22

LAS CENIZAS DE NUESTROS PADRES

El repentino alarido de una sirena surcó el aire, y Emma pegó un brinco en la cama, lanzando los papeles al suelo. El corazón le comenzó a latir desbocado.

A través de la ventana abierta de su dormitorio veía las torres de los demonios, destellando doradas y rojas. Los colores de la guerra.

Se puso en pie y fue a coger su traje de combate, que colgaba de un gancho junto a la cama. Acababa de ponérselo y estaba agachada para atarse las botas cuando se abrió en tromba la puerta de su habitación. Era Julian. Patinó hasta casi chocar con la cama antes de poder frenarse. Miró los papeles del suelo y luego a ella.

—Emma, ¿has oído el anuncio?

—Estaba dormida. —Masculló la respuesta mientras se colgaba el arnés que le sujetaba a Cortana a la espalda; luego metió la espada en la vaina.

—La ciudad está siendo atacada —explicó él—. Tenemos que ir a la Sala de los Acuerdos. Nos van a encerrar dentro a todos los niños; es el lugar más seguro de la ciudad.

—No voy a ir —dijo Emma.

Julian se la quedó mirando. Él llevaba vaqueros, la chaqueta del traje de combate y deportivas, así como una espada corta metida en el cinturón. Sus rizos castaños estaban totalmente enredados, como si llevara tiempo sin peinarse.

—¿Qué quieres decir?

—No me voy a esconder en la Sala de los Acuerdos. Quiero luchar.

Jules se pasó las manos por el ensortijado cabello.

—Si tú luchas, yo lucho —repuso—. Y eso significa que nadie lleva a Tavvy a la Sala de los Acuerdos, y que nadie protege a Livvy, a Ty, o a Dru.

—¿Qué hay de Helen y Aline? —preguntó Emma—. Los Penhallow…

—Helen nos está esperando. Todos los Penhallow están en el Gard, Aline incluida. No hay nadie en casa excepto Helen y nosotros —explicó Julian, y le tendió la mano a Emma—. Helen no nos puede proteger a todos ella sola y también cargar con el bebé. —La miró, y Emma pudo ver el miedo en sus ojos, el miedo que, por lo general, tenía tanto cuidado de ocultar a sus hermanos pequeños.

»Emma —continuó Jules—. Eres la mejor, la que mejor lucha de todos nosotros. No solo eres mi amiga, y yo no soy solo su hermano mayor. Soy su padre, o lo que más se le parece, y me necesitan, y yo te necesito a ti. —La mano que le tendía temblaba. Sus ojos del color del mar destacaban, enormes, en su pálido rostro. No parecía el padre de nadie—. Por favor, Emma.

Lentamente, ella le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de él. Lo vio dejar escapar un levísimo suspiro de alivio, y notó una opresión en el pecho. A su espalda, a través de la puerta abierta, podía verlos: Tavvy y Dru, Livia y Tiberius. Su responsabilidad.

—Vamos —dijo Emma finalmente.

En lo alto de la escalera Jace soltó la mano de Clary. Esta se agarró a la balaustrada y trató de no toser, aunque se notaba los pulmones como si quisieran abrirse paso fuera del pecho. Jace la miró: «¿Qué te pasa?», le preguntó sin palabras, pero luego se tensó. Tras ellos se oían claramente pasos que corrían en su dirección. Tenían a los Oscurecidos pegados a los talones.

—Vamos —dijo Jace, y comenzó a correr de nuevo.

Clary se obligó a seguirlo. Jace parecía saber adónde iba, sin vacilar, y Clary supuso que estaba empleando el mapa del Gard de Alacante que tenía en la cabeza y se dirigían hacia el corazón de la torre.

Torcieron por un largo pasillo. A mitad del mismo, Jace se detuvo ante unas puertas de metal. Estaban marcadas con runas desconocidas. Clary esperaba encontrar runas de muerte, algo que hablara del Infierno y la oscuridad, pero esas eran runas de luto y pena por un mundo destruido. ¿Quién las habría trazado allí?, se preguntó. ¿Y en qué estado de dolor? Había visto antes runas de luto. Los cazadores de sombras las llevaban como insignias cuando se les moría algún ser querido, aunque no aliviaban el sufrimiento. Pero había una diferencia entre el dolor por la muerte de una persona y el dolor por un mundo destruido.

Jace agachó la cabeza y le plantó un fuerte y breve beso en la boca.

—¿Estás lista?

Ella asintió, y Jace abrió la puerta y entró. Clary lo siguió.

La sala al otro lado era tan grande como la Cámara del Consejo del Gard de Alacante, si no más. El techo se alzaba muy por encima de ellos, aunque en vez de filas de asientos, un amplio suelo de mármol llegaba hasta un estrado al fondo de la sala. Tras el estrado había dos enormes ventanales separados. La luz del ocaso entraba por los dos, aunque un ocaso era de color dorado y el otro del color de la sangre.

Bajo la luz dorada y escarlata, Sebastian se hallaba arrodillado en el centro de la sala. Estaba grabando runas en el suelo, un círculo de oscuros sellos conectados. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, Clary comenzó a ir hacia él, y luego saltó hacia atrás gritando cuando una enorme forma gris se alzó ante ella.

Parecía un gusano enorme. La única abertura en su resbaladizo cuerpo de color gris era una boca llena de dientes serrados. Clary lo reconoció. Lo había visto antes en Alacante, haciendo rodar su resbaladizo cuerpo sobre una pila de sangre, cristal y azúcar glas. Un demonio behemoth.

Fue a sacar la daga, pero Jace ya estaba saltando, espada en ristre. Voló por los aires, aterrizó sobre el lomo del demonio, y le clavó la espada en su cabeza sin ojos. Clary retrocedió mientras el behemoth se sacudía, salpicando icor hediondo, y un gemido ululante le salía de la garganta. Jace se aferró a su lomo, y soportó la ducha de icor mientras le clavaba la espada una y otra vez, hasta que el demonio, con un gemido gorgoteante, se desplomó. Jace se mantuvo a horcajadas sobre él, apretando las rodillas contra sus costados, hasta el último momento. Luego rodó hacia atrás y cayó de pie al suelo.

Durante un momento se hizo el silencio. Jace miró alrededor como si esperara que otro demonio se lanzara sobre ellos desde las sombras, pero solo estaba Sebastian, que se había puesto en pie en el centro de su círculo de runas, ya completo.

Comenzó a aplaudir lentamente.

