LAS LLAVES DE LA MUERTE Y EL INFIERNO
—¡Dios, mi cabeza! —exclamó Alec mientras él y Jace se arrodillaban junto a una cresta de roca que coronaba una colina gris cubierta de sedimentos. La roca los ocultaba, y más allá, empleando las runas de visión lejana, podían ver la fortaleza medio en ruinas, y alrededor de ella, cazadores oscuros apiñados como hormigas.
Era como un reflejo deformado de la colina del Gard en Alacante. La estructura en lo alto se parecía al Gard que conocían, pero con una enorme muralla alrededor, la fortaleza encerrada, como un jardín en un claustro.
—Quizá no deberías haber bebido tanto anoche —dijo Jace inclinándose hacia adelante con los ojos entrecerrados. Alrededor de toda la muralla, los Oscurecidos se hallaban colocados en círculos concéntricos, con un nutrido grupo ante las puertas que conducían al interior. Había grupos más pequeños distribuidos en puntos estratégicos en lo alto y al pie de la colina. Alec vio a Jace contando a los enemigos, considerando y descartando estrategias en su cabeza.
—Y tú quizá deberías intentar parecer menos ufano por lo que hiciste anoche —replicó Alec.
Jace casi se cayó de la cresta.
—No parezco ufano. Bueno —se corrigió—, no más que de costumbre.
—Por favor… —replicó Alec mientras sacaba la estela—. Puedo vértelo en la cara como si fuera un libro abierto y pornográfico. Ojalá no pudiera.
—¿Es esta tu manera de decirme que cambie de cara? —inquirió Jace.
—¿Recuerdas cuando te burlabas de mí por escabullirme con Magnus y me preguntabas si me había caído de cuello? —preguntó Alec mientras se colocaba la punta de la estela en el antebrazo y comenzaba a dibujarse un iratze—. Es el momento de la venganza.
Jace resopló y le cogió la estela de la mano.
—Dame eso —dijo, y acabó el iratze por él, con su acostumbrada complicada floritura. Alec notó el efecto calmante y comenzó a pasársele el dolor de cabeza. Jace prestó atención de nuevo a la colina.
—¿Sabes lo que es interesante? —dijo—. He visto unos cuantos demonios voladores, pero se mantienen muy alejados del Gard Oscuro…
Alec alzó una ceja.
—¿Gard Oscuro?
—¿Tienes un nombre mejor? —Jace se encogió de hombros—. Bueno, pues se mantienen lejos del Gard Oscuro y de la colina. Sirven a Sebastian, pero parecen respetar su espacio.
—Bueno, no pueden estar muy lejos —repuso Alec—. Llegaron enseguida a la Sala de los Acuerdos cuando disparaste la alarma.
—Podrían estar dentro de la fortaleza —comentó Jace, diciendo en voz alta lo que ambos pensaban.
—Ojalá hubieras conseguido coger el skeptron —se lamentó Alec en voz baja—. Tengo la sensación de que podría cargarse a un montón de demonios. Si es que sigue funcionando después de tantos años. —Jace puso una cara rara, y Alec se apresuró a añadir—: Aunque nadie podría haberlo cogido. Lo intentaste…
—No estoy tan seguro —repuso Jace, y su expresión era tanto calculadora como lejana—. Ven. Volvamos con los demás.
No hubo tiempo de replicar: Jace ya estaba retrocediendo. Alec lo siguió, andando hacia atrás agachado, ocultándose de la vista del Gard Oscuro. Cuando habían alcanzado suficiente distancia, se incorporaron y bajaron medio deslizándose por la ladera sedimentaria hasta donde los esperaban los otros. Simon estaba junto a Izzy, y Clary había sacado su cuaderno de dibujo y un lápiz y estaba dibujando runas. Por el modo en que negaba con la cabeza, arrancaba las páginas, las arrugaba y las tiraba, se veía que no le estaba yendo tan bien como le habría gustado.
—¿Estás ensuciando a propósito? —preguntó Jace cuando él y Alec se detuvieron junto a los otros tres.
Clary le lanzó lo que seguramente pretendía ser una mirada asesina, pero que le salió bastante ñoña. Jace se la devolvió igual de ñoña. Alec se preguntó qué sucedería si hiciera un sacrificio a los dioses de los demonios oscuros de ese mundo a cambio de que no le recordaran constantemente que él estaba sin pareja. Y no solo sin pareja. No solamente añoraba a Magnus; estaba aterrado por él, con un constante y profundo terror que nunca le desaparecía del todo.
—Jace, este mundo ha sido convertido en cenizas, y toda criatura viviente está muerta —repuso Clary—. Estoy bastante segura de que no queda nadie para reciclar.
—¿Qué habéis visto? —preguntó Isabelle. No le había gustado nada que la dejaran atrás mientras Alec y Jace iban de reconocimiento, pero su hermano había insistido en que conservara las fuerzas. Últimamente lo escuchaba más, pensó Alec, del modo en que Izzy solo escuchaba a la gente cuya opinión respetaba. Era agradable.
—Mirad. —Jace cogió la estela del bolsillo y se arrodilló mientras se sacaba la chaqueta. Los músculos de la espalda se le movieron bajo la camiseta mientras con la punta de la estela dibujaba en la tierra amarillenta—. Aquí está el Gard Oscuro. Solo hay una entrada, y es a través de la verja de la muralla exterior. Está cerrada, pero una runa de apertura se encargaría de eso. La cuestión es cómo llegar a la verja. Las posiciones que mejor se pueden defender están aquí, aquí y aquí —su estela se movía con rapidez sobre la tierra—, así que iremos por detrás. Si la geografía de aquí es como la de nuestro Alacante, y eso parece, hay un sendero natural por la parte trasera de la colina. Cuando estemos más cerca, nos separaremos, aquí y aquí —la estela giraba al ritmo con que él dibujaba, y una marca de sudor le oscurecía la espada entre los omoplatos—, y trataremos de enviar a cualquier demonio u Oscurecido hacia el centro. —Se sentó y se mordisqueó el labio—. Puedo acabar con todos ellos, pero necesito que los mantengáis agrupados mientras lo hago. ¿Entendéis el plan?
