20

LAS SERPIENTES DEL POLVO

Cuando Alec y Simon regresaron a la caverna central, encontraron a Isabelle aún durmiendo, hecha un ovillo sobre un montón de mantas. Jace estaba sentado junto al fuego, apoyado hacia atrás en las manos; el juego de luz y sombras le bailoteaba en el rostro. Clary estaba tumbada con la cabeza en su regazo, aunque Simon pudo ver por el brillo de sus ojos, mientras los observaba acercarse, que no dormía.

Jace alzó las cejas.

—¿Os sonrojáis, chicos?

Alec lo miró enfadado. Se detuvo con la muñeca izquierda vuelta hacia dentro, para ocultar las marcas de dientes, aunque casi habían desaparecido gracias al iratze que se había dibujado en la muñeca. No apartó a Simon, lo dejó beber hasta que este se detuvo, y como resultado, estaba un poco pálido.

—No ha sido sexy —dijo.

—Un poco sexy, sí —repuso Simon. Se sentía mucho mejor después de alimentarse, y no pudo evitar tomarle el pelo a Alec.

—No lo ha sido —insistió Alec.

—Yo he sentido algo —siguió Simon.

—Pues sufre todo lo que quieras cuando estés solo —replicó Alec, y se agachó para coger la mochila—. Voy a hacer guardia.

Clary se sentó bostezando.

—¿Estás seguro? ¿Necesitas una runa que te produzca sangre?

—Ya me he puesto dos —contestó Alec—. Estaré bien. —Se incorporó y miró a su hermana dormida—. Solo cuidad de Isabelle, ¿vale? —Miró a Simon—. Sobre todo tú, vampiro.

Alec se fue por uno de los túneles, su luz mágica proyectaba una sombra larga y delgada contra la pared de la cueva. Jace y Clary intercambiaron una rápida mirada antes de que Jace se pusiera en pie y siguiera a Alec por el túnel. Simon podía oír sus voces, suaves murmullos resonando contra las rocas, pero no consiguió distinguir qué decían.

Lo que dijo Alec antes de marcharse se repitió en su cabeza: «Cuidad de Isabelle». Y pensó en lo que había dicho Alec en el túnel: «Eres leal y listo, y haces… haces feliz a Isabelle. No sé por qué, pero así es».

La idea de hacer feliz a Isabelle lo inundó con una sensación de calidez. Se sentó junto a ella. Isabelle era como un gato, aovillada en un revoltijo de mantas, con la cabeza apoyada en el brazo. Se tumbó con cuidado a su lado. Estaba viva gracias a él, y su hermano había hecho lo más parecido a darles su bendición.

Oyó a Clary, al otro lado del fuego, reír suavemente.

—Buenas noches, Simon —dijo.

Simon notaba el cabello de Isabelle, tan suave como seda tejida, bajo la mejilla.

—Buenas noches —dijo, y cerró los ojos, con las venas llenas de sangre Lightwood.

Jace alcanzó sin problema a Alec, que se había detenido donde el túnel se curvaba hacia la verja. Las paredes del túnel eran lisas, como gastadas por años de agua o viento, no por el trabajo de los cinceles, aunque Jace no tenía ninguna duda de que esos pasillos estaban hechos por el hombre.

Alec, apoyado en la pared de la cueva, esperando a Jace, alzó la luz mágica.

—¿Pasa algo?

Jace redujo el paso al acercarse a su parabatai.

—Solo quería asegurarme de que estás bien.

Alec encogió los hombros.

—Tanto como cabe esperar, supongo.

—Lo siento —dijo Jace—. Lo siento de nuevo. Corro riesgos estúpidos. No puedo evitarlo.

—Nosotros te dejamos hacerlo —repuso Alec—. A veces tus riesgos valen la pena. Te dejamos porque tenemos que dejarte. Porque si no te dejáramos hacerlo, nada se haría nunca. —Se frotó el rostro con la manga rota—. Isabelle diría lo mismo.

—No llegamos a acabar nuestra conversación de antes —le recordó Jace—. Solo quería decir que no tienes que estar bien siempre. Te pedí que fueras mi parabatai porque te necesitaba, pero tú puedes necesitarme también. Esto —señaló su runa de parabatai— significa que tú eres la otra mitad de mí, la mejor, y me importas más de lo que me importo yo mismo. Recuérdalo. Siento no haberme dado cuenta de lo que estabas sufriendo. No lo vi, pero ahora lo veo.