—Bonito trabajo —dijo—. De verdad, un excelente exterminio del demonio. Apuesto a que papá te habría dado una estrella de oro. Ahora, ¿podemos dejarnos de cumplidos? Reconocéis dónde estamos, ¿verdad?

Jace recorrió la sala con la mirada, y Clary lo imitó. La luz del exterior de las ventanas se había atenuado un poco, y Clary pudo ver el estrado con mayor claridad. Sobre él había dos inmensos… bueno, él único término aplicable era «tronos». Eran de marfil y oro, con escalones dorados que subían hasta ellos. Los dos tenían el respaldo curvado con una llave repujada en el centro.

«Soy el que vivió y murió —citó Sebastian—, y contempladme, porque estoy vivo para siempre, y tengo las llaves del Infierno y la muerte». —Hizo un gesto abarcando ambos tronos, y Clary se dio cuenta, sorprendida, de que había alguien arrodillado junto al trono de la izquierda, un cazador oscuro en traje rojo. Una mujer de rodillas, con las manos unidas ante ella—. Esas son las llaves, reconstruidas en forma de tronos y entregadas a mí por los demonios que gobiernan este mundo, Lilith y Asmodeus.

Sus oscuros ojos se posaron en Clary, y esta notó su mirada como unos fríos dedos recorriéndole la espalda.

—No sé por qué me estás enseñando esto —dijo ella—. ¿Qué esperas? ¿Admiración? No la tendrás. Puedes amenazarme todo lo que quieras; sabes que no me importa. No puedes amenazar a Jace; tiene el fuego del Cielo en las venas. No puedes hacerle daño.

—¿No puedo? —dijo Sebastian, petulante—. Quién sabe cuánto fuego del Cielo le queda en las venas, después del espectáculo de fuegos artificiales que se montó la otra noche. Ese demonio te puso de los nervios, ¿verdad, hermano? Sabía que no podrías soportar saberlo, saber que habías matado a uno de los tuyos.

—Me obligaste a cometer un asesinato —repuso Jace—. No fue mi mano la que sujetaba el cuchillo que mató a la hermana Magdalena; fue la tuya.

—Si así lo prefieres… —La sonrisa de Sebastian se tornó fría—. Sea como sea, hay otros a los que puedo amenazar. Amatis, levántate y trae aquí a Jocelyn.

Clary notó como pequeñas agujas de hielo correrle por las venas, pero trató de no mostrar ninguna expresión en el rostro mientras la mujer arrodillada se levantaba. Sí, era Amatis, con sus desconcertantes ojos azules como los de Luke. Sonrió.

—Será un placer —dijo, y salió de la sala, el extremo de su largo abrigo rojo barriendo el suelo tras ella.

Jace avanzó con un gruñido inarticulado, y se detuvo de golpe a varios pasos de Sebastian. Adelantó las manos, pero parecieron chocar contra algo transparente, una pared invisible.

Sebastian soltó un bufido.

—Como si fuera a dejarte que te acercaras… Tú, con el fuego ardiendo en tu interior. Una vez fue suficiente, gracias.

—Así que sabes que puedo matarte —repuso Jace, mirándolo directamente, y Clary no pudo evitar pensar en lo mucho que se parecían y lo diferentes que eran: como hielo y fuego; Sebastian blanco y negro, y Jace ardiendo de rojo y dorado—. No puedes ocultarte ahí eternamente. Te morirás de hambre.

Sebastian hizo un rápido gesto con los dedos, igual que Clary le había visto hacer a Magnus cuando lanzaba un hechizo, y Jace salió volando hacia atrás y se golpeó contra la pared. Clary ahogó un grito mientras se volvía y lo veía caer al suelo con un corte sangrante en un lado de la cabeza.

Sebastian hizo un ruidito de satisfacción y bajó la mano.

—No te preocupes —dijo como si nada, y volvió a mirar a Clary—. Se pondrá bien. Si finalmente no cambio de idea sobre lo que quiero hacer con él. Estoy seguro de que lo entiendes, ahora que has visto lo que soy capaz de hacer.

Clary se mantuvo inmóvil. Sabía lo importante que era mantener el rostro inexpresivo, no mirar a Jace con pánico, no mostrarle a Sebastian rabia ni miedo. En lo más profundo de su corazón, sabía mejor que nadie lo que él quería; sabía cómo era él, y esa era su mejor arma.

Bueno, quizá la segunda mejor.

—Siempre he sabido que tenías poder —repuso ella, sin mirar deliberadamente a Jace, sin analizar su inmovilidad ni el grueso hilo de sangre que le descendía por el rostro. Eso iba a pasar siempre; siempre iba a ser ella enfrentándose a Sebastian sin nadie, ni siquiera Jace, a su lado.

—Poder —repitió él, como si fuera un insulto—. ¿Así es como lo llamas? Aquí tengo más que poder, Clary. Aquí puedo dar forma a la realidad. —Había comenzado a caminar por el interior del círculo que había dibujado, con las manos a la espalda, como un profesor impartiendo una clase—. Este mundo solo está conectado con los hilos más finos a aquel en el que nacimos. El camino a través del País de las Hadas es uno de esos hilos. Esas ventanas son otro. Atraviesa esa —señaló la ventana de la derecha, por la que Clary podía ver el cielo azul oscuro de un ocaso tapizado de estrellas— y regresarás a Idris. Pero no es tan sencillo. —Miró las estrellas a través de la ventana—. Vine a este mundo porque era un buen escondite. Y luego comencé a darme cuenta. Estoy seguro de que nuestro padre te citó esas palabras muchas veces. —Le hablaba a Jace, como si este pudiera oírlo—. «Es mejor gobernar en el Infierno que servir en el Cielo». Y aquí mando yo. Tengo mis Oscurecidos y mis demonios. Tengo mi torre y mi ciudadela. Y cuando los bordes de este mundo se sellen, todo lo que está aquí serán mis armas. Las rocas, los árboles muertos, el propio suelo vendrá a mi mano y empleará su poder para mí. Y los Grandes, los viejos demonios, mirarán mi obra y me recompensarán. Me glorificarán, y gobernaré los abismos entre los mundos y los espacios entre todas las estrellas.

—«Y gobernará con una vara de hierro —citó Clary, recordando las palabras de Alec en la Sala de los Acuerdos—, y le daré la Estrella Matutina».

Sebastian se volvió hacia ella con los ojos brillantes.

