23

EL BESO DE JUDAS

Las puertas de la Sala reventaron hacia dentro con una explosión de astillas. Añicos de mármol y madera volaron como el hueso destrozado.

Emma se quedó mirando aturdida mientras los guerreros rojos comenzaban a derramarse por la Sala, seguidos de hadas en verde, blanco y plata. Después llegaron los nefilim: cazadores de sombras vestidos de negro desesperados por proteger a sus hijos.

Una ola de guardias se alzó para enfrentarse con los Oscurecidos en la puerta, y fueron segados. Emma los vio caer como a cámara lenta. Sabía que se había puesto en pie, como también había hecho Julian, después de dejar a Tavvy en brazos de Livia. Los dos se colocaron ante los Blackthorn más jóvenes, aunque Emma sabía que era un gesto inútil.

«Así acaba», pensó. Habían huido de los guerreros de Sebastian en Los Ángeles, habían huido a la casa de los Penhallow, y de casa de los Penhallow al Salón, pero ahora estaban atrapados como ratas, y morirían allí, y más les valdría no haber huido nunca.

Fue a empuñar a Cortana, pensando en su padre, en lo que le habría dicho si se rindiera. Los Carstairs no se rendían. Sufrían y sobrevivían, o morían de pie. Al menos, si moría, pensó, volvería a ver a sus padres. Al menos tenía eso.

Los Oscurecidos invadieron la sala; se abrieron paso entre los cazadores de sombras como una guadaña segando el trigo, y fueron hacia el centro de la Sala. Parecían una mancha asesina, pero de repente la visión de Emma se aguzó cuando uno de ellos se apartó del resto y fue directamente hacia los Blackthorn.

Era el padre de Julian.

Su tiempo como sirviente de Sebastian no le había sentado bien. Tenía la piel apagada y gris, el rostro lleno de cortes sangrantes, pero avanzaba con intención, los ojos clavados en sus hijos.

Emma se quedó inmóvil. Julian, a su lado, había visto a su padre. Parecía como hipnotizado por una serpiente. Emma se dio cuenta de que Julian vio cómo obligaban a su padre a beber de la Copa Infernal, pero no lo había visto después de eso, no lo había visto alzar una espada contra su propio hijo, o reírse de la idea de la muerte de su hijo, u obligar a Katerina a arrodillarse para ser torturada y transformada…

—Jules —dijo Emma—. Jules, eso no es tu padre…

Julian abrió mucho los ojos.

—Emma, cuidado…

Emma se volvió y gritó. Un guerrero hada se alzaba sobre ella, cubierto con una armadura plateada. Su cabello no era cabello en absoluto, sino un espeso entramado de ramas espinosas. Tenía la mitad de la cara quemada y con ampollas, donde debía de haber sido rociado con polvo de hierro o sal de roca. Un ojo le bailaba de un lado a otro, blanco y cegado, pero el otro lo tenía clavado en Emma con ansias asesinas. Emma vio a Diana Wrayburn, su oscura melena agitándose cuando se volvió hacia ellos, con la boca abierta en un grito de advertencia. Diana corrió hacia Emma y el hada, pero era imposible que llegara a tiempo: el hada había alzado su espada de bronce con un gruñido salvaje…

Emma se lanzó hacia adelante y le hundió a Cortana en el pecho.

Su sangre era como agua verde. Le roció toda la mano y Emma soltó la espada por la sorpresa. El hada cayó como un árbol, y golpeó el suelo de mármol de la Sala con un fuerte estrépito. Emma saltó hacia adelante para recuperar a Cortana, y oyó gritar a Julian:

—¡Ty!

Se volvió a toda prisa. En medio del caos de la Sala, vio el lugar donde se hallaban los niños Blackthorn. Andrew Blackthorn se había detenido ante sus hijos, con una extraña sonrisita en el rostro, y había tendido una mano.

Y Ty, justo Ty entre todos ellos, el menos confiado, el menos sentimental, avanzaba hacia él, con los ojos fijos en su padre, la mano extendida.

—¿Papá? —dijo.

—¡Ty! —Livia fue a agarrar a su mellizo, pero la mano se le cerró en el aire—. Ty, no…

—No le hagas caso —dijo Andrew Blackthorn, y si hubiera habido alguna duda de que aquel hombre ya no era el padre de Julian, se disipó cuando Emma oyó su voz. No había ningún cariño en ella, solo hielo, y un tonillo salvaje de cruel alegría—. Ven aquí, mi chico, mi Tiberius…

Ty dio otro paso hacia él, y Julian sacó la espada del cinturón y la lanzó. Esta cortó el aire, recta y certera, y Emma recordó, con una extravagante claridad, el último día en el Instituto, y a Katerina enseñándoles a lanzar un arma tan directa y elegante como una poesía. Cómo lanzar un arma para que nunca fallara.

La espada voló sobre Tiberius y se hundió en el pecho de Andrew Blackthorn. Los ojos de este se abrieron de sorpresa, la mano gris trató de agarrar la empuñadura que le sobresalía de la caja torácica, y luego quedó hecho un guiñapo en el suelo. Su sangre corrió por el mármol mientras Tiberius lanzaba un grito, se volvía contra su hermano y lo golpeaba con los puños en el pecho.

—No —jadeó Ty—. ¿Por qué lo has hecho, Jules? Te odio, te odio…

Julian no pareció notarlo. Tenía la mirada clavada en el lugar donde había caído su padre. Los otros Oscurecidos ya estaban avanzando hacia ellos, pisoteando el cuerpo de su camarada caído. Diana Wrayburn se hallaba a cierta distancia: había comenzado a correr hacia los niños y luego se había detenido, con los ojos cargados de pena.

Unas manos agarraron a Tiberius por la camisa y lo apartaron de Julian. Era Livvy, con el rostro muy serio.

—Ty. —Abrazó a su mellizo y le inmovilizó los puños a los costados—. Tiberius, para inmediatamente. —Ty se detuvo, y se derrumbó contra su hermana, y aunque esta era pequeña, soportó el peso de Tiberius—. Ty —repitió con suavidad—. Ha tenido que hacerlo. ¿No lo entiendes? Ha tenido que hacerlo.

Julian se apartó, con el rostro tan blanco como el papel. Retrocedió hasta que chocó contra unos de los pilares de piedra y se deslizó por él, dejándose caer. Los hombros se le estremecían por los silenciosos sollozos.

«Mi hermana. Mi reina».

Clary estaba sentada muy rígida en el trono de marfil y oro. Se sentía como un niño en una silla de adulto: esa cosa había sido construida para alguien enorme, y los pies le colgaban por encima del último escalón. Agarraba con las manos los brazos del trono, pero sus dedos no llegaban ni a acercarse a los tallados extremos pensados para colocar las manos; aunque, como ambos tenían forma de calavera, tampoco tenía ningunas ganas de tocarlos.

Sebastian se paseaba dentro del círculo de runas protectoras. De vez en cuando, se paraba para mirarla y esbozar la clase de sonrisa desinhibida y jubilosa que Clary asociaba con el Sebastian de su visión, con el chico de los inocentes ojos verdes. Sebastian sacó una larga y afilada daga del cinturón mientras ella lo observaba, y se pasó la hoja por la palma de la mano. Echó la cabeza hacia atrás con los ojos entrecerrados mientras tendía la mano. La sangre le corrió por los dedos y salpicó las runas.

Cada una de ellas comenzaba a brillar con un destello creciente cuando la sangre la mojaba. Clary apretó la espalda contra el sólido respaldo del trono. Las runas no pertenecían al Libro Gris; eran desconocidas y extrañas.

La puerta de la sala se abrió y Amatis entró seguida de dos filas de guerreros Oscurecidos. Con rostro inexpresivo se fueron colocando a lo largo de las paredes de la sala, pero Amatis parecía preocupada. Su mirada fue más allá de Jace, que seguía inmóvil en el suelo junto al cuerpo del demonio muerto, y se centró en su amo.

—Lord Sebastian —dijo—. Vuestra madre no está en su celda.

Sebastian frunció el ceño y cerró en un puño la mano ensangrentada. A su alrededor, las runas ya ardían con llamas de un frío color azul.

—Inquietante —dijo—. Los otros deben de haberla liberado.

Clary sintió un rayo de esperanza mezclado con terror. Se obligó a permanecer en silencio, pero notó que Amatis dirigía su mirada hacia ella. No parecía sorprendida de ver a Clary en el trono, más bien al contrario, y curvó los labios en una sonrisa irónica.

—¿Deseáis que envíe al resto del ejército a buscarlos? —preguntó a Sebastian.

—No es necesario. —Miró hacia Clary y sonrió. De repente se oyó un estallido de vidrios, y la ventana junto a ella, la que miraba hacia Alacante, se rajó como una telaraña de líneas laberínticas—. Las fronteras se están cerrando. Yo los traeré hasta mí.

—Los muros se están cerrando —dijo Magnus.

Alec trató de ponerlo más derecho. El brujo se apoyaba pesadamente en él, con la cabeza casi sobre su hombro. Alec no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían. Hacia una eternidad que se había perdido por los retorcidos corredores, pero no tenía ningunas ganas de decírselo a Magnus. Este ya parecía estar pasándolo lo suficientemente mal: respiraba entrecortadamente y el corazón le latía demasiado deprisa. Y además eso.

—Todo va bien —lo tranquilizó Alec, y le pasó el brazo por la cintura—. Solo tenemos que llegar a…

—Alec —insistió Magnus, con una voz sorprendentemente firme—. No estoy alucinando. Los muros se están moviendo.

Alec miró y sintió una oleada de pánico. El aire del pasillo estaba cargado de polvo; las paredes parecían ondear y temblar. El suelo se fue plegando mientras los muros comenzaban a moverse uno hacia el otro y el pasillo se iba estrechando como un compactador de basuras. Magnus resbaló y chocó contra una de las paredes. Lanzó un bufido de dolor. Asustado, Alec lo agarró del brazo y tiró de él hacia sí.

—Sebastian —jadeó Magnus mientras Alec comenzaba a arrastrarlo por el pasillo, alejándose de los muros que se juntaban—. Sebastian lo está haciendo.

Alec lo miró incrédulo.

—¿Cómo puede ser posible? ¡No lo controla todo!

—Podría…, si sellara las fronteras entre las dimensiones. —Magnus inspiró ruidosamente mientras se esforzaba en salir corriendo—. Podría controlar todo este mundo.

Isabelle gritó cuando el suelo se abrió tras ella. Saltó hacia adelante justo a tiempo de evitar caerse en la sima que estaba resquebrajando el pasillo.