Alec se quedó muy quieto durante un momento, casi sin respirar. Luego, para sorpresa de Jace, extendió la mano y le alborotó el cabello, del modo que un hermano mayor se lo haría a su hermano pequeño. Su sonrisa era cauta, pero cargada de auténtico cariño.

—Gracias por verme —dijo, y siguió avanzando por el túnel.

—Clary…

Esta se despertó lentamente, arrancándose de dulces sueños de calor y fuego, del olor a heno y manzanas. En el sueño, estaba en la granja de Luke, colgando boca abajo de la rama de un árbol, riendo mientras Simon la saludaba desde abajo. Lentamente fue notando la dura piedra bajo las caderas y la espalda, la cabeza apoyada en las piernas de Jace.

—Clary —repitió él, aún susurrando. Simon e Isabelle estaban tumbados, juntos, a cierta distancia, un oscuro montón entre las sombras. Los ojos de Jace brillaron cuando la miró, oro pálido bailando con el reflejo del fuego—. Quiero un baño.

—Sí, bueno, y yo quiero un millón de dólares —repuso ella, frotándose los ojos—. Todos queremos algo.

Él enarcó una ceja.

—Va, piénsalo —dijo—. Aquella caverna… La que tenía el lago… Podríamos…

Clary pensó en la caverna, en la cristalina agua azul, tan profunda como el ocaso, y de repente se notó como si tuviera una capa de suciedad incrustada encima: polvo, sangre, icor y sudor, y el cabello enredado en una grasienta masa.

A Jace le bailaba la emoción en los ojos, y Clary notó un impulso familiar en el pecho, ese impulso que sentía desde que lo conoció. No podría decir exactamente el momento en que se había enamorado de Jace, pero siempre había habido algo en él que le recordaba a un león, a un animal salvaje libre de toda atadura, la promesa de una vida de libertad. Nunca «no puedo», sino siempre al contrario: «puedo». Siempre el riesgo y la certeza, nunca el miedo y la duda.

Se puso en pie haciendo el menor ruido posible.

—Muy bien.

Él se levantó de un salto, la cogió de la mano y juntos fueron hacia el corredor del oeste que se apartaba de la cueva central. Andaban en silencio, con la luz mágica iluminando el camino, un silencio que Clary casi temía romper, como si fuera a destrozar la ilusión de calma de un sueño o un hechizo.

La enorme caverna se abrió ante ellos de repente, y ella guardó la piedra runa y apagó su luz. La luminiscencia de la caverna era suficiente: luz destellando de las paredes, de las brillantes estalactitas que colgaban del techo como témpanos electrificados. Cuchillos de luz que rasgaban las sombras. Jace soltó la mano de Clary y caminó los últimos pasos hasta el borde del agua, donde la pequeña playa brillaba por el polvo de mica. Se detuvo a unos pasos del agua.

—Gracias —le dijo a Clary.

Esta lo miró sorprendida.

—¿De qué?

—Anoche —contestó él—. Me salvaste. Creo que el fuego celestial me habría matado. Lo que hiciste…

—Aún no podemos decírselo a los demás —le advirtió ella.

—No lo hice anoche, ¿verdad? —preguntó. Era cierto, Jace y Clary habían mantenido la ficción de que Clary solo había ayudado a Jace a controlar y apagar el fuego, que nada más había cambiado.

—No podemos permitirnos que se les escape, aunque solo sea por una mirada o una expresión delatora —continuó ella—. Tú y yo ya tenemos práctica ocultando cosas a Sebastian, pero ellos no. No sería justo para ellos. Casi me gustaría que nosotros tampoco lo supiéramos…

Se calló, molesta por la falta de respuesta de Jace. Este miraba el agua, azul y profunda, de espaldas a ella. Clary dio un paso adelante y le tocó el hombro.

—Jace. Si quieres hacer otra cosa, si crees que deberíamos pensar en otro plan…

Él se volvió, y de repente Clary se halló dentro del círculo que formaban sus brazos. La sorpresa hizo que se estremeciera. Él le cubrió la espalda con las manos, los dedos acariciándola por encima de la camisa. Clary sintió un escalofrío, ideas que le volaban por la cabeza como plumas esparcidas por el viento.

—¿Cuándo te has vuelto tan cauta? —preguntó él.

—No soy cauta —replicó, mientras él le rozaba la sien con los labios. Su cálido aliento le agitó los rizos cercanos a la oreja—. Solo que no soy tú.

Notó que él se reía. Le bajó las manos por los costados y la agarró por la cintura.