—¡Sí! —exclamó—. Sí, muy bien, ahora lo estás entendiendo. Creía querer nuestro mundo, arrasarlo en sangre, pero quiero más que eso. Quiero el legado del nombre de Morgenstern.

—¿Quieres ser el diablo? —preguntó Clary, medio perpleja medio aterrada—. ¿Quieres gobernar el Infierno? —Extendió las manos—. Pues adelante. Ninguno de nosotros va a impedírtelo. Permite que nos vayamos a casa, te prometo que dejaremos tu mundo en paz, y podrás tener tu Infierno.

—Bien —repuso Sebastian—. Porque he descubierto algo que quizá me diferencia de Lucifer. No quiero gobernar solo. —Extendió el brazo, con un gesto elegante, y señaló los dos tronos del estrado—. Uno de esos tronos es para mí. Y el otro… el otro es para ti.

Las calles de Alacante torcían y volvían sobre sí mismas como las corrientes del mar. Si Emma no hubiera estado siguiendo a Helen, que llevaba una luz mágica en una mano y su ballesta en la otra, se habría perdido sin remedio.

El último sol estaba desapareciendo en el cielo, y las calles estaban oscuras. Julian cargaba con Tavvy, y el bebé le rodeaba el cuello con los brazos; Emma llevaba a Dru de la mano y los mellizos caminaban juntos en silencio.

Dru no iba deprisa y no paraba de tropezar, hasta el punto que se cayó varias veces, y Emma tuvo que ponerla en pie. Jules le decía a Emma que tuviera cuidado, y ella estaba tratando de tenerlo. No podía imaginarse cómo lo hacía Julian, cómo sujetaba a Tavvy con tanto cuidado, susurrándole tan tranquilizador que el niño ni siquiera lloraba. Dru sollozaba en silencio. Emma le limpió las lágrimas cuando la ayudó a levantarse por cuarta vez, murmurando palabras tontas para tranquilizarla, del mismo modo que su madre había hecho una vez cuando ella se había caído de niña.

En ningún momento había añorado a sus padres más que en este; era como tener un cuchillo en las costillas.

—Dru —comenzó, y entonces el cielo se iluminó de rojo. Las torres de los demonios se habían encendido de color escarlata puro, todo el dorado de advertencia ya desaparecido.

—Las murallas de la ciudad han cedido —dijo Helen, mirando hacia el Gard. Emma supo que pensaba en Aline. El resplandor rojo de las torres le teñía el pálido cabello del color de la sangre—. Vamos… Deprisa.

Emma no estaba segura de que pudieran ir más deprisa. Agarró a Drusilla por la muñeca con más fuerza y tiró de la niña hasta casi levantarla del suelo mientras murmuraba unas disculpas. Los mellizos, cogidos de la mano, eran más rápidos, incluso mientras corrían por los gastados escalones hacia la plaza del Ángel, guiados por Helen.

Habían llegado casi al último escalón cuando Julian dio el aviso.

—¡Helen, detrás de nosotros!

Emma se volvió y vio a un caballero hada en blanca armadura acercándose al pie de la escalera. Llevaba un arco hecho de una rama curva y su cabello era largo y del color de la corteza de los árboles.

Por un momento, su mirada se encontró con la de Helen. La expresión de su rostro cambió, y Emma se preguntó si habría reconocido la sangre de hada en sus venas… Entonces Helen alzó el brazo derecho y disparó su ballesta hacia él.

El caballero se apartó de su trayectoria, y el dardo dio en la pared que tenía detrás. Sonrió desdeñoso y saltó al primer escalón, y luego al segundo… y lanzó un grito. Emma contempló sorprendida cómo al caballero se le doblaban las piernas; cayó y aulló cuando su piel entró en contacto con el borde del escalón. Por primera vez, Emma notó que habían clavado sacacorchos, clavos y otros trozos de hierro forjado en los bordes de los escalones. El guerrero hada retrocedió, y Helen disparó de nuevo. El dardo le atravesó la armadura y se le hundió en el pecho. Se desplomó.

—Estamos a prueba de hadas —dijo Emma, y recordó haber mirado por la ventana de los Penhallow con Ty y Helen—. Todo ese metal, el hierro. —Señaló un edificio cercano, donde una larga tira de tijeras colgaba de cuerdas unidas al extremo del tejado—. Eso era lo que estaban haciendo los guardias…

De repente, Dru chilló. Otra figura corría por la calle en su dirección. Un segundo caballero hada, en este caso, una mujer con armadura verde claro y un escudo de hojas talladas superpuestas.

Emma sacó el cuchillo del cinturón y lo lanzó. Instintivamente, el hada alzó el escudo para detener el cuchillo, pero este voló por encima de su cabeza y cortó el cordón que sujetaba unas tijeras al techo. Las tijeras cayeron, con la punta por delante, y se le clavaron al hada entre los hombros. La mujer cayó al suelo con un grito, el cuerpo sacudiéndosele con espasmos.

—Buen trabajo, Emma —la felicitó Helen con voz rotunda—. Vamos, todos…

Se interrumpió con un grito cuando tres Oscurecidos surgieron de una calle lateral. Llevaban el traje de combate rojo que tan a menudo aparecía en las pesadillas de Emma. La luz de las torres de los demonios lo teñía aún más intensamente.

Los niños se quedaron callados como fantasmas. Helen alzó la ballesta y disparó un dardo. Le dio a uno de los Oscurecidos en el hombro, y este se tambaleó, pero no cayó. Helen empezó a recargar de nuevo la ballesta, y Julian trató de sujetar a Tavvy mientras intentaba desenfundar la espada que le colgaba al costado. Emma puso la mano sobre Cortana

Un círculo de luz rodante atravesó el aire y se hundió en el cuello del primer Oscurecido, salpicando de sangre la pared que tenía detrás. Se llevó las manos a la garganta y se desplomó. Volaron dos círculos más, uno después de otro, y se hundieron en el pecho de los otros cazadores oscuros. Cayeron en silencio, su sangre formando un charco sobre los adoquines.

Emma se volvió y alzó la mirada. Había alguien en lo alto de la escalera: un joven cazador de sombras con cabello negro y un brillante charkhram aún en la mano derecha. Otros más le colgaban del cinturón de armas. Bajo la luz roja de las torres de los demonios parecía resplandecer: una silueta alta y delgada en traje de combate negro recortada contra la noche aún más negra, la Sala de los Acuerdos alzándose tras él como una pálida luna.