Todos se lo quedaron mirando en silencio durante unos momentos.
—¿Qué es esa cosa torcida? —preguntó Simon finalmente—. ¿Es un árbol?
—Eso es la verja —contestó Jace.
—Oh —exclamó Isabelle, complacida—. ¿Y qué son estas ondas? ¿Hay un foso?
—Son líneas de trayectoria… ¿Acaso soy el único que ha visto un mapa de estrategia? —preguntó Jace. Tiró la estela al suelo y se pasó las manos por el rubio cabello—. ¿Habéis entendido algo de lo que acabo de decir?
—No —respondió Clary—. Seguramente tu estrategia es fantástica, pero tu habilidad para el dibujo es terrible; todos los Oscurecidos parecen árboles y la fortaleza es como una rana. Tiene que haber una forma mejor de explicarlo.
Jace se acuclilló y cruzó los brazos.
—Bueno, pues me encantaría oírla.
—Tengo una idea —apuntó Simon—. ¿Recordáis cuando hablé de Dragones y Mazmorras?
—Con claridad —contestó Jace—. Fue un momento difícil.
Simon no le hizo caso.
—Todos los cazadores oscuros visten con traje rojo —continuó—. Y no son ni muy inteligentes ni autónomos. Su voluntad parece estar incluida, al menos en parte, en la de Sebastian. ¿Cierto?
—Cierto —contestó Isabelle, y lanzó a Jace una mirada de calma.
—En D&M, mi primer movimiento, cuando te enfrentas a un ejército como este, sería atraer a un grupo, digamos a cinco, y quitarle la ropa.
—¿Eso es para que tengan que regresar desnudos a la fortaleza y su vergüenza afecte negativamente a la moral? —preguntó Jace—. Porque eso me parece difícil.
—Estoy bastante segura de que lo que pretende decir es cogerles la ropa y usarla de disfraz —intervino Clary—. Para poder llegar hasta la verja sin que nos detecten. Si los otros Oscurecidos no son muy perceptivos, puede que no se den cuenta. —Jace la miró sorprendido. Ella se encogió de hombros—. Está en todas las películas, desde siempre.
—Nosotros no vemos películas —recordó Alec.
—Creo que la cuestión es si Sebastian ve películas —aportó Isabelle—. Y por cierto, ¿nuestra estrategia cuando por fin lo veamos sigue siendo «confía en mí»?
—Sigue siendo «confía en mí» —respondió Jace.
—Oh, bien —repuso Isabelle—. Por un momento pensé que íbamos a tener un plan de verdad, con pasos que pudiéramos seguir. Ya sabes, algo que dé seguridad.
—Hay un plan. —Jace se puso la estela en el cinturón y se levantó—. La idea de Simon de cómo meternos en la fortaleza de Sebastian. Vamos a hacerlo.
Simon se lo quedó mirando.
—¿De verdad?
Jace cogió su chaqueta.
—Es una buena idea.
—Pero es mi idea —repuso Simon.
—Y es buena, así que lo vamos a hacer. Felicidades. Subimos la colina como os he explicado, y luego seguiremos tu plan cuando lleguemos a lo alto. Y cuando entremos ahí… —Se volvió hacia Clary—. Esas cosas que hiciste en la corte seelie. Cuando saltaste y dibujaste la runa en la pared, ¿podrías volver a hacerlo?
—No veo por qué no —contestó Clary—. ¿Por qué?
Jace comenzó a sonreír.
Emma estaba sentada en la cama de su pequeña habitación del desván, rodeada de papeles.
Por fin se había decidido a sacarlos de la carpeta que había cogido del despacho de la Cónsul. Los tenía extendidos sobre la manta, iluminados por la luz del sol que entraba por la diminuta ventana, aunque le costaba decidirse a tocarlos.
Eran fotos granulosas, tomadas bajo el brillante cielo de Los Ángeles, de los cadáveres de sus padres. Comprendió por qué no habían podido llevar los cuerpos a Idris. Los habían desnudado, y tenían la piel gris como la ceniza excepto donde estaba cubierta por unos feos escritos en negro, no como las Marcas, sino horrorosos. La arena alrededor estaba mojada, como si hubiera llovido; estaban lejos del agua. Emma contuvo el impulso de vomitar mientras se obligaba a absorber la información: cuándo encontraron los cuerpos, cuándo los habían identificado, y cómo se habían deshecho a trozos cuando los cazadores de sombras habían tratado de levantarlos…
—Emma. —Era Helen, desde la puerta. La luz que entraba por la ventana le teñía las puntas del cabello del color de la plata, igual que había hecho con el de Mark. Se parecía más que nunca a Mark. En realidad, el estrés la había hecho adelgazar y hacía más evidentes los delicados arcos de los pómulos y las puntas de las orejas—. ¿De dónde has sacado eso?
Emma alzó la barbilla, desafiante.
—Las he cogido del despacho de la Cónsul.
Helen se sentó en el borde de la cama.
—Emma, tienes que devolverlas.
Emma clavó un dedo en los papeles.
—No van a investigar lo que les pasó a mis padres —dijo—. Dicen que fue solo un ataque al azar de los Oscurecidos, pero no es cierto. Sé que no lo es.
—Emma, los Oscurecidos y sus aliados no solo matan a los cazadores de sombras de los Institutos. Acabaron con todo el Cónclave de Los Ángeles. Es normal que fueran también a por tus padres.
—Bueno, mis padres no eran nada de eso.
—¿Preferirías que los hubieran transformado? —preguntó Helen en voz baja, y Emma supo que estaba pensando en su propio padre.
—No —contestó Emma—. Pero ¿de verdad estás diciendo que no importa quién los mató? ¿Que ni siquiera debería querer saber por qué razón?