—¡Isabelle! —gritó Simon, y la cogió por los hombros.

A veces olvidaba la fuerza que su sangre de vampiro le confería. Alzó a Isabelle con tanto ímpetu que ambos se fueron hacia atrás, e Izzy aterrizó sobre él. En otras circunstancias, Simon podría haber disfrutado de la situación, pero no cuando la torre de piedra estaba comenzando a temblar hasta resquebrajarse a su alrededor.

Isabelle se puso en pie de un salto y tiró de él. Habían perdido a Luke y a Jocelyn en uno de los corredores cuando una pared los había separado, desprendiéndose de la roca carente de mortero como si fueran escamas. Desde ese momento, todo había sido una loca carrera; habían esquivado madera que se astillaba y piedras que caían, a lo que se habían unido las profundas grietas que se abrían en el suelo. Simon estaba luchando contra la desesperación. No podía evitar pensar que eso era el fin, que la fortaleza se les caería encima y que ellos morirían y quedarían enterrados ahí.

—No —dijo Isabelle sin aliento. Tenía la negra melena llena de polvo, y en el rostro una herida, donde una piedra desprendida le había hecho un corte.

—¿No qué? —El suelo se estremeció, y Simon medio se agachó medio cayó hasta otro pasillo que había delante. No podía librarse de la sensación de que, de algún modo, la fortaleza los estaba haciendo ir por donde quería. Su colapso parecía tener un objetivo, como si los estuviera dirigiendo de algún modo…

—No te rindas —jadeó ella, y se lanzó hacia una puerta mientras el corredor a su espalda comenzaba a desaparecer. La puerta se abrió, y Simon y ella entraron tambaleándose en la siguiente sala.

Isabelle lanzó un grito ahogado, que quedó interrumpido rápidamente cuando la puerta se cerró de golpe tras ellos amortiguando el ruido explosivo de la torre derrumbándose. Por un momento, Simon dio gracias de que el suelo bajo sus pies fuera firme y las paredes no se movieran.

Luego se dio cuenta de dónde estaban y su alivio se desvaneció. Se hallaban en una enorme sala semicircular, con un estrado en el extremo curvado cubierto de sombras. En las paredes se alineaban guerreros Oscurecidos en traje de combate rojo, como una fila de dientes escarlata.

La estancia apestaba a alquitrán y fuego, a azufre y al inconfundible olor a sangre de demonio. El cuerpo hinchado de uno de esos seres yacía caído junto a la pared, y cerca de él había otro cuerpo. Simon notó que se le secaba la boca. Jace.

En el interior de un brillante círculo de runas grabadas en el suelo se hallaba Sebastian. Sonrió irónico cuando Isabelle soltó un grito, corrió hacia Jace y se agachó a su lado. Le puso los dedos sobre el cuello, y Simon vio que se le relajaban los hombros de alivio.

—Está vivo —dijo Sebastian en un tono aburrido—. Órdenes de la reina.

Isabelle alzó la mirada. Tenía algunos mechones ensangrentados pegados al rostro. Se la veía feroz y hermosa.

—¿La reina seelie? ¿Desde cuándo le ha importado Jace?

Sebastian soltó una breve carcajada. Parecía estar de muy buen humor.

—No la reina seelie —contestó—. La reina de este reino. Quizá la conozcas.

Con una floritura señaló el estrado al fondo de la estancia, y Simon sintió que se le contraía su muerto corazón. Casi ni había mirado hacia el estrado al entrar en la sala. Pero en ese momento vio que había dos tronos, y en el de la derecha se hallaba sentada Clary.

Su cabello rojo destacaba vívidamente contra el blanco y el dorado, como una bandera de fuego. Tenía el rostro pálido e inmóvil, sin expresión.

Simon dio un involuntario paso adelante, e inmediatamente una docena de guerreros Oscurecidos se interpuso en su camino, con Amatis en el centro. Esta sujetaba una enorme lanza y tenía una aterradora expresión venenosa.

—Quédate donde estás, vampiro —dijo—. No te acercarás a la señora de este reino.

Simon se tambaleó hacia atrás. Vio a Isabelle mirar con incredulidad a Clary, luego a Sebastian y después a él.

—¡Clary! —gritó Simon. Ella no movió ni un músculo, pero el rostro de Sebastian se oscureció como una tormenta.

—No pronunciarás el nombre de mi hermana —siseó—. Creías que te pertenecía a ti; pues ahora me pertenece a mí, y no la compartiré.

—Estás loco —soltó Simon.

—Y tú estás muerto —replicó Sebastian—. ¿Acaso algo de eso importa ahora? —Miró a Simon de arriba abajo—. Querida hermana —comenzó, y alzó la voz lo suficiente como para que se lo oyera en toda la sala—. ¿Estás totalmente segura de que quieres conservar intacto a este?

Antes de que Clary pudiera contestar, la puerta se abrió y entraron Alec y Magnus, seguidos de cerca por Luke y Jocelyn. La puerta se cerró tras ellos, y Sebastian dio unas palmadas. Tenía una mano ensangrentada, y una gota de sangre le cayó a los pies. Crepitó al caer sobre las brillantes runas, como agua sobre una plancha caliente.

—Ahora ya estamos todos —afirmó complacido—. ¡Que empiece la fiesta!

En su vida, Clary había visto muchas cosas maravillosas y hermosas, y también muchas cosas terribles. Pero ninguna tan terrible como la expresión del rostro de su madre cuando Jocelyn miró a su hija, sentada en el trono junto al de Sebastian.

—Mamá —susurró Clary, tan bajo que nadie pudo oírla. Todos la miraban fijamente: Magnus y Alec, Luke y su madre, Simon e Isabelle, que se había sentado para acomodar a Jace en su regazo, su oscura melena cayendo sobre el rostro del muchacho. Era tan malo como Clary se lo había imaginado. Peor. Se había esperado sorpresa y horror; no dolor y traición. Su madre se tambaleó hacia atrás. Luke la rodeó con los brazos para sujetarla, pero su mirada también estaba clavada en Clary, y parecía estar viendo a una desconocida.

—Bienvenidos, ciudadanos de Edom —dijo Sebastian, y la boca se le curvó hacia arriba como un arco al tensarse—. Bienvenidos a vuestro nuevo mundo.

Y diciendo esto salió del círculo ardiente que lo protegía. Luke llevó la mano a su cinturón e Isabelle comenzó a levantarse, pero fue Alec el que se movió más deprisa: una mano en el arco y la otra en el carcaj que llevaba a la espalda, la flecha a punto y volando antes de que Clary pudiera articular un grito para detenerlo.

La flecha fue directa hacia Sebastian y se le hundió en el pecho. Este se tambaleó por el impacto, y Clary oyó un grito ahogado recorrer las filas de cazadores oscuros. Un momento después, Sebastian recuperó el equilibrio, y con una mirada de fastidio se arrancó la flecha del pecho. Estaba manchada de sangre.

—Estúpido —espetó—. No puedes matarme, nada bajo el cielo puede. —Tiró la flecha a los pies de Alec—. ¿Acaso pensabas ser una excepción?

Alec movió los ojos para mirar a Jace. Fue solo un instante, pero Sebastian captó la mirada y sonrió burlón.

—Ah, sí —dijo—. Vuestro héroe con el fuego celestial. Pero ya no tiene, ¿verdad? Lo gastó en el desierto contra un demonio que le envié. —Chasqueó los dedos y una chispa de color azul hielo saltó de ellos y se alzó en la neblina. Por un momento, a Clary le impidió ver a Jace y a Isabelle; un instante después, oyó una tos y un grito ahogado, y los brazos de Isabelle fueron apartándose de Jace mientras este se sentaba y luego se ponía en pie. A la espalda de Clary la ventana seguía rajándose lentamente con un chirrido del cristal. A través de este entraba una amalgama de luz y sombra.

—Bienvenido otra vez, hermano —lo saludó Sebastian con calma, mientras Jace miraba alrededor con un rostro que iba perdiendo rápidamente el color al asimilar la presencia de los guerreros, sus amigos horrorizados a su alrededor y, finalmente, a Clary en su trono—. ¿Te gustaría intentar matarme? Aquí hay muchas armas. Si te apetece tratar de matarme con el fuego celestial, esta es tu oportunidad. —Abrió los brazos—. No me defenderé.

Jace se quedó frente a Sebastian. Eran de la misma altura, casi de la misma constitución, aunque Sebastian era más delgado, más fibroso. Jace estaba sucio y manchado de sangre, el traje roto, el cabello enmarañado. Sebastian vestía de un elegante rojo; incluso su mano ensangrentada parecía intencionada. No llevaba nada en las muñecas. Alrededor de la muñeca izquierda de Jace un brazalete de oro destelló.

—Llevas mi brazalete —observó Sebastian—. «Si no puedo convencer al Cielo, levantaré al Infierno». Adecuado, ¿no crees?

—Jace —siseó Isabelle—. Jace, hazlo. Atraviésalo. Vamos…

Pero Jace negó con la cabeza. Se había llevado la mano al cinturón de armas, pero la bajó lentamente al costado. Isabelle lanzó un grito de desesperación. La expresión en el rostro de Alec era igual de sombría, aunque permaneció en silencio.

Sebastian bajó los brazos y tendió la mano.

—Creo que es el momento de que me devuelvas mi brazalete, hermano. Es el momento de dar al César lo que es del César. Devuélveme mis posesiones, incluida mi hermana. ¿Renuncias a ella para que pase a ser mía?

—¡No! —No fue Jace, sino Jocelyn. Se apartó de Luke y se lanzó hacia adelante, tratando de agarrar a Sebastian—. Me odias, así que mátame. Tortúrame. ¡Haz lo que quieras conmigo, pero deja a Clary en paz!

Sebastian puso los ojos en blanco.

—Ya te estoy torturando.

—Solo es una niña —insistió Jocelyn—. Mi niña, mi hija…

Sebastian tendió la mano de golpe, agarró a Jocelyn por el mentón y casi la levantó del suelo.

—Era tu niña —dijo—. Lilith me dio un reino; tú me diste tu maldición. No eres una madre y te mantendrás lejos de mi hermana. Estás viva gracias a su tolerancia. Todos vosotros lo estáis. ¿Lo entendéis? —Soltó a Jocelyn, que se tambaleó hacia atrás con la huella ensangrentada de la mano de Sebastian marcada en el rostro. Luke la cogió—. Estáis vivos porque Clarissa os quiere vivos. No hay ninguna otra razón.