—Eso, seguro que no. Sin duda eres mucho más guapa.

—Oh, ahora sí que creo que me amas —dijo ella, con la respiración acelerada mientras él le recorría el mentón con los labios, terriblemente despacio—. Porque nunca creí que admitirías que alguien es más guapo que tú. —Se sobresaltó cuando la boca de Jace encontró la suya, y notó cómo abría los labios para saborearla. Ella se dejó llevar por el beso, decidida a recuperar parte del control. Le rodeó el cuello con los brazos, abrió la boca para él y le mordisqueó suavemente el labio inferior.

Eso tuvo más efecto del que se esperaba. Él le aferró las caderas con las manos y gimió sin apartar su boca de la de ella. Un momento después, se apartó, enrojecido, con los ojos brillándole.

—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Quieres esto?

Ella asintió, tragando saliva. Sentía todo el cuerpo vibrando como una cuerda de violín.

—Sí, lo quiero. Yo…

—Es que… durante tanto tiempo no he podido tocarte, y ahora puedo —dijo él—. Pero quizá este no sea el lugar…

—Bueno, estamos sucios —admitió ella.

—«Sucios» parece un poco moralista.

Clary le mostró las palmas de las manos. Tenía suciedad en la piel y bajo la uñas. Sonrió a Jace.

—Quiero decir literalmente —repuso ella, y señaló el agua con un movimiento de la cabeza—. ¿No íbamos a lavarnos? ¿En el agua?

La chispa en los ojos de Jace se oscureció cambiando a un tono ámbar.

—Cierto —dijo, y fue a bajarse la cremallera de la chaqueta.

Clary casi gritó: «¿Qué estás haciendo?», pero era evidente lo que estaba haciendo. Ella había dicho «en el agua», y no se iban a meter en el agua con el traje de combate puesto. Simplemente, Clary no había llegado tan lejos en su idea.

Jace dejó caer la chaqueta y se quitó la camiseta por encima de la cabeza; el cuello se le atascó un momento y Clary se lo quedó mirando, de repente hiperconsciente de que estaban solos, y del cuerpo de Jace: piel color de la miel recorrida por Marcas nuevas y viejas, una leve cicatriz bajo la curva del músculo pectoral. Un estómago plano y de músculos marcados que acababa en unas caderas estrechas. Había perdido peso, y el cinturón de las armas le colgaba un poco suelto. Piernas y brazos gráciles como los de un bailarín. Se acabó de quitar la camiseta y sacudió el brillante cabello, y Clary pensó, con un súbito vuelco en el estómago, que no era posible que él fuera de ella, que él no era el tipo de persona con la que la gente corriente podía juntarse, y mucho menos tocarse, y entonces él la miró, con las manos en el cinturón, y esbozó su sonrisa de medio lado.

—¿Te vas a quedar con la ropa puesta? —preguntó—. Podría prometerte que no voy a mirar, pero mentiría.

Clary se bajó la cremallera de la chaqueta y se la tiró. Él la cogió y la dejó en un montón sobre su propia ropa. Sonreía como un niño travieso. Se desabrochó el cinturón y también lo dejó caer.

—Pervertido —dijo ella—. Aunque has ganado puntos por ser sincero.

—Tengo diecisiete años; todos somos unos pervertidos —replicó él, mientras se sacaba las botas con una sacudida y se quitaba los pantalones. Llevaba un bóxer negro, y Clary vio con alivio y algo de decepción que se los dejaba puestos mientras se metía en el agua hasta que le llegó a la rodilla—. O al menos, tendré diecisiete en unas semanas —dijo sin volver la cabeza—. He hecho los cálculos, con las cartas de mi padre y el día del Alzamiento. Nací en enero.

Algo en la completa normalidad de su tono tranquilizó a Clary. Se quitó las botas, se pasó la camiseta por la cabeza y luego se despojó de los pantalones. Se acercó hasta el borde del agua. La notó fresca pero no fría, cuando le salpicó los tobillos.

Jace la miró y sonrió. Luego su mirada fue bajando del rostro de Clary al resto del cuerpo, a las sencillas bragas de algodón y el sujetador. Clary deseó haberse puesto algo más bonito, pero la «lencería fina» no formaba parte de su lista a la hora de prepararse para ir a los reinos de los demonios. El sujetador era de algodón azul pálido, de la clase totalmente aburrida que se podía comprar en un supermercado, aunque Jace lo miraba como si fuera algo exótico y asombroso.

