tomó una decisión.

—Muy bien —dijo.

Como un rayo, Magnus se volvió hacia él en la oscuridad, todo energía contenida, pómulos y ojos brillantes.

—¿De verdad?

—De verdad —asintió Alec. Le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de Magnus. Un resplandor se iba despertando en el pecho de Alec, donde todo había sido oscuridad. Magnus le puso la mano bajo el mentón y lo besó, su caricia suave: un beso lento y tierno, un beso que prometía más después, cuando ya no estuvieran en un tejado y no pudieran ser vistos por cualquiera que pasara.

—Así que soy tu primer cazador de sombras, ¿eh? —dijo Alec cuando por fin se separaron.

—Eres mi primero en tantas cosas…, Alec Lightwood —contestó Magnus.

El sol se estaba poniendo cuando Jace dejó a Clary en casa de Amatis, la besó y se dirigió por el canal a casa del Inquisidor. Clary lo observó alejarse antes de volverse suspirando; se alegraba de marcharse al día siguiente.

Había cosas de Idris que le encantaban. Alacante era una de las ciudades más bonitas que había visto: en ese momento, sobre las casas veía el sol poniente refulgiendo en los claros tejados de las torres de los demonios. Las filas de casas a lo largo del canal quedaban suavizadas por la sombras, como siluetas de terciopelo. Pero resultaba muy triste estar en casa de Amatis sabiendo, con certeza, que ella nunca volvería.

En el interior, la casa estaba caliente y poco iluminada. Luke estaba sentado en el sofá leyendo un libro. Jocelyn se había quedado dormida a su lado, acurrucada con una mantita encima. Luke sonrió a Clary cuando esta entró, y le señaló la cocina, haciendo un gesto extraño que Clary tradujo como una indicación de que había comida, si la quería.

Ella asintió y subió la escalera de puntillas, para no despertar a su madre. Entró en su habitación sacándose el abrigo, y tardó un momento en darse cuenta de que había alguien más.

El dormitorio estaba helado, el aire frío entraba por la ventana medio abierta. En el alféizar estaba sentada Isabelle. Llevaba unas botas altas sobre los vaqueros; el pelo suelto, agitado por la brisa. Miró a Clary cuando esta entró y la recibió con una sonrisa tensa.

Clary fue a la ventana y se sentó junto a Izzy. Había espacio suficiente para las dos, aunque justo; la punta de sus zapatos rozaba la pierna de Izzy. Puso las manos sobre las rodillas y esperó.

—Lo siento —dijo Isabelle finalmente—. Seguramente debería haber entrado por la puerta principal, pero no quería tener que hablar con tus padres.

—¿Ha ido todo bien en la reunión del Consejo? —preguntó Clary—. ¿Ha ocurrido algo…?

Isabelle soltó una breve carcajada.

—Las hadas han aceptado los términos de la Clave.

—Bien, eso es bueno, ¿no?

—Quizá. Magnus parecía creer que no. —Isabelle resopló—. Es que… había cosas feas e irritantes que no cuadraban para nada. No parecía una victoria. Y envían a Helen Blackthorn a la isla de Wrangel, a «estudiar las salvaguardas». Mira tú. Quieren apartarla porque tiene sangre de hada.

—¡Eso es horrible! ¿Y qué pasa con Aline?

—Aline va a ir con ella. Se lo ha dicho a Alec —contestó Isabelle—. Un tío de los Blackthorn ha venido a hacerse cargo de los niños y de la chica, esa a la que le gustáis tú y Jace.

—Se llama Emma —dijo Clary, y empujó la pierna de Isabelle con la bota—. Podrías tratar de recordarlo. Nos ayudó.

—Sí, en estos momentos me cuesta un poco ser agradecida. —Isabelle se pasó las manos por las piernas cubiertas de tela vaquera y respiró hondo—. Sé que las cosas no podrían haber ido de ningún otro modo. Trato de imaginarme una alternativa, pero no se me ocurre nada. Tuvimos que ir tras Sebastian y tuvimos que salir de Edom, o todos habríamos muerto, pero añoro a Simon. Lo echo de menos constantemente, y he venido aquí porque eres la única que lo añora tanto como yo.