—¿Por qué razón qué? —Tiberius estaba en la puerta, su mata de revueltos rizos negros sobre los ojos. Parecía menor de la edad que realmente tenía, una impresión reforzada por la abeja de peluche que le colgaba de la mano. Su delicado rostro estaba marcado por el cansancio—. ¿Dónde está Julian?
—Está en la cocina preparando la comida —contestó Helen—. ¿Tienes hambre?
—¿Está enfadado conmigo? —preguntó Ty, mirando a Emma.
—No, pero ya sabes cómo se pone cuando le gritas o te haces daño —contestó Emma con cuidado. Era difícil saber qué podía asustar a Ty o provocarle una rabieta. Por lo que sabía, era mejor decirle siempre la verdad sin tapujos. La clase de mentiras que la gente solía decir a los niños, del tipo «esta inyección no te va a hacer ningún daño», resultaban desastrosas con Ty.
El día anterior, Julian había pasado bastante rato sacando cristales de los pies ensangrentados de su hermano y le había explicado con bastante firmeza que si volvía a caminar sobre cristales, Julian se lo diría a los mayores y él tendría que soportar el castigo que le impusieran. Como respuesta, Ty le había dado una patada, y le había dejado una huella ensangrentada en la camisa.
—Jules quiere que estés bien —dijo Emma—. Eso es lo único que quiere.
Helen le tendió los brazos a Ty. Emma no la culpó. Ty se veía pequeño y encogido, y la forma en que se aferraba a su abeja le resultaba preocupante. Emma también habría querido abrazarlo. Pero a él no le gustaba que lo tocaran, nadie excepto Livvy. Se apartó de su medio hermana y se acercó a la ventana. Un momento después, Emma fue junto a él, con cuidado de dejarle espacio.
—Sebastian puede entrar y salir de la ciudad —dijo Ty.
—Sí, pero solo es una persona, y no está muy interesado en nosotros. Además, creo que la Clave tiene un plan para mantenernos a salvo.
—Lo mismo creo yo —masculló Ty, mientras miraba por la ventana. A continuación señaló hacia abajo diciendo—: Pero no sé si funcionará.
Emma tardó un momento en darse cuenta de qué estaba señalando Ty. Las calles estaban abarrotadas, y no de peatones. Nefilim con los uniformes del Gard, y algunos en traje de combate, iban de un lado al otro por las calles, cargando martillos y clavos, y cajas con objetos que hicieron que Emma se los quedara mirando: tijeras y herraduras, cuchillos y dagas, y armas de diferentes clases, incluso cajas con lo que parecía tierra. Un hombre cargaba con varios sacos de arpillera marcados como sal.
Cada caja y cada saco tenía un símbolo estampado: una espiral. Emma la había visto antes en el Códice: el sello del Laberinto Espiral de los brujos.
—Hierro frío —dijo Ty pensativo—. Forjado, no calentado y modelado. Sal y tierra de tumba.
Helen puso la expresión característica de los adultos cuando saben algo pero no quieren decirlo. Emma miró a Ty, tranquilo y compuesto, sus serios ojos grises recorriendo las calles. Junto a él estaba Helen, que se había levantado de la cama con expresión ansiosa.
—Han pedido munición mágica —dijo Ty—. Del Laberinto Espiral. O quizá fuera idea de los brujos. Es difícil de decir.
Emma miró a través del cristal y luego de nuevo a Ty, que le devolvió la mirada velada por sus largas pestañas.
—¿Qué significa? —preguntó ella.
Ty esbozó su sonrisa, tan poco frecuente y practicada.
—Significa que lo que dijo Mark en la nota es cierto —contestó Ty.
Clary no creía haber llevado nunca tanta runa, o haber visto a los Lightwood cubiertos de tantos sellos mágicos como en ese momento. Ella las había dibujado todas, poniendo en cada una de ellas todo lo que tenía: todo su deseo de que estuvieran a salvo, todo su anhelo de encontrar a su madre y a Luke.
Los brazos de Jace parecían un mapa: las runas se le extendían por la clavícula, el pecho y el dorso de las manos. A Clary su propia piel le pareció algo ajeno cuando se miró. Recordó haber visto una vez a un chico que tenía la elaborada musculatura del cuerpo humano tatuada en la piel, y pensó que era como si se hubiera vuelto de cristal. En ese momento era algo parecido, se dijo, mirando a sus compañeros mientras subían la colina hacia el Gard Oscuro: el mapa de su valentía y esperanzas, sus sueños y deseos, marcados claramente en su cuerpo. Los cazadores de sombras no siempre eran muy abiertos con la gente, pero su piel era sincera.
Clary se había cubierto con runas de curación, pero no eran suficientes para evitar que los pulmones le dolieran por el polvo que impregnaba el aire. Recordó lo que Jace había dicho sobre los dos sufriendo más que los otros debido a su mayor concentración de sangre de ángel. Dejó de toser y se volvió. Escupió negro. Se pasó el dorso de la mano por la boca rápidamente, antes de que Jace pudiera volverse y verlo.
Quizá Jace dibujara mal, pero su estrategia era perfecta. Estaban ascendiendo en una especie de formación en zigzag, corriendo de una pila de piedras ennegrecidas a otra. Con aquella aridez, las piedras eran la única cobertura que proporcionaba la colina. La ladera estaba casi desprovista de árboles, solo quedaban unos cuantos tocones muertos aquí y allí. Se habían encontrado con un solo Oscurecido, del que no habían tardado en dar cuenta, su sangre empapando la tierra cenicienta. Clary recordaba el camino que subía al Gard en Alacante, verde y encantador, y miró con odio la tierra arrasada que la rodeaba.
El aire era pesado y caliente, como si el sol, de un color naranja quemado, los estuviera aplastando. Clary se unió a los otros detrás de un alto túmulo. Había rellenado sus botellas esa misma mañana en el lago de la caverna, y Alec estaba pasando una ronda de agua, con el rostro serio y manchado de polvo negro.
—Esto es lo último —dijo, y se la pasó a Isabelle. Esta tomó un pequeño sorbo y se la ofreció a Simon, que negó con la cabeza porque él no necesitaba agua. Se la entregó a Clary.