De repente, Jace sonrió y apartó la mirada. Se metió más en el agua, hasta que esta le llegó a los hombros. Se hundió y volvió a salir, menos sonrojado pero mucho más mojado, con el cabello dorado oscuro goteando.

—Es más fácil si entras deprisa —le aseguró.

Clary respiró hondo y se tiró de cabeza. El agua se cerró sobre ella. Era estupendo: azul oscuro cortado con hilos de plata por la luz proveniente de lo alto. La piedra pulverizada se había mezclado con el agua y le daba una textura pesada y suave. Era fácil flotar. En cuanto se dejó ir, subió a la superficie como una boya, sacudiéndose el agua del cabello.

Suspiró aliviada. No tenían jabón, pero se frotó las manos una contra la otra y vio la mugre y la sangre deshacerse en el agua. Su cabello flotaba en la superficie, rojo mezclado con azul.

Un chorro de gotitas la hizo levantar la mirada. Jace estaba a unos pasos, sacudiéndose el cabello.

—Supongo que eso me hace un año mayor que tú —dijo—. Soy un robacunas.

—Seis meses —lo corrigió Clary—. Y eres capricornio, ¿no?: obstinado, temerario, no hace caso de las reglas… Parece que concuerda.

La cogió por las caderas y la acercó a él por el agua. Estaban a la profundidad suficiente para hacer pie, aunque ella no del todo; lo cogió de los hombros para mantenerse fuera mientras le rodeaba la cintura con las piernas. Sintió una oleada de calor en el estómago, y lo miró fijamente: las finas líneas húmedas del cuello, los hombros y el pecho; las gotas de agua atrapadas en sus pestañas como estrellas.

Jace levantó el rostro para besarla justo cuando ella se dejaba caer; sus labios chocaron con una fuerza que Clary sintió como una inundación de placer y dolor por todo el cuerpo. Fue subiéndole las manos por la piel mientras ella le rodeaba la nuca con las manos, los dedos hundidos en los rizos húmedos. Le separó los labios y le acarició el interior de la boca con la lengua. Ambos se estremecieron, y Clary jadeó, su aliento mezclado con el de Jace.

Él llevó una mano hacia atrás para situar la pared de la cueva y apoyarse en ella, pero el agua la hacía resbaladiza y casi perdió pie. Clary dejó de besarlo mientras él se equilibraba, todavía sujetándola fuertemente con el brazo izquierdo, apretándola contra sí. Tenía las pupilas muy dilatadas y el corazón le latía con fuerza.

—Eso ha sido… —empezó a decir en un jadeo entrecortado. Hundió el rostro en el hueco entre el cuello y el hombro de Clary e inspiró como si quisiera arrebatarle su olor. Temblaba un poco, pero la cogía con firmeza—. Eso ha sido… intenso.

—Ha pasado mucho tiempo —murmuró ella mientras le acariciaba el cabello— desde que podíamos… ya sabes… dejarnos ir. Aunque solo fuera un poco.

—No puedo creerlo —exclamó Jace—, sigo sin creerme que puedo besarte, acariciarte, tocarte, sin miedo… —La besó en el cuello y ella pegó un bote. Le echó la cabeza un poco hacia atrás para contemplarla. El agua le corría por el rostro como lágrimas, y le marcaba los agudos ángulos de los pómulos, la curva del mentón…

»Temerario —continuó—. ¿Sabes?, cuando llegué al Instituto, Alec me llamó temerario tantas veces que fui a buscar la palabra en el diccionario. No era que no supiera qué significaba, pero… siempre había pensado que quería decir “valiente”. En realidad significa “alguien a quien no le importan las consecuencias de sus actos”.

Clary sintió pena por el pequeño Jace.

—Pero a ti sí te importan.

—Quizá no lo suficiente. No siempre. —Le tembló la voz—. Como el modo en que te amo. Te amé temerariamente desde el momento en que te conocí. Nunca me importaron las consecuencias. Me decía que sí, que tú también me querías, y por eso lo intenté, pero no lo conseguí. Te quería más a ti de lo que quería ser bueno. Te quería más de lo que nunca he querido nada. —Tenía los músculos rígidos bajo las manos de Clary, el cuerpo le vibraba de tensión. Ella se inclinó hasta rozarle los labios con los suyos, para relajarlo con un beso, pero él la apartó, mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza como para dejarse blanca la piel.

—Clary —dijo bruscamente—. Espera, solo… espera.