Clary se quedó parada. Isabelle estaba jugueteando con la piedra roja que le colgaba del cuello mientras miraba por la ventana con la clase de mirada fija que Clary ya conocía. Era la clase de mirada que decía: «Estoy intentando no llorar».

—Lo sé —repuso Clary—. Yo también lo echo de menos constantemente, solo que de otra manera. Es como si me despertara sin un brazo o una pierna, como si algo de lo que podía estar segura de que siempre estaría ahí, ahora ya no estuviera.

Isabelle seguía mirando por la ventana.

—Cuéntame la llamada —pidió.

—No sé. —Clary vaciló—. Fue mal, Iz. No creo que de verdad quieras…

—Cuéntame —insistió Isabelle con los dientes apretados, y Clary suspiró y asintió.

No era que no lo recordara, porque cada segundo de lo que había pasado se le había quedado grabado a fuego en la memoria.

Había sido tres días después de regresar, tres días en los que todos habían estado en cuarentena. Ningún cazador de sombras había sobrevivido a un viaje a una dimensión demoníaca, y los Hermanos Silenciosos querían estar totalmente seguros de que no había nada de magia negra en ellos. Habían sido tres días de Clary gritando a los Hermanos Silenciosos que quería su estela, que quería un Portal, que quería ver a Simon, que quería que alguien fuera a verlo y se asegurara de que estaba bien. No había visto a Isabelle ni a ninguno de los otros durante esos tres días, ni siquiera a su madre o a Luke, pero ellos también debían de haber gritado lo suyo, porque en el momento en que los Hermanos le habían dado el alta, un guardia había aparecido y la había conducido al despacho de la Cónsul.

Dentro, en el Gard, en lo alto de la colina, estaba el único teléfono que funcionaba en Alacante.

El brujo Ragnor Fell lo había encantado para que funcionara en algún momento del cambio de siglo, un poco antes del desarrollo de los mensajes de fuego. Había sobrevivido a varios intentos de retirada basados en la teoría de que podría interferir con las salvaguardas, aunque nunca había habido ningún indicio de que eso ocurriera.

La única persona en el despacho era Jia Penhallow, y le hizo un gesto a Clary para que se sentara.

—Magnus Bane me ha informado de lo que ha pasado con tu amigo Simon Lewis en los reinos demoníacos —dijo—. Quiero decirte que lamento tu pérdida.

—No está muerto —masculló Clary, apretando los dientes—. Al menos se supone que no. ¿Se ha molestado alguien en comprobarlo? ¿Ha verificado alguien si Simon está bien?

—Sí —contestó Jia, bastante inesperadamente—. Está bien. Vive en su casa con su madre y su hermana. Parece estar perfectamente. Ya no es un vampiro, claro, sino un simple mundano que lleva una vida muy corriente. Por las observaciones realizadas, parece que no tiene ningún recuerdo del Mundo de las Sombras.

Clary se encogió, y luego irguió los hombros.

—Quiero hablar con él.

Jia apretó los labios.

—Ya conoces la Ley. No puedes hablarle a un mundano del Mundo de las Sombras a no ser que corra peligro. No puedes revelar la verdad, Clary. Magnus me contó que el demonio que os liberó dijo lo mismo.

«El demonio que os liberó». Así que Magnus no mencionó que había sido su padre, aunque Clary no podía culparlo por ello. Ella tampoco revelaría su secreto.

—No le diré nada a Simon, ¿vale? Solo quiero oír su voz. Necesito saber que está bien.

Jia suspiró y le pasó el teléfono. Clary lo cogió mientras se preguntaba qué había que marcar para llamar fuera de Idris… Y ¿cómo pagarían las facturas del teléfono? Luego decidió que a la porra, que iba a marcar como si estuviera en Brooklyn. Si eso no funcionaba, ya pediría ayuda.