—Le has dicho que no nos matarías si subía al trono —dijo Jace mientras se soltaba el brazalete de la muñeca. Su voz carecía de inflexión. Todavía no había mirado a Clary a los ojos—. ¿No es cierto?

—No exactamente —contestó Sebastian—. Le he ofrecido algo más… sustancioso que eso.

—El mundo —intervino Magnus. Parecía mantenerse derecho por pura fuerza de voluntad. Su voz parecía gravilla rasgándole el cuello—. Estás sellando las fronteras entre nuestro mundo y esto, ¿verdad? Para eso es ese círculo de runas, no solo por protección sino para poder lanzar el hechizo. Eso es lo que has estado haciendo. Si cierras las salidas, ya no dividirás tus poderes entre dos mundos. Toda tu fuerza se concentrará aquí. Con todo tu poder concentrado en esta dimensión, puede que seas casi invencible.

—Si sella las fronteras, ¿cómo volverá a nuestro mundo? —preguntó Isabelle. Se había puesto en pie. El látigo le brillaba en la muñeca, pero no hizo ningún movimiento para emplearlo.

—No volverá —contestó Magnus—. Ninguno de nosotros volverá. Las puertas entre los mundos se cerrarán para siempre, y nosotros quedaremos atrapados aquí.

—Atrapados —masculló Sebastian—. Qué palabra tan fea. Seréis… invitados. —Sonrió—. Invitados atrapados.

—Eso ha sido lo que le has ofrecido —dijo Magnus, y alzó los ojos hacia Clary—. Le has dicho que si aceptaba gobernar a tu lado aquí, cerrarías las fronteras y dejarías en paz a nuestro mundo. Gobierna en Edom, salva el mundo. ¿Cierto?

—Eres muy perceptivo —soltó Sebastian después de una breve pausa—. Es francamente molesto.

—¡Clary, no! —gritó Jocelyn. Luke tiró de ella hacia atrás, pero Jocelyn solo prestaba atención a su hija—. No hagas esto…

—Tengo que hacerlo —dijo Clary, que habló por primera vez. Su voz se amplificó, y sonó increíblemente fuerte en la sala de piedra. De repente, todos la miraban. Todos menos Jace. Este observaba fijamente el brazalete que tenía entre los dedos.

Clary se irguió.

—Tengo que hacerlo. ¿No lo entendéis? Si no lo hago, los matará a todos. Lo destruirá todo. Millones y millones de personas. Convertirá nuestro mundo en esto. —Hizo un gesto hacia la ventana que daba a las devastadas planicies de Edom—. Vale la pena. Tiene que valerla. Aprenderé a amarlo. No me hará ningún daño.

—Crees que podrás cambiarlo, templarlo, hacerlo mejor, porque eres lo único que le importa —exclamó Jocelyn—. Conozco a los hombres Morgenstern. No funcionará. Lamentarás…

—Nunca has tenido la vida de todo un mundo en tus manos, madre —la interrumpió Clary con infinita ternura y desconsolada tristeza—. No puedes aconsejarme. —Miró a Sebastian—. Elijo lo que él elige. El regalo que me ha dado, lo acepto.

Vio tragar saliva a Jace, que dejó el brazalete en la palma abierta de Sebastian.

—Clary es tuya —dijo, y dio un paso atrás.

Sebastian chasqueó los dedos.

—Ya la habéis oído —dijo—. Todos. Arrodillaos ante vuestra reina.

«¡No!», pensó Clary, pero se obligó a permanecer inmóvil y en silencio. Observó a los Oscurecidos arrodillarse, uno a uno, con la cabeza gacha. La última en hacerlo fue Amatis, que no inclinó la cabeza. Luke miraba a su hermana con cara de espanto. Clary se dio cuenta de que era la primera vez que la veía así, aunque ya se lo hubieran dicho.

Amatis miró hacia atrás a los cazadores de sombras. Su mirada se encontró con la de su hermano por un momento, y esbozó una mueca cruel.

—Obedeced —ordenó—. Arrodillaos u os mataré.

Magnus fue el primero en hacerlo. Clary nunca se lo habría imaginado. Magnus era muy orgulloso, pero también era cierto que su orgullo iba más allá de los gestos vacíos. Dudaba de que a Magnus lo avergonzara arrodillarse cuando para él no significaba nada. Se puso de rodillas con elegancia, y Alec lo imitó; luego Isabelle y Simon, y por último Luke, que tiró de la madre de Clary con él. Jace, con la rubia cabeza inclinada, dobló la rodilla, y Clary oyó estallar en pedazos la ventana que había tras ella. Sonó como su corazón partiéndose.

Los cristales cayeron al suelo. Detrás solo había piedra. Ninguna ventana daba ya a Alacante.

—Ya está. Los caminos entre los mundos están cerrados. —Sebastian no sonreía, pero parecía… incandescente. Como si estuviera ardiendo. El círculo de runas del suelo brillaba con un fuego azul. Sebastian corrió hasta la plataforma, subió los escalones de dos en dos y fue a cogerle las manos a Clary. Esta dejó que la bajara del trono hasta quedar frente a él. Sebastian seguía cogiéndola. Sus manos eran como brazaletes de fuego alrededor de las muñecas de Clary.

—¿Lo aceptas? —preguntó él—. ¿Aceptas tu elección?

—Lo acepto —contestó ella, y se obligó a mirarlo directamente—. Así es.

—Entonces, bésame —dijo él—. Bésame como si me amaras.

Clary notó que se le cerraba el estómago. Se había esperado algo así, pero era como esperarse un tortazo en la cara: nunca se está lo suficientemente preparado. Buscó en sus recuerdos algo que la ayudara; en algún otro mundo, en algún otro tiempo, algún otro hermano le sonreía sentado en la hierba, con los ojos tan verdes como la primavera. Trató de sonreír.

—¿Delante de todos? No creo que…

—Tenemos que demostrárselo —repuso él, y su rosto era tan inamovible como un ángel dictando sentencia—. Que estamos unidos. Demuéstraselo, Clarissa.

Ella se acercó a él. Sebastian se estremeció.

—Por favor —le pidió Clarissa—. Abrázame.

Entonces captó un destello de algo en los ojos de Sebastian, quizá vulnerabilidad, sorpresa ante su petición, antes de notar que la rodeaba con los brazos. La acercó a sí y ella le puso una mano en el hombro. La otra mano se la llevó a la cintura, donde Heosphoros se hallaba en su vaina, colgada del cinturón del traje de combate. Le pasó la mano del hombro a la nuca. Él tenía los ojos muy abiertos, y Clary podía notar cómo le latía el corazón, el pulso en el cuello.

—Ahora, Clary —dijo él, y ella echó la cabeza atrás y le rozó el rostro con los labios. Lo notó estremecerse contra su cuerpo mientras Clary le susurraba, moviendo los labios sobre su mejilla.

—Salud, señor —dijo, y vio que él abría aún más los ojos. En ese momento desenvainó a Heosphoros y la alzó en un brillante arco. Lo alcanzó con la hoja en la caja torácica, la punta en el lugar exacto para atravesarle el corazón.

Sebastian ahogó un grito y se sacudió en sus brazos. Se tambaleó hacia atrás, con la empuñadura de la espada sobresaliéndole del pecho. Por un momento, Clary vio en sus ojos la sorpresa de la traición, el asombro y el dolor, y eso le dolió; le dolió en algún lugar profundo que Clary creía haber enterrado hacía mucho tiempo, un lugar que lloraba por el hermano que podría haber tenido.

—Clary —exclamó Sebastian con aliento entrecortado mientras comenzaba a erguirse, y la mirada de sorpresa inicial comenzaba a ser reemplazada por el estallido de la furia. No había funcionado, pensó ella aterrorizada; no había funcionado, y aunque las fronteras entre los mundos estuvieran selladas, él la tomaría con ella, o con sus amigos, su familia, con Jace—. Pero si ya lo sabes —declaró él, y agarró la empuñadura de la espada—. No se me puede matar, no con ninguna espada hecha bajo el Cielo… —Ahogó un grito y se calló de golpe. Había cogido la empuñadura con la mano, justo por encima de la herida del pecho. No había sangre, pero sí un destello rojo, una chispa… fuego. La herida estaba comenzando a arder—. ¿Qué… es… esto? —preguntó con los dientes apretados.

—«Y le daré la Estrella Matutina» —citó Clary—. No es un arma hecha bajo el Cielo. Es el fuego del Cielo.

Con un grito, Sebastian se arrancó la espada. Echó una mirada incrédula a la empuñadura, con su dibujo de estrellas repujadas, antes de encenderse como un cuchillo serafín. Clary se tambaleó hacia atrás, tropezó en el borde de los escalones del trono y se cubrió parcialmente el rostro con el brazo. Sebastian estaba ardiendo, ardiendo como el pilar de fuego que había guiado a los israelitas. Clary aún podía ver a Sebastian en medio de las llamas, pero estas lo rodeaban, consumiéndolo con su luz blanca, y convirtiéndolo en una oscura silueta carbonizada en medio de un fuego tan brillante que le hería los ojos.

Clary apartó la mirada y escondió el rostro en el brazo. Recordó la noche en que había llegado hasta Jace entre las llamas, y lo había besado y le había dicho que confiara en ella. Y él lo había hecho, incluso cuando se arrodilló ante él y clavó la punta de Heosphoros en la tierra. A su alrededor había dibujado la misma runa una y otra vez con la estela: la runa que había visto una vez, en un momento que ya le parecía mucho tiempo atrás, en un tejado de Manhattan: la empuñadura alada de la espada de un ángel.

Supuso que era un regalo de Ithuriel, que tantos regalos le había hecho. La imagen había permanecido en su memoria hasta que la necesitó. La runa para modelar el fuego del Cielo. Aquella noche, en la llanura demoníaca, las llamas que los rodeaban desaparecieron, absorbidas por Heosphoros, hasta que el metal había ardido, brillado y cantado bajo su tacto con el sonido de coros angélicos. El fuego solo había dejado un amplio círculo de arena fundida, convertida en vidrio, una sustancia que relucía como la superficie del lago con el que tan a menudo soñaba, el helado lago donde Jace y Sebastian habían luchado a muerte en sus pesadillas.