Clary se sintió momentáneamente perpleja. A Jace le encantaba besar; podía besar durante horas, y lo hacía muy bien. Y no era que no estuviera interesado. Estaba muy interesado. Ella apretó las rodillas alrededor de sus caderas.

—¿Va todo bien? —preguntó insegura.

—Tengo que explicarte algo.

—Oh, no. —Clary dejó caer la cabeza sobre el hombro de Jace—. De acuerdo. ¿Qué es?

—¿Recuerdas cuando llegamos al reino de los demonios y todos habíais visto algo? —preguntó—. Y yo os dije que yo no.

—No hace falta que me cuentes lo que viste —repuso Clary suavemente—. Es asunto tuyo.

—Sí que hace falta —replicó él—. Debes saberlo. Vi una sala con dos tronos, tronos de oro y marfil, y a través de la ventana podía ver el mundo, y estaba reducido a cenizas. Como este mundo, pero la destrucción era de hacía poco tiempo. Los fuegos aún ardían, y el cielo estaba lleno de horribles cosas voladoras. Sebastian estaba sentado en uno de los tronos y yo en el otro. Tú estabas allí, y Alec, Izzy y Max… —Tragó saliva—. Pero todos estabais en una jaula. Una jaula muy grande con un candado enorme en la puerta. Y sabía que yo os había metido dentro y había cerrado con llave. Pero no lo lamentaba. Me sentía… triunfante. —Exhaló con fuerza—. Ahora te puedes apartar, asqueada. Lo entenderé.

Pero evidentemente no estaba bien; nada en su tono, plano, seco y carente de esperanza estaba bien. Clary se estremeció en sus brazos; no de horror sino de pena, y de la tensión de saber lo frágil que era la fe en sí mismo de Jace y lo cuidadosa que ella debía ser con su respuesta.

—El demonio nos mostró lo que él creía que queríamos —dijo finalmente—. No lo que realmente queremos. Se equivocó, por eso conseguimos liberarnos. Para cuando te encontramos, ya te habías liberado solo. Lo que te enseñó no es lo que tú quieres. Cuando Valentine te crio, él lo controlaba todo; nada estaba seguro nunca, y nada que tú amaras estaba seguro. Así que el demonio miró dentro de ti y vio eso, esa fantasía del niño de controlar completamente el mundo para que nada malo pudiera ocurrirle a la gente que ama, y trató de darte eso. Pero eso no es lo que tú quieres, no realmente. Así que te despertaste. —Le acarició la mejilla—. Alguna parte de ti sigue siendo ese niño que piensa que amar es destruir, pero estás aprendiendo. Estás aprendiendo día a día.

Por un momento, él la miró atónito, los labios ligeramente entreabiertos, y Clary notó que se sonrojaba. La estaba mirando como si fuera la primera estrella que hubiera lucido jamás en el firmamento, un milagro pintado en el rostro del mundo en el que él casi ni podía creer.

—Déjame que… —comenzó, pero se interrumpió—. ¿Puedo besarte?

En vez de asentir, ella le puso los labios sobre los suyos. Si su primer beso en el agua había sido una especie de explosión, este fue como una supernova. Un beso duro, ardiente, decidido, un pellizco en su labio inferior y el choque de lenguas, dientes, ambos presionando con fuerza como si pudieran acercarse más y más. Estaban pegados, piel y ropa, un mezcla intoxicante del frío del agua, el calor de sus cuerpos y el roce suave de la piel húmeda.

Él la envolvió totalmente con los brazos, y de repente la levantó mientras caminaba para salir del lago, el agua chorreando en grandes torrentes. Se arrodilló sobre la arena fina de la playa y tumbó a Clary con tanta delicadeza como pudo sobre la pila de ropa. Ella arañó la arena un momento en busca de apoyo y luego se dejó ir, se tumbó y lo arrastró sobre ella, besándolo ferozmente hasta arrancarle un gemido.

—Clary —susurró—, no puedo… tienes que decírmelo… no puedo pensar…

Ella hundió las manos en su cabello y lo levantó justo lo suficiente para verle el rostro. Estaba sonrojado; los ojos negros de deseo; el cabello, caído sobre los ojos, se le comenzaba a rizar al secársele. Ella le tiró suavemente de los mechones que tenía entre los dedos.

—Está bien —le susurró ella—. Está bien, no tenemos que parar. Lo quiero. —Lo besó, lenta e intensamente—. Lo quiero, si quieres tú.