—¿Hermano Zachariah? —exclamó Helen, asombrada.

—¿Qué está pasando? —preguntó Magnus con voz ronca. Ya no podía sentarse, y estaba tumbado, medio apoyado en los codos, sobre el suelo de la celda. Luke se encontraba con el rostro pegado al estrecho ventanuco. Tenía los hombros tensos, y casi ni se había movido desde que se oyeron los primeros gritos y ruidos.

—Luz —contestó Luke, finalmente—. Hay algún tipo de luz saliendo de la torre. Está levantando la niebla. Puedo ver la meseta abajo, y a varios Oscurecidos corriendo. Pero no sé lo que lo ha causado.

Magnus rio por lo bajo, y notó el sabor a metal en la boca.

—Vamos —dijo—. ¿Y tú qué crees?

Luke lo miró.

—¿La Clave?

—¿La Clave? —repitió Magnus—. Odio tener que decírtelo, pero a ellos no les importamos lo suficiente para venir aquí. —Echó la cabeza hacia atrás. Se sentía peor de lo que recordaba haberse sentido nunca… Bueno, nunca quizá no: hubo aquel incidente con las ratas y las arenas movedizas a finales de siglo—. Tu hija. A ella sí le importa.

Luke parecía horrorizado.

—Clary. No. No debería estar aquí.

—¿Acaso no está siempre donde no debería estar? —preguntó Magnus en un tono de voz racional. Al menos él pensaba que sonaba racional—. Y el resto. Sus inseparables compañeros. Mi…

Las puertas se abrieron de golpe. Magnus trató de sentarse, no pudo y cayó hacia atrás sobre los codos. Tuvo una vaga sensación de fastidio. Si Sebastian había ido a matarlos, prefería morir de pie que apoyado en los codos. Oyó voces: Luke gritando, y luego otros, y entonces un rostro se puso ante él, sus ojos eran como estrellas en un cielo claro.

Magnus exhaló con fuerza… Por un momento ya no se sintió enfermo, o temeroso de morir, ni siquiera enfadado o amargado. El alivio lo inundó, tan profundo como la pena, y alzó la mano para rozar, con el magullado dorso de la mano, la mejilla del chico que se inclinaba sobre él. Los ojos de Alec eran enormes, y azules, y estaban cargados de angustia.

—Oh, mi Alec —dijo Magnus—. Has estado tan triste… No lo sabía.

Mientras recorrían el camino hacia el centro de la ciudad, fueron encontrando más gente: más nefilim, más Oscurecidos, más guerreros hada, aunque las hadas se movían lenta y dolorosamente, muchos debilitados por el contacto con el hierro, el acero, la madera de serbal y la sal que se habían desplegado en abundancia por toda la ciudad como protección contra ellos. El poder de los soldados hada era legendario, pero Emma vio a muchos, que de otro modo podrían haber salido victoriosos, caer bajo las destellantes espadas de los nefilim, su sangre corriendo por las losas blancas de la plaza del Ángel.

Pero los Oscurecidos no estaban debilitados. Parecían no importarles los problemas de sus compañeros hadas, y se abrían paso a tajo limpio entre los nefilim que abarrotaban la plaza del Ángel. Julian tenía a Tavvy bajo la chaqueta abrochada. El niño estaba berreando, pero sus gritos se perdían en el fragor de la batalla.

—¡Tenemos que parar! —gritó Julian—. ¡Nos van a separar! ¡Helen!

Helen estaba pálida y con mal aspecto. Cuanto más se acercaban a la Sala de los Acuerdos, que ya se alzaba ante ellos, más nutridos eran los grupos de hechizos de protección contra las hadas; incluso Helen, con su herencia parcial, estaba comenzando a notarlos. Fue el hermano Zachariah (solo Zachariah, ahora, se recordó Emma, solo otro cazador de sombras como ellos) quien al final los hizo colocarse en fila a todos, Blackthorn y Carstairs, cogidos de la mano. Emma se agarró al cinturón de Julian, ya que este tenía la otra mano ocupada con Tavvy. Incluso Ty se vio obligado a darle la mano a Drusilla, aunque frunció el ceño al hacerlo, lo que provocó que su hermana empezase a llorar de nuevo.

Juntos, fueron hacia la Sala, Zachariah delante de ellos. Se había quedado sin hojas que lanzar y había cogido una lanza de hoja larga. La agitaba entre la multitud mientras avanzaba, y con eficiencia y frialdad iba abriendo un camino entre los Oscurecidos.

Emma ardía de ganas de sacar a Cortana de la vaina, de correr hacia adelante, y atravesar y matar con ella a los enemigos que habían asesinado a sus padres, que habían torturado y transformado al padre de Julian, que se habían llevado a Mark. Pero eso significaba soltarse de Julian y Livvy, y no pensaba hacerlo. Les debía demasiado a los Blackthorn, a Jules sobre todo. Jules, que la había mantenido viva, que le había llevado a Cortana cuando ella había pensado que se moriría de dolor.

Finalmente, subieron los escalones de la Sala detrás de Helen y Zachariah, y llegaron a la enorme puerta doble de la entrada. Había un guardia a cada lado, sujetando una enorme barra de madera. Emma reconoció a uno de ellos, era la mujer con el tatuaje del koi que a veces hablaba en las reuniones: Diana Wrayburn.

—Estamos a punto de cerrar la puerta —dijo el que sujetaba la barra—. Vosotros dos tendréis que dejarlos aquí. Dentro solo se permiten niños…

—Helen —la llamó Dru con voz temblorosa. La fila se rompió y los niños Blackthorn rodearon a Helen. Julian se quedó un poco al lado, con el rostro ceniciento y pálido, acariciando los rizos de Tavvy con la mano libre.

—No pasa nada —les decía Helen con voz ahogada—. Este es el lugar más seguro de Alacante. Mirad, hay sal y tierra de tumba por todos los escalones para que no puedan subir las hadas.

—Y hierro forjado bajo las losas —añadió Diana—. Seguimos las instrucciones del Laberinto Espiral al pie de la letra.

Al oír mencionar el Laberinto Espiral, Zachariah respiró hondo y se arrodilló para mirar a Emma a los ojos.

—Emma Cordelia Carstairs —dijo. Parecía muy joven y muy viejo al mismo tiempo. Tenía sangre en el cuello, donde destacaba su runa desdibujada, pero no era de él. Parecía estarle buscando algo en el rostro, pero Emma no habría podido decir qué—. Quédate con tu parabatai —continuó finalmente, en voz tan baja que nadie más pudo oírlo—. A veces lo más valiente es no luchar. Protégelos, y guarda tu venganza para otro día.