«Esta arma podría matar a Sebastian», recordó haber dicho ella. Jace se mostró más dubitativo, cauteloso. Había tratado de arrebatársela, pero la luz huyó de la espada cuando él la tocó. Solo reaccionaba en la mano de Clary, la que la había creado. Clary estuvo de acuerdo con que debían ser cautos, por si no funcionaba. Parecía la más soberana soberbia imaginar que había atrapado el fuego sagrado en un arma, del mismo modo que ese fuego había estado atrapado en la hoja de Gloriosa

«Pero el Ángel te concedió el don de crear —razonó entonces Jace—. ¿Y no tenemos su sangre en las venas?».

Con lo que fuera que la espada había cantado, ya había desaparecido dentro de su hermano. Clary oía gritar a Sebastian, y por encima de sus gritos, los de los Oscurecidos. Un viento ardiente sopló ante ella, cargado con el regusto de antiguos desiertos, de un lugar donde los milagros eran frecuentes y lo divino se manifestaba en el fuego.

El ruido se detuvo tan bruscamente como había comenzado. El estrado tembló bajo Clary cuando un peso cayó sobre él. Alzó la vista y vio que el fuego había desaparecido, aunque el suelo estaba quemado y ambos tronos ennegrecidos. El oro que los cubría ya no brillaba, sino que estaba requemado, oscurecido y derretido.

Sebastian yacía a unos pasos de ella, tendido sobre la espalda. Tenía un gran agujero renegrido en el pecho. Volvió la cabeza hacia ella, con el rostro tenso y blanco de dolor, y a Clary se le encogió el corazón.

Tenía los ojos verdes.

A Clary le fallaron las piernas. Cayó de rodillas sobre el estrado.

—Tú —susurró Sebastian, y ella lo miró con horrorizada fascinación, incapaz de apartar la mirada de lo que había hecho. El rostro de Sebastian había perdido todo color, como un papel tenso sobre el hueso. Clary no se atrevió a mirarle el pecho; podía ver el agujero negro sobre la camisa, como una mancha de ácido—. Tú pusiste… el fuego celestial… en la hoja de la espada —dijo entrecortadamente—. Has sido… muy inteligente.

—Solo fue una runa —repuso ella, arrodillada a su lado, buscándole los ojos con la mirada. Sebastian parecía diferente, no solo los ojos sino toda la forma de la cara: la línea del mentón más suave, la boca sin el gesto cruel—. Sebastian…

—No. No soy él. Soy… Jonathan —susurró—. Soy Jonathan.

—¡Id con Sebastian! —gritó Amatis, levantándose, con todos los Oscurecidos tras ella. Había dolor y furia en su rostro—. ¡Matad a la chica!

Jonathan se esforzó para incorporarse hasta quedar sentado.

—¡No! —gritó—. ¡Retroceded!

Los cazadores oscuros, que habían comenzado a avanzar, se detuvieron confusos. Luego, abriéndose paso entre ellos, apareció Jocelyn. Apartó a Amatis de un empujón sin ni siquiera mirarla y subió corriendo los escalones del estrado. Fue hacia Sebastian —Jonathan— y luego se quedó inmóvil sobre él, mirándolo con una expresión de asombro mezclada con un terrible horror.

—¿Madre? —la llamó Jonathan. La miraba como si no pudiera acabar de enfocar los ojos en ella. Comenzó a toser. La sangre le manó de la boca. Los pulmones le silbaban al respirar.

«A veces sueño con un chico de ojos verdes, un chico que nunca fue envenenado con sangre de demonio, un chico que podría reír y amar y ser humano, y ese es el chico por el que lloro, pero ese chico nunca ha existido».

El rostro de Jocelyn se endureció, como si se estuviera haciendo fuerte para algo. Se arrodilló junto a Jonathan y le colocó la cabeza sobre su regazo. Clary se la quedó mirando. Ella no creía haber sido capaz de hacerlo. No podría haber tenido el valor de tocarlo así. Pero su madre siempre se había culpado a sí misma por la existencia de Jonathan. Había algo en la expresión de determinación de su rostro que decía que ella lo había visto llegar al mundo y que ella lo vería abandonarlo.

En cuanto Jocelyn lo incorporó, Jonathan respiró mejor. Tenía espuma ensangrentada en los labios.

—Lo siento —dijo con un estertor—. Lo lamento… —Miró a Clary—. Sé que no hay nada que pueda hacer o decir que me permita morir con el más leve ápice de perdón —dijo—. Y no podría culparte si me cortaras el cuello. Pero estoy… Me arrepiento. Lo… lamento.

Clary se había quedado sin palabras. ¿Qué podía decir? ¿«Está bien»? Pero no estaba bien. Nada de lo que él había hecho estaba bien, no para el mundo, no para ella. Había cosas que no se podían perdonar.

Y sin embargo, él no las había hecho, no exactamente. Esa persona, el chico al que estaba sosteniendo su madre como si él fuera su penitencia, no era Sebastian, que había torturado, asesinado y extendido la destrucción. Recordó lo que Luke le había dicho lo que parecía hacía años: «La Amatis que sirve a Sebastian no es mi hermana, igual que el Jace que sirvió a Sebastian no era el chico al que amas. No es mi hermana, como Sebastian tampoco es el hijo que tu madre debería haber tenido».

—No —dijo él, y entrecerró los ojos—. Veo que estás tratando de entenderlo, hermana. Si debo ser perdonado del modo que Luke perdonaría a su hermana si la Copa Infernal la liberara ahora de su influjo. Pero ella fue su hermana antes. Ella fue humana antes. Yo… —Tosió y otra bocanada de sangre se le derramó por los labios—. Yo nunca he existido. El fuego celestial quema lo que es malo. Jace sobrevivió a Gloriosa porque es bueno. Quedó lo suficiente de él para vivir. Pero yo nací para ser todo corrupción. No queda lo suficiente de mí para sobrevivir. Estás viendo el fantasma de alguien que podría haber sido, eso es todo.

Jocelyn lloraba, y las lágrimas le caían en silencio por las mejillas mientras permanecía inmóvil, con la espalda recta.

—Tengo que decir algo —susurró Jonathan—. Cuando yo muera… los Oscurecidos se lanzarán contra vosotros. Ya no podré contenerlos. —Miró a Clary—. ¿Dónde está Jace?

—Estoy aquí —contestó este. Y ahí estaba, ya en el estrado, con una expresión dura, confusa y triste. Clary lo miró a los ojos. Sabía lo duro que debía de haber sido para él seguirle la corriente, dejar pensar a Sebastian que la tenía, dejar que Clary se arriesgara hasta el final. Y sabía cómo debía de ser eso para él, para el Jace que anhelaba la venganza, ver a Jonathan y darse cuenta de que la parte de Sebastian que podría ser castigada, que debería ser castigada, había desaparecido. Ahí había otra persona, alguien totalmente diferente, alguien que nunca había tenido la oportunidad de vivir, y que ya nunca la tendría.

—Coge mi espada —dijo Jonathan entre estertores, y señaló a Phaesphoros, que había caído a unos metros—. Ábrelo en canal.

—¿Abrir qué? —preguntó Jocelyn, confusa, pero Jace ya estaba en movimiento. Se agachó para recoger a Phaesphoros y saltó del estrado con la espada en la mano. Cruzó la sala, más allá de los apiñados cazadores oscuros, más allá del círculo de runas, hasta donde yacía muerto el demonio behemoth sobre su icor.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Clary, aunque cuando Jace alzó la espada y cortó limpiamente el cuerpo del demonio, se hizo evidente—. ¿Cómo sabía que…?

—Él… me conoce —jadeó Jonathan.

Una oleada de apestosas entrañas de demonio cayó al suelo. Jace torció el gesto de asco, y luego de sorpresa y después de comprensión. Se agachó, y con las manos desnudas cogió algo grueso, recubierto de icor; lo alzó, y Clary reconoció la Copa Infernal.

Miró a Jonathan. Los ojos se le ponían en blanco, y sufría terribles espasmos.

—Di… dile —tartamudeó—. Dile que la tire dentro del círculo de runas.

Clary alzó la cabeza.

—¡Tírala dentro del círculo! —gritó a Jace, y Amatis volvió la cabeza de golpe.

—¡No! —gritó—. ¡Si la Copa se pierde, también nos perderemos nosotros! —Corrió hacia el estrado—. ¡Lord Sebastian! ¡No dejéis que destruyan vuestro ejército! ¡Os somos leales!

Jace miró a Luke. Ese contemplaba a su hermana con una expresión de infinita tristeza, una tristeza tan profunda como la muerte. Luke había perdido a su hermana para siempre, y Clary solo acababa de recuperar a su hermano, el hermano del que había estado separada toda la vida, y había muerte por ambos lados.

Jonathan, medio apoyado en el hombro de Jocelyn, miró a Amatis; sus ojos verdes eran como faros.

—Lo siento —dijo—. Nunca debería haberte hecho esto.

Y apartó el rostro.

Luke asintió, una vez, a Jace, y este lazó la Copa con todas sus fuerzas al centro del círculo de runas. La Copa se estrelló contra el suelo y se hizo pedazos.

Amatis ahogó un grito y se llevó la mano al pecho. Por un instante, solo un instante, miró a Luke como si lo reconociera: una mirada de reconocimiento, incluso de cariño.

—Amatis —susurró Luke.

Y entonces se desplomó. Los otros Oscurecidos la siguieron, uno a uno, derrumbándose donde estaban hasta que la sala quedó llena de cadáveres.

Luke se volvió de espaldas, demasiado dolor en sus ojos como para que Clary fuera capaz de soportar mirarlo. Oyó un grito, distante y seco, y por un momento se preguntó si sería Luke, o incluso uno de los otros, horrorizado al ver caer tantos nefilim, pero el grito fue creciendo y creciendo, y se convirtió en un agudo alarido que sacudió el vidrio y arremolinó el polvo en el exterior de la ventana que daba a Edom. El cielo se volvió del color de la sangre, y el grito continuó, y se fue apagando hasta convertirse en una profunda exhalación de tristeza, como si el universo entero sollozara.

—Lilith —susurró Jonathan—. Llora por sus hijos muertos, los hijos de su sangre. Llora por ellos y por mí.

Emma arrancó a Cortana del cadáver del guerrero hada, sin prestar atención a la sangre que le resbalaba por las manos. Su única idea era llegar hasta Julian. Había visto la terrible expresión de su rostro mientras se dejaba caer al suelo, y si Julian estaba destrozado, entonces todo el mundo estaba destrozado y nada volvería a estar bien.