—¿Si yo quiero? —Había algo un poco salvaje en su risita—. ¿No lo ves? —Y entonces la besó de nuevo, le chupó el labio inferior, le mordisqueó el cuello, le recorrió la clavícula con la boca mientras ella lo acariciaba por todas partes, sabiendo que podía tocarlo tanto como quisiera y de la forma en que le apeteciera. Se sintió como si lo estuviera dibujando, silueteando su cuerpo con las manos, la curva de la espalda, el estómago plano, los huecos sobre las caderas, los músculos de los brazos. Como si, al igual que un cuadro, él estuviera adquiriendo vida bajo sus manos.

Cuando Jace le metió las manos bajo el sujetador, ella ahogó un grito ante la sensación, luego asintió cuando él se detuvo con una mirada inquisitiva. «Sigue». Jace se iba deteniendo a cada paso, y se detuvo después de que los dos se hubieran quitado la ropa mutuamente, preguntándole con la mirada si debía seguir, y cada vez ella asentía y le decía: «Sí, sigue, sí». Y cuando finalmente no hubo nada entre ellos excepto piel, ella dejó de acariciarlo, pensando que no había otro modo de estar más cerca de alguien que ese, que dar otro paso sería como abrirse el pecho y exponer su corazón.

Notó a Jace flexionar los músculos para extender la mano más allá de ella en busca de algo, y oyó el crujido del papel de aluminio. De repente, todo le pareció muy real. De repente, se sintió nerviosa: estaba ocurriendo de verdad.

Jace se quedó inmóvil. Con la mano libre le aguantaba la cabeza, los codos clavados en la arena a ambos lados de ella para no cargarla con su peso. Todo él estaba tenso y tembloroso, y tenía las pupilas dilatadas. Sus iris eran solo un anillo de oro.

—¿Pasa algo?

Al oír la inseguridad de Jace… pensó que tal vez se le estaba rompiendo el corazón, deshaciéndosele en pedazos.

—No —susurró, y lo hizo bajar de nuevo. Ambos sabían a sal—. Bésame —le pidió, y él lo hizo, besos ardientes y lentos que fueron acelerándose al ritmo de sus latidos, con el movimiento de sus cuerpos. Cada beso era diferente, cada uno más y más intenso mientras el fuego crecía: besos rápidos que decían que él la amaba; besos largos, lentos y reverentes, que decían que él confiaba en ella; besos juguetones, que decían que él aún tenía esperanza; besos de adoración, que decían que él tenía fe en ella como no la tenía en nadie. Clary se abandonó a esos besos, a su lenguaje, a la conversación sin palabras que había entre ambos. A Jace le temblaban las manos, pero se movían rápidas y hábiles, caricias leves que la fueron enloqueciendo hasta que ella tiró de él, urgiéndolo a seguir adelante con el callado recurso de dedos, labios y manos.

E incluso en el momento final, cuando ella hizo una mueca de dolor, lo instó a que siguiera, se enroscó en él, sin dejarlo que se apartara. Mantuvo los ojos abiertos mientras él se estremecía, con el rostro contra su cuello, repitiendo su nombre una y otra vez, y cuando finalmente ella cerró los ojos, creyó ver la caverna relucir de oro y blanco, envolviéndolos en fuego celestial. Lo más hermoso que había visto jamás.

Simon fue vagamente consciente de que Clary y Jace se levantaban y salían de la caverna susurrando entre ellos.

«No sois tan cautos como creéis», pensó, medio divertido, pero no les podía reprochar que pasaran tiempo juntos, teniendo en cuenta a lo que tendrían que enfrentarse al día siguiente.

—Simon. —No llegaba ni a susurro, pero Simon se incorporó apoyándose en el codo y miró a Isabelle. Ella se tendió sobre la espalda y lo miró. Sus ojos eran enormes y oscuros, y tenía las mejillas sonrojadas. Simon notó una presión en el pecho provocada por la ansiedad.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. ¿Tienes fiebre?

Ella negó con la cabeza y se movió para salir parcialmente de su envoltura de mantas.

—Solo tengo calor. ¿Quién me ha envuelto como a una momia?

—Alec —contestó Simon—. Esto… Quizá deberías quedarte dentro.

—Mejor que no —repuso Isabelle, y le rodeó los hombros con los brazos y lo acercó a ella.

—No puedo calentarte. No tengo calor corporal. —Su voz sonó un poco tímida.

Ella le fue hundiendo el rostro entre la clavícula y el hombro.

—Creo que ya hemos aclarado de varias maneras que yo tengo calor suficiente para los dos.