Emma lo miró con los ojos muy abiertos.

—Pero yo no tengo un parabatai… y ¿cómo sabías…?

Uno de los guardias gritó y cayó con una flecha de plumas rojas clavada en el pecho.

—¡Entrad! —gritó Diana. Agarró a los niños y casi los lanzó dentro de la Sala. Emma notó que la cogían y la empujaban al interior. Se volvió para mirar por última vez a Zachariah y a Helen, pero era demasiado tarde. La puerta se había cerrado tras ella, y la enorme barra de madera encajó en su lugar con un sonido que sonaba a definitivo.

—No —dijo Clary, mientras iba pasando la mirada del terrorífico trono a Sebastian.

«Deja la mente en blanco —se dijo—. Céntrate en Sebastian, en lo que está pasando aquí, en lo que puedes hacer para detenerlo. Deja de pensar en Jace».

—Debes saber que no me quedaré aquí —prosiguió Clary—. Quizá tú prefieras gobernar en el Infierno a servir en el Cielo, pero yo no quiero ni lo uno ni lo otro; solo quiero irme a casa y vivir mi vida.

—Eso no es posible. Ya he sellado el camino que os trajo aquí. Nadie puede regresar por él. Todo lo que queda es esto. —Señaló la ventana—. Y dentro de poco también estará sellada. No habrá forma de regresar a casa, no para ti. Tú sitio está aquí, conmigo.

—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Por qué yo?

—Porque te amo —respondió Sebastian. Parecía… incómodo. Tenso y cansado, como si quisiera alcanzar algo que no podía llegar a tocar—. No quiero que sufras ningún daño.

—¿No quieres…? Ya me has hecho sufrir. Trataste de…

—No importa si yo te hago daño —repuso él—. Porque tú me perteneces. Puedo hacer lo que quiera contigo. Pero no quiero que otra gente te toque, o te posea, o te haga daño. Quiero que estés aquí, para admirarme y ver lo que he hecho, lo que he conseguido. Eso es amor, ¿no?

—No —contestó Clary con una voz suave y triste—. No, no lo es. —Dio un paso hacia él, y su bota chocó contra el campo de fuerza invisible de su círculo de runas. No pudo avanzar más—. Si amas a alguien, lo que quieres es que también te ame.

Sebastian entrecerró los ojos.

—No seas condescendiente. Ya sé lo que tú crees que es el amor, Clarissa, y yo creo que te equivocas. Subirás al trono y reinarás a mi lado. Tienes un corazón oscuro en tu interior, y es una oscuridad que compartimos. Cuando yo sea todo lo que haya en tu mundo, cuando yo sea todo lo que te queda, entonces me amarás.

—No lo entiendo…

—No esperaba que lo hicieras. —Sebastian sonrió con superioridad—. No estás en posesión de toda la información, exactamente. Déjame adivinarlo: ¿sabes lo que ha pasado en Alacante desde tu partida?

Una sensación fría comenzó a crecerle en el estómago.

—Estamos en otra dimensión —respondió ella—. No hay manera de saberlo.

—Eso no es exacto —replicó Sebastian, y su voz estaba cargada de satisfacción, como si Clarissa hubiera caído precisamente en la trampa que él quería—. Mira a la ventana sobre el trono del este. Contempla Alacante ahora.

Clary miró. Cuando entró en la sala, a través de la ventana este solo había visto lo que parecía ser un cielo estrellado, pero en ese momento, mientras se concentraba, la superficie del vidrio pareció bullir y ondear. De repente pensó en el cuento de Blancanieves, el espejo mágico, con su superficie que bullía para mostrar el mundo exterior…

Estaba viendo el interior de la Sala de los Acuerdos. Estaba llena de niños. Niños cazadores de sombras sentados y de pie, y se mantenían juntos. Vio a los Blackthorn, los niños muy juntos en un grupo; Julian sentado con el bebé en el regazo y el brazo libre extendido como si pudiera abrazar al resto de sus hermanos, como si pudiera acercárselos todos y protegerlos. Emma estaba sentada cerca de él con una expresión dura en el rostro, su espada dorada reluciendo tras los hombros…

La escena pasó a la plaza del Ángel. Alrededor de la Sala de los Acuerdos había una bullente masa de nefilim, y alineados contra ellos se hallaban los Oscurecidos, con sus trajes escarlata y cargados de armas… Y no solo los Oscurecidos, sino formas que Clary reconoció con desesperación como los guerreros hada. Un hada alto con el cabello a mechones azules y verdes estaba luchando con Aline Penhallow, que se hallaba ante su madre, con la espada desenvainada como dispuesta a luchar hasta la muerte. Al otro lado de la plaza, Helen estaba tratando de abrirse camino entre la multitud hacia Aline, pero había demasiado atasco. La lucha le impedía avanzar, pero también los cadáveres, los cuerpos de los guerreros nefilim, caídos y agonizantes, muchos más de negro que de rojo. Estaban perdiendo la batalla, perdiéndola…

Clary se volvió hacia Sebastian cuando la escena comenzó a desvanecerse.

—¿Qué está ocurriendo?

—Se ha acabado —contestó él—. Pedí que la Clave te entregara a mí, y no lo hicieron. Es cierto que fue porque te escapaste, pero de todas formas ya no me sirven para nada. Mis fuerzas han invadido la ciudad. Los niños nefilim están escondidos en la Sala de los Acuerdos, pero cuando todos los demás estén muertos, tomarán la Sala. Alacante será mío. Todo Idris será mío. Los cazadores de sombras han perdido la guerra, aunque tampoco ha sido gran cosa como guerra. La verdad es que pensaba que serían más duros de pelar.

—Esos no son ni con mucho todos los cazadores de sombras que existen —replicó Clary—. Esos solo son los que estaban en Alacante. Todavía hay nefilim repartidos por todo el mundo…

—Todos los cazadores de sombras que ves beberán de la Copa Infernal muy pronto. Entonces serán mis servidores, y los enviaré por el mundo para encontrar a sus hermanos, y los que queden serán transformados o morirán. Mataré a las Hermanas de Hierro y a los Hermanos Silenciosos en sus ciudadelas de piedra y silencio. Dentro de un mes, la raza de Jonathan Cazador de Sombras habrá desaparecido de la Tierra. Y entonces… —Sonrió de un modo terrible, e hizo un gesto hacia la ventana del oeste, por la que se veía el mundo muerto y arrasado de Edom—. Ya has visto lo que le ocurre a un mundo sin protectores —se regodeó—. Tu mundo morirá. Muerte sobre muerte, y sangre en las calles.