La gente se movía a su alrededor. Casi ni se fijó en ellos mientras se abría paso entre la multitud hacia los Blackthorn. Dru estaba acurrucada contra el pilar al lado de Jules, y se inclinaba para proteger a Tavvy con su cuerpo; Livia seguía cogiendo a Ty por la muñeca, pero en ese momento miraba más allá de él, boquiabierta. Y Jules… Jules seguía caído contra el pilar, pero había comenzado a levantar la cabeza, y cuando Emma se dio cuenta de que estaba observando algo, ella se volvió para ver qué era.

Por toda la sala, los Oscurecidos habían comenzado a desplomarse. Caían como piezas de ajedrez, en silencio y sin gritar. Caían a media lucha con los nefilim, y sus hermanos hadas se quedaron mirándolos mientras, uno a uno, los cuerpos de los guerreros Oscurecidos comenzaban a cubrir el suelo.

Un seco grito de victoria emergió de unas cuantas gargantas de cazadores de sombras, pero Emma casi ni lo oyó. Fue hasta Julian y se arrodilló junto a él. Este la miró con sus ojos verde azul cargados de amargura.

—Em —dijo con voz ronca—. Creía que esa hada iba a matarte. Creía…

—Estoy bien —susurró ella—. ¿Y tú?

Él negó con la cabeza.

—Lo he matado —repuso—. He matado a mi padre.

—Eso no era tu padre. —Tenía la garganta demasiado reseca para seguir hablando; en vez de eso, le cogió la mano y le dibujó en la palma. No una palabra, sino un signo: la runa del valor, y después, un corazón de medio lado.

Él negó con la cabeza como diciendo: «No, no, no me lo merezco», pero ella lo dibujó de nuevo. Y luego se inclinó hacia él, incluso cubierta de sangre como estaba, y le apoyó la cabeza en el hombro.

Las hadas estaban huyendo de la Sala, abandonando sus armas al salir. Más y más nefilim entraban en la Sala desde la plaza. Emma vio a Helen ir hacia ellos, Aline a su lado, y por primera vez desde que habían salido de la casa de los Penhallow, Emma se permitió creer que podrían sobrevivir.

—Están muertos —afirmó Clary, y, asombrada, recorrió con la mirada los restos del ejército de Sebastian—. Están todos muertos.

Jonathan soltó una medio carcajada ahogada.

—«Algún bien debo hacer, a pesar de mi propia naturaleza» —murmuró, y Clary reconoció la cita por sus clases de literatura. El rey Lear. La más trágica de las tragedias—. Eso es lo que has hecho. Los Oscurecidos han dejado de existir.

Clary se inclinó sobre él, con la voz cargada de urgencia.

—Jonathan, por favor, dinos cómo abrir las fronteras. Cómo volver a casa. Debe de haber algún camino.

—No… no hay ningún camino —susurró Jonathan—. Destrocé la puerta. El camino a la corte seelie está cerrado; todos los caminos lo están. Es… es imposible. —Hinchó el pecho con un silbido—. Lo siento.

Clary no dijo nada. Podía notar el sabor de su propia rabia en la boca. Se había arriesgado, había salvado el mundo, pero todo lo que amaba moriría. Por un momento, el corazón se le llenó de odio.

—Bien —dijo Jonathan, con los ojos clavados en el rostro de Clary—. Ódiame. Alégrate con mi muerte. Lo último que querría ahora sería causarte más dolor.

Clary miró a su madre. Jocelyn estaba quieta y tiesa, y las lágrimas le caían en silencio. Clary respiró hondo. Recordó una plaza en París, sentada frente a Sebastian ante una mesita, y él diciendo: «¿Crees que puedes perdonarme? Quiero decir, ¿crees que el perdón es posible para alguien como yo?».

—No te odio —repuso ella finalmente—. Odio a Sebastian. A ti no te conozco.

Jonathan cerró los ojos.

—Una vez soñé con un lugar verde —susurró—. Una mansión y una niña con cabello rojo, y las preparaciones para una boda. Si existen otros mundos, entonces quizá hay uno en el que soy un buen hermano y un buen hijo.

«Quizá», pensó Clary, y anheló dolorosamente ese mundo por un momento, por su madre y por sí misma. Sabía que Luke estaba en el estrado, contemplándolos, y sabía que Luke tenía lágrimas en el rostro. Jace, los Lightwood y Magnus estaban más atrás, y Alec le cogía la mano a Isabelle. Alrededor de ellos yacían los cadáveres de los guerreros Oscurecidos.

—No creía que pudieras soñar —repuso Clary, y respiró hondo—. Valentine te llenó las venas de veneno y luego te crio para odiar; no tuviste alternativa. Pero la espada ha quemado todo eso. Quizá eres así en realidad.

Él respiró entrecortadamente, una respiración imposible.

—Sería bonito creer esa mentira —dijo, e increíblemente, el fantasma de una sonrisa amarga y dulce le pasó por el rostro—. El fuego de Gloriosa ha quemado la sangre de demonio. Toda mi vida me ha requemado las venas y me ha cortado el corazón como cuchillas, y me arrastraba hacia abajo como el plomo; toda mi vida, y nunca lo he sabido. Nunca supe que podía ser diferente. Nunca me he sentido tan… ligero —dijo suavemente, luego sonrió, cerró los ojos y murió.

Clary se incorporó lentamente. Miró hacia abajo. Su madre estaba arrodillada, sujetando el cuerpo de Jonathan tendido sobre su regazo.

—Mamá —susurró Clary, pero Jocelyn no alzó la mirada. Un momento después alguien rozó a Clary: era Luke. Le apretó suavemente el brazo y se arrodilló junto a Jocelyn y le puso la mano en el hombro.

Clary se volvió; no podía soportarlo más. La tristeza era como un peso que la aplastaba. Oyó la voz de Jonathan en su cabeza mientras descendía por la escalera: «Nunca me he sentido tan ligero».

Avanzó entre los cadáveres y el icor que cubría el suelo, anonadada y cargada con el conocimiento de que había fallado. Después de todo lo que había hecho, seguía sin haber un modo de salvarlos. La estaban esperando: Jace, Simon e Isabelle, Alec y Magnus. Este último parecía enfermo, pálido y muy, muy cansado.

—Sebastian ha muerto —informó Clary, y todos la miraron con rostros derrengados y sucios, como si estuvieran demasiado exhaustos para sentir nada, ni siquiera alivio. Jace se acercó y le cogió las manos, se las levantó y se las besó; Clary cerró los ojos, y sintió como si un poco de calor y luz hubiera vuelto a ella.

—Manos de guerrero —dijo Jace en voz baja antes de soltarla. Ella se miró los dedos, y trató de ver lo que él veía. Sus manos eran solo sus manos, pequeñas y callosas, manchadas de suciedad y de sangre.

—Jace nos estaba explicando lo que hiciste con la espada Morgenstern —dijo Simon—. Que estuviste engañando a Sebastian todo el rato.

—No al final —repuso ella—. No cuando volvió a ser Jonathan.

—Ojalá nos lo hubieras contado —dijo Isabelle—. Tu plan, quiero decir.

—Lo siento —susurró Clary—. Tenía miedo de que no funcionase. Que solo os decepcionara. Pensé que era mejor… no tener demasiadas esperanzas.

—La esperanza es lo que nos hace seguir adelante a veces, bomboncito —replicó Magnus, pero no parecía molesto.

—Necesitaba que él se lo creyera —insistió Clary—. Así que necesitaba que vosotros también os lo creyerais. Tenía que ver vuestra reacción y creer que había ganado.

—Jace lo sabía —apuntó Alec, mirándola. Tampoco parecía enfadado, solo perplejo.

—Y no la miré desde el momento en que se subió al trono hasta el momento en que le atravesó el corazón a ese cabrón —explicó Jace—. No podía. Lo entretuve mientras fingía sacarme el brazalete, yo… —Entonces se calló—. Lo siento. No debería haberlo llamado cabrón. Sebastian lo era, pero Jonathan no es… no era, la misma persona… y tu madre…

—Es como si hubiera perdido un hijo dos veces —repuso Magnus—. Se me ocurren muy pocas cosas peores.

—¿Y qué hay de estar atrapados en un reino demoníaco sin forma de salir? —preguntó Isabelle—. Clary, tenemos que regresar a Idris. Odio preguntarlo, pero ¿Seba… Jonathan te ha dicho algo sobre cómo abrir las fronteras?

Clary tragó saliva.

—Ha dicho que es imposible. Que están cerradas para siempre.

—Así que estamos atrapados aquí —concluyó Isabelle, con ojos asustados—. ¿Para siempre? Debe de haber algún hechizo… Magnus…

—No ha mentido —contestó Magnus—. No hay manera de que nosotros podamos reabrir los caminos de aquí a Idris.

Se hizo un silencio terriblemente oneroso.

—¿No hay manera de que «nosotros»? —preguntó a continuación Alec, que había estado mirando a Magnus.

—Eso es lo que he dicho —contestó Magnus—. No hay manera de reabrir las fronteras.

—No —puntualizó Alec, y había un tono peligroso en su voz—. Has dicho que no hay manera de que nosotros lo hagamos, lo que quiere decir que puede haber alguien que sí sea capaz.

Magnus se apartó de Alec y los miró a todos. Su expresión era sincera, carente de su habitual distanciamiento, y parecía al mismo tiempo muy joven y muy, muy viejo. Su rostro era el de un joven, pero sus ojos habían visto pasar siglos, y nunca Clary había sido tan consciente de ello.

—Hay cosas peores que la muerte —dijo Magnus.

—Quizá deberías dejarnos que nosotros lo juzgáramos —replicó Alec.

Magnus se pasó una mano por el rostro desolado antes de contestarle.

—Dios, Alexander, he pasado toda mi vida sin tener que recurrir a esto, excepto una vez, cuando aprendí la lección. Y no es una lección que quiero que aprendáis vosotros.

—Pero estás vivo —repuso Clary—. Sobreviviste a la lección.

Magnus esbozó una fea sonrisa.

—No habría sido una lección si no hubiera sobrevivido —replicó—. Pero se me había advertido. Jugar a los dados con mi propia vida es una cosa; jugar con la de todos vosotros…

—Moriremos aquí de todas formas —le recordó Jace—. El juego está trucado. Corramos el riesgo.

—Estoy de acuerdo —dijo Isabelle, y los otros también expresaron su conformidad.

Magnus miró hacia el estrado, donde Luke y Jocelyn seguían arrodillados, y suspiró.

—La mayoría gana —repuso—. ¿Sabéis que hay un viejo refrán entre los subterráneos sobre que los perros locos y los nefilim nunca hacen caso de las advertencias?