Sin poder evitarlo, Simon le pasó las manos por la espalda. Ella se había sacado el traje de combate y solo llevaba una camiseta térmica, la tela gruesa y suave bajo los dedos de Simon. Sentía a Isabelle sustancial y real, humana y viva, y, en silencio, agradeció al dios cuyo nombre ya podía mentar que ella estuviera bien.

—¿Dónde están los demás?

—Jace y Clary se han escabullido, y Alec hace la primera guardia —contestó Simon—. Estamos solos. Bueno, no solos… solos, como que yo no… —Simon ahogó un grito cuando ella rodó para ponerse sobre él y lo inmovilizó contra el suelo. Le colocó delicadamente el brazo sobre el pecho—. Que yo no haría esto —concluyó él—. Aunque no es que debas parar.

—Me has salvado la vida —dijo ella.

—Yo no… —Se calló al verla entrecerrar los ojos—. ¿Soy un salvador valiente y heroico?

—Ajá. —Isabelle le rozó la barbilla con la propia.

—Nada de lord Montgomery —advirtió él—. Cualquiera podría venir.

—¿Y un beso normal?

—Eso me parece bien —contestó él, y al instante Isabelle estaba besándolo, sus labios casi insoportablemente suaves. Las manos de Simon encontraron el camino bajo la camiseta de Isabelle y le acarició la espalda, trazando el contorno de los omoplatos. Cuando ella se apartó, tenía los labios enrojecidos, y él podía verle la sangre palpitándole en el cuello… la sangre de Isabelle, dulce y salada, y aunque no tenía hambre, quiso…

—Puedes morderme —le susurró ella.

—No. —Simon se apartó un poco—. No… Has perdido demasiada sangre. No puedo. —Notó que el pecho le subía y bajaba con una respiración innecesaria—. Estabas durmiendo cuando hablamos de ello, pero no nos podemos quedar aquí. Clary ha puesto runas de glamour en las entradas, pero no aguantarán mucho tiempo. Y nos estamos quedando sin comida. El ambiente nos hace sentir a todos cada vez más enfermos y débiles. Y Sebastian nos encontrará. Tenemos que ir a buscarlo, mañana, en el Gard. —Le pasó los dedos por el suave cabello—. Y eso significa que necesitas todas tus fuerzas.

Ella apretó los labios mientras lo recorría con la mirada.

—Cuando pasamos a este mundo desde el de las hadas, ¿qué viste?

Él le acarició el rostro, sin querer mentir, pero la verdad… era dura e incómoda.

—Iz, no tenemos que…

—Yo vi a Max —dijo ella—. Pero te vi también a ti. Eras mi novio. Vivíamos juntos y toda mi familia te aceptaba. Me puedo decir a mí misma que no quiero que formes parte de mi vida, pero mi corazón dice otra cosa. Te has ido colando en mi vida, Simon Lewis, y no sé cómo, ni por qué y ni siquiera cuándo sucedió, y me fastidia, pero no puedo cambiarlo, y aquí está.

Él hizo un ruidito ahogado.

—Isabelle…

—Ahora dime qué viste —le pidió ella, y los ojos le destellaron como cuarzo.

Simon apoyó las manos sobre el suelo de piedra de la cueva.

—Me vi siendo famoso, una estrella del rock —explicó lentamente—. Era rico, mi familia estaba reunida y yo estaba con Clary. Era mi novia. —Notó que Isabelle se tensaba sobre él. Sintió que comenzaba a apartarse y la cogió del brazo—. Isabelle, escúchame. Escúchame. Ella era mi novia, y cuando vino a decirme que me amaba, le dije: «Yo también te amo… Isabelle».

Ella se lo quedó mirando.

—«Isabelle» —repitió él—. Cuando dije tu nombre, me desperté de mi visión. Porque supe que la visión estaba equivocada. No era lo que realmente quería.

—¿Por qué dices que me amas solo cuando estás borracho o soñando? —preguntó ella.

—Tengo el don de la inoportunidad —repuso Simon—. Pero eso no quiere decir que no lo diga en serio. Hay cosas que queremos más allá de lo que sabemos, más allá de lo que sentimos. Hay cosas que nuestra alma quiere, y la mía te quiere a ti.

Notó que ella suspiraba lentamente.

—Dilo. Dilo estando sobrio.

—Te amo. Y no quiero que tú me lo digas a no ser que sea cierto, pero yo te amo.

Ella volvió a dejarse caer sobre él, y apretó las yemas de los dedos contra las de Simon.

—Es cierto.