Clary pensó en Magnus. «Vi una ciudad de sangre, con torres hechas de hueso, y la sangre corría por las calles como agua».

—No puedes pensar —repuso ella con voz lúgubre— que si haces eso, que si lo que me dices que va a suceder realmente sucede, habrá la más mínima posibilidad de que me siente en un trono junto a ti. Antes prefiero que me tortures hasta la muerte.

—Oh, no lo creo —replicó él alegremente—. Por eso he esperado. Para darte una opción. Todos esos seres mágicos que son mis aliados, todos los Oscurecidos que ves allí, esperan mis órdenes. Si doy la señal, se retirarán. Tu mundo estará a salvo. Nunca podrás volver allí, claro. Sellaré los pasos entre este mundo y aquel, y nunca más nadie, demonio o humano, viajará entre ellos. Pero estará a salvo.

—Una opción —repitió Clary—. ¿Has dicho que me estabas dando una opción?

—Claro —repuso él—. Gobierna junto a mí y dejaré con vida tu mundo. Niégate, y daré orden de aniquilarlo. Elígeme, y puedes salvar millones de vidas, hermana mía. Puedes salvar a todo un mundo condenando una sola alma, la tuya. Así que dime, ¿cuál es tu decisión?

—Magnus —dijo Alec con desesperación, mientras recorría con las manos las cadenas de adamas, clavadas profundamente en el suelo, que se unían a los grilletes de las muñecas del brujo—. ¿Estás bien? ¿Estás herido?

Isabelle y Simon estaban comprobando que Luke no tuviera ninguna herida. Isabelle no paraba de mirar hacia atrás a Alec, con el rostro ansioso. Este no quería encontrarse con su mirada, no quería que ella viera el miedo en sus ojos. Le puso el dorso de la mano en el rostro a Magnus.

—No te muevas —le dijo Alec, y sacó un cuchillo serafín del cinturón. Abrió la boca para nombrarlo, y notó que lo tocaba en la muñeca. Magnus había cerrado sus finos dedos alrededor de la muñeca de Alec.

—Llámalo Raphael —dijo Magnus, y cuando Alec lo miró desconcertado, Magnus dirigió los ojos hacia el cuchillo en la mano de Alex. Tenía los ojos medio cerrados, y Alec recordó lo que le había dicho Sebastian en el vestíbulo a Simon: «He matado al que te hizo». La boca de Magnus se curvó en la comisura.

—Es un nombre de ángel —dijo.

Alec asintió.

—Raphael —dijo en voz baja, y cuando la hoja se encendió, golpeó con fuerza la cadena de adamas, que se astilló bajo su filo. Las cadenas cayeron, y Alec soltó el cuchillo y cogió a Magnus por los hombros para ayudarlo a ponerse en pie.

Magnus cogió a Alec, pero en vez de levantarse, lo hizo bajar a él, mientras le deslizaba la mano por la espalda y se la hundía en el cabello. Magnus tiró de Alec hacia sí y lo besó, con fuerza, torpeza y determinación, y Alec se quedó inmóvil durante un instante antes de abandonarse al beso, respondiéndole, algo que había pensado que jamás volvería a hacer. Le subió las manos por los hombros y se las puso a ambos lados del cuello, para sujetarlo mientras lo besaba hasta dejarlo sin aliento.

Finalmente, Magnus se apartó. Le brillaban los ojos. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Alec, lo rodeó con los brazos y apretó con fuerza.

—Alec… —comenzó a decir en voz baja.

—¿Sí? —preguntó Alec, ansioso por saber qué quería Magnus.

—¿Os están persiguiendo?

—Eh… algunos Oscurecidos nos están buscando —contestó Alec con cautela.

—Una pena —repuso Magnus, y cerró de nuevo los ojos—. Me gustaría mucho que pudieras estirarte aquí conmigo. Solo… un ratito.

—Bueno, pues no puede —intervino Isabelle, no sin cierta amabilidad—. Tenemos que salir de aquí. Los Oscurecidos aparecerán en cualquier momento, y ya tenemos lo que hemos venido…

—Jocelyn. —Luke se apartó del muro e irguió los hombros—. Estáis olvidando a Jocelyn.

Isabelle abrió la boca y la volvió a cerrar.

—Tienes razón —dijo. Se llevó la mano al cinturón de armas y empuñó una espada. Se la tendió a Luke, y luego se agachó para recoger el cuchillo serafín de Alec, que aún ardía.

Luke tomó la espada y la sujetó con la descuidada habilidad de alguien que ha manejado armas blancas toda su vida. A veces, a Alec le costaba recordar que Luke había sido un cazador de sombras, pero en ese momento sí lo recordó.

—¿Puedes tenerte en pie? —le preguntó Alec a Magnus con ternura. Magnus asintió y dejó que Alec lo ayudara a levantarse.

Aguantó casi diez segundos antes de que le fallaran las piernas y se cayera, tosiendo, hacia adelante.

—¡Magnus! —exclamó Alec, y se puso al lado del brujo, pero este lo apartó con un gesto y trató de ponerse de rodillas.

—Deberíais iros sin mí —dijo con voz ronca—. Solo os haré ir más lentos.

—No lo entiendo. —Alec se sintió como si le estrujaran el corazón—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha hecho Sebastian?

Magnus negó con la cabeza, y fue Luke quien respondió:

—Esta dimensión está matando a Magnus —dijo con voz neutra—. Hay algo en ella, algo que tiene que ver con su padre, que está acabando con él.

Alec miró fijamente a Magnus, pero este solo negó con la cabeza de nuevo. Alec contuvo un irracional arranque de furia («aún ocultando cosas, incluso ahora»), y respiró hondo.

—Id vosotros a buscar a Jocelyn —dijo—. Yo me quedaré con Magnus. Iremos hacia el centro de la torre. Cuando la encontréis, id a buscarnos allí.

Isabelle parecía hundida.