Jace la miró. Ella se vio reflejada en sus ojos, pequeña, pálida y sucia. Se preguntó si él la vería diferente después de la noche anterior. Casi esperaba que Jace le hubiera parecido diferente a ella, cuando se había despertado esa mañana junto a los fríos restos de la hoguera, con las manos del muchacho en las suyas. Pero era el Jace de siempre, el Jace que ella había amado desde el principio. Y él la miraba como siempre lo había hecho, como si ella fuera un pequeño milagro, de los que se guardan junto al corazón.
Clary se llenó la boca de agua y le pasó la botella a Jace, que echó la cabeza hacia atrás y tragó. Clary contempló cómo se le movían los músculos del cuello con una breve fascinación y luego apartó la vista antes de sonrojarse… Bueno, quizá algunas cosas sí habían cambiado, pero ese no era el momento de pensar en ello.
—Se ha acabado —dijo Jace, y tiró la botella, ya vacía. La observaron rodar entre las rocas. No había más agua—. Una cosa menos que cargar —añadió, tratando de hablar como si nada, pero la voz le salió tan seca como el polvo que los rodeaba.
A pesar de los iratzes, tenía los labios rotos y sangrando. Alec mostraba unas grandes ojeras y un tic nervioso en la mano izquierda. Los ojos de Isabelle estaban enrojecidos por el polvo, y cuando creía que nadie la miraba, se los frotaba y parpadeaba. Todos tenían un aspecto bastante terrible, pensó Clary, con la posible excepción de Simon, que estaba como siempre, de pie junto al túmulo, con los dedos apoyados en el borde de la piedra.
—Esto son tumbas —dijo de repente.
Jace alzó la mirada.
—¿Qué?
—Estas pilas de rocas. Son tumbas. Muy antiguas. La gente caía en la batalla y los enterraban cubriendo sus cadáveres con piedras.
—Cazadores de sombras —dijo Alec—. ¿Quién más moriría defendiendo la colina del Gard?
Jace tocó las piedras con una mano enguantada, y frunció el ceño.
—Nosotros quemamos a los muertos.
—Tal vez no en este mundo —sugirió Isabelle—. Las cosas aquí son diferentes. Quizá no tuvieran tiempo. Quizá fuera su última batalla…
—Calla —dijo Simon. Se había quedado inmóvil, con una intensa expresión de concentración—. Viene alguien. Alguien humano.
—¿Cómo sabes que es humano? —preguntó Clary bajando la voz.
—Sangre —contestó sucinto—. La sangre de los demonios huele diferente. Son personas…, nefilim. Pero… no, no.
Jace hizo un gesto rápido con la mano para que se callaran y todos quedaron en silencio. Apretó la espalda contra el túmulo y miró al otro lado. Clary vio que se le tensaba el mentón.
—Oscurecidos —dijo en voz baja—. Cinco.
—El número perfecto —repuso Alec con una sorprendente sonrisa depredadora. Antes de que Clary pudiera ver el movimiento, él ya tenía el arco en la mano. Se fue hacia el lado, salió del refugio de las rocas y disparó una flecha.
Clary vio la cara de sorpresa de Jace. No se había esperado que Alec fuera el primero en actuar; luego se sujetó a una de las rocas del túmulo para impulsarse por encima. Isabelle saltó tras él como un gato, y Simon la siguió. Entonces se oyó un largo grito borboteante, que paró de golpe.
Fue a sacar a Heosphoros, pero se lo pensó mejor y cogió una daga de su cinturón de armas antes de lanzarse hacia el otro lado del túmulo. Había una pendiente tras él, con el Gard Oscuro alzándose negro y destrozado sobre ellos. Cuatro cazadores de sombras vestidos de rojo miraban alrededor, perplejos y sorprendidos. Uno de ellos, una mujer rubia, yacía tirada en el suelo, con el cuerpo colina arriba; una flecha le salía del pecho.
«Eso explica el ruido borboteante», pensó Clary un poco mareada, mientras Alec ponía otra flecha en el arco y la disparaba. Un segundo hombre, moreno y panzudo, se tambaleó hacia atrás con un chillido, la flecha clavada en la pierna; al instante, Isabelle estuvo sobre él, y con el látigo le cortó el cuello. Mientras el hombre se desplomaba, Jace saltó y se dejó llevar por la fuerza de la caída para lanzarse hacia adelante. Sus espadas destellaron moviéndose como tijeras, y le cortó la cabeza a un hombre calvo cuyo traje rojo de combate estaba salpicado de parches de sangre seca. La sangre saltó a chorro y le cubrió el traje escarlata con otra capa de rojo mientras el cuerpo sin cabeza caía al suelo. Se oyó un chillido, y la mujer que estaba tras él alzó una espada curva para atacar a Jace. Clary lanzó la daga, que se hundió en la frente de la mujer. Esta se fue doblando mientras caía al suelo sin proferir ni un solo grito.
El último de los Oscurecidos comenzó a correr, tambaleándose colina abajo. Simon pasó como un rayo junto a Clary, en un movimiento demasiado rápido para captar, y saltó como un gato. El Oscurecido cayó al suelo con un grito ahogado de terror, y Clary vio a Simon alzarse sobre él y luego morderlo como una víbora. Se oyó un ruido como de papel al romperse.
Todos miraron hacia otro lado. Después de un largo momento, Simon se alzó del cuerpo inerte y subió hacia ellos. Tenía sangre en la camisa, en las manos y en el rostro. Volvió la cara hacia un lado, tosió y escupió; parecía a punto de vomitar.
—Amarga —dijo—. La sangre. Sabe como la de Sebastian.
Isabelle parecía tener náuseas, cosa que no parecía haber experimentado cuando le cortó el cuello al cazador oscuro.
—Lo odio —exclamó de repente—. A Sebastian. Lo que les ha hecho es peor que asesinarlos. Ya no son personas. Cuando mueren, no se los puede enterrar en la Ciudad Silenciosa. Y nadie irá a llorarlos. Ya los han llorado. Si quisiera a alguien y lo transformaran en eso, me alegraría de que muriera.