Se sorprendió al oír sonar el teléfono. Lo cogieron casi inmediatamente, y la voz de la madre de Simon contestó.

—¿Hola?

—Hola. —El auricular casi se le cayó a Clary de las manos. Tenía la palma húmeda de sudor—. ¿Está Simon?

—¿Qué? Oh, sí, está en su habitación —contestó Elaine—. ¿Quién le digo que llama?

Clary cerró los ojos.

—Clary.

Hubo un corto silencio.

—Perdona, ¿quién? —dijo luego Elaine.

—Clary Fray. —Notó el amargo sabor del metal en la garganta—. Vo… voy al Saint Xavier. Es por los deberes de literatura.

—¡Oh! Bueno, muy bien —repuso Elaine—. Voy a buscarlo. —Dejó el teléfono, y Clary esperó, esperó a que la mujer que había echado a Simon de casa y lo había llamado monstruo, que lo había dejado de rodillas vomitando sangre en la alcantarilla, fuera a ver si él quería coger una llamada, como un adolescente normal.

«No fue culpa de ella. Fue la Marca de Caín, que actuó sobre ella sin que lo supiera, que convirtió a Simon en un vagabundo, apartándolo de su familia», se dijo Clary, pero eso no contuvo el fuego de la rabia y la ansiedad que le corría por las venas. Oyó los pasos de Elaine al alejarse, el murmullo de voces, más pasos…

—¿Hola? —Era la voz de Simon, y Clary casi dejó caer el teléfono. El corazón se le iba a romper en pedazos. Podía imaginárselo con tanta claridad, delgado y con el cabello castaño, apoyado contra la mesa en el estrecho pasillo justo al otro lado de la puerta de entrada de los Lewis.

—Simon —dijo ella—. Simon, soy yo. Clary.

Cada palabra era como un pinchazo en la piel.

—Vamos a literatura juntos —explicó ella, y en cierto modo era verdad; habían ido juntos a la mayoría de las clases cuando Clary aún acudía a un colegio mundano—. Con el señor Price.

—Oh, vale. —No sonaba antipático, sino bastante alegre, aunque confuso—. Lo siento mucho. Tengo un bloqueo mental para los nombres y los rostros. ¿Qué pasa? Mi madre ha dicho que era algo sobre los deberes, pero creo que esta noche no tenemos deberes.

—¿Puedo preguntarte algo? —pidió Clary.

—¿Sobre Historia de dos ciudades? —Parecía divertido—. Mira, la verdad es que aún no lo he leído. Me gustan las cosas más modernas. Catch-22, El guardián entre el centeno, cualquier cosa que sea un poco más rompedora, supongo. —Clary pensó que estaba flirteando un poco. Debía de haber pensado que ella lo llamaba de repente porque le gustaba. Alguna chica del instituto de la que ni siquiera sabía el nombre.

—¿Quién es tu mejor amigo? —preguntó ella—. Tu mejor amigo del mundo entero.

Hubo un momento de silencio, y luego Simon se echó a reír.

—Debí haberme imaginado que esto era por Eric —contestó él—. Bueno, si querías su número de teléfono se lo podrías haber pedido a él…

Clary colgó el teléfono y se quedó sentada mirándolo como si fuera una serpiente venenosa. Oyó la voz de Jia que le preguntaba si estaba bien, que le preguntaba qué había sucedido, pero Clary no contestó, solo apretó la mandíbula, totalmente decidida a no llorar delante de la Cónsul.

—¿No crees que quizá solo estuviera fingiendo? —le preguntó Isabelle en ese momento—. ¿Fingiendo que no sabía quién eres, ya sabes, porque podría ser peligroso?

Clary vaciló. La voz de Simon había sonado tan despreocupada, tan banal, tan completamente corriente. Nadie podía fingir eso.

—Estoy completamente segura —contestó—. No se acuerda de nosotros. No puede.

Izzy volvió a mirar por la ventana, y Clary vio claramente las lágrimas en sus ojos.