—Magnus… —comenzó Alec, pero este solo meneó la cabeza y se puso en pie lentamente. Aún conservaba los harapos de la ropa que se había puesto para aquella lejana cena en el refugio de los seres mágicos en Idris: los incongruentes jirones de una chaqueta y una corbata. Los anillos de los dedos le destellaron cuando juntó las manos, como para orar, y cerró los ojos.

—Padre mío —comenzó, y Clary oyó a Alec inspirar profundamente—. Padre mío, que estás en el Infierno, malaventurado sea tu nombre. Trae a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad tanto en Edom como en el Infierno. No me perdones mis pecados, porque en ese fuego de fuegos no habrá ni cariño, ni compasión, ni redención. Padre mío, que haces la guerra en lo alto y en lo bajo, ven a mí ahora; te llamo como tu hijo y asumo la responsabilidad por invocarte.

Magnus abrió los ojos. No tenía expresión. Cinco rostros perplejos lo miraban.

—Por el Ángel… —exclamó Alec.

—No —dijo una voz justo detrás de su apiñado grupo—. Definitivamente no por vuestro Ángel.

Clary miró fijamente. Al principio no vio nada, solo una mancha de sombra que se movía, y luego una forma fue surgiendo de la oscuridad. Un hombre alto, tan pálido como el hueso, vestido con un traje de un blanco puro. Unos gemelos de plata tallados con forma de mosca brillaban en los puños de su camisa. Su rostro era el de un humano: piel pálida tensa sobre los huesos, pómulos afilados como cuchillas. Más que pelo tenía una corona de brillante alambre de espino.

Sus ojos eran de un verde dorado, con las pupilas verticales como las de un gato.

—Padre —dijo Magnus, y la palabra sonó como un suspiro de tristeza—. Has venido.

El hombre sonrió. Sus incisivos eran afilados y puntiagudos como los de un felino.

—Hijo mío —repuso—. Ha pasado mucho tiempo desde que me llamaste. Estaba comenzando a pensar que nunca más lo harías.

—Tenía planeado no hacerlo —replicó Magnus secamente—. Te llamé una vez, para asegurarme de que eras mi padre. Aquella vez fue suficiente.

—Tus palabras me hieren —dijo el hombre, y volvió su afilada sonrisa hacia los otros—. Soy Asmodeus. Uno de los Nueve Príncipes del Infierno. Tal vez conozcáis mi nombre.

Alec hizo un ruido, que acalló enseguida.

—Hubo un tiempo en que fui seráfico, uno de los ángeles —continuó Asmodeus, muy satisfecho consigo mismo—. Parte de una compañía innumerable. Entonces llegó la guerra, y caímos como estrellas del Cielo. Seguí abajo al Portador de la Luz, la Estrella Matutina, porque yo era uno de sus principales consejeros, y cuando él cayó, yo caí con él. Él me elevó en el Infierno y me hizo uno de sus nueve gobernantes. Por si os lo estáis preguntando, sí que es preferible gobernar en el Infierno que servir en el Cielo; yo he hecho ambas cosas.

—¿Eres… el padre de Magnus? —preguntó Alec con voz estrangulada. Se volvió hacia el brujo—. Cuando alzaste la luz mágica en el túnel del metro, se encendió en colores… ¿fue por él? —Señaló a Asmodeus.

—Sí —contestó Magnus. Se lo veía muy cansado—. Te lo advertí, Alexander, que esto sería algo que no te gustaría.

—No sé a qué viene tanto lío. He sido el padre de muchos brujos —explicó Asmodeus—. Magnus me ha hecho sentirme orgulloso.

—¿Quiénes son los otros? —preguntó Isabelle. Sus oscuros ojos destellaron con suspicacia.

—Lo que no dice es que la mayoría de ellos están muertos —intervino Magnus. Miró a su padre a los ojos un instante y apartó la mirada, como si no pudiera soportar ese intercambio. Su boca, fina y sensible, formaba una línea dura—. Tampoco dice que todos los príncipes del Infierno tienen un reino que gobiernan. Este es el suyo.

—Ya que este lugar, Edom, es tu reino —dijo Jace—, entonces, ¿eres responsable de lo… de lo que pasó aquí?

—Es mi reino, pero pocas veces estoy aquí —contestó Asmodeus con un suspiro de decepción—. Solía ser un lugar excitante. Los nefilim de este reino dieron mucha guerra. Cuando inventaron el skeptron, llegué a pensar que hasta podrían ganar en el último momento, pero el Jonathan Cazador de Sombras de este mundo sabía más de separar que de unir, y al final se destruyeron a sí mismos. Todos lo hacen, ¿sabéis? Nosotros nos llevamos las culpas, pero solo abrimos la puerta. Es la humanidad la que la atraviesa.

—No pongas excusas —soltó Magnus—. Casi asesinaste a mi madre…

—Ella estaba de lo más dispuesta, te lo aseguro —replicó Asmodeus, y Magnus se puso rojo. Clary tuvo una vaga sensación de sorpresa al ver que era posible hacerle eso a Magnus, herirlo con pullas sobre su familia. Hacía tanto tiempo, y él era tan controlado…

Pero, claro, quizá los padres siempre tenían la posibilidad de herir, por muy viejo que se fuera.

—Vamos directos al grano —lo apremió Magnus—. Puedes abrir una puerta, ¿verdad? ¿Enviarnos de vuelta a Idris, de vuelta a nuestro mundo?

—¿Quieres una demostración? —preguntó Asmodeus, y chasqueó los dedos hacia el estrado, donde Luke estaba en pie, mirándolos. Jocelyn parecía a punto de levantarse también. Clary vio la expresión de preocupación en el rostro de ambos… justo antes de que desaparecieran. Hubo un destello en el aire y los dos dejaron de estar allí, llevándose el cadáver de Jonathan con ellos. Justo cuando desaparecían, Clary vio por un momento el interior de la Sala de los Acuerdos, la fuente de la sirena y el suelo de mármol, y luego dejó de verlo, como si una grieta en el universo se hubiera cerrado de nuevo.

Un grito le salió de la garganta.

—¡Mamá!

—Los he enviado a vuestro mundo —la tranquilizó Asmodeus—. Ya lo sabes. —Se miró las uñas.

Clary estaba jadeando, medio de pánico y medio de furia.

—¿Cómo te atreves a…?

—Bueno, eso es lo que queríais, ¿no? —replicó Asmodeus—. Mira, has conseguido los dos primeros gratis. El resto, bueno, tendréis que pagar. —Suspiró al ver la expresión de sus rostros—. Soy un demonio —les recordó—. La verdad, ¿qué enseñan a los nefilim últimamente?

—Sé lo que quieres —dijo Magnus con voz tensa—. Y puedes tenerlo. Pero debes jurar por la Estrella Matutina que enviarás a todos mis amigos de vuelta a Idris, a todos, y nunca volverás a molestarlos. No te deberán nada.

Alec dio un paso adelante.

—Calla —soltó—. No… Magnus, ¿qué quieres decir?, ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué hablas como si tú no fueras a volver a Idris con nosotros?

—Hay un momento —comenzó Asmodeus— en el que todos debemos volver a vivir en la casa de nuestros padres. Ahora es el momento de Magnus.

—«En casa de mi padre hay muchas mansiones» —susurró Jace. Estaba pálido, como si estuviera a punto de vomitar—. Magnus. Asmodeus no puede querer decir… ¿No querrá llevarte de vuelta con él? ¿De vuelta a…?

—¿Al Infierno? No exactamente —contestó Asmodeus—. Como ha dicho Magnus, Edom es mi reino. Lo compartía con Lilith. Luego su crío lo cogió y lo asoló hasta arrasarlo. Destruyó mi torre… Solo quedan astillas. Y tú asesinaste a la mitad de la población con el skeptron. —Eso último iba dirigido a Jace—. Hace falta energía para alimentar un reino. Nosotros tiramos del poder de lo que hemos dejado atrás, la gran ciudad de Pandemónium, el fuego en el que caímos, pero hay un momento en que la vida debe alimentarnos. Y la vida inmortal es la mejor de todas.

La torpe pesadez que adormecía los miembros de Clary se desvaneció cuando se puso firme, y se colocó ante Magnus. Casi chocó con los otros. Todos se habían movido, como ella, para separar al brujo de su padre demonio, incluso Simon.

—¿Quieres coger su vida? —preguntó Clary—. Eso es cruel y estúpido, incluso para un demonio. ¿Por qué vas a querer matar a tu propio hijo…?

Asmodeus se rio.

—Encantador —dijo—. Míralos, Magnus, ¡estos niños te quieren y quieren protegerte! ¡Quién lo habría pensado! Cuando estés enterrado, me aseguraré de que escriban sobre tu tumba: «Magnus Bane, amado por los nefilim».

—No lo tocarás —replicó Alec, con una voz dura como el hierro—. Quizá hayas olvidado qué es lo que hacemos los nefilim, pero matamos demonios. Incluso príncipes del Infierno.

—Oh, sé muy bien lo que hacéis; a mi querido Abbadon lo matasteis; y a nuestra princesa Lilith la lanzasteis a los vientos del vacío, aunque volverá. Siempre tendrá un lugar en Edom. Y por eso permití que su hijo se estableciera aquí, aunque admito que no había pensado en que haría tal estropicio. —Asmodeus puso los ojos en blanco y Clary contuvo un estremecimiento. Alrededor de las pupilas verdes y doradas, la esclerótica de sus ojos era tan negra como el petróleo—. No tengo intención de matar a Magnus. Eso sería sucio y tonto, y además, podría haber arreglado su muerte en cualquier momento. Quiero que me entregue su vida libremente, porque la vida de un inmortal tiene poder, mucho poder, y me ayudará a alimentar mi reino.

—Pero es tu hijo —protestó Isabelle.

—Y se quedará conmigo —repuso Asmodeus con una sonrisa—. En espíritu, podríamos decir.

Alec se volvió hacia Magnus, que estaba con las manos en los bolsillos, ceñudo.

—¿Quiere tomar tu inmortalidad?

—Exactamente —contestó Magnus.

—Pero… ¿sobrevivirás? ¿Solo que no seguirás siendo inmortal? —Alec parecía perdido, y Clary no pudo evitar sentirse preocupada por él. Después de ser la razón por la que Alec y Magnus habían roto, sin duda Alec no quería que le recordaran que él fue quien quiso quitarle la inmortalidad a Magnus.

—Mi inmortalidad desaparecerá —explicó Magnus—. Y todos los años de mi vida caerán sobre mí de golpe. Sería muy raro que sobreviviera. Casi cuatrocientos años son un montón demasiado grande para soportar, incluso si te pones loción hidratante regularmente.