—Alec…

—Por favor, Izzy —repuso Alec, y vio a Simon ponerle la mano a Isabelle en la espalda y susurrarle algo al oído. Ella asintió, finalmente, y se volvió hacia la puerta; Luke y Simon la siguieron. Ambos se pararon para mirar a Alec antes de salir, pero la imagen que se le grabó a este en la cabeza fue la de Izzy, sujetando el cuchillo serafín ante ella, como una estrella.

—Vamos —le dijo a Magnus con amabilidad y se agachó para levantarlo. El brujo se puso en pie como pudo, y Alec consiguió colocarse uno de sus largos brazos sobre los hombros. Magnus estaba más delgado que nunca: la camisa le colgaba de las costillas y tenía la piel hundida bajo los pómulos, pero aún quedaba mucho brujo para cargar: un montón de escuálidos brazos y piernas y una larga y huesuda columna.

—Apóyate en mí —indicó Alec, y Magnus esbozó la clase de sonrisa que hizo que Alec se sintiera como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el corazón y estuviera tratando de arrancarle el centro del mismo.

—Siempre lo hago, Alexander —repuso el brujo—. Siempre lo hago.

El bebé se había quedado dormido en el regazo de Julian. Este sujetaba a Tavvy con fuerza y mucho cuidado, mientras unas grandes ojeras se le iban dibujando en el rostro. Livvy y Ty estaban arrebujados juntos a su lado y Dru se acurrucaba contra él en el otro.

Emma estaba sentada tras él, con la espalda apoyada contra la suya, para darle algo en que sustentarse para equilibrar el peso del bebé. No había columnas libres contra las que sentarse, y lo mismo ocurría con las paredes. Docenas, cientos de niños estaban encerrados en la Sala.

Emma apoyó la cabeza contra la de Jules. Este olía como siempre: jabón, sudor y el frescor del océano, como si lo llevara en las venas. Su familiaridad era reconfortante y al mismo tiempo no lo era.

—Oigo algo —susurró—. ¿Y tú?

La mirada de Julian fue inmediatamente a sus hermanos; Livvy estaba medio dormida, con la barbilla apoyada en la mano. Dru miraba por la sala; sus grandes ojos azul verde lo captaban todo. Ty tamborileaba con el dedo sobre el suelo de mármol, contando obsesivamente de uno a cien y luego al revés. Había gritado y pataleado cuando Julian trató de mirarle el hematoma que se había hecho en el brazo al caer. Jules dejó que siguiera contando y meciéndose. Hacía que estuviera callado, y eso era lo que importaba.

—¿Qué oyes? —preguntó Jules, y Emma echó la cabeza hacia atrás cuando el sonido aumentó, el ruido de un viento muy fuerte o el chisporroteo de una enorme hoguera. Los niños comenzaron a moverse y a gritar, mirando al techo de vidrio de la Sala.

A través de él se veían nubes que se movían sobre la luna, y luego de entre las nubes emergió una salvaje mezcolanza de jinetes: jinetes sobre caballos negros, con los cascos en llamas; jinetes sobre enormes perros negros con ardientes ojos naranja. También se mezclaban otras formas incluso más modernas de transporte: carruajes negros tirados por corceles cadavéricos y motocicletas brillantes de cromo, hueso y ónice.

—La Cacería Salvaje —susurró Jules.

El viento era algo vivo y azotaba las nubes formando picos y valles que los jinetes subían y bajaban, sus gritos eran audibles sobre la galerna, y sus manos estaban erizadas de armas: espadas, mazas, lanzas y ballestas. La puerta delantera de la Sala comenzó a sacudirse y a temblar; la barra de madera que la trababa saltó hecha astillas. Los nefilim miraron hacia la puerta con ojos aterrados. Emma oyó la voz de uno de los guardias susurrar entre la gente:

—La Cacería Salvaje está persiguiendo a nuestros guerreros fuera de la Sala —decía—. Los Oscurecidos están limpiando el hierro y la tierra de tumba. ¡Romperán la puerta si los guardias no nos libran de ellos!

—La Hueste Rabiosa ha llegado —exclamó Ty, dejando de contar por un momento—. Los Recolectores de los Muertos.

—Pero el Consejo había protegido la ciudad contra las hadas —replicó Emma—. ¿Por qué…?

—No son hadas corrientes —dijo Ty—. La sal, la tierra de tumba y el hierro forjado no funcionan con la Cacería Salvaje.

Dru se volvió de golpe y alzó la mirada.

—¿La Cacería Salvaje? —preguntó—. ¿Eso quiere decir que Mark está aquí? ¿Ha venido a salvarnos?

—No seas tonta —replicó Ty con desdén—. Ahora, Mark está con los Cazadores, y la Cacería Salvaje quiere que haya batallas. Viene a recoger a los muertos cuando todo acaba, y los convierten en sus servidores.

Dru hizo una mueca de confusión. La puerta de la Sala se estremecía violentamente, y los goznes amenazaban con saltar de la pared.

—Pero si Mark no viene a salvarnos, ¿quién lo hará?

—Nadie —contestó Ty, y solo el nervioso tamborileo de sus dedos sobre el mármol mostraba que esa idea lo inquietaba—. Nadie va a venir a salvarnos. Vamos a morir.

Jocelyn se lanzó una vez más contra la puerta. Ya tenía el hombro magullado y sangrando y las uñas rotas de intentar forzar el candado. Llevaba un cuarto de hora oyendo ruido de pelea, el sonido inconfundible de pies corriendo, de demonios aullando…

El pomo de la puerta comenzó a girar. Se echó hacia atrás y cogió el ladrillo que había conseguido soltar de la pared. No podía matar a Sebastian, eso ya lo sabía, pero si pudiera herirlo, hacerlo más lento…

La puerta se abrió y el ladrillo salió volando de su mano. La persona que apareció en el marco de la puerta se agachó. El ladrillo chocó contra la pared y Luke se enderezó y la miró con curiosidad.

—Espero que cuando estemos casados no sea esa la manera en que me recibas todos los días al volver a casa —bromeó.

Jocelyn se lanzó sobre él. Luke estaba sucio, ensangrentado y polvoriento, con la camisa rota y una espada en la mano derecha, pero la rodeó con el brazo izquierdo y apretó con fuerza.

—Luke —dijo ella con la boca pegada a su cuello, y por un momento pensó que podía desmoronarse de alivio, felicidad, delirio y miedo, como se había desmoronado en sus brazos al descubrir que había sido mordido. Si lo hubiera sabido antes, si se hubiera dado cuenta de que el modo en que lo amaba era el modo en que se amaba a alguien con quien se quería pasar la vida, todo habría sido diferente.