—Quiero decirte algo —comenzó Isabelle—. Y no quiero que me odies.

—No podría odiarte —le aseguró Clary—. Es imposible.

—Es casi peor que si estuviera muerto. Si estuviera muerto, podría llorarlo, pero no sé qué pensar. Está a salvo, está vivo, debería estar agradecida. Ya no es un vampiro, y él odiaba ser un vampiro. Debería alegrarme. Pero no me alegro. Me dijo que me amaba. Me dijo que me amaba, Clary, y ahora ni siquiera sabe quién soy. Si estuviera delante de él no me reconocería. Da la sensación de que nunca le importé. Nada de eso importó o sucedió. Nunca me amó. —Se secó la cara con rabia—. ¡Odio esto! —exclamó de repente—. Odio esta sensación, como si tuviera a alguien sentado en el pecho.

—¿La de añorar a alguien?

—Sí —contestó Isabelle—. Nunca pensé que lo sentiría por un chico.

—No un chico —corrigió Clary—. Simon. Y sí que te amaba. Y sí que importó. Quizá él no lo recuerde, pero yo sí. El Simon que vive ahora en Brooklyn, ese es el Simon que era hace seis meses. Y eso no es algo terrible. Era maravilloso. Pero cambió cuando lo conociste; se hizo más fuerte, y sufrió, y se volvió diferente. Y ese Simon fue del que te enamoraste y el que se enamoró de ti, y estás sufriendo por su pérdida, porque ese Simon ya no existe. Pero lo puedes mantener un poco vivo al recordarlo. Ambas podemos.

Isabelle profirió un sonido ahogado.

—Odio perder a gente —exclamó, y había un tono salvaje en su voz: la desesperación de alguien que ha perdido demasiado, demasiado joven—. Lo odio.

Clary le cogió la mano a Izzy, su delgada mano derecha, la que tenía la runa de visión sobre los nudillos.

—Lo sé —dijo Clary—. Pero recuerda también la gente que has ganado. Yo te he ganado a ti. Y eso lo agradezco. —Le apretó la mano, con fuerza y por un momento no tuvo respuesta. Luego Isabelle apretó los dedos contra los suyos. Permanecieron en silencio, sentadas en el alféizar, con las manos cogidas entre la escasa distancia que las separaba.

Maia se hallaba sentada en el sofá del apartamento, su apartamento, ahora. Ser la líder de la manada significaba tener un pequeño salario, y había decidido emplearlo para el alquiler, para mantener lo que una vez fue la casa de Jordan y Simon, para evitar que sus cosas fueran a parar a la calle por obra de un propietario enfadado por falta de pago. En algún momento acabaría por revisar sus pertenencias, guardaría lo que pudiera, escogería los recuerdos. Exorcizaría los fantasmas.

Sin embargo, ese día se contentaba con sentarse y mirar lo que le había llegado desde Idris en un pequeño paquete enviado por Jia Penhallow. La Cónsul ni siquiera le había dado las gracias por el aviso que Maia le había hecho llegar, aunque la aceptó sin discusión como la nueva líder permanente de la manada de Nueva York. Su tono fue frío y distante. Envuelto en la carta había un sello de bronce, el sello del director del Praetor Lupus, el sello con el que la familia Scott siempre firmaba las cartas. Lo habían recuperado en las ruinas de Long Island. Una pequeña nota adjunta, con tres palabras escritas en la cuidada caligrafía de Jia, decía:

«Empezad de nuevo».

—Estaréis bien. Te lo prometo.

Probablemente era la enésima vez que Helen había dicho lo mismo, pensó Emma. Seguramente habría sido más efectivo si no sonara como que estaba tratando de convencerse a sí misma.

Helen casi había acabado de preparar el equipaje con las cosas que había llevado a Idris. Tío Arthur (le había dicho a Emma que también lo llamara así) prometió enviarle el resto. Él estaba esperando abajo con Aline para escoltar a Helen al Gard, donde atravesaría un Portal a la isla de Wrangel. Aline la seguiría la semana siguiente, después de los últimos tratados y votaciones en Alacante.