Respiraba trabajosamente, y nadie dijo nada. Finalmente, Jace miró al cielo, los ojos brillantes en su sucia cara.
—Será mejor que sigamos. El sol ha bajado y, además, alguien puede habernos oído. —Les quitaron los trajes a los cadáveres, rápidamente y en silencio. Había algo asqueroso en ese trabajo, algo que no les había parecido tan terrible cuando Simon había descrito la estrategia, pero que en ese momento era horrible. Clary había matado demonios y renegados, y habría matado a Sebastian si hubiera podido hacerlo sin matar también a Jace. Pero había algo turbio y como de carnicero en quitarles la ropa a los cadáveres de los cazadores de sombras, incluso a esos marcados con runas de la muerte y del Infierno. Clary no conseguía dejar de mirar el rostro de uno de los cazadores muertos, un hombre de cabello castaño, y de preguntarse si no sería el padre de Julian.
Se puso la chaqueta y los pantalones de la mujer más menuda, pero aun así le iban grandes. Un rápido trabajito con el cuchillo acortó las mangas y los bajos, y el cinturón de armas le sujetaba los pantalones. Alec no podía hacer mucho: acabó con la chaqueta del más alto de los cazadores oscuros y le sobraba por todas partes. Las mangas de Simon le quedaban demasiado cortas y apretadas, y cortó las costuras de los hombros para poder moverse con facilidad. Jace e Isabelle consiguieron ropa casi de su talla, aunque la de Isabelle estaba salpicada de sangre seca. Jace hasta resultaba apuesto con el rojo oscuro, lo que no dejaba de ser molesto.
Ocultaron los cuerpos detrás del túmulo de rocas y siguieron colina arriba. Jace tenía razón: el sol se estaba poniendo, y cubría el reino de colores de fuego y sangre. Comenzaron a caminar en formación al irse acercándose más y más a la silueta del Gard Oscuro.
De repente, la cuesta dio paso a terreno llano, y rápidamente se encontraron allí, ante la meseta frente a la fortaleza. Era como mirar un negativo superpuesto a otro. Clary veía en su cabeza el Gard como era en su mundo: la colina cubierta de árboles y plantas, los jardines que rodeaban la torre, el brillo de la luz mágica que iluminaba todo el conjunto. El sol brillaba sobre él durante el día, y las estrellas por la noche.
En ese lugar, la cima de la colina era baldía y la barría un viento lo suficientemente frío como para atravesar la tela de la chaqueta robada de Clary. El horizonte era una línea roja como un cuello rajado. Todo estaba bañado en esa luz de sangre, desde el montón de Oscurecidos que rondaban por la meseta hasta el propio Gard Oscuro. Ya cerca, pudieron ver la muralla que lo rodeaba y las recias verjas.
—Será mejor que te subas la capucha —dijo Jace a su espalda, mientras cogía la capucha en cuestión y se la ponía sobre la cabeza—. Tu cabello es muy reconocible.
—¿Para los Oscurecidos? —soltó Simon, que a Clary le resultaba terriblemente raro en su traje de combate rojo. Nunca se había imaginado ver a Simon en traje de combate.
—Para Sebastian —respondió Jace secamente, y se subió su propia capucha. Habían sacado las armas: el látigo de Isabelle destellaba bajo la luz roja, y Alec tenía el arco en las manos. Jace miraba hacia el Gard Oscuro. Clary casi se esperaba que Jace dijera algo, que soltara un discurso de estímulo. No lo hizo. Le veía el pronunciado ángulo de los pómulos bajo la capucha del traje, la tensa postura del mentón. Estaba preparado. Todos lo estaban.
—Vamos hacia la puerta —dijo, y siguió avanzando.
Clary sintió frío, el frío de la batalla, que le mantenía recta la espalda y la respiración tranquila. La tierra allí era distinta, notó vagamente. A diferencia del resto de la arena de ese mundo desierto, había sido apisonada por mil pies. En ese momento, un guerrero vestido de rojo la sobrepasó, un hombre de piel oscura, alto y musculoso. No les prestó ninguna atención. Parecía estar haciendo la ronda, al igual que otros Oscurecidos, una especie de recorrido asignado que hacía y deshacía una y otra vez. Una mujer pálida con cabello canoso iba unos cuantos pasos tras él. Clary notó que se le tensaban los músculos: ¿Amatis? Pero cuando la mujer pasó más cerca vio que su rostro no le resultaba conocido. De todas formas, Clary pensó que notaba los ojos de la mujer puestos en ella, y sintió un gran alivio cuando dejó de verlos.
El Gard ya se alzaba ante ellos, las puertas enormes y hechas de hierro. Tenían grabado el dibujo de una mano sujetando un arma: un skeptron rematado con un orbe. Era evidente que las puertas habían estado sujetas a años de profanaciones. La superficie estaba arañada y picoteada, aquí y allí con salpicaduras de icor y lo que se parecía inquietantemente demasiado a sangre humana seca.
Clary se acercó para colocar la estela en las puertas, ya con la runa de apertura en la cabeza, pero las hojas giraron sobre sus goznes al tocarlas. Les lanzó una mirada sorprendida a los demás. Jace se mordisqueaba nerviosamente el labio. Clary alzó una inquisitiva ceja, pero él solo se encogió de hombros, como diciendo: «Avancemos. ¿Qué más podemos hacer?».
Avanzaron. Al otro lado de las puertas había un puente sobre un estrecho barranco. La oscuridad se arremolinaba en el fondo del abismo, más espesa que la niebla o el humo. Isabelle cruzó la primera con su látigo, y Alec ocupó la retaguardia, mirando hacia atrás con el arco preparado. Mientras cruzaban el puente en fila india, Clary se atrevió a lanzar una mirada al precipicio, y casi dio un brinco hacia atrás: la oscuridad tenía miembros, patas largas y ganchudas como las de una araña, y lo que parecían brillantes ojos amarillos.