Pero entonces Clary no habría existido. Se apartó y lo miró al rosto, los ojos firmes sobre los de él.

—¿Nuestra hija? —preguntó.

—Está aquí —contestó él, y se apartó para que pudiera ver a Isabelle y a Simon, que esperaban en el pasillo. Ambos parecían muy incómodos, como si ver a dos adultos abrazarse fuera lo peor que se pudiera ver, incluso en el reino de los demonios—. Ven con nosotros. Vamos a buscarla.

—No es seguro —dijo Clary, desesperada—. Los cazadores de sombras podrían no perder. Podrían recuperarse.

Sebastian sonrió.

—Es un riesgo que tendrás que correr —repuso—. Pero escucha, ya han llegado a Alacante los que cabalgan los vientos entre los mundos. Los atraen los lugares de las masacres. ¿Lo ves?

Hizo un gesto hacia la ventana que daba a Alacante. A través de ella, Clary vio la Sala de los Acuerdos bajo la luz de la luna, las nubes que se movían de un lado al otro en el fondo; y luego las nubes cambiaron y se convirtieron en otra cosa. Algo que ella había visto en una ocasión anterior, con Jace, tumbados en el fondo de una barca en Venecia. La Cacería Salvaje cruzando el cielo: guerreros de negro y harapos, cargados de armas, aullando mientras sus corceles fantasmales trapaleaban en el cielo.

—La Cacería Salvaje —murmuró, perpleja, y recordó a Mark Blackthorn, con las marcas de látigo en el cuerpo, los ojos perdidos.

—Los Recolectores de los Muertos —dijo Sebastian—. Los cuervos carroñeros de la magia acuden a donde se da una gran masacre. Una masacre que solo tú puedes evitar.

Clary cerró los ojos. Se sintió como si estuviera a la deriva, flotando sobre agua negra, y viendo las luces de la orilla alejarse y alejarse en la distancia. No tardaría en estar sola en el océano, con el helado cielo sobre ella y diez kilómetros de oscuridad vacía por debajo.

—Ve y siéntate en el trono —dijo Sebastian—. Si lo haces, los podrás salvar a todos.

Clary lo miró.

—¿Y cómo sé que mantendrás tu palabra?

Él se encogió de hombros.

—Sería un tonto si no lo hiciera. Tú lo sabrías inmediatamente, si te mintiera, y entonces lucharías contra mí, que es lo que no quiero. Además, para tener todo el poder aquí, debo sellar las fronteras entre nuestro mundo y este. Cuando las fronteras estén selladas, los Oscurecidos que hay en tu mundo se debilitarán, separados de mí, su fuente. Los nefilim podrán derrotarlos. —Esbozó una sonrisa blanca y cegadora como el hielo—. Será un milagro. Un milagro que realizaremos nosotros para ellos. Yo. Irónico, ¿no te parece?, que yo deba ser su ángel salvador.

—¿Y qué pasará con todos los que están aquí? ¿Jace? ¿Mi madre? ¿Mis amigos?

—Pueden vivir. No me importa —contestó Sebastian—. No pueden hacerme ningún daño, ahora y mucho menos aún cuando las fronteras estén selladas.

—Y todo lo que tengo que hacer es subir al trono —dijo Clary.

—Y prometer que estarás conmigo mientras yo viva. Lo que, evidentemente, será un largo período de tiempo. Cuando este mundo esté sellado, no solo seré invulnerable, sino que viviré eternamente. «Y mirad, estoy vivo para siempre, y tengo las llaves del Infierno y la muerte».

—¿Y estás dispuesto a hacerlo? ¿Renunciar a toda la Tierra, a tus cazadores oscuros, a tu venganza?

—Estaba comenzando a aburrirme —contestó Sebastian—. Esto es más interesante. Para serte sincero, también tú me estás empezando a aburrir un poco. Decide de una vez si vas a subir al trono o no, ¿quieres? ¿O necesitas que te persuada?

Clary conocía los métodos de persuasión de Sebastian. Cuchillos bajo las uñas, una mano apretándote el cuello. Una parte de ella deseaba que él la matara, que tomara esa decisión por ella. Nadie podía ayudarla. En eso, estaba totalmente sola.

—No seré el único que viva eternamente —continuó Sebastian, y su voz, casi amable, sorprendió a Clary—. Desde que descubriste el Mundo de las Sombras, ¿no has deseado secretamente ser un héroe? ¿Ser la más especial entre una gente especial? A nuestro modo, todos deseamos ser el héroe de nuestra gente.

—Los héroes salvan mundos —replicó Clary—. No los destruyen.

—Y te estoy ofreciendo esa oportunidad —remarcó Sebastian—. Cuando asciendas al trono, salvarás al mundo. Salvarás a tus amigos. Tendrás poder ilimitado. Te estoy ofreciendo un gran regalo, porque te amo. Puedes abrazar tu propia oscuridad y sin embargo decirte para siempre que hiciste lo correcto. ¿No es eso conseguir todo lo que quieres?

Clary cerró los ojos durante un latido, y luego otro. Solo el tiempo suficiente para ver rostros destellando ante sus párpados cerrados: Jace, su madre, Luke, Simon, Isabelle, Alec. Y tantos más: Maia y Raphael, y los Blackthorn, la pequeña Emma Carstairs, las hadas de la corte seelie, los rostros de la Clave, incluso el fantasmal recuerdo de su padre.

Abrió los ojos y comenzó a caminar hacia el trono. Oyó a Sebastian, a su espalda, inspirar profundamente. Así que a pesar de toda la seguridad en su voz había dudado, ¿verdad? No estaba seguro de ella. Detrás de los tronos, las dos ventanas parpadeaban como pantallas de vídeo: una mostraba desolación, la otra Alacante siendo atacado. Captó varias imágenes del interior de la Sala de los Acuerdos mientras llegaba a los escalones y empezaba a subirlos. Se movía con determinación. Había tomado una decisión y no iba a vacilar. El trono era enorme, era como escalar hasta una plataforma. El oro del que estaba hecho era frío al tacto. Llegó al último escalón, se volvió y se sentó.

Le pareció estar mirando hacia abajo desde lo alto de la cima de una montaña. Vio la Cámara del Consejo ante ella. Jace, tendido inconsciente junto a la pared. Y a Sebastian, que la miraba con una sonrisa que se le iba extendiendo por todo el rostro.

—Bien hecho —dijo él—. Mi hermana, mi reina.