A Emma le sonaba aburrido, complicado y horrible. Lo único que sabía era que lamentaba haber pensado que Helen y Aline eran unas pavas. Helen no le parecía nada pava ahora, solo triste, con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas mientras cerraba la cremallera de su bolsa y deshacía la cama.

Era una cama enorme, en la que podrían caber seis personas. Julian estaba sentado apoyado contra el cabezal a un lado, y Emma estaba en el otro. Podrían haber puesto al resto de la familia entre ellos, pensó Emma, pero Dru, los mellizos y Tavvy estaban dormidos en sus cuartos. Dru y Livvy habían llorado hasta dormirse; Tiberius había aceptado la noticia de la partida de Helen con confundida sorpresa, como si no supiera qué estaba pasando o cómo se suponía que debía responder. Al final le había estrechado la mano y deseado buena suerte con toda solemnidad, como si fuera un colega que partía en un viaje de negocios. Helen se había echado a llorar. «Oh, Ty», gimió ella, y el niño se escabulló rápidamente con expresión horrorizada.

En ese momento, Helen se arrodilló para quedar a la altura de Jules.

—Recuerda lo que te he dicho, ¿de acuerdo?

—Vamos a estar bien —repitió Jules.

Helen le apretó la mano.

—No me gusta nada dejaros —dijo ella—. Me encargaría de vosotros si pudiera. Lo sabes, ¿verdad? Me encargaría del Instituto. Os quiero mucho a todos.

Julian se revolvió como solo un niño de doce años podía hacerlo al oír la palabra «quiero».

—Lo sé —consiguió decir.

—La única razón por la que me voy es porque estoy segura de que estáis en buenas manos —explicó ella, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Te refieres al tío Arthur?

—Me refiero a ti —contestó, y Jules la miró sorprendido—. Sé que es mucho pedir —añadió—, pero también sé que puedo confiar en ti. Sé que puedes ayudar a Dru con sus pesadillas, y cuidar de Livia y Tavvy, y quizá hasta el tío Arthur pueda hacerlo también. Es un hombre bueno. Despistado, pero parece querer intentarlo… —Se le fue apagando la voz—. Pero Ty es… —Suspiró—. Ty es especial. Traduce el mundo de una forma diferente del resto. No todos pueden hablar su idioma, pero tú sí. Cuídalo por mí, ¿vale? Va a ser algo increíble. Solo que tenemos que evitar que la Clave descubra lo especial que es. No les gusta la gente diferente —concluyó, y su tono era amargo.

Julian se había incorporado y parecía preocupado.

—Ty me odia —dijo—. Se pelea conmigo todo el rato.

—Ty te quiere —le aseguró Helen—. Duerme con la abeja que tú le diste. Te observa todo el tiempo. Quiere ser como tú. Pero es… No resulta fácil —concluyó, sin saber cómo explicar lo que quería decir: que Ty tenía envidia del modo en que Julian se movía por el mundo, de la facilidad con que conseguía gustar a la gente, que lo que Julian hacía sin pensar era para Ty como un truco de magia—. A veces no resulta fácil cuando quieres ser como alguien pero no sabes cómo hacerlo.

Un marcado ceño de confusión apareció en la frente de Julian, pero miró a Helen y asintió.

—Cuidaré de Ty —dijo—. Lo prometo.

—Bien. —Helen se puso en pie y le dio un rápido beso a Julian en la coronilla—. Porque es increíble y especial. Todos lo sois. —Sonrió a Emma por encima de la cabeza de Julian—. Y tú también, Emma —dijo, y la voz se le quebró al decir su nombre, como si fuera a llorar. Cerró los ojos, abrazó a Julian una vez más y salió corriendo de la habitación cogiendo la maleta y el abrigo al pasar. Emma la oyó correr escaleras abajo, y luego oyó la puerta principal cerrarse en medio de un murmullo de voces.