Él se alzó sobre los codos justo cuando ella bajaba, y sus labios se encontraron. Se besaron, larga, suave, dulce y tiernamente, y luego Isabelle se apartó un poco, con la respiración entrecortada.

—¿Ahora sí hemos DLR?

Isabelle se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de lo que eso quiere decir.

Simon ocultó que eso lo hacía sentirse de lo más complacido.

—¿Salimos juntos oficialmente? ¿Hay algún ritual de cazadores de sombras? ¿Debo cambiar mi estado en Facebook de «es complicado» a «tiene una relación»?

Isabelle arrugó la nariz de un modo adorable.

—¿Tienes un estado en dónde?

Simon se echó a reír, e Isabelle se inclinó y lo besó de nuevo. Esta vez, él la cogió y la acercó a su cuerpo tendido, y se enredaron el uno en el otro y con las mantas, besándose y susurrando. Simon se perdió en el placer del sabor de su boca, en la curva de sus caderas bajo sus manos, en la cálida piel de su espalda. Olvidó que se hallaban en un reino demoníaco, que al día siguiente tendrían que partir hacia la batalla, que quizá no volviera a ver su hogar. Todo desapareció y quedó Isabelle.

—¡¿POR QUÉ SIGUE PASANDO ESTO?! —Se oyó el ruido de vidrio al romperse. Ambos se incorporaron de golpe y se encontraron con Alec mirándolos enfadado. Había dejado caer la botella de vino vacía que llevaba, y había esquirlas de brillante vidrio por todo el suelo de la caverna—. ¡¿POR QUÉ NO PODÉIS IROS A ALGÚN OTRO SITIO PARA HACER ESAS COSAS HORRIBLES Y NO DELANTE DE MIS OJOS?!

—Estamos en un reino demoníaco, Alec —replicó Isabelle—. No hay ningún sitio adonde podamos ir.

—Y tú me dijiste que la vigilara… —comenzó Simon, y luego se dio cuenta de que ese no sería un tema de conversación muy productivo, así que se calló.

Alec se dejó caer al otro lado de la hoguera y los miró enfadado.

—¿Y adónde han ido Jace y Clary?

—Ah —repuso Simon con delicadeza—. ¿Quién sabe…?

—Heteros… —exclamó Alec—. ¿Por qué no pueden controlarse?

—Es un misterio —admitió Simon, y se tumbó a dormir.

Jia Penhallow se hallaba sentada sobre el escritorio de su despacho. Le parecía tan poco formal que no podía evitar preguntarse si la mirarían mal, la Cónsul sentada irreverentemente sobre el viejo escritorio, pero estaba sola en la sala, y cansada más allá de todo límite.

En la mano tenía una nota que le había llegado de Nueva York: el mensaje de fuego de una bruja, lo suficientemente poderoso para traspasar las salvaguardas que rodeaban la ciudad. Reconoció la escritura de Catarina Loss, pero las palabras no eran de ella.

Cónsul Penhallow,

Soy Maia Roberts, la jefa temporal de la manada de Nueva York. Comprendemos que está haciendo lo que puede para recuperar a Luke y a los otros prisioneros. Agradecemos su esfuerzo. Como señal de buena voluntad, quiero transmitirle un mensaje. Sebastian y sus fuerzas atacarán Alacante mañana por la noche. Por favor, hagan lo que puedan para estar preparados. Desearía que pudiéramos estar allí, luchando a su lado, pero sé que no es posible. A veces solo es posible avisar, esperar y confiar. Recuerde que la Clave y el Consejo, cazadores de sombras y subterráneos juntos, son la luz del mundo.

Con esperanza,

MAIA ROBERTS

«Con esperanza». Jia dobló la nota de nuevo y se la metió en el bolsillo. Pensó en la ciudad bajo el cielo nocturno, la plata blanca de las torres de los demonios pronto se tornaría del rojo de la guerra. Pensó en su esposo y su hija. Pensó en las cajas y cajas que habían llegado, enviadas por Theresa Gray, hacía solo un rato, alzándose a través de la tierra de la plaza del Ángel, cada una de ellas estampada con el símbolo en espiral del Laberinto. Notó que se le despertaba el corazón: algo de temor, pero también alivio, porque el momento estaba llegando, porque la espera acabaría por fin, porque finalmente tendrían su oportunidad. Sabía que los cazadores de sombras de Alacante lucharían hasta el fin, con decisión, con valentía, con obstinación, con venganza, con gloria.

Con esperanza.