—No puedes —replicó Alec, y había un ruego en su voz—. Ha dicho «entregue su vida libremente». Di que no.

Magnus levantó la cabeza y miró a Alec; fue una mirada que hizo sonrojarse a Clary y que mirara para otro lado. Había tanto amor en ella… mezclado con exasperación, orgullo y desesperación. Era una mirada sin disimulos, y parecía una intromisión fijarse en ella.

—No puedo decir que no, Alexander. Si lo hago, todos nos quedaremos aquí; moriremos de todos modos. Moriremos de hambre, y nuestras cenizas se convertirán en polvo para molestar a los demonios del reino.

—Muy bien —replicó Alec—. Ninguno de nosotros entregaría tu vida para salvarnos.

Magnus miró los rostros de sus compañeros, sucios y agotados, perdidos y desesperados, y Clary vio cambiar la expresión del rostro de Magnus al darse cuenta de que Alec tenía razón. Ninguno de ellos entregaría la vida de Magnus para salvarse, ni siquiera para salvarlos a todos.

—He vivido mucho tiempo —insistió Magnus—. Tantos años, y no, no parecen suficientes. No mentiré y diré que sí. Quiero seguir viviendo, y en parte por ti, Alec. Nunca he querido vivir tanto como lo he querido estos últimos meses contigo.

Alec parecía anonadado.

—Moriremos juntos —dijo—. Al menos, déjame quedarme, contigo.

—Tienes que volver. Tienes que volver al mundo.

—No quiero el mundo. Te quiero a ti —insistió Alec, y Magnus cerró los ojos, como si aquellas palabras casi le hubieran dolido. Asmodeus los observaba mientras hablaban, ávidamente, casi vorazmente, y Clary recordó que los demonios se alimentaban de las emociones humanas: el miedo, la alegría, el amor y el dolor. Sobre todo del dolor.

—No puedes quedarte conmigo —dijo Magnus después de un silencio—. No quedará nada de mí; el demonio me quitará la fuerza vital y mi cuerpo se deshará. Cuatrocientos años, recuerda.

—El demonio —repitió Asmodeus, resoplando—. Al menos podrías decir mi nombre mientras me aburres.

Clary decidió en ese momento que podría odiar a Asmodeus más que a cualquiera de los otros demonios con que se había encontrado.

—Acaba de una vez, hijo mío —añadió Asmodeus—. No tengo toda la eternidad para esperar, y vosotros tampoco.

—Tengo que salvarte, Alec —dijo Magnus—. A ti y a todos los que amas. Es un pequeño precio a pagar al final por todo eso, ¿no?

—No a todos los que amo —susurró Alec, y Clary notó que las lágrimas querían abrírsele paso en los ojos. Lo había intentado, con todas sus fuerzas, ser ella la que pagara el precio. Y no era justo que Magnus tuviera que pagar; Magnus, que tenía la parte más pequeña en la historia de los nefilim, y los ángeles y los demonios, y la venganza, comparado con el resto de ellos; Magnus, que solo era parte de todo eso porque amaba a Alec.

—No —insistió este.

A través de las lágrimas, Clary los vio aferrándose el uno al otro; había ternura incluso en la curva de los dedos de Magnus sobre el hombro de Alec cuando se inclinó para besarlo. Fue un beso de desesperación y de aferrarse más que de pasión. Magnus lo cogió con tanta fuerza que le clavó los dedos en el brazo, pero al final se apartó y se volvió hacia su padre.

—Muy bien —dijo Magnus, y Clary pudo ver que se estaba preparando, reuniendo valor como si estuviera a punto de lanzarse a una pira—. Muy bien, tómame. Te doy mi vida. Estoy…

Simon… Simon, que había estado en silencio hasta ese momento; Simon, que Clary casi había olvidado que estaba allí, se adelantó.

—Estoy dispuesto.

Asmodeus enarcó las cejas.

—¿Qué es esto?

Isabelle pareció darse cuenta de la situación antes que nadie. Palideció.

—¡No, Simon, no!

Pero Simon siguió adelante, con la espalda recta y la barbilla alzada.

—Yo también tengo una vida inmortal —dijo—. Magnus no es el único. Coge la mía. Toma mi inmortalidad.

—Ahhh —exclamó Asmodeus, y los ojos le brillaron de repente—. Azazel me ha hablado de ti. Un vampiro no es interesante, pero ¡un diurno! Tienes el poder del sol en tus venas. Sol y vida eterna, eso sí es poder.

—Sí —afirmó Simon—. Si quieres tomar mi inmortalidad en vez de la de Magnus, te la doy. Estoy…

—¡Simon! —gritó Clary, pero era demasiado tarde.

—Estoy dispuesto —concluyó Simon, y miró al resto del grupo con una actitud y una mirada que decía: «Ya lo he dicho. Está hecho».

—Dios, Simon, no —protestó Magnus con una voz de terrible tristeza, y cerró los ojos.

—Solo tengo diecisiete años —repuso Simon—. Si se lleva mi inmortalidad, viviré mi vida; no moriré aquí. Nunca quise la inmortalidad, nunca quise ser un vampiro, nunca quise nada de esto.

—¡No vivirás tu vida! —Isabelle tenía los ojos arrasados de lágrimas—. Si Asmodeus te quita la inmortalidad, entonces serás un cadáver, Simon. Eres un no muerto.

Asmodeus hizo un ruido displicente.

—Eres una chica muy estúpida —replicó—. Soy un Príncipe del Infierno. Puedo romper los muros entre los mundos. Puedo crear mundos y destruirlos. ¿Crees que no puedo invertir la transformación que convierte a un humano en vampiro? ¿Crees que no puedo hacer que su corazón lata de nuevo? Es un juego de niños.

—Pero ¿por qué ibas a hacerlo? —preguntó Clary, anonadada—. ¿Por qué lo harías vivir? Eres un demonio. No te importa si…

—No me importa, pero quiero —la interrumpió Asmodeus—. Hay una cosa más que quiero de ti. Algo más para equilibrar el trato. —Sonrió, y los dientes le brillaron como afilados cristales.

—¿Qué? —A Magnus le tembló la voz—. ¿Qué es lo que quieres?

—Sus recuerdos —respondió Asmodeus.

—Azazel se llevó un recuerdo de cada uno de nosotros como pago por un favor —dijo Alec—. ¿Qué es lo que tenéis los demonios con los recuerdos?

—Los recuerdos humanos, cedidos voluntariamente, son como alimento para nosotros —explicó Asmodeus—. Los demonios viven de los gritos y la agonía de los condenados atormentados. Imagínate qué agradable cambio supone un festín de alegres recuerdos. Mezclados, son deliciosos, lo dulce y lo amargo. —Miró alrededor y sus ojos de gato brillaron—. Y puedo decir que habrá muchos recuerdos felices, vampirito, porque eres muy querido, ¿verdad?

Simon parecía tenso.

—Pero si te llevas mis recuerdos, ¿quién seré? No…

—Bueno —repuso Asmodeus—, podría cogerte todos los recuerdos que tienes y dejarte como un idiota babeante, supongo, pero, la verdad, ¿quién quiere los recuerdos de un bebé? ¡Qué aburrido! La cuestión es: ¿qué sería más divertido? Los recuerdos son deliciosos, pero también lo es el dolor. ¿Qué causaría más dolor a tus amigos? ¿Qué les recordaría que deben temer el poder y el ingenio de los demonios? —Se llevó las manos a la espalda. Cada uno de los botones de su traje blanco estaba tallado en forma de mosca.

—He prometido mi inmortalidad —repuso Simon—. No mis recuerdos. Has dicho «cedidos voluntariamente»…

—¡Dios del Infierno, qué banalidad! —exclamó Asmodeus, y moviéndose tan rápido como un rayo agarró a Simon por el antebrazo. Isabelle se lanzó hacia adelante, como si fuera a coger a Simon, y luego se echó hacia atrás con un grito ahogado. Una marca roja le había aparecido en la mejilla. Se llevó la mano a ella, perpleja.

—Déjala en paz —protestó Simon, y se soltó del demonio.

—Subterráneo —susurró este, y le tocó la mejilla a Simon con sus largos dedos—. Debes de haber tenido un corazón que te latía con gran fuerza, ya que aún te late.

—Déjalo ir —intervino Jace, y sacó la espada—. Es nuestro, no tuyo. Los nefilim protegemos lo que nos pertenece…

—¡No! —exclamó Simon. Estaba temblando, pero se mantenía erguido—. Jace, no lo hagas. Es la única manera.

—Sin duda lo es —repuso Asmodeus—. Porque ninguno de vosotros podéis vencer a un Príncipe del Infierno en su lugar de poder; ni siquiera tú, Jace Herondale, hijo de ángeles, o tú, Clarissa Fairchild, con tus trucos y runas. —Movió un poco los dedos y la espada de Jace resonó contra el suelo. Este echó la mano hacia atrás con una mueca de dolor, como si se hubiera quemado. Asmodeus solo le lanzó una breve mirada antes de volver a alzar la mano.

—Hay una salida. Mirad. —Hizo un gesto hacia la pared, que brilló ondeante y se volvió transparente. A través de ella, Clary pudo ver los vagos contornos de la Sala de los Acuerdos. Ahí estaban los cadáveres de los Oscurecidos, amontonados en el suelo en pilas escarlata, y también estaban los cazadores de sombras, corriendo, tropezando, abrazándose los unos a los otros: la victoria después de la batalla.

Y ahí estaban su madre y Luke, mirando alrededor totalmente perplejos. Seguían en la misma posición que había estado sobre el estrado: Luke de pie y Jocelyn arrodillada con el cuerpo de su hijo en los brazos. Otros cazadores de sombras comenzaban a mirarlos, sorprendidos, como si pensaran que Luke y Jocelyn habían aparecido de la nada; lo que era cierto.

—Ahí está todo lo que queréis —dijo Asmodeus, mientras la ventana parpadeaba y se oscurecía—. A cambio, tomaré la inmortalidad del diurno, y con ella sus recuerdos del Mundo de las Sombras: todos sus recuerdos de vosotros, todo lo que ha aprendido, todo lo que ha sido. Tal es mi deseo.

Simon abrió mucho los ojos, y Clary notó que el corazón se le caía a los pies. Magnus tenía el mismo aspecto que si lo hubieran apuñalado.

—Ahí está —susurró—. El truco en mitad del juego. Con los demonios siempre ocurre.

Isabelle parecía incapaz de creérselo.