Emma miró a Julian. Este estaba sentado muy rígido, con la respiración agitada como si hubiera estado corriendo. Enseguida, ella le cogió la mano y le escribió sobre la palma: «¿Q-U-É-P-A-S-A?».

—Ya has oído a Helen —contestó él en voz baja—. Confía en mí para cuidarlos. Dru, Tavvy, Livvy, Ty. Toda mi familia, básicamente. Voy a ser… Tengo doce años, Emma, y ¡voy a tener cuatro hijos!

Ansiosa, Emma comenzó a escribir: «N-O-V-A-S…».

—No tienes por qué hacer esto —la interrumpió él—. No es como si algún padre pudiera oírnos. —Era raro en Julian decir algo tan sarcástico, y Emma tragó saliva con fuerza.

—Lo sé —contestó esta finalmente—. Pero me gusta tener un lenguaje secreto contigo. Quiero decir, ¿con quién más podemos hablar de todo esto, si no hablamos entre nosotros?

Julian se dejó caer contra el cabezal y se volvió para mirarla.

—La verdad es que no conozco al tío Arthur en absoluto. Solo lo he visto en vacaciones. Sé que Helen dice que ella sí y que es un hombre estupendo y todo eso, pero son mis hermanos. Yo los conozco, él no. —Apretó los puños—. Yo cuidaré de ellos. Me aseguraré de que tengan todo lo que quieran y que nunca les vuelvan a quitar nada.

Emma le cogió el brazo, y esta vez él cedió y entrecerró los ojos mientras ella le escribía en la muñeca con el dedo índice: «Y-O-T-E-A-Y-U-D-A-R-É».

Él le sonrió, pero Emma podía notar la tensión en sus ojos.

—Sé que lo harás —dijo él, y le cubrió la mano con la suya—. ¿Sabes lo último que me dijo Mark antes de que se lo llevaran? —le preguntó, y se recostó aún más en el cabezal. Parecía absolutamente exhausto—. Me dijo: «Quédate con Emma». Así que nos quedaremos juntos. Porque eso es lo que hacen los parabatai.

Emma notó que se quedaba sin aire. Parabatai. Eso eran palabras mayores, para los cazadores de sombras, una de las mayores; incluía una de las emociones más intensas que se pudieran tener, y el compromiso más significativo que se podía establecer con otra persona que no tuviera que ver con el amor romántico o el matrimonio.

Emma habría querido decírselo a Jules cuando regresaron a la casa; habría querido decirle que, de algún modo, cuando había soltado de pronto, en el despacho de la Cónsul, que iban a ser parabatai, había sido por algo más que querer ser su parabatai.

«Díselo —le dijo una vocecita en la cabeza—. Dile que lo has hecho porque necesitabas quedarte en Los Ángeles; dile que lo has hecho porque necesitas averiguar lo que les pasó a tus padres. Porque quieres vengarte».

—Julian —dijo en voz baja, pero él no se movió. Tenía los ojos cerrados, las largas pestañas le rozaban las mejillas. La luz de la luna que entraba por la ventana lo recortaba en blanco y plata. Los huesos del rostro se le comenzaban a afilar, a perder la suavidad de la infancia.

De repente, Emma pudo imaginarse cuál sería su aspecto cuando fuera mayor, más ancho de espaldas y larguirucho, un Julian adulto. Iba a ser apuesto, pensó; tendría a todas las chicas encima, y quizá alguna lo apartaría de ella para siempre, porque Emma sería su parabatai, y eso significaba que nunca podría ser una de esas chicas. Nunca podría amarlo de ese modo.

Jules murmuró y se removió, profundamente dormido. Tenía el brazo estirado, los dedos casi tocaban el hombro de Emma. Llevaba la manga arremangada hasta el codo. Emma estiró la mano y escribió con cuidado en el antebrazo, donde la piel era más pálida y tierna, todavía sin cicatrices.

«L-O-S-I-E-N-T-O-M-U-C-H-O-J-U-L-E-S», escribió, y luego se sentó, conteniendo la respiración, pero él no lo notó y no se despertó.