—No mires —le advirtió Jace en voz baja, y Clary volvió a clavar la mirada en el látigo de Isabelle, dorado y reluciente ante ellos. Iluminaba la oscuridad, y así, cuando llegaron a la puerta principal de la torre, Jace pudo encontrar con facilidad el cierre y abrirla.
Giró sobre sus goznes abriéndose hacia la oscuridad. Todos se miraron, una breve parálisis que ninguno de ellos conseguía superar. Clary se encontró observando a los demás, tratando de memorizarlos: los ojos castaños de Simon, la curva de la clavícula de Jace bajo la chaqueta roja, el arco de las cejas de Alec, el ceño preocupado de Isabelle.
«Basta —se dijo a sí misma—. Esto no es el final. Volverás a verlos».
Miró hacia atrás. Más allá del puente se hallaban las puertas, abiertas de par en par, y aún más allá los Oscurecidos, inmóviles. Clary tuvo la sensación de que estos también estaban mirando, todo parecía inmóvil en ese trepidante instante antes de la caída.
«Ahora».
Dio un paso hacia la oscuridad. Oyó a Jace pronunciar su nombre en voz muy baja, casi un susurro, y luego se halló al otro lado del umbral, y había luz a su alrededor, cegándola con su brusquedad. Oyó el murmullo de los otros mientras se colocaban a su lado, y luego una fría ráfaga de aire al cerrarse la puerta tras ellos.
Alzó los ojos. Se hallaban en un enorme vestíbulo, del tamaño del interior de la Sala de los Acuerdos. Una enorme escalera de piedra con doble espiral subía hacia las alturas, retorciéndose, dos juegos de peldaños que se cruzaban pero nunca se encontraban. Cada uno con pasamanos de piedra a ambos lados, y Sebastian apoyado en uno de los más cercanos, sonriéndoles.
Era una sonrisa definitivamente salvaje: encantada y expectante. Llevaba un traje de combate escarlata e impoluto, y el cabello le brillaba como el hierro. Negó con la cabeza.
—Clary, Clary —dijo—. De verdad creía que eras más lista que todo esto.
Clary se aclaró la garganta. Se la notaba cerrada por el polvo y el miedo. La piel le vibraba como si hubiera tomado adrenalina.
—¿Más lista que qué? —replicó ella, y casi se estremeció ante el eco de su propia voz, que rebotó en las desnudas paredes de piedra. No había tapices, ni cuadros, ni nada que suavizara el impacto.
Aunque no sabía qué otra cosa se había esperado encontrar en un mundo de demonios. Evidentemente, no había arte.
—Estamos aquí —continuó Clary—. Dentro de tu fortaleza. Somos cinco, y tú, uno.
—Oh, vale —repuso él—. ¿Y se supone que debo parecer sorprendido? —Retorció el rostro en una mueca burlona de falsa sorpresa que le retorció las entrañas a Clary—. ¿Quién lo habría dicho? —le dijo burlón—. Quiero decir, dejemos aparte que, evidentemente, me enteré por la reina de que habíais venido aquí, pero desde que habéis llegado, habéis encendido un enorme fuego, habéis tratado de robar un artefacto protegido por los demonios… quiero decir que lo único que habéis hecho ha sido dibujar una enorme flecha que señalaba directamente vuestra localización. —Suspiró—. Siempre he sabido que la mayoría de vosotros erais terriblemente estúpidos. Incluso Jace, bueno, eres guapo pero no muy listo, ¿verdad? Quizá si Valentine hubiera pasado unos cuantos años más contigo… Pero no, seguramente ni así. Los Herondale siempre han sido una familia más valorada por su mentón que por su inteligencia. En cuanto a los Lightwood, cuanto menos se diga, mejor. Generaciones de idiotas. Pero Clary…
—Te has olvidado de mí —dijo Simon.
Sebastian arrastró la mirada hasta Simon, como si fuera algo desagradable.
—Tú sigues apareciendo como una moneda falsa —soltó—. Vampiro pesado. He matado al que te hizo, ¿lo sabías? Pensaba que los vampiros sentían todo tipo de cosas, pero tú pareces indiferente. ¡Qué desalmado!
Clary notó que Simon se tensaba levemente a su lado, y lo recordó en la cueva, cuando se había doblado sobre sí mismo como si lo hubiera atravesado alguna clase de dolor. Dijo que había sido como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el pecho.
—Raphael —susurró Simon. Junto a él, Alec había palidecido de golpe.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó con voz profunda—. Magnus… Luke…
—Nuestra madre —acabó Clary—. Seguramente ni siquiera tú le harías daño.
La sonrisa burlona de Sebastian se volvió amarga.
—Ella no es mi madre —dijo, y luego se encogió de hombros con un exagerado gesto de exasperación—. Está viva —contestó—. Y en cuanto al brujo y al licántropo, no podría decirlo. No he ido a verlos desde hace tiempo. El brujo no estaba muy bien la última vez que lo vi —añadió—. Me parece que esta dimensión le sienta fatal. Podría estar ya muerto. Pero no podéis esperar que yo haya previsto nada parecido.
Alec alzó el arco en un fluido movimiento.
—Prevé esto —dijo, y disparó la flecha.
Fue directa hacia Sebastian, que se movió con la velocidad del rayo y agarró el proyectil en el aire, cerrando los dedos alrededor del ástil mientras la flecha le vibraba en la mano. Clary oyó a Isabelle tragar, y sintió la sangre y el temor en sus propias venas.
Sebastian volvió hacia Alec la punta de la flecha, como si fuera un maestro agitando una regla, y chasqueó la lengua en desaprobación.
—Niño malo —dijo—. ¿Intentas matarme aquí, en mi fortaleza, en el corazón de mi poder? Como he dicho, sois tontos. Todos sois tontos. —Hizo un gesto repentino, un giro de la muñeca, y la flecha se quebró con un ruido seco, como el de un disparo.
Las puertas dobles a ambos lados de la estancia se abrieron de golpe y comenzaron a entrar demonios.