—¿Estás diciendo que quieres que nos olvide?

—Todo sobre vosotros y que os ha conocido —respondió Asmodeus—. A cambio de eso, vivirá. Tendrá la vida de un mundano corriente. Volverá a tener a su familia; su madre y su hermana. Amigos, la escuela, todo lo que conlleva una vida humana normal.

Clary miró a Simon con desesperación. Este temblaba mientras apretaba los puños. No dijo nada.

—Definitivamente no —concluyó Jace.

—Muy bien. Entonces moriréis todos aquí. La verdad es que no tienes demasiado con lo que jugar, pequeño cazador de sombras. ¿Qué son los recuerdos cuando en el otro lado de la balanza hay tantas vidas en juego?

—Estás hablando sobre quién es Simon —intervino Clary—. Estás hablando de apartarlo para siempre de nosotros.

—Sí. ¿No es delicioso? —Asmodeus sonrió.

—Esto es ridículo —replicó Isabelle—. Digamos que te llevas sus recuerdos. ¿Qué nos impedirá buscarlo y hablarle del Mundo de las Sombras? ¿Hacerle conocer la magia? Lo hemos hecho antes, y podemos volver a hacerlo.

—Antes os conocía, conocía a Clary y confiaba en ella —respondió Asmodeus—. Ahora no conocerá a ninguno de vosotros. Para él seréis desconocidos, y ¿por qué iba a escuchar a unos desconocidos chiflados? Además, conoces la Ley del Convenio tanto como yo. Estarías violándola, al hablarle sobre el Mundo de las Sombras sin ninguna razón, al poner en peligro su vida. Antes, las circunstancias eran especiales. Ahora no lo serán. La Clave os borraría las runas si lo intentarais.

—Hablando de la Clave —apuntó Jace—. No van a estar muy contentos si lanzas a un mundano de vuelta a una vida en la que todos saben que es un vampiro. ¡Todos los amigos de Simon lo saben! ¡Su familia lo sabe! Su hermana, su madre. Ellas se lo contarán, si no lo hacemos nosotros.

—Ya veo. —Asmodeus parecía fastidiado—. Eso complica las cosas. Quizá debería llevarme la inmortalidad de Magnus, después de todo…

—No —dijo Simon. Parecía impresionado y enfermo, pero su voz estaba cargada de determinación. Asmodeus lo miró con ojos codiciosos.

—Simon, cállate —le rogó Magnus, desesperado—. Llévame a mí, padre…

—Quiero al diurno —contestó Asmodeus—. Magnus, Magnus… Nunca has acabado de entender cómo es ser un demonio, ¿verdad? ¿Alimentarse del dolor? Pero ¿qué es el dolor? ¿El tormento físico?, pero eso es muy aburrido; un demonio cualquiera puede hacer eso. Ser un artista del dolor, crear agonía, ennegrecer el alma, convertir los motivos puros en sucios, y el amor en lujuria y luego en odio, convertir una fuente de alegría en una fuente de tormento, ¡para eso existo! —Su voz resonó en la sala—. Iré al mundo de los mundanos. Arrancaré los recuerdos de aquellos que son cercanos al diurno. Solo lo recordarán como mortal. No recordarán a Clary en absoluto.

—¡No! —gritó esta.

Asmodeus echó la cabeza atrás y rio, una risa deslumbrante que hizo recordar a Clary que hubo un tiempo en que había sido un ángel.

—No puedes robarnos nuestros recuerdos —replicó Isabelle, furiosa—. Somos nefilim. Eso sería lo mismo que un ataque. La Clave…

—Podéis quedaros con vuestros recuerdos —la interrumpió Asmodeus—. Que recordéis a Simon no me meterá en líos con la Clave, y además os atormentará, lo que no hará más que aumentar mi placer. —Sonrió de medio lado—. Haré un agujero en el corazón de vuestro mundo, y cuando lo notéis, pensaréis en mí y me recordaréis. ¡Recordad! —Asmodeus tiró de Simon y levantó la mano para apretarla contra su pecho, como si pudiera alcanzarle el corazón a través de las costillas—. Aquí comenzamos. ¿Estás listo, diurno?

—¡Detente! —Isabelle se adelantó, con el látigo en la mano y los ojos echando fuego—. Sabemos tu nombre, demonio. ¿Crees que me da miedo matar a un Príncipe del Infierno? Colgaría tu cabeza en mi pared como trofeo, y si te atreves a tocar a Simon, te cazaré. Pasaré toda mi vida cazándote…

Alec rodeó a su hermana con los brazos y la sujetó con fuerza.

—Isabelle —dijo en voz baja—. No.

—¿Qué quieres decir con no? —protestó Clary—. No podemos dejar que lo haga… Jace…

—Es la decisión de Simon. —Jace estaba muy quieto. Tenía un color ceniciento y permanecía inmóvil. Sus ojos estaban clavados en los de Simon—. Tenemos que respetarla.

Simon miró a Jace y asintió levemente con la cabeza. Su mirada pasaba lentamente de unos a otros, de Magnus a Alec, a Jace, a Isabelle, donde se detuvo, y esa mirada estaba tan cargada de posibilidades hechas añicos que Clary notó que se le partía el corazón.

Y entonces Simon la miró a ella, y Clary sintió que el resto de su ser se hacía pedazos. Había tanto en esa expresión, tantos años de tanto amor, tantos secretos susurrados, promesas y sueños compartidos. Lo vio bajar las manos, y luego algo brillante voló por el aire hacia ella. Instintivamente, Clary lo cogió. Era el anillo de oro que Clary le había dado. Lo apretó con fuerza en la mano, y notó que el metal se le clavaba en la palma, un dolor bienvenido.

—Ya basta —dijo Asmodeus—. Odio las despedidas. —Y cogió a Simon con más fuerza. Este ahogó un grito y abrió mucho los ojos. La mano se le fue al pecho.

—Mi corazón… —balbució, y Clary supo, por su expresión, que le volvía a latir. Parpadeó para contener las lágrimas cuando una niebla blanca estalló a su alrededor. Oyó a Simon gritar de dolor. Los pies se le movieron como si tuvieran voluntad propia y corrió hacia allí, pero cayó hacia atrás como si se hubiera golpeado contra una pared invisible. Alguien la agarró; «Jace», pensó. Tenía unos brazos rodeándola, mientras la niebla envolvía a Simon y al demonio como un pequeño tornado y los ocultaba a medias de la vista.

Empezaron a aparecer sombras en la niebla mientras esta se espesaba. Clary se vio de niña con Simon, cogidos de la mano, cruzando una calle en Brooklyn; ella llevaba pasadores en el pelo y Simon iba adorablemente desgreñado, con las gafas resbalándole por la nariz. Ahí estaban de nuevo, tirando bolas de nieve en Prospect Park, y en la granja de Luke, bronceados por el sol, colgando boca abajo de unas ramas de árbol. Los vio en Java Jones, escuchando la terrible poesía de Eric, y sobre una motocicleta voladora que se estrellaba en un aparcamiento, con Jace allí, mirándolos, los ojos entrecerrados por el sol. Y ahí estaba Simon con Isabelle, con el rostro de ella entre las manos, besándola, y pudo ver a Isabelle como Simon la veía: frágil y fuerte, y tan… tan hermosa… Y ahí estaba el barco de Valentine, Simon arrodillado con Jace, sangre en la boca y en la camisa, y sangre en el cuello de Jace, y ahí estaba la celda de Idris, y el rostro curtido de Hodge, y Simon y Clary de nuevo, esta dibujándole la Marca de Caín en la frente. Maureen y su sangre en el suelo, y su gorrito rosa, y el tejado de Manhattan donde Lilith había resucitado a Sebastian, y Clary pasándole el anillo de oro sobre la mesa, y un Ángel alzándose ante él, y él besando a Isabelle…

Todos los recuerdos de Simon, sus recuerdos de la magia, sus recuerdos de todos ellos, extraídos y convertidos en una madeja enrollada. Brillaba, tan blanca y dorada como la luz del día. Había un ruido alrededor, como si se estuviera preparando una tormenta, pero Clary casi ni lo oía. Extendió las manos, suplicando, aunque no sabía a quién suplicaba.

—Por favor…

Notó que Jace apretaba los brazos a su alrededor, y luego el brazo de la tormenta la atrapó. Se vio alzada y rodando. Vio la sala de piedra alejarse a una terrible velocidad, y la tormenta se llevó sus gritos llamando a Simon y los convirtió en el sonido de un feroz vendaval. Las manos de Jace le fueron arrancadas de los hombros. Estaba sola en el caos, y por un momento pensó que Asmodeus les había mentido a pesar de todo, que no había ninguna salida, que flotarían en esa nada eternamente hasta morir.

Y entonces la tierra fue hacia ella, deprisa. Vio el suelo de la Sala de los Acuerdos, duro mármol con venas de oro, antes de estrellarse contra él. El choque fue duro, haciendo que se le estremecieran hasta los dientes. Automáticamente, rodó como le habían enseñado, y se detuvo junto a la fuente de la sirena en el centro de la Sala.

Se sentó y miró alrededor. La estancia estaba llena de rostros absolutamente silenciosos que la contemplaban con ojos desorbitados, pero esos no importaban. No buscaba desconocidos. Primero vio a Jace, que había aterrizado agazapado, dispuesto a luchar. Clary vio cómo se le relajaban los hombros al mirar alrededor y darse cuenta de dónde se hallaba, de que estaban en Idris y que la guerra había terminado. Y ahí estaba Alec, aún dándole la mano a Magnus. A quien se veía enfermo y agotado, pero vivo.

Y ahí estaba Isabelle. Era la que había caído más cerca de Clary, solo a un par de palmos. Ya estaba en pie y recorría la sala con la mirada, una vez, dos, una desesperada tercera vez. Ahí estaban todos, todos menos uno.

Miró a Clary. Los ojos le brillaban de lágrimas.

—Simon no está aquí —dijo—. Se ha ido de verdad.

El silencio que había sujetado en su puño a los cazadores de sombras reunidos allí pareció romper como una ola. De repente había nefilim corriendo hacia ellos. Clary vio a su madre y a Luke, a Robert y a Maryse, a Aline y a Helen, incluso a Emma Carstairs, que los rodeaban, los abrazaban, les curaban las heridas y los ayudaban. Clary sabía que tenían buena intención, que corrían al rescate, pero no sintió ningún alivio. Apretó la mano alrededor del anillo de oro que tenía en la palma, se hizo un ovillo en el suelo, y por fin se permitió llorar.