Clary se lo había esperado, y había intentado prepararse para ello, pero aquella invasión superaba todas sus expectativas. Había visto demonios en grandes cantidades, y sin embargo, mientras la marea entraba por ambos lados, mezclando criaturas arácnidas de gruesos cuerpos ponzoñosos, monstruos humanoides carentes de piel que goteaban sangre, cosas con garras y dientes y enormes mantis religiosas con grandes bocas de mandíbulas perpetuamente abiertas, Clary sintió como si la piel se le quisiera escapar del cuerpo. Se obligó a permanecer inmóvil, con la mano en Heosphoros, y miró a su hermano.
Él le respondió con su propia mirada siniestra, y Clary recordó al chico de su visión, el de ojos verdes como los de ellos. Vio que las arrugas aparecían en la frente de Sebastian.
Este alzó la mano y chasqueó los dedos.
—Quietos —ordenó.
Los demonios se quedaron clavados en su sitio, rodeando a Clary y a los otros. Esta oyó la agitada respiración de Jace, y notó que cerraba los dedos alrededor de la mano que tenía ella a la espalda. Una silenciosa señal. Los otros permanecían rígidos, rodeándola.
—Mi hermana —dijo Sebastian—. No le hagáis daño. Traedla aquí. Matad a los otros. —Miró a Jace con los ojos entrecerrados—. Si podéis.
Los demonios avanzaron. El medallón de Isabelle palpitaba como una luz estroboscópica, lanzando ardientes lenguas de rojo y dorado. Bajo la fuerte luz, Clary vio a los otros tomar posiciones para defenderse de los demonios.
Era su oportunidad. Corrió hacia la pared, notando cómo la runa de agilidad le ardía en el brazo mientras saltaba, se agarraba a la áspera piedra con la mano izquierda y clavaba la punta de la estela en el granito como si fuera un hacha hundiéndose en el tronco de un árbol. Notó que la piedra se estremecía. Aparecieron pequeñas fisuras, pero ella siguió agarrada con terca determinación y arrastró la estela por la superficie de la pared, rajándola con rapidez. Notó la resistencia como algo distante. Todo parecía haber retrocedido, incluso el estruendo de la lucha a su espalda, el hedor y los aullidos de los demonios. Solo notaba el poder de las runas resonando en su interior mientras dibujaba, y dibujaba, y dibujaba…
Algo la cogió por el tobillo y tiró de ella. Una punzada de dolor le recorrió la pierna. Miró hacia abajo y vio un correoso tentáculo enrollado en su bota, tirando de ella. Estaba unido a un demonio que parecía un enorme loro mudando las plumas y con tentáculos saliéndole de donde hubieran debido estar las alas. Clary se aferró con más fuerza a la pared, agitando la estela de un lado a otro, y la roca tembló mientras las líneas negras devoraban la piedra.
Aumentó la presión que notaba en el tobillo. Con un grito, Clary se soltó. La estela se le cayó mientras ella se estrellaba contra el suelo. Ahogó un grito y rodó hacia el lado justo cuando una flecha le pasó por encima de la cabeza y se hundió en la carne del demonio. Clary volvió la cabeza y vio a Alec, que cogía otra flecha. En ese momento, las runas de la pared a su espalda comenzaron a iluminarse como un mapa de fuego celestial. Jace estaba junto a Alec, con la espada en la mano y los ojos fijos en Clary.
Ella asintió lentamente con la cabeza.
«Hazlo».
El demonio que la sujetaba rugió, el tentáculo perdió fuerza y Clary se puso en pie como pudo. No había sido capaz de dibujar una puerta rectangular, así que la entrada dibujada en la pared ardía en un círculo irregular, como la abertura de un túnel. En el interior del resplandor vio el centelleo de un Portal que ondeaba como agua plateada.
Jace pasó ante ella y se lanzó de cabeza al interior. Clary captó un atisbo de lo que había al otro lado: la destrozada Sala de los Acuerdos con la estatua de Jonathan Cazador de Sombras. Sin perder un instante, se lanzó hacia la entrada y apretó la mano contra el Portal, con el fin de mantenerlo abierto y que Sebastian no pudiera cerrarlo. Jace solo necesitaba unos segundos…
Oyó a Sebastian a su espalda, gritando en un idioma que ella desconocía. El hedor de los demonios lo llenaba todo. Oyó un siseo y un cascabeleo, y al volverse vio a un rapiñador corriendo hacia ella, con su cola de escorpión preparada para atacarla. Clary se echó hacia atrás, encogida, justo cuando el monstruo cayó en dos trozos, seccionado por la mitad por el látigo de Isabelle. Un icor apestoso cubrió el suelo. Simon agarró a Clary y la arrastró hacia dentro. En ese momento, el Portal se cubrió de una repentina y cegadora luz, y Jace lo atravesó.
Clary inspiró con fuerza. Nunca Jace se había parecido tanto a un ángel vengador, saltando entre nubes y fuego. Su brillante cabello parecía arder cuando aterrizó suavemente y alzó el arma que sujetaba en la mano. Era el skeptron de Jonathan Cazador de Sombras. El orbe en el centro brillaba. A través del Portal, justo antes de cerrarse, Clary vio las oscuras formas de los demonios voladores, oyó sus gritos de decepción y rabia al llegar y ver que el arma había desaparecido y que al ladrón no se lo veía por ninguna parte.
Cuando Jace alzó el skeptron, los demonios que los rodeaban comenzaron a retroceder atropelladamente. Sebastian estaba apoyado en la balaustrada, aferrándola con las manos, pálido como la muerte. Tenía la mirada clavada en Jace.
—Jonathan —dijo, y su voz les llegó resonante—. Jonathan, te prohíbo…
Jace alzó el skeptron y el orbe estalló en llamas. Era una llama brillante, contenida, fría, más luz que calor; un resplandor cegador que cubrió toda la sala redibujando los contornos con su brillo. Clary vio que los demonios se volvían ardientes siluetas antes de estremecerse y estallar convertidos en cenizas. Los que estaban más cerca de Jace se deshicieron primero, pero la luz los atravesó a todos como una grieta abriéndose en la tierra, y uno a uno fueron chillando y disolviéndose, dejando atrás una gruesa capa de ceniza gris y negra sobre el suelo.
La luz se intensificó, más y más brillante, hasta que Clary tuvo que cerrar los ojos, y a pesar de ello siguió viendo el último estallido de brillo a través de los párpados. Cuando volvió a abrirlos, el vestíbulo estaba casi vacío. Solo quedaban sus compañeros y ella. Los demonios habían desaparecido. Y Sebastian seguía allí, en la escalera, inmóvil, pálido y perplejo.
—No —masculló con los dientes apretados.
Jace seguía con el skeptron en la mano; el orbe se había vuelto negro y muerto, como una bombilla fundida. Miró a Sebastian; el pecho le subía y bajaba con rapidez.
—Creías que no sabíamos que nos estabas esperando —dijo—. Pero contábamos con eso. —Dio un paso adelante—. Te conozco —afirmó, aún jadeante, con el cabello alborotado y los dorados ojos encendidos—. Tú me poseíste, me controlaste, me obligaste a hacer tu voluntad, pero aprendí de ti. Estabas en mi cabeza y lo recuerdo. Recuerdo cómo piensas, cómo haces los planes. Sabía que nos subestimarías, pensabas que no supondríamos que era una trampa, pensabas que no habríamos planeado esa circunstancia. Te olvidas de que te conozco; conozco hasta el último rincón de tu arrogante cerebro…
—Calla —siseó Sebastian. Los señaló con una temblorosa mano—. Pagaréis con sangre por esto —los amenazó, y luego se volvió y corrió escaleras arriba. Desapareció tan deprisa que ni siquiera la flecha de Alec, volando tras él, pudo alcanzarlo. En vez de eso, golpeó la curva de la escalera, se quebró en el impacto contra la piedra y cayó al suelo en dos trozos.
—Jace —lo llamó Clary. Le tocó el brazo. Él parecía haberse quedado paralizado—. Jace, cuando dice que lo pagaremos con sangre, no se refiere a nuestra sangre. Se refiere a la de ellos. Luke, Magnus y mamá. Tenemos que encontrarlos.
—Es cierto. —Alec bajó el arco. La chaqueta roja del traje de combate se le había roto en la pelea, y el brazal que llevaba estaba manchado de sangre—. Cada escalera llega a un nivel diferente. Tendremos que separarnos. Jace, Clary, id por la escalera este; el resto tomaremos la otra.
Nadie protestó. Clary sabía que Jace nunca habría accedido a separarse de ella, y tampoco Alec habría dejado a su hermana, o Isabelle y Simon habrían tenido que separarse. Si tenían que dividirse, esa era la única manera.
—Jace —dijo Alec de nuevo, y esta vez la palabra pareció sacar a Jace de su parálisis.
Jace tiró el skeptron ya inservible a un lado, lo dejó que resonara en el suelo y luego los miró asintiendo.
—Muy bien —repuso, y la puerta tras ellos se abrió de golpe.
Cazadores oscuros vestidos de rojo comenzaron a entrar en tropel en la sala. Jace cogió a Clary por la muñeca y echaron a correr; Alec y los otros corrieron a su lado hasta llegar a la escalera, donde se separaron. Clary pensó que había oído a Simon llamarla mientras Jace y ella se lanzaban hacia la escalera este. Se volvió para buscarlo, pero ya no pudo verlo. La sala estaba llena de Oscurecidos, varios de ellos apuntándolos con ballestas e incluso hondas. Agachó la cabeza y siguió corriendo.
Jia Penhallow se hallaba en el balcón del Gard y miraba hacia la ciudad de Alacante.
El balcón se usaba muy pocas veces. Había habido un tiempo en que el Cónsul se había dirigido a la población desde ese punto por encima de ellos, pero esa costumbre había caído en desgracia en el siglo XIX, cuando la cónsul Fairchild decidió que ese comportamiento se parecía demasiado al de un papa o un rey.
Había caído la tarde, y las luces de Alacante comenzaban a encenderse: luz mágica en las ventanas de todas las casas y escaparates, luz mágica iluminando la estatua de la plaza del Ángel, luz mágica manando de la Basilias. Jia respiró hondo mientras sujetaba la nota de Maia Roberts que hablaba de esperanza en la mano izquierda y se preparaba.
Las torres de los demonios brillaban azules, y Jia comenzó a hablar. Su voz resonó de torre en torre, extendiéndose por la ciudad. Vio a la gente detenerse en las calles y echar la cabeza atrás para mirar a las torres de los demonios; la gente permanecía parada en las puertas de sus casas, escuchando sus palabras, que pasaban sobre ellos como una marea.
—Nefilim —decía—. Hijos del Ángel, guerreros, esta noche debemos prepararnos, porque esta noche Sebastian Morgenstern lanzará sus fuerzas contra nosotros. —El viento que llegaba de las colinas que rodeaban Alacante era helado, y Jia se estremeció—. Sebastian Morgenstern trata de destruir lo que somos —continuó—. Lanzará contra nosotros guerreros que tienen nuestro propio rostro, pero que no son nefilim. No podemos vacilar. Cuando nos enfrentemos a ellos, cuando miremos a los Oscurecidos, no podemos ver a un hermano o una madre, hermana o esposa, sino a una criatura atormentada. Un humano al que se le ha arrancado toda la humanidad. Somos lo que somos porque nuestra voluntad es libre: somos libres de elegir. Elegimos quedarnos a luchar. Elegimos derrotar a las fuerzas de Sebastian. Ellos tienen la oscuridad; nosotros, la fuerza del Ángel. El fuego prueba el oro. En este fuego todos seremos probados, y reluciremos. Ya conocéis el protocolo. Ya sabéis qué hacer. Adelante, Hijos del Ángel.
»Adelante y encended las luces de la guerra.